La amistad, un tesoro
Por Ana María Romero Iribas
PARA ARISTÓTELES la amistad era "lo más necesario para la vida", y nosotros,
cuando oímos decir que "un amigo es un tesoro" o que "donde está tu amigo está
tu tesoro", nos damos cuenta de que esas palabras resuenan como un aldabonazo en
nuestro interior. No nos dejan indiferentes, porque todos sabemos o intuimos qué
clase de tesoro puede llegar a ser una amistad.
A las personas nos gusta tener amigos: gente con la que compartir vida,
experiencias, tiempo, conversación... Nos gustan los amigos y nos parecen muy
importantes, incluso imprescindibles. La amistad es una relación humana con un
valor muy especial. Junto con la familia y el trabajo, es algo que nos parece
que merece la pena y a lo cual dedicamos tiempo y esfuerzo. Queremos tener
amigos en la vida: para no estar solos -a veces se siente la soledad incluso
estando rodeados de gente-, para vivir la vida más a fondo y para disfrutarla de
verdad. Como escribió Aristóteles, "sin amigos nadie querría vivir, aun cuando
poseyera todos los demás bienes".
Quizá por eso escribo esto. Escribir sobre la amistad me ayuda a saber qué
espero yo de ella, qué doy yo a mis amigos, si mi amistad con ellos es plena o
sólo algo "satisfactorio". Reflexionar sobre las cosas ayuda a vivirlas mejor.
Reflexionar es un modo de vivir.
LA AMISTAD COMO REGALO
Decía más arriba que dedicamos esfuerzo a hacer amigos. Y el esfuerzo es
necesario porque las cosas no salen solas. Sin embargo, la amistad no se puede
forzar. Por eso también puede decirse que la amistad surge siempre como un
regalo, como un don que se recibe. En un momento dado, aparece entre dos
personas un deseo de compartir, de comunicarse, de contar lo que se lleva dentro
y de contrastarlo, de ser conocido muy a fondo. De hecho, cuando uno vislumbra
en el horizonte la posibilidad de hacer una nueva amistad, de esas profundas y
verdaderas, que aportan y llenan tanto por dentro, parece que su espíritu se
hincha y crece. Es como ver nacer un día radiante. La vida se ve de otro color
porque los amigos hacen cobrar sentido a nuestras vivencias: estas no van a ser
sólo para nosotros. Las cosas son distintas porque las vivimos pensando en
compartirlas, en transmitirlas, en discutirlas, en compararlas. De nuestros
amigos nos interesa todo: lo que piensan, lo que hacen, cómo viven las cosas. Lo
importante no es sólo lo que cuentan ni lo que les pasa; lo importante es que
eso "es tuyo", "eres tú".
Desde mi adolescencia he experimentado disgusto ante las cartas meramente
descriptivas de los acontecimientos, o las que eran como una reseña informativa
de lo que había ocurrido en el verano. Las cartas verdaderas eran aquellas en
las que los acontecimientos del lunes o del viernes se describían como cosas que
me pasaban y no sólo como cosas que pasaban a mi lado. Lo interesante y lo que
hacía disfrutar era ver cómo esas cosas se vivían desde dentro de mi amigo. Como
si fuera con él en un submarino: en el suyo. ¡Y qué deseos tan enormes se
sentían de entrar en el submarino! ¡Qué maravilloso era todo desde allí dentro!
Aunque no siempre fueran cosas bonitas las que se veían, se veían desde la casa
de tu amigo, y estar en el interior de la casa, contemplar el mundo desde allí,
era un privilegio.
El grado de amistad con los amigos podía distinguirse precisamente por eso. Por
si las cartas estaban llenas de preguntas convencionales y frases que se
repetían del mismo modo en todas las demás cartas o si e ellas te dejabas
llevar, trayendo a colación esto o aquello, y acabando en lugares desconocidos
para ti misma, pero bonitos y en los que habías disfrutado. Escribir para lo
amigos era descubrir el mundo con uno ojos nuevos para dárselo a ellos.
La amistad es un regalo porque es vivir otra vida además de la propia. Es poder
vivir dos veces. Y es también reafirmar tu propia existencia porque hay alguien
que la quiere así: incondicionalmente. En el amigo encontramos aceptación plena.
La amistad es don porque, en cierto modo, llega cuando y como quiere; no es
programable; simplemente, surge y es como un regalo, un don que uno recibe.
Esa comunión del espíritu que hay entre los amigos, ese compartir denso e
intenso, ese vivir y ser sin dar explicaciones porque estas no son necesarias
para nuestro mutuo entendimiento, ese encontrar las puertas del alma siempre
abiertas y acogedoras para ti porque eres tú, es el tesoro incalculable. No es
extraño que los griegos la calificaran como regalo de los dioses.
Regalo es también en el sentido de que nunca es verdaderamente merecida. Si se
puede hablar así, algunos podrían merecer más que otros el tener amigos. Pero,
en el fondo, la amistad de una persona difícilmente es algo que uno llegue a
"merecer". Se pueden tener de modo habitual disposiciones personales adecuadas
para la amistad, para tener amigos (no todo el mundo las tiene).
Pero no se puede decidir en qué momento aparecerá el amigo o de quién seré
amigo. Por ejemplo, todos contamos con momentos imborrables de la vida en los
que comprendes repentinamente que tienes delante a alguien que puede leer dentro
de ti como si fueras tú quien lo hiciera; que puede pasearse por tu alma sin
explicaciones de tu parte; sin necesidad de mapas, brújulas o palabras clave que
le hagan entender lo que se va a encontrar. Es la empatía, una sintonía
especialísima que se establece con muy pocas personas a lo largo de la
existencia, y que es un descenso y un ascenso vertiginoso por las entrañas de la
verdadera vida.
MIRAR A LAS PERSONAS
Cuando nos sentimos así, vistos con unos ojos ajenos que al mismo tiempo son
como los nuestros propios, es como si todo nuestro ser despertara. Querríamos
saberlo todo acerca de aquella persona y que ella conociera nuestro yo hasta el
final. Las conversaciones se convierten en un continuo maravillarse y aportarse
mutuo. Sentimos el mundo como un pequeño globo terráqueo que gira entre nuestras
manos y el motor de ese movimiento es la corriente que entre nosotros se ha
creado.
Es un encuentro con otro yo, sin que ese yo se refiera a un yo idéntico, a un
"alma gemela"; pues puede serlo o no. Es otro yo porque se pone en nuestra piel
como si fuéramos nosotros mismos; pero al tiempo que mantiene su mismidad y su
alteridad. Y por eso hay mucha riqueza en el trato con el amigo, porque lo
distinto siempre nos enriquece.
Mirarnos en un amigo es mirarnos en un espejo. En un espejo que devuelve algo
más que una simple reproducción de la propia imagen. Mirarnos en un amigo es
encontrarnos a nosotros mismos vistos desde fuera y con mayor perspectiva, pero
con el cuidado con que nosotros mismos pondríamos al mirarnos: "A través de él,
los amigos se enriquecen y perfeccionan, se descubren e interpretan.
Se podría decir que, al ver al otro, cada uno de ellos aprende a conocerse" (Marias).
La acción de mirar que tanto aparece entre los amigos, es algo que me parece
esencial para que pueda surgir amistad entre dos personas para tener amigos hay
que saber mirar.
En una carta que recibí hace unos meses me decía una amiga que "había encontrado
el camino para trascender lo inmediato. El despertador para mirar (...) era el
del pensamiento filosófico y la contemplación de las cosas bellas". En mi
respuesta, le reafirmé en su descubrimiento porque me parecía realmente valioso:
la filosofía y la contemplación estética son dos medios muy buenos para acceder
a lo más hondo de la realidad.
La belleza es un camino hacia la verdad especialmente bueno. Porque la belleza
no produce únicamente la mera delectación estética; posee una cualidad
inestimable, y es que exige por nuestra parte contemplación. Ante las cosas
bellas no basta pasear la vista. Para disfrutarlas verdaderamente hay que
mirarlas con detenimiento, con miramiento. Con ellas hay que andarse con
contemplaciones. Y contemplar es importante porque hace que nos detengamos y
miremos las cosas tal como son, "dejando" que sean así.
La contemplación es un camino abierto hacia la verdad. Hacia la verdad personal,
la de los demás y la del universo entero. Eso lo expresa muy bien de otro modo
Lorenzo Silva en una de sus novelas. Escribía que "el mundo está lleno de
tesoros sin descubrir porque no hay quien se pare a mirarlos. Pero en cuanto hay
alguien que se detiene ante ellos, se abren ante esa persona como una
maravillosa realidad llena de riqueza y significado ofreciéndole nuevos
horizontes". Yo he pensado muchas veces que eso exactamente pasa con las
personas.
Por eso, para tener amigos hay que saber mirar. Mirar es ver con atención, es
contemplar, es concentrar nuestro ser entero en los ojos deseando captar lo que
hay frente a ellos. Mirar presupone una vista limpia, sin prejuicios ni cargas
anteriores, para captar lo que hay y no lo que yo he puesto o quiero poner.
Mirar no es ver lo que yo quiero ver sino percibir cómo son las cosas o las
personas en sí. Y además de limpieza interior, la mirada requiere también
aceptación, renuncia a dominar. Cuando miramos de verdad, estamos dispuestos a
dejar ser a las cosas y a las personas tal y como son. Esto es especialmente
importante con las personas.
A las personas hay que dejarlas ser, hay que aceptarlas como son. Sin esa
condición nunca sabremos lo que es una verdadera amistad; nunca llegaremos a
saborear el gozo inmenso que produce esa identificación con el otro, ese
compartir la vida, los sueños, los deseos, los fracasos. Habrá siempre en el
amigo una zona de acceso prohibido o de "reservado".
Para mirar de verdad hay que aprender a hacerlo. Los hay que conocen ese arte de
modo natural o han sido educados en él. Pero también puede aprenderse. Para
mirar hay que pararse, parar la rueda de la actividad exterior y parar también
nuestro ruido interior (qué tengo que hacer luego, cómo resolveré la cena en
casa de mi hermano, qué ropa necesito, a ver cómo queda el Madrid, a ver si
consigo cerrar un buen trato con este cliente...). Para mirar hay que perder el
miedo a "pasar tiempo" sin haber sido ""eficaces"".
Todos hemos conocido a personas que provocan que los que están a su lado den lo
mejor de sí mismos. Son personas que logran que los demás quieran -parafraseando
a Salinas- "sacar de sí su mejor yo". Es así porque son personas que saben
mirar, y que por eso han sabido encontrar la llave interior de las personas. Esa
llave de la confianza que uno entrega sólo cuando va a saberse visto, aceptado y
querido por sí mismo.
LA MORADA DEL YO
Llegar a la intimidad del alma, al centro de la persona o sólo rozar su
periferia, exige rodeos: rodeos que son esencialmente contemplación, escucha
atenta y activa, mirada abierta y receptiva. Sólo cuando una persona percibe ese
clima de confianza a su alrededor es capaz de empezar a abrir las rendijas de su
yo. Y a través de esas rendijas pueden empezar a filtrarse los rayos de la luz
que toda persona esconde. La intimidad, la interioridad, es siempre luminosa en
el sentido de iluminadora. Porque muestra siempre algo desconocido para quien no
está allí dentro. No siempre será lo original y nuevo el qué diga esa persona
pero sí el cómo ella lo vive. Esta es la llave que entregamos a nuestros amigos
y que hace que quedemos totalmente al descubierto: vulnerables, también.
Algunas veces, tras haber desnudado la intimidad del alma en conversación con la
persona que nos ha inspirado esa confianza, uno siente el vértigo del miedo a
romperse, a que le rompan, a que se burlen, a que no comprendan, al silencio
indiferente o superficial.
Hasta ahora, esos pensamientos, deseos, aspiraciones, miedos y preguntas más
íntimas habían quedado dentro de nuestra alma. A veces nos angustiaban, otras
nos elevaban, otras nos desbordaban por dentro de tal forma, que había que
expresarlos de algún modo (quién no ha cantado, llenado de piruetas su salón,
compuesto una melodía o garabateado un poema, historia o carta, por puro
desbordamiento. Tanto no cabía dentro; fuera crecía, pero tenía más apoyos para
ser sostenido, para ser vivido).
Sin embargo, no dejaban de ser nuestros: los demás sólo poseían de ellos su cara
externa, lo que era fruto de la superabundancia. Por lo demás, no habían sido
escuchados por nadie hasta el final y sólo de vez en cuando abríamos a alguien
una pequeña ventanita de nuestro interior, observando con atención la reacción
del interlocutor ante aquello. Pero, de repente, hemos encontrado a alguien que
ha provocado que primero quisiéramos abrir una ventanita y después otra, y
otra... Luego le hemos pasado al interior de la casa y -poco a poco- le hemos
encendido todas las luces que había en ella, iluminando incluso rincones sucios,
destartalados, rincones sin ordenar o habitaciones llenas de trastos que no
sabemos en dónde colocar. Le hemos enseñado el sillón de los sueños, frente a la
ventana, y le hemos invitado a sentarse allí porque desde él puede conocerlos
mejor. Le hemos presentado el rincón de los miedos, ese sí, está a oscuras
porque nos parece que la luz acabará por hacerlos crecer. Es un rincón siempre
difícil de enseñar; se supone que de esos no tenemos, y nos cuidamos mucho de
dejarlos salir. También le hemos pasado al cuarto de las preguntas; esa
habitación está llena de frases sueltas, de pensamientos, de párrafos incluso, y
hasta de alguna página escrita. Pero sobre todo está lleno de interrogantes; es
una habitación poblada de signos de interrogación que hemos ido recogiendo a lo
largo de nuestra vida: por qué las relaciones humanas son tan complicadas, por
qué hay personas que no miran hacia adentro, por qué las focas son más
importantes que los países del Sur... Hay también un cuarto sin techo que mira
directamente al sol, o al firmamento, si es de noche. Ese es el cuarto de las
aspiraciones grandes, el cuarto en el que respiro hondo, el cuarto al que hay
que acudir siempre que hemos pasado un día entre mucho polvo, o mucho tiempo en
el sillón. También ha conocido la buhardilla; allí no vamos demasiadas veces
porque es donde están los pedazos rotos de nuestra vida y todavía nos cuesta
mirarlos sin sentir dolor o pena.
Hay personas a las que paseamos por nuestra morada interior sin miedo alguno; es
más: deseamos desde lo más íntimo de nuestro ser hacerlo. Sentimos desde muy
hondo que apreciará, entenderá y comprenderá cada objeto que encuentre en ella.
No le importarán los cacharros rotos, aunque tengamos la estantería llena de
ellos; no querrá reírse de nuestras inquietudes: se le iluminará la mirada al
conocerlas porque . también ella las había sentido latir más de una vez. Le
encantará que tengamos un sillón de sueños y un cuarto sin techo, y querrá saber
qué nos dicen los astros por la noche y cómo es el vuelo de los pájaros que
vemos pasar. Son personas que hacen que sintamos la necesidad de hacer crecer
todo eso, de mostrárselo, de hacerlo vivir para ellas.
Esas personas son los amigos, el amigo aquel con quien me atrevo a ser yo misma;
sin restricciones y sin temores. Esa persona con la que puedo decir todo porque
todo lo va a entender en su contexto; esa persona con la que puedo hablar en
borrador: sin orden, sin hilazón, sin sentido algunas veces. Con rabia o ira,
con desesperación, con alegría exultante, desvariando. Descubriendo todas las
raíces de mi alma y sabiendo que en ningún momento se aprovechará de ello para
arrancarme de mi lugar. Y sabiendo que -como escribió alguien- "comprende esas
contradicciones en mi naturaleza que llevarían a otros a juzgarme mal". Eso es
un amigo.
AMISTAD Y SILENCIO
La amistad se nutre más de la comunicación que del silencio. Sin embargo, el
silencio es precisamente en algunos casos el medio de comunicación que utilizan
los amigos: es necesario tanto saber estar en silencio como transmitir lo que
uno lleva dentro.
Asistir al desvelamiento de un secreto, al desvelamiento de la intimidad de las
personas, produce en el ser humano un enmudecimiento del espíritu, un
sentimiento de gratitud por lo que se percibe como un don o regalo inmerecido,
una impresión de estar pisando terreno sagrado. De hecho, todos podemos
remitirnos a alguna ocasión en la que, en conversación íntima con un amigo, al
acabar de escuchar, no hemos encontrado palabras adecuadas para decir nada. En
esos casos, quizá la prueba de mayor gratitud o de "correspondencia" sea
precisamente el silencio; un silencio, eso sí, cuajado de respuesta.
Hay veces en las que no se puede decir nada... porque las palabras lo estropean
todo. Hay cosas que la única contestación que merecen o que exigen es el
silencio; hay cosas con las que sólo puede mantenerse conversación en silencio.
Porque o el lenguaje es limitado, o uno es limitado, o ambas cosas. Pero algunas
cosas, si se expresan, se profanan. Así ocurre en las experiencias de encuentro:
con un amigo, con un paisaje, una obra de arte. En esos momentos, pronunciar
algo es mancharlo; hablar es romperlo. Algunas veces la comunicación con las
cosas y también con las personas requiere como condición que haya silencio;
solamente silencio. Y no un silencio para llenar, sino como medio de
entendimiento.
Cuando se tiene la suerte de topar con alguien que tiene algo -poco o mucho- que
decir; cuando se tiene la suerte de que esas personas te abran sus puertas y
dejan que te asomes y penetres en su mundo interior, en la mayor parte de los
casos sólo se puede contestar enmudeciendo. Y ese silencio quiere ser entonces
un homenaje: la mayor muestra de agradecimiento y de admiración. Porque no se
trata de un silencio vacío sino pletórico de contenido: no significa carencia
sino plenitud.
El silencio es importante en la amistad. Estar con un amigo es también poder
estar en silencio sin miedo a que éste tenga que romperse y sin sentir la
necesidad perentoria de tener que llenarlo con palabras. No hay verdadera
amistad entre dos amigos si no saben disfrutar y valorar su silencio. El
silencio es en sí mismo un espacio y un tiempo para compartir. Rico de contenido
y esencialmente valioso porque supone una íntima comunión de espíritus.
LA INTERIORIDAD
La amistad está también muy relacionada con la interioridad. Entre dos amigos
ésta es más rica y sólida cuanta mayor sea la intimidad, la interioridad de cada
uno de ellos. Hay quienes tienen un gran mundo interior; tienen mucho que decir
porque son personas que integran en sí todo lo que hay a su paso: una frase que
ha dicho en clase el catedrático, la actitud de tal o cual persona, la
satisfacción de haber llegado al pico de la montaña, la crisis que le produce
una situación difícil de trabajo, una novela que ha leído, los tirones de la
madurez.
Así es como las personas se van enriqueciendo por dentro y como su interioridad
cobra cada vez mayor volumen: integrando la experiencia, la vivencia personal y
las de las otras personas. Aprendemos también a través de las vivencias de los
demás, de la experiencia ajena. Quien está atento a su alrededor aprovecha todo
intensamente.
Se puede aprender a sentir de un modo distinto al propio; se puede aprender a
pensar de manera diferente a la que uno piensa; se puede aprender a valorar
cosas que yo no valoro. Escuchar a las personas y tratar de ser ellas, nos
permite conocer el mundo desde mil perspectivas diferentes a las nuestras. Y eso
conlleva ampliación personal, crecimiento, enriquecimiento, altura, perspectiva
y profundidad. La interioridad rica hace que la relación entre los amigos se
amplíe. Una amiga me decía hace poco -hablando de otra persona-la satisfacción
que le producía tratar con ella "porque es de esas personas que tienen algo que
aportar".
El conocimiento que alimenta la intimidad es-una vez más-el que sabe mirar, sabe
escuchar, sabe estar. La sola convivencia con las personas, o el mero estar
junto a las cosas o entre las cosas (junto al mar rodeado de un bellísimo
paisaje, o entre las obras magníficas del Louvre) no basta. Más de una vez las
ratas habrán correteado por los pasillos del Louvre; sin embargo, todavía no
hemos tenido ocasión de encontrarlas embelesadas frente a la Venus de Milo, tras
haber pasado frente a ella toda la noche. Para las personas, las que son capaces
de ello, las cosas tienen una historia que contar, la naturaleza tiene algo que
transmitir y todo lo que encuentran es capaz de darles un mensaje.
El hombre con interioridad es capaz de ver sentido a todas las cosas; y en
cierto modo de darles él mismo el sentido puesto que es él quien lo capta, lo
descubre y -en ese sentido- lo crea, lo recrea. Por eso, forma parte del
"tesoro" de la amistad tener amigos con un gran mundo interior.
La amistad de las personas es un regalo. El regalo es mayor cuanta mayor sea la
interioridad y la intimidad compartida. Esta debe cuidarse y en ella juega un
papel muy importante el saber mirar porque puede franquearnos el paso al alma
del amigo.
Una vez dentro, el mundo se abre ante nosotros de un modo desconocido y luminoso
que provoca en nosotros muy diversos sentimientos (admiración, compasión,
respeto, etc.), pero siempre el de "desear el bien del amigo, por el amigo
mismo" (Aristóteles).