Un
Papa y un poeta 1
Autor: Pedro García, Misionero Claretiano
Un
Papa le pedía a Dios, en una oración célebre, que le enseñara a conocer
estas cuatro verdades, las cuales parecen muy elementales, pero que tienen un
gran sentido para la vida:
Enséñame a ver cuán frágil es lo terreno - cuán grande lo divino, cuán
breve lo temporal, - cuán duradero lo eterno.
A primera vista, esto le iría bien a un cura para un sermón cuaresmal, pues
parece que lleva una buena dosis para meter miedo en el cuerpo. Pero es todo lo
contrario. Si uno reflexiona, se da cuenta enseguida de que estos pensamientos
son capaces de infundir un enorme optimismo en la vida. Porque pasa con ellos lo
mismo que con los versos, hoy tan repetidos, de uno de los mejores poetas
modernos en nuestra lengua, que cantaba ante una muerte no muy lejana:
Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca
ha de tornar,me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,casi desnudo, como los
hijos de la mar.
Para aceptar en la vida estas palabras, tanto del Papa como del poeta, basta
tener criterio al valorar las cosas.
¿Cabe comparación entre lo que pasa rápido y lo que dura toda la vida?...
¿Cabe comparación entre un dólar y un millón de dólares?...
¿Cabe comparación entre una vida azarosa y una existencia llena de dichas?...
Nuestro paso por la tierra está compuesto como nos lo dice la experiencia de
cada día de dicha y de dolor, de gozos y de penas, de éxitos y de fracasos, de
sonrisas y de lágrimas. Unos días aspiramos perfume de rosas, y otros días
sentimos el punzar de espinas agudas. Una jornada se presenta con cielo azul y
sol radiante, y otra no contemplamos más que nubarrones negros y
amenazadores... La vida es así, y no la cambiaremos por más que nos empeñemos
en hacerla diferente.
Entonces, ¿qué razón tenemos para el optimismo? Pues, precisamente lo que nos
enseña ese Papa y nos repite con versos preciosos el poeta: ver lo pequeño que
tenemos y adivinar lo grande que esperamos. Despreciar lo pequeño que nos
aflige, pues pasa pronto, y amar lo bello que tenemos, sabiendo que no es más
que el pregusto de lo grandísimo que nos aguarda.
Lo verdaderamente grande es Dios, y a Dios, ¡nadie nos lo puede quitar! Así lo
han vivido todas las personas de fe. Como aquel joven que contrajo una
enfermedad algo misteriosa. El Doctor no se atrevía a decirle la verdad clara y
desnuda, pero el muchacho, inteligente, lo adivinó todo. Y decía tranquilo a
sus compañeros:
- Ya lo ven. Veintitrés años, y esta parálisis va para siempre. ¡Adiós a la
novia, a mi carrera, a toda diversión! Pero, se lo aseguro, que voy a estar más
clavado en Dios que en mi silla de ruedas.
Era decir con otras palabras lo que decía el poeta, medio desnudo, en la barca
a punto de partir. Desnudo de lo que pasa, pero soñando siempre en lo que ha de
durar...
Hoy nos conviene mucho tener esta visión de las cosas. Nosotros podemos pensar
o no pensar en todo eso que Dios nos ha revelado, nos promete y nos quiere dar.
Las realidades divinas existen independientemente de nuestros criterios humanos
personales. Como existe el sol para uno privado de vista y que no lo puede ver.
A Dios lo captamos solamente con la fe, y sólo con esa fe somos capaces de
aceptar y suspirar por esas promesas suyas que superan toda imaginación
nuestra, aunque sabemos que cuando las disfrutemos colmarán todos los deseos
del corazón.
Las nuevas doctrinas que se han echado sobre nuestra sociedad atormentada muchas
veces tan alejadas de la verdad de Dios pueden ilusionar por un momento y
ofrecer una paz que no va más allá de ser una ilusión pasajera. Nosotros, con
la fe, sabemos que no nos equivocamos, aunque parezca duro el creer.
Los que consiguen ver las cosas en esta dimensión de la fe, van repitiendo a
Dios la plegaria inmortal de Agustín, una vez convertido:
- ¡Tarde te amé,
Hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí, y yo fuera.
Te buscaba por fuera,
y me lanzaba sobre el bien y la belleza
creados por ti.
Tú estabas conmigo,
y yo no estaba ni contigo ni conmigo.
Me retenían la cosas.
No te veía ni te sentía,
ni te echaba de menos.
Pero me mostraste tu esplendor,
y pusiste en fuga mi ceguera.
Exhalaste tu perfume, y respiré,
y ahora suspiro por ti.
Gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed.
Me tocaste, y me abraso en tu paz.
Jesucristo nos ha liberado de la peor de las esclavitudes, como es el miedo a
morir.
¿Estamos vivos en el mundo? Entonces, vivimos para Jesucristo. ¿Llegamos a
morir un día? Entonces, morimos para Jesucristo. En vida y en muerte, somos de
Jesucristo. Y Jesucristo, entonces, se hace cargo de nosotros: si somos suyos,
con Él nos resucita y con Él nos hace reinar. ¿Existe tranquilidad mayor?....
1. Inocencio XI. - Antonio Machado