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Dos imágenes: «globalización» y «la viña»
Mons. J. Francis Stafford
Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos
Dos imágenes de solidaridad mundial están surgiendo: aquella
empleada por las naciones del Grupo de los Ocho durante su reciente
encuentro en Denver, y la otra empleada por el Papa Juan Pablo II y la
entera tradición católica. Las imágenes pueden ser complementarias, si
se ordenan correctamente la una a la otra.
La revista Time, un influyente semanario norteamericano, realizó un
reportaje especial sobre la reunión de Denver. Los jefes de gobierno
estaban preocupados por un mercado mundial y usaron el término
«globalización» como su imagen de la realidad.
Christifideles laici, la Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II, habla
de la dignidad y unidad del Pueblo de Dios a través de otra imagen, «la
viña y los sarmientos».
La primera imagen: «globalización»
Time reportó extensamente sobre la emergencia de un mercado
mundial capitalista. Se nos dice que estamos viviendo en una nueva
era. La globalización, o el mercado económico mundial es una realidad.
Estamos entrando a la «nueva era global» y volviéndonos más
interdependientes en un medio ambiente de mercados globales de
capital. Los trabajadores encaran el nuevo reto de una vida entera de
aprendizaje. El fenómeno es también llamado «deslocalización».
Significa la apertura de las economías nacionales a las fuerzas del
mercado mundial a través de la desregulación.
Un sindicalista francés del comercio describe la globalización así:
crea «un ambiente donde la competencia, la eficacia y el lucro pueden
marcar la pauta de la actividad económica». Personas en todos lados
están relacionadas de manera creciente a través del libre comercio, la
convertibilidad de la moneda, el libre acceso a la inversión extranjera, y
el compromiso político con la propiedad privada. Un mercado tal podría
conducir también a una creciente consistencia en los estándares
laborales, en el control de la contaminación, las reglas
antimonopólicas, y las leyes contra el soborno. Juntas podrían
constituir el ímpetu o el «motor» del crecimiento económico.
Hay una deuda colateral de la globalización. Muchas economías
nacionales se están volviendo más darwinianas y brutales. Pierre
Jacquet, director en jefe del Instituto Francés de Relaciones
Internacionales, dice: «Severas desigualdades están creciendo dentro
de América, y la redistribución de la riqueza es algo con lo cual el
gobierno norteamericano no parece particularmente preocupado». Un
nuevo grupo de divisiones sociales podría desarrollarse.
La imagen —globalización, deslocalización, mercado mundial,
liberalización comercial— es abstracta y débil. Tiene un sello
postmoderno. Viene a la mente la percepción de Rilke sobre la especial
característica de nuestro tiempo, «actividad sin imagen».
En su Carta Encíclica Centesimus annus, el Papa Juan Pablo II
sintetiza el peligro para el hombre: «la libertad económica es solamente
un elemento de la libertad humana. Cuando aquella se vuelve
autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como un
productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce
y consume para vivir, entonces pierde su necesaria relación con la
persona humana y termina por alienarla y oprimirla» (n. 39).
La otra imagen: «la viña y los sarmientos»
La otra imagen de la solidaridad humana es bíblica y eclesial. La
Iglesia tiene entre sus tesoros la bella, concreta, simple y antigua
imagen de una viña. A través de ella expresa la comunión mundial
entre los pueblos en Cristo.
En su Exhortación Apostólica sobre los fieles laicos Christifideles laici
(n. 8), el Papa Juan Pablo II singulariza esta imagen al ilustrar el rol del
laicado. «La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras
y con significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el
misterio del Pueblo de Dios. Desde este punto de vista más interior, los
fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan en la viña,
sino que forman parte de la viña misma: "Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos" (Jn 15,5), dice Jesús». Captar la riqueza de las
enseñanzas del Papa «sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad,
misión y responsabilidad de los fieles laicos» (n. 2) no es posible sin la
imagen de la viña. Ella informa la entera exhortación.
El uso de la imagen revela «la misteriosa comunión que vincula en
unidad al Señor con los discípulos, a Cristo con los bautizados; una
comunión viva y vivificante, por la cual los cristianos ya no se
pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como los
sarmientos unidos a la vid» (n. 18). Al principio del siglo, alguno
describió esta naturaleza esencialmente social del catolicismo:
«Fundamentalmente el Evangelio está obsesionado con la idea de la
unidad de la sociedad humana». El Concilio Vaticano II lo sintetiza así:
la trascendente unidad de la Iglesia supone una unidad natural, la
unidad de la raza humana. «La Iglesia es en Cristo como un
sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
Discernimiento de las dos imágenes y sus realidades
Cada imagen, en su propia medida, refleja la realidad. Nosotros
somos uno porque estamos todos siendo incorporados en un mercado
económico mundial. Y somos uno porque, en y con Cristo, somos
llamados a formar una viña con muchos sarmientos. Las imágenes no
son excluyentes la una de la otra. Pero tampoco son iguales en cuanto
a su peso moral o religioso. ¿Cuál imagen ilustra mejor acerca de la
dignidad y unidad de la raza humana? ¿Cuál ilumina con una luz más
humana a la otra, y expresa más obviamente una bella, y por ello una
verdadera y buena visión de nuestro mundo? ¿Cuál es posterior y por
ello está ordenada a la otra?
Estas cuestiones confrontan al laicado católico en los años finales de
este doloroso siglo. Los laicos trabajan en la «viña del mundo». Las
preguntas deben ser respondidas en todo lugar en donde Dios ha
llamado personas a situarse al frente y en medio del mundo, en el
Oriente Medio entre las tensiones del conflicto árabe-israelí; en las
masacres inconcebibles del África sub-sahariana; en las viejas batallas
étnicas de los Balcanes y de Europa del Este y del Oeste; ante las
graves desigualdades entre las dos Américas; y en las antiguas pero
siempre jóvenes civilizaciones del Lejano Oriente y Oceanía.
Nuestro Santo Padre insiste en la misma misión universal del laicado.
«La viña es el mundo entero (cf. Mt 13,38), que debe ser transformado
según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de
Dios» (Christifideles laici, 1). Él enfáticamente apunta a la piedra
angular de las enseñanzas de la Iglesia sobre el rol de los fieles laicos:
su «carácter secular» (Lumen gentium, 32). Él también insiste en que
«entre los baluartes de la doctrina social de la Iglesia está el principio
de la destinación universal de los bienes» (Christifideles laici, 43).
Las opciones que enfrenta el laicado están entre estas dos
imágenes. Cada una compite para ser el lente principal con el cual ver
el mundo de hoy: globalización económica o la viña y los sarmientos.
Ellas juegan un rol principal en el gran drama de la libertad humana y
divina. El capítulo conclusivo de Christifideles laici (n. 57) identifica el
ejercicio de la libertad humana como un misterio de comunión con
Cristo. «El hombre es interpelado en su libertad por la llamada de Dios
a crecer, a madurar, a dar fruto. No puede dejar de responder; no
puede dejar de asumir su personal responsabilidad. A esta
responsabilidad, tremenda y enaltecedora, aluden las palabras graves
de Jesús: "Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el
sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo echan al fuego y lo queman"
(Jn 15,6)».
Si el hombre verá el nuevo milenio con admiración y temor depende
de la libre elección que haga hoy. Los ojos auténticamente católicos
ven la belleza final y definitivamente en el eterno amor, que ha
descendido a la abismal oscuridad sin sombras por nuestra causa.
El hombre es llevado a una conciencia de sí mismo sólo a través de
este amor. Nosotros aprendemos que el eterno amor es bueno, por lo
tanto toda la creación es buena; que el eterno amor es verdadero, por
lo tanto toda la creación es verdadera, y que el eterno amor evoca
«alegría inefable y gloriosa» (1P 1,8), por lo tanto toda la creación es
bella. La imagen de la viña resalta los vínculos del Espíritu Santo
(Christifideles laici, 19). «En cambio el fruto del Espíritu es el amor»
(Gál 5,22).
Sólo Dios es la plenitud del bien, la verdad y la belleza. El ser creado
participa sólo de una manera fragmentaria de cada uno de estos tres.
Cada atributo refleja los otros dos.
Acá aflora una opción inesperada. ¿Cuál de estos tres —la verdad
de Cristo, el bien de Cristo, la belleza de Cristo— debe recibir la
prioridad en la viña del mundo? Hoy día especialmente, la prioridad se
le debe dar a la epifanía de Cristo, a la manifestación de la gloria de
Dios en la locura de la cruz. La belleza trascendente revelada en el
rostro de Cristo es diferente de cualquier otra belleza en el mundo.
Pues sólo el eterno amor es creíble. «Revelarse y realizarse de la
caridad de Jesucristo para gloria del Padre» (Christifideles laici, 59; cf.
14).
En un mundo empapado de escepticismo acerca de lo que es
verdadero y bueno, la urgencia de recuperar lo que es auténticamente
católico requiere primero que los ojos de la fe estén abiertos para ver
la trascendente belleza y gloria de Dios, pues la belleza es «libertad
que aparece» (Schiller). Y Dios, en su absoluta y bondadosa libertad,
ha revelado su gloria en Cristo, «la verdadera vid es Cristo, que
comunica la sabia y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a
nosotros» (Lumen gentium, 6).
Stafford-J-Francis
Publicado en «Laicos hoy