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Leer a Tolkien: aclaraciones |
Algunas aclaraciones y puntuaciones sobre el artículo "Leer a Tolkien" |
R.P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, VE |
Algunas observaciones y sugerencias que he recibido a raíz de mi artículo
“Leer a Tolkien en una sociedad gnóstica”[1]
me exigen retomar el argumento en algunos puntos. Vuelvo a insistir sobre el
interés puramente pastoral de dicho escrito. Si para dar una respuesta a las
consultas recibidas he tenido que meterme en terreno teórico, se ha debido a la
necesidad de intentar una explicación de casos precisos. Pero los casos son
históricos, reales y concretos. Las explicaciones de los mismos, caen bajo mi
responsabilidad y se fundamentan en mis conocimientos que, al ser limitados, son
materia totalmente opinable. Evidentemente puedo equivocarme; creo estar en lo
cierto, pero si se me demuestra lo contrario retractaré mis afirmaciones, pues,
como dijo Lugones: “solamente los necios jáctanse de no enmendar sus errores,
sean ellos literarios o ideológicos. Quien aprende, rectifica”[2].
Dicho esto quiero aclarar algunas cosas.
Afirmé que la obra de Tolkien presenta una situación ficticia tan vívida
y ensamblada, tan global y exhaustiva que, a mi juicio, produce en el lector una
especie de realidad virtual. Se me
ha objetado que toda obra literaria crea una cierta realidad virtual.
Ciertamente; pero habría que hacer una precisión conceptual. Intenté expresar
con tal término algo más fuerte que la simple construcción imaginaria que es
propia de toda literatura. He usado con anterioridad este concepto de realidad
virtual, tomándolo del uso que se le da en algunos medios de difusión para
hablar de una variante moderna de la pornografía informática: “La realidad
virtual, que se va extendiendo asombrosamente en el mundo de los juegos
computarizados, consiste en recrear tridimensionalmente la fantasía elaborada
por computación. Gracias a algunos elementos, como son el casco tridimensional,
auriculares y algunos accesorios más, el usuario ‘entra’ en otro mundo, el
mundo de la fantasía, donde los personajes y paisajes tienen cierta
‘realidad’ para él. Por obra del casco, y eventualmente de sensores, sólo
un acto de reflexión puede hacerle tomar conciencia de que todo cuanto lo rodea
(ese mundo en el que está ‘sumergido’ y los personajes que giran a su
alrededor) no existe en la realidad. Ya no es una escena que aparece en la
pantalla de su computadora, sino que es un escenario donde él esta dentro, y su
fantasía lo rodea. Pueden colegirse algunos de los efectos que esto puede
ocasionar, y ocasiona de hecho, sobre la psicología humana: pérdida del
sentido de la realidad, ausencia del sentido de relación, principios de estados
paranoicos, disociaciones de la personalidad, ocasionales brotes esquizofrénicos”[3].
Al hablar de Tolkien quise referirme
a algo semejante elaborado literariamente. Si el término se presta a equívocos
lo llamaré “alucinación literaria”.
Sigo insistiendo en el problema psicológico de fondo: creo que este tipo de
literatura (no sé si por sí misma o por el ambiente cultural en que se
inserta) crea para el lector un “espejismo” que lo aleja de la realidad. Así
como hay cultores de “La guerra de las galaxias” o “Viaje a las
estrellas” que son capaces de suicidarse para viajar eternamente en la cola de
un cometa paradisíaco[4],
así los hay que ven la realidad que nos rodea con los ojos de la fantasía
desorbitada por este tipo de literatura.
El profesor Vítor Manuel de Aguiar
e Silva escribe: “entre el mundo imaginario creado por el lenguaje literario y
el mundo real, hay siempre vínculos... El mundo real es la matriz primordial y
mediata de la obra literaria; pero el lenguaje literario no se refiere
directamente a ese mundo, no lo denota: instituye, efectivamente un heterocosmo,
de estructura y dimensiones específicas. No se trata de una deformación del
mundo real, pero sí de la creación de una realidad nueva, que mantiene siempre
una relación de significado con la realidad objetiva”[5].
Pero, ¿no puede esto agudizarse en algún tipo de literatura, al menos por
influencia de factores externos a ella? Esto es precisamente lo que creo sucede
con la literatura que tomamos en consideración al ser combinada con el contexto
cultural hoy reinante. De hecho el mismo catedrático menciona más adelante
como una de las finalidades asignadas con frecuencia a la literatura, la evasión:
“En términos generales la evasión significa siempre la fuga del yo ante
determinadas condiciones y circunstancias de la vida y del mundo, y,
correlativamente, implica la búsqueda y la construcción de un mundo nuevo,
imaginario, diverso de aquel del cual se huye, y que funciona como sedante, como
compensación ideal, como objetivación de sueños y aspiraciones. La evasión,
como fenómeno literario, puede comprobarse tanto en el escritor como en el
lector”[6].
Después de analizar la evasión en el creador literario, continúa con la evasión
en el lector, que es la que me interesa reseñar: “Éste llega a la evasión a
través del tedio, de la frustración y del proceso psicológico conocido como bovarismo
(del nombre de Emma Bovary, personaje central de la novela de Gustave Flaubert, Madame
Bovary), es decir, la tendencia a soñar ilusorias felicidades y aventuras,
y a creer en el ensueño así tejido. La lectura resulta entonces excitante de
un sentimentalismo ávido de quimeras, realización ficticia de deseos
inconfesados, forma ilusoria de compensar frustraciones existenciales”[7].
Según mi opinión, aquí está el
punto. Las condiciones socioculturales de nuestra época de fin de siglo y
milenio son propias de un momento histórico de desencanto;
el fenómeno social está signado por una neurosis de decepción y depresión
causada por la falta de respuesta adecuada que ofrece al hombre de hoy la
cultura de masas, una religión disecada, el materialismo y el hedonismo, la
tiranía de la tecnología sobre la actividad del espíritu y, sobre todo, la
herencia de la filosofía de la inmanencia. Por eso la mayoría de los fenómenos
que caracterizan a las masas son fenómenos de evasión: la droga, el suicidio y
la falsa mística. La reacción es la búsqueda de una trascendencia pseudo-espiritualista
que ofrece devolver el mundo de la ilusión exacerbado sentimental y
sensualmente por su concubinato con la ética hedonista y permisiva. En la
literatura el fenómeno se presenta en la moda
New Age. El estilo de Tolkien y el argumento elegido no son ningún antídoto
al problema sino, por el contrario, confunden como una “variante catolizante”
Por eso insisto: he hablado del peligro de leer y transmitir a Tolkien en una
sociedad gnóstica, es decir, nuestra cultura; tal vez cuando lo escribió y
como alegato contra el racionalismo materialista de la primera mitad de siglo,
haya tenido otro efecto. Hoy la realidad es otra.
2.
Cuentos de hadas sí, cuentos de hadas no
No estoy en contra de la fantasía, sino de algún tipo de fantasía: de
la fantasía de evasión.
A principios de siglo Chesterton
escribió un trabajo imperecedero en defensa de los cuentos de hadas[8].
Sostengo, sin embargo, que lo que Chesterton defendía allí era algo totalmente
diverso de lo que caracteriza a Tolkien.
La relación con el mundo real que
guarda el mundo literario puede ser doble: de negación o de simbolismo. De
negación o de equívoco es el vínculo que crea la literatura que critico, al
menos en el modo en que hoy es leída e interpretada. Ya lo he dicho: como evasión.
En este orden de cosas me parece se debe colocar a Tolkien porque crea un mundo
alternativo (donde uno puede refugiarse y huir de éste que no es tan romántico
como aquél).
La segunda es una relación de
simbolismo. Los cuentos de Chesterton (como, por ejemplo, “El hombre que fue
Jueves”) hacen referencia a la realidad, la interpretan, nos llevan a mirarla
incluso con ojos descubridores. Por eso Chesterton dice: “el reino de las
hadas no es más que el luminoso reino del sentido común”[9].
Pienso que el mensaje que Chesterton ve encerrado en esta literatura es el
hacernos percibir aquello que no nos revelan los sentidos y que la filosofía sólo
puede exponer en fórmulas abstractas: la posibilidad del milagro, la causalidad
de las cosas, el mundo del espíritu, el gobierno de la Providencia, la irrupción
constante de lo sobrenatural en lo natural, el mundo tenebroso de la tentación
y del diablo, y el brillante reino de la virtud y del ideal.
También Tolkien tiene mucho de eso;
y en tal sentido puede dejar esas mismas enseñanzas. Pero se me antoja un
sistema cerrado y, por tanto, en conjunto contraproducente. Los cuentos de
Chesterton nos hacen tropezar a cada momento con el cockney[10],
con el borracho filósofo y el marinero irlandés tomador de ron y devorador de
queso, sus héroes nacieron en Irlanda, Escocia o un barrio londinense; sus
enemigos encarnan a los filósofos kantianos, hegelianos y nietzcheanos, tienen
los rasgos verdeolivos del Islam o los ojos achinados de Buda, son abstemios
como los puritanos y fanáticos como predicadores de la sola
Scriptura; Chesterton nos obliga a conquistar islas que resultan ser la
misma Inglaterra y pelear batallas épicas por los barrios bajos de Londres o a
dar la vuelta al mundo para terminar en la torre del Big Ben. Y sus cuentos
obligan a bajar a la realidad por la incoherencia que deliberadamente les hace
padecer con su espíritu de paradoja; no vaya a suceder lo que aquellos
contadores de historias de uno de sus propios cuentos, que se deprimían porque
el rey les creía todas las ficciones que inventaban por más absurdas que
fuesen[11].
En cambio, Tolkien nos saca da la realidad, nos crea una fantasía y nos da
todos los elementos para que en ella no nos falte nada. Son tan diferentes como
Santo Tomás y Kant contando cuentos.
Al margen de todo esto sigo sosteniendo que es un descalabro usar a
Tolkien como ilustración teológica o como parábola de la lucha entre el bien
y el mal en el mundo. Porque es incompatible, al menos en algunas cosas
fundamentales, con la realidad histórica y la fe católica. Es incompatible con
el pecado original tal como es concebido por la teología católica, pues para
nosotros entra por un solo hombre, Adán, y afecta a todos por la solidaridad
con él, y es destruido por un solo hombre, Cristo, y somos redimidos por la
solidaridad con Él; no puede decirse otro tanto del mundo tolkieniano habitado
por una enorme diversidad de especies racionales (elfos, medianos, hombres,
enanos, trolls, orcos y ents). Como consecuencia se hace incompatible con el
sentido católico de la redención. En cambio, uno y otro fenómeno, tal como
los presenta Tolkien, sí son compatibles con el concepto pelagiano (que es una
variante del gnosticismo): la transmisión del pecado por influencia extrínseca
o ejemplaridad; la redención por la nobleza natural de la criatura que se
levanta de sus cenizas y sus miserias hasta el heroísmo individual, y por igual
vía lo transmite: la ejemplaridad heroica.
Tal vez estas aclaraciones sirvan más para entender mi posición.
NOTAS
[1]
Cf. Diálogo 17, pp. 143-151.
[2] Leopoldo Lugones, Historia de Sarmiento, Publicaciones de la Comisión Argentina de Fomento Interamericano, Buenos Aires 1945, p.7.
[3] “Pornografía y sexualidad”, Diálogo 12, p. 141.
[4]
Cf. Diálogo 17, Editorial.
[5] Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, Gredos, Madrid 1986, p. 18.
[6] Ibid., p. 61.
[7] Ibid., p. 67.
[8] Chesterton, La ética en tierra de duendes, en: Ortodoxia, Obras completas, Plaza & Janés, Barcelona 1967, T.1, pp. 540-565.
[9] Ibid., p. 544.
[10] El cockney, que es el personaje que encarna muchas veces al sentido común en las obras de Chesterton, es el habitante de los suburbios de Londres, particularmente del “East End of London”.
[11] Cf. Chesterton, “La prolongada reverencia”, en: “Alarmas y disgresiones”, Obras completas, I, p. 1069-1074.