El riesgo y la cruz
en la vida del/de la joven

P. Amedeo Cencini, FDCC

 

1. Escándalos y abusos sexuales: intento de interpretación

Los sucesos sobradamente conocidos, capaces de conseguir el primer puesto en la atención de los medios de comunicación en las semanas anteriores, aunque atañen sobre todo al clero de Norteamérica y parecen bastante enlazados con aquella realidad sociocultural, nos mueven a hacer algunas reflexiones y plantearnos algunos interrogantes acerca de algunos pasajes fundamentales del camino formativo, inicial y permanente.

En primer lugar, el verdadero problema parece estar ligado a la difícil gestión de la sexualidad en la cultura moderna, al progresivo proceso de banalización y envilecimiento de la sexualidad, cada vez más desenganchada del amor y cada vez más expresión de un malentendido sentido de libertad desenganchada a su vez de la responsabilidad. Tan es así, que el verdadero problema no parece ser ni siquiera la gestión difícil de la sexualidad, sino simplemente su no gestión,. No es un problema de Iglesia, según parece; tan verdad es eso, que los mismos fenómenos pueden encontrarse, e incluso en mayores proporciones, en otras categorías, y trayendo bien a la memoria que la mayor parte de los abusos sexuales se da dentro del recinto familiar.

Lo cual ni nos consuela ni hay que usarlo como argumento defensivo, pero nos permite echar una mirada realista al problema. Volviendo al interior de la vida de la Iglesia en estos últimos años, se demuestra también eso por el hecho de que los mismos problemas se han tenido significativamente aun en otros contextos socioeclesiales; creo que recordaréis, si bien la cosa alcanzó menos relieve, aquel documento reservado a la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y hecho público después hace un par de años, en el que salían a la luz episodios, no ciertamente infrecuentes, de violencia cuyas víctimas habrían sido religiosas sobre todo africanas y, en menor cuantía, orientales, por parte – y esto es desconcertante e inquietante de veras – de sacerdotes y religiosos. Entre otras cosas, ese hecho menoscaba la idea de que habría algunas culturas (en este caso, la africana) en que la observancia del celibato resultaría imposible: el celibato, en cuanto tal, requiere un cierto tipo de renuncia al ejercicio de un instinto enraizado profundamente en la naturaleza humana, y, por tanto, será siempre una opción comprometedora y, culturalmente (y sociológicamente), “disonante”.

Alguien podría decir que la causa de todo eso es el celibato (“la ley del celibato”), o bien un celibato impuesto y no elegido, soportado y no querido, causa y a la vez efecto de componendas penosas entre instinto que aprieta y valores que cada vez “empujan” menos. Tal hipótesis no puede ser excluida en absoluto, pero es preciso hacer dos observaciones al respecto.

La primera, de origen psicológico, nos informa que la sexualidad tiene las características de la plasticidad y de la paninvasión. Por lo que, en concreto, problemas que surgen en cualquier área de la personalidad tocan, antes o después, el área de la sexualidad; más bien a veces se desfogan precisamente allí, exactamente en esa zona encuentran como una válvula de escape, una salida, obviamente creando problemas y perturbando la normal vida afectivo-sexual de la persona misma. Por consiguiente, los problemas en el área afectivo-sexual no tienen muchas veces un origen afectivo-sexual, han brotado en otro sitio y, por tanto, hay que “curarlos” en otro lugar (razón por la cual el matrimonio muy a menudo no ha resuelto los problemas del ex cura1). Razón por la cual es necesaria gran cautela antes de establecer conexiones automáticas entre crisis afectivas y norma de celibato.

Segunda observación: es obvio que una sociedad como ésta donde no hay una gestión inteligente y ordenada de la sexualidad, ordenada por el amor y para el amor y llevada con responsabilidad (“haz sexo con quien quieras, como quieras, cuando quieras”), crea problemas serios al que quiere vivir un proyecto de vida célibe independientemente del contexto cultural y de las condiciones económicas (¡y también esto es interesante!). Es evidente que en este contexto resulta más difícil ser vírgenes por el reino de los cielos. Pero decir esto no significa sacar la conclusión de que ha perdido su sentido o que tiene menos sentido.

Otra precisión relativa a los sucesos norteamericanos: no es exacto hablar genéricamente de pedofilia, como si la mayor parte de los abusos sexuales denunciados hubiera que registrarlos como casos de pedofilia, pues es exactamente lo contrario: los casos de pedofilia son una muy neta minoría, mientras que la mayoría de los desórdenes sexuales del clero norteamericano se refieren a relaciones homosexuales con adolescentes2. Pero esto precisamente tiene alguna explicación particular. Desde hace mucho la cultura norteamericana ha tomado una actitud muy favorable en lo tocante a la condición homosexual, como si ésta fuera condición absolutamente normal. Es obvio que tal mentalidad haya penetrado sutilmente también dentro de la comunidad creyente, también en los seminarios, hasta llegar a determinar una correspondiente actitud, es decir muy posibilista, incluso en los criterios para la admisión a las órdenes. No discuto, por ahora, la licitud o ilicitud de esa actitud, pero es completamente natural que esta mentalidad la haya asumido, quizá inconsciente o implícitamente, hasta el individuo particular con este tipo de problemas (considerados tales cada vez menos), determinando a su vez una bajada de sus defensas y una consiguiente merma de su capacidad de control. Los casos de homosexualidad que han estallado ahora con una dimensión tan preocupante no se los puede poner correlacionar con este fenómeno cultural, social y eclesial. Si durante tanto tiempo se ha predicado que la homosexualidad es una simple variante de la tendencia sexual (los homosexuales serían, según esta aproximación, “los zurdos del sexo”), no hay por qué maravillarse si se abre camino despacio despacio la idea de que ... la transgresión en ese sentido no es, a la postre, tan grave o de que quizá no haya en ello nada malo. Con frecuencia, bien lo sabemos, la conciencia no hace más que buscar-encontrar los motivos para confirmar la conducta, como si fuera un epifenómeno suyo (o para justificar la incapacidad de mantener bajo control alguna tendencia interior).

Un interrogante legítimo es el de quien se pregunta hasta qué punto la situación norteamericana es aplicable también a otros contextos socioeclesiales. Para alguno sería sólo el inicio de un proceso de emersión de lo sumergido, que toca a otras muchas realidades de Iglesias locales-nacionales. Yo creo que en algunos contextos podrá ser así, no por doquier (con la esperanza de no ser contradicho por los hechos, o por los números, y sin ninguna presunción ni ingenuidad)3. Pero, en todo caso, hay quien habla de América como de aquel contexto sociocultural que es siempre “one step ahead”, y en cierto modo anticipa lo que más tarde sucederá en otro sitio. Más bien, lo importante para nosotros es preguntarnos si lo acaecido en Norteamérica implica también a la vida consagrada: no tenemos aún datos precisos y definitivos, pero ciertamente también la VC parece parte en causa en todas estas vicisitudes,, en que estarían comprometidos igualmente institutos religiosos o individuos consagrados. Un motivo más para intentar comprender y tener en cuenta todo lo sucedido.

En efecto, para nosotros resulta aún más interesante preguntarnos qué indicaciones pueden venirnos a nosotros, a nuestra idea de virginidad, como tal y en cuanto celibato correlacionado con el presbiterado, a nuestra praxis de formación y de formación para el celibato y para la madurez afectivo-sexual, a los itinerarios de formación. En el fondo, esta crisis rompiente está diciendo algunas cosas muy precisas, que atañen de forma especial al discernimiento vocacional y a la calidad y especificidad de la formación inicial y permanente. Parece evidente, desde la crisis americana, que no siempre los discernimientos vocacionales para la admisión a las órdenes (o a los votos) se hacen con miramiento (¡si hasta personas con tendencias pedófilas pueden ser ordenadas!); mientras que es lícito plantearse este interrogante: ¿existe una verdadera y real formación en la madurez afectivo-sexual en nuestras casas de formación, una educación en la opción virginal, una comprobación - en lo posible sin esperar al diaconado - de si el joven en cuestión ha recibido el carisma del celibato y está en grado de captar su belleza y vivirlo, sin dar por supuesto que, si hay o parece haber una llamada al sacerdocio, habrá también disponibilidad interior para vivir célibe? ¿Existe una formación permanente en ese sentido, de forma que el religioso con dificultades o crisis afectiva sepa a quién acudir y no tenga que ir a buscar quién sabe dónde las ayudas necesarias y tal vez se sienta incluso marginado en casa, sin esperar que la crisis degenere y resulte insoluble?

Me parece, pues, que hay una conversión ante todo relativa a la idea de celibato por el reino, y precisamente esta idea creo que vale la pena comenzar a revisarla, para definir correctamente el sentido de la opción virginal e indicar al menos algunos pasajes de un auténtico itinerario formativo en ese sentido. Vamos a ver aquí solamente uno de estos pasajes o etapas: el que se refiere a la condición, o a aquel criterio fundamental e imprescindible, especialmente desde el punto de vista psicológico, para la opción del celibato por el reino de los cielos, y que nos permite también captar su contenido cualificado en el plano exquisitamente espiritual.

 

2. Virginidad: ¿compartir o secuestrar un carisma?

Estos hechos, y en general la reacción pública o la agresión de la prensa o de cierta prensa que parece vorazmente sedienta de escándalos clericales, están diciendo algo fundamental: el celibato/virginidad es visto aún como un hecho puramente clerical o religioso, algo sustancialmente no natural o fuera del tiempo, de la cultura y de las opciones de la mayoría, y de estrecha pertenencia de curas y frailes y monjas. Por un lado, hay una zona amplia de la opinión pública que lo percibe como algo irritante y embarazoso4; por otro, hay quien lo contempla gratuitamente como algo heroico, accesible sólo a pocos recomendados y que, sea como sea, consiente pedir todo y más que todo al super-hombre cura o fraile, como imponiéndole un ideal imposible; en medio está quien lo mira con notable desconfianza y busca y halla confirmaciones a sus sospechas en las periódicas noticias escandalosas o se divierte descubriendo y enfatizando las infidelidades del reverendo. Para todos representa una elección arriesgada y demasiado comprometedora, poco recomendable para un joven que está proyectando su futuro.

Estas reacciones revelan ampliamente no sólo la idea que tienen los demás acerca de nuestro celibato, sino quizá la que tenemos nosotros mismos, que nunca nos la hemos planteado, que en cierto modo soportamos (aun desde la opinión pública) y, por consiguiente, también revelan bien a las claras la calidad de nuestro testimonio.

Es necesario y absolutamente indispensable, hoy, tener la valentía de revisar esta idea, de someterla a una saludable reflexión. Encontramos aquí una importante conversión que llevar adelante, con notables repercusiones en el contexto formativo, de la formación inicial y permanente y de sus fases, y, por tanto, también en la vivencia existencial del sacerdote y de la calidad de su vida y anuncio: ser célibe no puede por menos que tener una inmediata resonancia en todos estos niveles, pero es necesario aclarar previamente la idea que se tiene de ello.

 

2.1. Carácter virginal-esponsal del ser humano5

La virginidad – y aquí está nuestra tesis – dice en cierta forma la naturaleza del ser humano, su carácter virginal, porque él viene de Dios y a Dios está orientado; y virgen, en su esencia, significa exactamente esta referencia inmediata (= sin mediaciones) - inevitable, inscrita profundamente en la naturaleza - de la creatura con el Creador: la virginidad es la expresión del origen del hombre, creado por Dios, y, por consiguiente, también de su destino final, que es Dios mismo. El primer y último esponsalicio del hombre es con Dios. Entonces, todo hombre es virgen y está llamado a serlo, según la especificidad de su vocación, y la virginidad, en todo caso, no puede quedar reducida a pura característica de un estado vocacional, ya que, al contrario, evidencia un aspecto fundamental de la persona humana; y mucho menos a una ley disciplinar impuesta más o menos a algunos, porque, en esa hipótesis, sería algo añadido desde fuera, además de resultar psicológicamente mal visto y muy poco practicable o embarazoso para ser anunciado. Como lo hemos experimentado y lo seguimos experimentando, lamentablemente.

En cambio, decir que toda persona es virgen y está llamada a serlo significa decir que en el corazón del ser humano hay un espacio que únicamente puede llenarlo el amor de Dios, o que hay una soledad imborrable que ninguna criatura podrá violar ni pretender colmar; quiere indicar la dignidad y nobleza de todo hombre y de toda mujer, porque su corazón está hecho “por” Dios y por lo tanto “para” Dios, posee una grandeza que le viene directamente de quien lo ha hecho. Parafraseando lo que Bloy escribe sobre el dolor, podríamos afirmar que el hombre tiene zonas en su corazón que no existen todavía y adonde Dios y solo Dios puede entrar para que existan ...

Virginidad es nostalgia de los orígenes, como herida que no se cicatriza, memoria de los comienzos y profecía del futuro, reclamo que sube de las profundidades radicales de la especie (casi arquetipo junguiano); es la identidad humana, actual e ideal, que, por tanto, no puede dejar de lanzar a todo ser humano a la búsqueda de la realización plena de su afectividad en Dios. Y a no cargar sobre la relación humana un peso imposible y una responsabilidad excesiva, expectativas no realistas y pretensiones recíprocas de posesión mutua, con los consabidos celos, dependencias, infantilismos, pertenencias cortas, fidelidades débiles y todo los etcéteras que van a resquebrajar la humana relación.

Virginidad no significa, inmediata y exclusivamente, una opción explícita de vida, sino – e incluso antes – el descubrimiento de que Dios es origen y fin de todo amor; de que siempre que un ser ama, allí está Dios, porque el amor es siempre amor de Dios (así como todo deseo es, en su raíz, deseo de Dios), pues es Dios quien ha inventado el amor; mejor dicho, Dios es amor. Y por eso a todo afecto terreno que quiera subsistir para siempre y ser intenso le interesa muchísimo hacerle sitio de algún modo a Dios y al amor divino, cederle el centro.

Y eso equivale a decir que amor divino y humano no están en conflicto entre sí, hasta el punto de que uno excluya al otro: no hay entre ellos envidia o celos; al contrario, Dios salva el amor del hombre, hasta tal punto que el amor humano, incluso el más feliz - conyugal o paterno-materno o de amistad - es tanto más amor cuanto más “virginal” es, o bien es tanto más afecto humano cuanto más aprende a respetar aquel espacio, aquella referencia directa al Creador, no violenta aquella soledad donde todo ser humano está en relación directa con el Eterno infinitamente amante, no pretende saciar definitivamente la sed de amor del otro ni ser saciado, ya que sólo Dios puede responder en plenitud a la sed humana de amor; y, si el hombre quiere de veras amar mucho y para siempre a su semejante, debe acoger el amor de Dios en sí mismo, para dejarse amar por él y amarlo. Y redescubrir, así, el sentido auténtico de la relación liberadora con el otro.

2.2. La virginidad, objetivo formativo universal

Hay ya una indicación pedagógica notable que proviene de esta aclaración. Es preciso recuperar la verdad del término “virginidad”, hay que deshojarlo de todas esas interpretaciones erradas que han dado de él una idea parcial y artificial, haciendo del mismo una cosa exclusiva de algunas categorías vocacionales en la Iglesia de Dios y extraña para todas las demás.

Aquí está el pecado: hemos secuestrado la idea de virginidad, haciéndola cosa extraña e improbable; nos la hemos apropiado, volviéndola indescifrable; nos hemos pavoneado con ella, haciéndola antipática y consabida; la hemos vivido para nuestra perfección privada, resultando poco creíbles; a menudo la hemos soportado con poco gozo y escaso amor, haciéndola poco apetecible, como si fuera una desventura; hemos creído que debíamos defenderla del mundo tentador, escondiéndola bajo tierra (cf. Mt 25,25) o en un pañuelo (cf. Lc 19,20), más que compartirla. En especial, la hemos espiritualizado, quitándole la concreción de un camino pedagógico que se puede proponer también a los demás, a quienes pertenece por naturaleza; y, autodispensándonos del trabajo de buscar aquel camino, nosotros mismos hemos corrido el riesgo de entender muy poco de ella, de su fascinación y su misterio.

3. Condiciones a nivel psicológico (y espiritual)

Además, una indicación pedagógica importante es la que concierne a las condiciones psicológicas que habilitan para este tipo de opción. Hubo un tiempo en que la opción virginal arrastraba un halo de heroísmo y cosa extraordinaria. Hoy, mientras vivimos tiempos no precisamente heroicos, no creo que nos convenga insistir en este registro. Aunque no sea más que porque la primera perspectiva termina por presentar como excesivamente arriesgada esta elección, hecha de pruebas que no terminan nunca, en vez de subrayar las condiciones, ni más ni menos, que la hacen posible y practicable.
 

3.1. Las dos certezas

La opción virginal no es opción heroica y ni siquiera extraña; es elección posibilitada por un corazón que ha descubierto que ha sido amado abundantemente, desde siempre y por siempre, y que ha experimentado a su vez que él también es capaz de amar, para siempre. Son las dos certezas que, en el plano psicológico, evidencian la libertad afectiva de la persona.

La pedagogía de la opción virginal pasa por estas dos certezas, o intenta acompañar a la persona en su adquisición, porque sin ellas no sería posible ni creíble opción alguna en tal sentido. Se consagra auténticamente en la virginidad sólo quien descubre que ... no podría prescindir de ella y que, al mismo tiempo, se convence de que el don de sí mismo a Dios y a los demás es lo mínimo que puede hacer, a la vista del amor recibido. Algo así como decir: es una opción obligada y, sin embargo, libre, humilde y discreta y, sin embargo, generosa y total, llena de gratitud antes incluso que de gratuidad.

Estoy profundamente convencido de que, si fuéramos capaces, como educadores, de suscitar estas dos certezas en el corazón de muchos jóvenes, si fuésemos capaces de ayudarles a recuperar la verdad de su vida (porque todos, de hecho, han sido amados y están en grado de amar), ciertamente también podría haber muchas más opciones de elección virginal. En tiempos pasados existía la psicología del héroe; hoy las ondas transmiten la queja y la psicología de la queja; por lo cual, en esta sociedad del bienestar en que todo se nos debe y que ha quitado la libertad de gozar del bien recibido y de maravillarse del mismo y de estarle agradecidos, todos creen tener el derecho de lamentarse de alguien o de algo que no ha funcionado por el lado justo en su vida pasada.

La elección de la virginidad es elección gozosa, no quejumbrosa. Elección de quien, con la certidumbre de haber sido ya amado, se dispone a dejarse amar aún por Dios y el prójimo. Quien se queja no es libre de dejarse querer, porque no le bastará nunca y siempre tendrá algo de que lamentarse. Por consiguiente, quien se queja no podrá ser virgen nunca. Porque la virginidad no es sólo amor oblativo y sacrificial, sino igualmente el máximo de la libertad de dejarse querer y gozar del mínimo signo de afecto. También esto hay que recordárselo al joven. Para que la virginidad no sea presentada de forma contradictoria y desalentadora, y su gozo sea pleno ...

Podrá parecer paradójico, pero aquí resulta central la perspectiva pascual.
 

3.2. La cruz, corazón del mundo

Al Padre le ha complacido hacer habitar en Cristo toda plenitud, recapitulando y reconciliando en él y en la sangre de su cruz todas las cosas (cfr. Col 1,20; Ef 1,10). La cruz es símbolo e icono del amor virginal, porque la cruz es la plenitud máxima del amor, humano y divino, para Dios y para todo hombre, que abraza a todos y a nadie excluye; es la síntesis, en grado máximo, de amor recibido y dado, de amor crucificado y ya resucitado o iluminado por los albores del alba de la resurrección. La cruz es el corazón del mundo – así ha sido en la historia de la salvación – y este corazón debe disponerse a tener el joven que opta por el amor virginal.

En efecto, nada como la cruz puede dar esas dos certezas estratégicas para la opción virginal; por esto la cruz atrae también a un joven: lo atrae a nivel racional, porque puede dar sentido a todo, incluso al sufrimiento más irracional [“nada se libra de su calor” (Sal 18,7)], y a nivel afectivo, porque nada como la cruz le da la certeza absoluta de haber sido amado, desde siempre y por siempre, y porque tampoco nada como la cruz lo provoca, en el mismo momento, a donar amor, a tomar la iniciativa, a dar el primer paso, a amar a quien no es amable ... “El verdadero rostro de Dios – dice con agudeza Moltman – es el rostro crucificado”. Si, pues, “a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, lo sienten como una respuesta convincente y son capaces de acoger su mensaje, aunque sea exigente y rubricado con la Cruz”6.

La pedagogía vocacional que lleva a esta opción ha de ser, pues, en cierto modo una pedagogía de la cruz, como una en-cruci-jada. El amor virginal es fundamentalmente amor pascual, crucificado-resucitado; por lo tanto, debe recorrer aquel itinerario preciso, para que el joven aprenda a tener los mismos sentimientos que el Hijo que da la vida mientras la recibe del Padre, y elija la virginidad como una forma de recibir y de ofrecer su propia vida

En el plano pedagógico será, pues, importante no tener miedo de proponer el icono de la cruz, mostrando que se ha entendido la lección de las Jornadas Mundiales de la Juventud (como en Tor Vergata), donde la cruz fue la gran protagonista no sólo de la vigilia final, sino de la Jornada Mundial de la Juventud 2000 en todas sus fases, desde su preparación a su celebración conclusiva. Fue conmovedor constatar la fascinación de este signo levantado de la tierra, exactamente como había profetizado Jesús: “Yo, cuando me levanten de la tierra, tiraré de todos hacia mí” (Jn 12,32).

¿Por qué esta fascinación?
 

3.2.1. Aquel misterioso vínculo ...

Hay un misterioso vínculo entre el misterio de la sexualidad y el misterio de la Pascua. Podrá parecer singular y extraño, pero pedagógicamente es eficaz en extremo.

Porque nada como la cruz de Jesús, corazón del mundo, puede “recapitular” todas las cosas, dar pleno sentido a todo, verdaderamente a todo, también a la sexualidad juvenil que prorrumpe y a esa exigencia de relación y fecundidad escondida en ella, hasta cuando se disfraza de ganas de jugar con el otro, incluso usándolo; aun a aquella necesidad visceral de amor que el joven se lleva dentro como una mujer encinta, también cuando no se percata de que lo pretende todo y únicamente para sí mismo, como un niño que no ha crecido nunca. La sexualidad es misterio. La cruz ayuda a desvelarlo, a captar su naturaleza y su riqueza, a dar un orden a esa energía para que no se pierda ni se mate a sí misma. En efecto, la cruz desvela que ...

- todo gesto de amor, desde el más pequeño al más grande, va siempre precedido por el amor recibido (Jesús jamás habría subido a la cruz si no hubiera estado seguro del amor del Padre; por más que, precisamente en la cruz, experimentará la más absoluta soledad);

- pero, en todo caso, el amor no puede elegir las medias tintas: por su propia naturaleza es radical y total, y la cruz es el signo más grande del amor más grande;

- y, por consiguiente, un cierto resultado extremo y doloroso, de pasión, de don, incluso padecido, de sí mismo, es parte natural del amor: en resumen, quien ama tiene que “morir”, forzosamente; hay un drama inevitable en la vida de quien se toma en serio la relación con el otro, con el distinto de sí mismo, y quiere a toda costa su bien, cualquiera que sea su opción vocacional;

- y precisamente esta muerte vuelve fecundo el amor, lo hace entrar en la dimensión pascual de la resurrección: él mismo es misterio pascual, es muerte que se transforma en nueva vida, es salvación, como ha sido salvación la muerte de Jesús. El amor crucificado y resucitado se convierte, pues, en la máxima realización de la relacionalidad y de la fecundidad, las dos características esenciales de la sexualidad. Pero ¡es amor que tiene una intrínseca estructura pascual y que, por tanto, sigue teniendo siempre los estigmas, como dice un Prefacio pascual7!


La sexualidad – en síntesis – necesariamente encuentra en su camino la realidad de la cruz; la cruz pone un orden y corrige, purifica y permite una plena expresión de la propia sexualidad; la virginidad es una manifestación singular de la capacidad de relación y fecundidad de la sexualidad; de alguna forma es una sexualidad que ha pasado por la cruz y la resurrección, es sexualidad pascual, libre y liberada, sobria y rica de vida, capaz de renuncia y de relación, plenamente humana y plenamente apta para hospedar al amor divino.
 

3.2.2. Amor pascual y amor virginal

Quizás todo esto puede parecer aún teórico y necesitado de ulteriores mediaciones pedagógicas para favorecer la opción del amor virginal. En realidad, constituye una premisa indispensable del mismo, como la etapa de un recorrido que puede llevar a imprimir cierta orientación a la vida.

La opción virginal, como siempre y hoy más que nunca, no puede ser decisión extemporánea e improvisa, ni se la puede encomendar al ondear, imprevisible y con frecuencia borrascoso, de sentimientos y sensaciones en el corazón a menudo confuso del joven; y menos aún se puede contar hoy con favorables condicionamientos culturales o ambientales, ni puede pensarse en que basta cierta atmósfera creyente para suscitarla o el consabido ejemplo del “don” o de la monja totalmente entregados ... Sino que puede ser preparada sólo con paciencia e infinito cuidado, estando al lado como hermano o hermana mayor que conoce muros y subterráneos del corazón humano, que sabe sobre todo tocar los registros justos.

Creo que el enganche temático y sistemático con el misterio de la cruz y del amor pascual es uno de esos registros. Que tal vez explotamos poco, asustados por la idea de asustar. Así como quizá estamos asustados aún, a pesar de las apariencias y de un cierto vano exhibicionismo, por la sexualidad y su exuberancia o su potencial fuerza rompiente. Y, en consecuencia, todavía no sabemos descubrir aquel nexo fecundo y misterioso que engarza juntas cruz y sexualidad, y del que la virginidad es igualmente fecunda y misteriosa consecuencia. Virginidad que pertenece a la dimensión pascual del misterio cristiano, porque la virginidad es expresión de amor, y el amor o vive de forma pascual o no es tal.

Si nuestra catequesis y la pastoral vocacional, si nuestro hablar sobre Dios y el ser humano, si nuestro correr y afanarnos no transmiten la idea de que el amor vive de forma pascual, hemos corrido en balde, y ninguna opción de amor virginal podrá nacer de este vano cansarnos.

No quisiera hacer interpretaciones superficiales e injustificadas, pero quién sabe si hasta la crisis norteamericana no está ligada a este olvido o a la poca valentía o a la falta de claridad en la presentación tanto de la vocación como de la virginidad, o del nexo tan precioso y positivo entre cruz y sexualidad, entre pascua y virginidad, con todo lo que significa desde el punto de vista de la pastoral juvenil y de la animación vocacional, pero también de nuestra formación permanente.

En efecto, desde este punto de vista, los sucesos de la Jornada Mundial de la Juventud 2000 nos dijeron algo muy consolador. El éxito de las jornadas romanas del Jubileo de los jóvenes tuvo un secreto, reconocido por los más perspicaces. No fue un golpe improviso o el efecto de la fascinación de la personalidad del Papa, sino el fruto del trabajo tenaz de preparación de tantos tenaces educadores, presbíteros, religiosos, religiosas y laicos. La peregrinación de la cruz del Jubileo por todas las diócesis italianas (como ahora está ocurriendo en Canadá) fue un gran ejemplo “de la fuerza de preparación comunitaria, de alta cota, hecha de experiencias formativas de gran impacto y de esencial valor cristiano”[1].

Si la cruz sigue siendo para nosotros “el corazón del mundo”, estrella polar y peregrina en nuestra vida, y nosotros sabemos mantener o reencontrar el gusto de ser educadores, sin esconder en un pañuelo el don de la virginidad, habrá todavía alguien en la Iglesia que quedará fascinado por la opción del amor virginal.

Y, entonces, también por este motivo podremos decir que, si por un lado la cristiandad parece derrumbarse desde un punto de vista social, “el cristianismo está apenas comenzando” hoy, en el principio del tercer milenio, como dijo aquel gran profeta que fue el Padre Alexander Men[2]. Y los jóvenes serán “los centinelas de la aurora”, testigos fieles y gozosos del Evangelio, guardianes celosos y atentos de la cruz de Jesús.


AMCG, 25 de mayo de 2002

.............................
1 Ver, al respecto, la necesidad de una lectura inteligente de los datos del Anuario estadístico de la Iglesia: cf. A. Cencini, Per amore. Libertà e maturità affettiva nel celibato consacrato, Bolonia 1995, p. 68.

2 Según el estudio de la Pennsylvania State University, publicado el año pasado (Pedophiles and Priests), actualmente serían 60 los sacerdotes suspendidos por abusos sexuales (es decir, en espera de establecer la verdad) en 17 diócesis, equivalente al 0,3% del total de los sacerdotes americanos. Mientras que, según los archivos de la Santa Sede, resultan 259 los casos de abuso sexual comprobados (pedofilia y relaciones homosexuales con adolescentes) en los últimos 65 años, con esta interesante andadura: 1 caso en los años ’30, 5 en la década ‘40-’50, 52 en la sucesiva, 124 en los años ’70 que representan la cumbre, 53 en los años ’80, 2 en la década ‘90-2000, un caso en el 2000 y ninguno en el año pasado [cf. A. Bobbio, Mea culpa, en “Famiglia Cristiana”, 18 (2002) 36-37].

3 En Italia son siete los sacerdotes condenados a penas de detención por pedofilia (cfr. Bobbio, Mea culpa, 38).

4 “El celibato de los sacerdotes irrita a muchos porque es el último signo de la posibilidad de vivir de forma diversa en el mundo” (V. Messori, en “Avvenire” del día 22/IV/1995, p. 12). Le hace de eco Sam Ewing en su Mature Living: “No hay nada más embarazoso que observar a alguien que hace aquello que habías declarado imposible de hacer”.

5 En estos dos párrafos sigo mi Un Dio da amare. La vocazione per tutti alla verginità, Milán 2002, pp. 11-16.

6 Novo Millennio Ineunte, 9.

7 Se trata del III Prefacio del tiemo pascual: “y con los signos de la pasión vive inmortal”. Interesante, en ese sentido, que en el gran mosaico de la capilla papal Redemptoris Mater, el P. Rupnik haya representado a todos los resucitados con los estigmas.