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para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

"PRAESIS UT PROSIS"

Consideraciones en torno a la Encíclica Ut unum sint


Santiago Madrigal

 

Pongo estas reflexiones bajo un lema extraido del famoso Papstspiegel que Bernardo de Claraval compuso para el papa Eugenio III: "Presides la Iglesia para servirla" (De consideratione, Lib. III, I, 2). La sección final de la encíclica Ut unum sint (25 de mayo de 1995) está dedicada al "servicio del Obispo de Roma a la unidad" (nn. 88-97). En esta encíclica, que viene a completar y corroborar la comprensión de la unidad eclesial, así como la convicción y el empeño ecuménicos formulados en el decreto conciliar Unitatis redintegratio, Juan Pablo II ha señalado como objeto ineludible de reflexión ecuménica "la cuestión del primado del Obispo de Roma" (n. 89)(1). En este contexto lanza una invitación "a establecer un diálogo fraterno, paciente" sobre la cuestión del ministerio petrino (n. 96). Este llamamiento tiene un objetivo muy concreto: "encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva" (n. 95). El documento papal adopta un tono marcado claramente por la apertura al diálogo y a la disposición para la conversión, entendimiento y reconciliación. Juan Pablo II caracteriza el diálogo ecuménico como "diálogo de la conversión" (n. 35) y se adhiere a aquella histórica petición de perdón formulada en 1967 por Pablo VI (n. 88). A casi dos años de la publicación de la encíclica, son numerosas las tomas de postura concernientes a la encíclica en su conjunto o surgidas directamente de la propuesta papal. En esta última perspectiva, sin ánimo de originalidad, quisiera comenzar indicando el tenor y el género de estas reflexiones sobre el ministerio de Pedro.

La guía de la consideración

Asumo ese género teológico acuñado por el abad de Claraval y que estaba profundamente animado por el deseo de búsqueda de una modalidadd del ejercicio del ministerio petrino acorde a las condiciones y exigencias de una nueva época. "La consideración -dice S. Bernardo- prevé lo que se debe hacer, recapacita sobre lo que se ha hecho" (Lib. I, VII, 8). La guía de la consideración es "una aplicación intensa del espíritu para descubrir la verdad", "es una búsqueda de lo desconocido" (Lib. II, II, 5). Ahora bien, sobre qué versará exactamente nuestra consideración?

Partamos de una afirmación central de la encíclica: "La Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus obispos con el obispo de Roma, es un requisito esencial -en el designio de Dios- para la comunión plena y visible". El texto plantea seguidamente esta pregunta: "No es acaso de un ministerio así del que muchos de los que están comprometidos en el ecumenismo sienten hoy necesidad?" (n. 97).

La afirmación de la comunión con la Iglesia de Roma como condición necesaria para la unidad traza la tesis católica relativa al primado y provoca -en el mejor sentido de la palabra- la reacción de las otras Comunidades cristianas. Cabe espigar algunos ecos, pues nos ayudan a perfilar lo específicamente católico en la comprensión del ministerio petrino, aunque sea vía negativa: J. Moltmann -en una toma de postura muy crítica- resalta que las grandes Iglesias no católico-romanas están dispuestas a una communio cum Petro, el obispo de Roma, pero no a una communio sub Petro; rechaza una Ecumene de regreso (unitatis redintegratio) a la sumisión bajo el episcopado universal del papa y de su autoridad en cuestiones de fe y de moral(2). Otras posturas abogan, desde la teología evangélica, por una separación entre el poder jurisdiccional y el ministerio sacramental de la unidad como requisito para un entendimiento(3). Desde una perspectiva ortodoxa se sigue insistiendo en el primado de honor del Obispo de Roma, un primus inter pares, tratando de diferenciar las diversas funciones incluidas bajo la tiara papal (obispo de Roma, cabeza suprema de la Iglesia católico-romana, patriarca de Occidente, ministerio petrino para la unidad); o, como se proponía recientemente, para lograr la superación de la separación de la Iglesia Griega y Latina sería necesario "redresser" las definiciones del concilio Vaticano I(4). Aunque la encíclica conceda amplio espacio a la Iglesia ortodoxa (nn. 50-61), su destinatario propio es la Iglesia católica, donde el ministerio de Pedro ha sido explicitado en los términos de las definiciones del Concilio Vaticano I (primado de jurisdicción e infalibilidad). Los autores católicos tratan de legitimar y razonar la communio sub Petro, la autoridad jurídica, el primado de jurisdicción, reactualizando estos dogmas papales a la luz de la doctrina de la colegialidad episcopal formulada en el capítulo III de la constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II; así, por ej., Hünermann afrontaba estas cuestiones ahondando en la función episcopal del Obispo de Roma(5).

Esta es la convicción de la Iglesia católica: "la función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos" (n. 97). Ahora bien, a la hora de pensar sobre el ejercicio del ministerio petrino hay que "considerar" que una cosa es el primado del Obispo de Roma, explicitado intra-católicamente en los dogmas de 1870, y otra sus adherencias históricas. El Santo Padre reclama una reflexión pública sobre nuevas formas de encarnar y realizar el ministerio de Pedro; pero sólo se puede proponer la necesidad de nuevas formas si las precedentes o presentes se consideran no del todo adecuadas. Por otro lado, hay que "considerar" que en el tratamiento que el concilio Vaticano II dedica a la constitución jerárquica de la Iglesia, ha incorporado y asumido la doctrina de la constitución dogmática Pastor aeternus del Vaticano I (cf. LG 18) sobre la autoridad y primado doctrinal del Obispo de Roma, pero la ha resituado en el horizonte de la colegialidad. Dicho brevemente: sobre qué versará la consideración? Ya lo vengo indicando: el tránsito entre el Vaticano I y el Vaticano II nos ha legado como tarea la búsqueda de "la forma colegial del ejercicio del primado".

Propongo, pues, unas reflexiones de tono histórico y sistemático que adoptan como género teológico la consideración. A estas consideraciones en torno a Ut unum sint antepongo aquellas mismas palabras que su inspirador dirigía a Eugenio III: "Non est meae humilitatis dictare tibi sic vel sic fieri quidquam. Sufficit intimasse oportere aliquid fieri, unde et Ecclesia consoletur, et obstruatur os loquentium iniqua. Haec pauca vice apologiae dicta sint" (Lib. II, I, 4). En efecto, a modo de apología, pues pienso que la sugerencia papal encierra una invitación a caminar en la línea de una renovación de la morfología del papado y representa, por consiguiente, un impulso importante en la recepción del Vaticano II, a la búsqueda de nuevos equilibrios entre lo colegial y lo primacial, la Iglesia local y la Iglesia universal, la pluralidad en la unidad. El tema de consideración es, pues, la forma colegial del ejercicio del primado; voy a recrear libremente aquellos cuatro momentos que Bernardo de Claraval proponía a Eugenio III como materia de consideración (Lib. II, III, 6): "tú mismo" (el primado en una eclesiología de comunión), "lo que está debajo de ti" (pueblo de Dios en comunión), "lo que está alrededor de ti" (episcopado y doctrina de la colegialidad), "lo que está sobre ti" (origen trinitario de la comunión eclesial).

 

1. Consideración sobre tú mismo: primado y eclesiología de comunión

La primera consideración se puede formular en estos términos: la cuestión del ejercicio del ministerio petrino no constituye un problema autónomo en sí mismo, sino que ha de ser planteado en toda su calidad de problema eclesiológico, es decir, presupone la misma comprensión de la naturaleza y ser de la Iglesia. Entre los elementos que expresan la imagen de Iglesia que brota del concilio Vaticano II, el papa señalaba los siguientes(6): 1) la doctrina que propone a la Iglesia como pueblo de Dios y la autoridad jerárquica como servicio; 2) la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y que establece las relaciones entre la Iglesia particular y la Iglesia universal, entre la colegialidad y el primado; 3) la doctrina según la cual todos los miembros del pueblo de Dios participan, a su modo, de la triple función de Cristo (sacerdotal, regia, profética); 4) la doctrina que considera los derechos y deberes de los fieles cristianos y concretamente los laicos; 5) el empeño por el ecumenismo. En este sentido, el modelo eclesial subyacente al planteamiento de Ut unum sint es el de la communio: "Todas las Iglesias están en comunión plena y visible porque todos los pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo" (n. 94). La encíclica asume resueltamente los elementos de una teología de la Iglesia local contenidos en los documentos conciliares (LG 13, 23, 26; CD 11); en esta clave se afirma: "en cada una de estas Iglesias particulares se realiza la Iglesia una, santa, católica y apostólica" (n. 94).

La relación entre Iglesia universal e Iglesia particular constituye el marco donde hay que ubicar, a su vez, la relación episcopado-primado (P. Hünermann). Una eclesiología de comunión redescubre en todo su vigor la densidad teológica de la Iglesia particular en torno a su obispo (LG 26); por tanto, la eclesiología de comunión no puede dejar de reflejarse sobre el modo de ver la función del papa, sobre la dignidad de su ministerio y las prerrogativas de su potestad. Ya hace algunos años que Congar sostuvo la tesis de que en la eclesiología católico-romana una concepción de la unidad, asentada sobre la idea de un único pueblo universal bajo una cabeza visible, que caracterizaba como "régimen de la organización unitaria", habría ido desplazando y orillando al "régimen de la comunión". En la historia de la Iglesia un concilio como el Vaticano I aparece como coronación y culminación de la eclesiología "gregoriana" o de la organización unitaria desplegada durante el segundo milenio. Existe, al día de hoy, una desazón difundida frente al centralismo y juridicismo del gobierno eclesial que no se compadece bien con la misión entrevista en Ut unum sint: servicio de autoridad colocado en el corazón de la Iglesia-comunión. Repristinar la eclesiología de comunión no significa renunciar a las prerrogativas papales estipuladas dogmáticamente en la Pastor aeternus. Una eclesiología de comunión también requiere de un centro de la unidad.

K. Schatz(7) ha mostrado el devenir histórico por el que la Sede Romana se ha convertido en el punto de referencia de los episcopados y de los fieles, símbolo de un magisterio universalmente aceptado; las definiciones del Vaticano I son el resultado de la opción de la Iglesia por su unidad, con el mérito sobreañadido de crear el conjunto unitario del episcopado en torno al papa, reduciendo los impulsos nacionalistas, refrenando los impulsos teológicamente incorrectos del regalismo u otras fuerzas centrífugas, avanzando la tarea de una evangelización de dimensiones planetarias. Junto a estos méritos anejos al primado de jurisdicción brotan excrecencias de tipo negativo que echan sombras sobre el ministerio petrino: al centralismo de régimen acompaña una tendencia difícilmente reprimible hacia la uniformidad; se corre el peligro de infravalorar la pluralidad y la variedad legítimas. Esa concepción del primado provocaba la ira de la Iglesia oriental; hoy puede resultar molesta para las Iglesias locales, si se percibe que la legítima autoridad local se ve sofocada por una burocracia centralista sin rostro.

La figura del ministerio petrino en el Vaticano I va vinculada, espontánea e instintivamente, al título de "Romano Pontífice". El Vaticano I fijó, con trazos enérgicos, los dos atributos objeto de polémica: la jurisdicción plena, suprema, verdaderamente episcopal, ordinaria, inmediata y universal sobre pastores y fieles, y la infalibilidad. Ello significa que la jurisdicción papal constituye un auténtico poder jurídico, no un mero carisma personal, capaz de vincular soberanamente con sus decisiones a todos los pastores y fieles. Esta jurisdicción se ve acompañada del primado doctrinal. Esa jurisdicción plena se puede ejercer de modo inmediato sobre cualquier fiel o pastor. S. Bernardo, que describía las prerrogativas papales en términos de "gozas, por tanto, de una potestad indiscutible, tanto con respecto a las llaves que te han entregado como sobre las ovejas encomendadas", las limita con el recordatorio: "Eres un obispo". En este sentido es notable que, frente al título de "Romano Pontífice", la encíclica utiliza exclusivamente el de "Obispo de Roma" que Juan Pablo II glosa con estas otras descripciones: "sucesor del apóstol Pedro", "servus servorum Dei" (n. 88), "heredero de la misión de Pedro" (n. 92). El horizonte de comprensión del ministerio petrino formulado a la luz del título "Romano pontífice" reconoce -en términos fuertemente jurídicos- los derechos primaciales, pero deja en la penumbra la misma tarea que le quedó pendiente y que no trató el concilio Vaticano I: la forma colegial del primado y la autonomía propia de cada obispo según el principio de subsidiaridad. Expresamente en el pasaje de la definición de la Pastor aeternus se dice: "tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo, sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue designada..."(8). En esta perspectiva, parece que el Vaticano I no ha contemplado la jurisdicción papal cuando actúa en y con los demás obispos, sino en cuanto a su capacidad de actuar sobre los obispos. Esta debiera ser, a tenor de una eclesiología de comunión, la forma extraordinaria del ejercicio de la autoridad pontificia, no la forma ordinaria. Si esa perspectiva excepcional del primado de jurisdicción se convierte en la forma normal de su ejercicio estaríamos ante una situación de centralismo injustificado, a-colegial, sin límites jurídicos, ante una forma de absolutismo.

Es, pues, de saludar que la encíclica describe la misión del obispo de Roma en términos de "vigilancia" (episkopein), indicando varios niveles, "que se refieren a la vigilancia sobre la transmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana" (n. 94). En ello está implicada la cuestión del poder y, por eso, la encíclica afirma con realismo clarividente: "El obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria, debe asegurar la comunión de todas las Iglesias. Por esta razón, es el primero entre los servidores de la unidad" (n. 94). Estamos en las antípodas de una interpretación maximalista de las prerrogativas del Vaticano I. En suma, y para concluir esta primera consideración: la recuperación de la eclesiología de comunión implica el reconocimiento de la cooriginariedad y simultaneidad de Iglesia universal e Iglesia local, de principio sinodal y jerárquico, de primado y colegialidad, de unidad y de pluralidad (M. Kehl).

 

2. Consideración de lo "que está debajo de ti": pueblo de Dios en comunión

"Tu herencia es el orbe entero" -sentencia el De consideratione (Lib. III,I,1). La figura histórica del primado no tiene parangón en la sociedad civil bajo este aspecto del estado general de la Iglesia universal abarcando la totalidad de los creyentes. Son muy ilustrativas las indicaciones de S. Bernardo: "Presides la Iglesia para servirla. La gobiernas como un empleado fiel y cuidadoso, encargado por el amo". La presidencia de la Iglesia ha podido en otras fechas ser asimilada a la monarquía del papa; a ojos de muchos contemporáneos esta es la idea que se han hecho de la Iglesia. Se hace necesario habilitar -por la misma concepción de la Iglesia como pueblo de Dios- estructuras de comunión y de comunicación a todos los niveles de la realidad eclesial.

La doctrina de la Iglesia como pueblo de Dios elimina la hierocracia. Partimos de la igual dignidad bautismal de todos los cristianos. Podemos constatar una nueva conciencia de la dignidad conferida por el bautismo, así como la responsabilidad de la misión adquirida dentro y fuera de la Iglesia. Después del Vaticano II seguirá caracterizando la vida en comunión con Cristo y en su Iglesia la escucha atenta del Magisterio, aceptando lealmente su paternidad espiritual. Dice al respecto Juan Pablo II: "Corresponde al sucesor de Pedro recordar las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los pastores en comunión con él. Puede incluso -en condiciones bien precisas, señaladas por el concilio Vaticano I- declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe. Testimoniando así la verdad, sirve a la unidad" (n. 94).

Si alguien sintiera el deber de dirigirle algún reparo o la necesidad de disentir habrá de hacerlo con respeto. Cuál es el espacio para la "opinión pública" en la Iglesia? Quién tiene la palabra en la Iglesia? Cuáles son sus cauces? Pensando desde el Vaticano II y desde el reconocimiento del sensus fidei/sensus fidelium, la definición de la infalibilidad del Vaticano I deja en la penumbra la realidad eclesiológica de la recepción (Congar) y del consenso. El Vaticano II ha marcado la línea y ha suministrado el horizonte para ubicar el magisterio infalible en el marco de la función profética de toda la Iglesia (LG 12): la infalibilidad in docendo encuentra su presupuesto en la infalibilidad in credendo, esto es, en la indefectibilidad de todo el pueblo de Dios. En paralelo a lo que decía a propósito del primado de jurisdicción, hay que señalar que el modo normal de funcionamiento del Magisterio ha de contar con los procesos de recepción. Cuando la Pastor aeternus afirma que las definiciones papales son irreformables "por sí mismas, no por el consenso de la Iglesia", está condenado directamente el cuarto artículo galicano, que sostenía que las decisiones magisteriales sólo son irrevocables si cuentan "con el consenso de la Iglesia". La afirmación conciliar, a menudo mal interpretada, se limita a indicar que en caso de producirse definiciones papales bastaría con que constara el carácter definitivo e irrevocable de la doctrina en cuestión, pues no requiere de la sanción por parte de la Iglesia. En modo alguno se dice que el papa no necesite del testimonium o sensus fidei de la Iglesia. Por otro lado, al verdadero proceso de recepción le es consustancial el reconocimiento de la autoridad testificante, bajo la guía del Espíritu Santo, y el reconocimiento de la fe testificada.

Para que esto no sea pura teoría es necesario caer en la cuenta de que se está reclamando una reflexión seria y serena sobre determinadas cuestiones y en la que han de participar los fieles. Cuestiones como el puesto de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, el celibato del clero, el acceso a los sacramentos para divorciados, la contracepción, la inviolabilidad de la vida humana, la justa distribución de la riqueza, la inculturación del Evangelio son cuestiones ante las que no cabe dar la callada por respuesta ni se pueden cerrar debates en falso. A las puertas del tercer milenio no podemos dejar de constatar esa serie de desafíos y cuestiones abiertas. Ante estas cuestiones no ha de ser pretencioso invocar el principio medieval: "quod omnes tangit, ab omnibus approbari debet".

Este axioma antiguo se asentaba sobre el principio de la sinodalidad fundamental de la Iglesia; la historia nos ilustra sobre el desvanecimiento y desmantelamiento de las estructuras sinodales y episcopales en diversos momentos. Un proceso de comunicación, de participación y de recepción sólo será realizable si contamos con la existencia de auténticos "sujetos" de la comunión, es decir, de instancias eclesiales que funcionen como foros de encuentro y discusión, donde se puedan abordar las cuestiones candentes de la vida eclesial. Aquí nos sale al paso la problemática de la unidad y de una unidad real. K. Schatz ha propuesto, desde sus reflexiones históricas, la idea de una unidad escalonada, de una unidad por etapas. La unidad eclesial no se juega entre obispo-diócesis, por una parte, y obispo de Roma-Iglesia universal, por otra; existen instancias intermedias como escalones de esa unidad gradual, desde los sínodos diocesanos, pasando por las conferencias episcopales, sin descartar la creación de patriarcados, hasta el concilio ecuménico. Nos encontramos ante la tarea histórica de recuperar ese tejido de la comunión y revitalizarlo.

 

3. Consideración de lo "que está junto a ti": episcopado y colegialidad

Llega el momento de abordar la tesis anunciada: el Vaticano II ha resituado la doctrina del primado en el horizonte de la colegialidad, de modo que la ley fundamental en el ejercicio del ministerio petrino consistiría en avanzar hacia una colegialidad consecuente. La doctrina de la colegialidad episcopal ha venido a atemperar la tendencia monárquica inscrita secularmente en la concepción forjada por los grandes teóricos medievales del primado papal (Gil de Roma o Agustín Triunfo de Ancona) en la lucha entre el poder espiritual y poder temporal. La censura de S. Bernardo sonaba así: "In his successisti, non Petro, sed Constantino" (Lib. IV,III,6). Otras líneas teológicas preteridas por la tradición, como las corrientes conciliaristas, han subrayado la inclusión de Pedro en el colegio apostólico; en la secuela de S. Agustín, subrayaban el principio: "non uni, sed unitati Ecclesiae claves datae sunt". Es cierto que esta interpretación de los textos petrinos desatiende la línea que desde León Magno destaca la preeminencia neta de Pedro y que culminó en las definiciones de 1870; guarda, empero, con más fidelidad la idea de la colegialidad contenida en otros textos evangélicos (Jn 20, 21, Mt 18, 18). Queda así planteada la dialéctica primado-episcopado, la relación del Obispo de Roma con el episcopado universal. En este sentido dice Ut unum sint que, como sucesor de Pedro, "el Obispo de Roma es un miembro del colegio, y los obispos son sus hermanos en el ministerio" (n. 95).

La co-existencia del primado y la colegialidad descansa sobre el convencimiento de que no son magnitudes rivales ni principialmente sometidas la una a la otra, sino que entre ellas rige una "comunión jerárquica". Con todo, desde LG 22 no dejan de plantearse, al menos teóricamente, algunas ambigüedades sobre el sujeto de la plena et suprema potestas en la Iglesia: se trata de un único sujeto (el colegio bajo su cabeza) o de un doble sujeto (el papa y el colegio episcopal). La razón última de esta ambigüedad es la constación de que el Vaticano II no ha descrito consecuentemente el primado como centro del colegio, sino que le atribuye también un rango "supra-colegial". La afirmación de un sujeto colegial -estrictamente uno- de la suprema potestad en la Iglesia no causa prejuicio a la idea de que el papa pueda ejercer seorsim (por sí, cf. NEP 3) la potestad suprema de gobierno en la Iglesia, pues el único sujeto colegial puede desarrollar dos modos de acción: por medio del papa solo, como cabeza primacial del colegio (encíclicas), o por medio de un acto estrictamente colegial (concilio, sínodo de obispos, deliberación episcopal). Tocamos aquí una discusión de la teología postconciliar sumamente compleja y que aquí sólo cabe dejar indicada.

A la hora de avanzar consecuentemente en la línea de un ejercicio colegial del primado habría que aclarar teóricamente algunas cuestiones relativas a la jurisdicción episcopal y a la jurisdicción primacial. En primer lugar, desde una eclesiología de comunión y desde la densidad teológica de la Iglesia particular (LG 23.26) hay que abandonar el binomio plenitudo potestatis - in partem sollicitudinis. En la historia de la eclesiología esta pareja de conceptos -muy querida, por cierto, para el abad de Claraval- ha servido para expresar lo específico del primado frente al poder episcopal. Porque la historia pesa hay que plantear en qué medida somos capaces de concebir un ministerio petrino liberado de esa estricta distinción que paraliza la idea de subsidiaridad. Los obispos no son meros delegados papales, sino auténticos vicarios de Cristo en sus respectivas Iglesias. Otro esquema a superar a la hora de concebir la relación primado-episcopado es el binomio potestas ordinis - potestas iurisdictionis. La gestación histórica de esta distinción va vinculada al problema del origen de la potestad de jurisdicción de los obispos: directamente de Jesucristo (mediante la consagración episcopal) sin mediar el papa o como concesión papal. En Trento se planteó la alternativa con toda radicalidad. Este es también uno de los problemas teóricos de interpretación que afecta a los textos del Vaticano II(9). Parece que desde la afirmación de la sacramentalidad del episcopado en el capítulo III de Lumen gentium, la interpretación del texto conciliar apunta en la primera dirección; carecemos, además, de soporte bíblico para la afirmación de una colación de poderes por parte de Pedro a los otros apóstoles. En todo caso la idea de un poder de orden de colación divina, contradistinto de un poder de jurisdicción como concesión papal, ha bloqueado históricamente el principio de colegialidad. En el mejor de los casos, el episcopado se convierte en un mero instrumento "de consulta". Por otro lado, y estrechamente vinculado a esta problemática, LG ha trocado el lenguaje de poderes en el del triple munus de Cristo, sacerdote, profeta, rey, es decir, de ministerium-magisterium-regimen; estas son las tareas que cada obispo ejerce en su diócesis en comunión con las otras Iglesias, siendo él mismo garante de la comunión de su Iglesia particular con la Iglesia universal.

Desde el reconocimiento de las prerrogativas de la figura episcopal, la colegialidad episcopal es un remedo de la relación constante de Pedro con los demás apóstoles. En analogía a la relación Pedro-Apóstoles, la colegialidad se presenta como el modo normal del ejercicio del ministerio de Pedro. Cuando surgen cuestiones "arduas y difíciles" hay que poner en marcha una colegialidad consecuente. Quisiera recordar a este respecto una anécdota exegética: existe una interpretación papalista y conciliarista del pasaje Dt 17, 8-13; ante una cuestión ambigua, ardua y difícil, los papalistas consideran que el tribunal competente para decidirla es el papa, figura que encuentran anticipada en el v. 12, que habla en singular de "iudex et sacerdos"; por su parte, los conciliaristas consideran que el tribunal competente es la instancia sinodal y para ello aducen el v. 9, que habla en plural de "sacerdotes levitici generis". En los asuntos verdaderamente importantes que atañen a la Iglesia universal hay que recurrir a la forma colegial del ejercicio del primado: no buscó Pío XII rodearse del consenso del episcopado universal a la hora de la definción de la Asunción? Las cuestiones ambiguas y difíciles deben resolverse por el ejercicio colegial del ministerio de Pedro; éste se atendrá, salvo situaciones de verdadera excepción, a la forma colegial; pues, ante cuestiones arduas no basta la actuación "aislada" del papa, apoyado únicamente por los organismos curiales.

Tocamos aquí otra cuestión a considerar, el problema de la curia romana: no es la curia un cuerpo organizativo superior de hecho al episcopado? No puede aparecer como un tercium quid que está bloqueando la colegialidad? Son cuestiones que se planteaba recientemente Mons. John R. Quinn(10). No es la reflexión de Quinn un alegato abolicionista de la curia; muy al contrario y de acuerdo con la evolución histórica hay que señalar: siendo el "carisma Petri" un carisma referido a una persona, la función ha generado un órgano de potenciación de la persona del papa que multiplica su actividad. Sin embargo, el desarrollo de la curia papal puede entrar en competencia con el ejercicio de la colegialidad. Es evidente, por tanto, que el impulso coherente del ejercicio de la colegialidad no suprime la curia. El problema teológico es si conviene a la Iglesia un reforzamiento de la administración central, como algo coherente con la jurisdicción del papa sobre la Iglesia universal, o la manera normal de realizar la jurisdicción universal del papa debe adoptar paulatinamente -según espíritu y letra del Vaticano II- la forma colegial. La cuestión tiene dimensiones tanto teóricas como prácticas; con otros matices, un problema similar se plantea entre las nunciaturas y las estructuras de la colegialidad como una conferencia episcopal nacional.

Un ejercicio consecuente de la colegialidad lleva asimismo a examinar las nuevas instituciones puestas en marcha por el Concilio (cf. Christus Dominus), como son las Conferencias Episcopales o el Sínodo Romano de Obispos. Son instituciones llamadas a mostrar que la responsabilidad de un obispo no se reduce a su propia Iglesia particular, sino que su misión acoge la sollictudo pro universa ecclesia (LG 23). Esta colegialidad constituye otro punto decisivo del examen de las modalidades del ministerio de Pedro. Pero, mirando a la institución del Sínodo de Obispos, "de carácter consultivo", no parece seguir más el modelo de un organismo curial que el del principio de la colegialidad? Sobre las Conferencias episcopales han corrido ríos de tinta en los últimos años; cabe afirmar, con W. Kasper, que son de derecho eclesial pero cum fundamento in iure divino. En uno y en otro caso, la discusión está servida.

Quisiera cerrar esta tercera consideración con el principio formulado por el cronista del concilio de Basilea (1431-1449), Juan de Segovia quien, tras su militancia conciliarista, formulaba el principio de que la celebración del concilio ecuménico no causa perjuicio al principio monárquico. Es otra forma de expresar que la colegialidad está llamada a ser la forma normal del ejercicio del ministerio petrino(11).

 

4. Consideración de lo "que está por encima de ti": ser-comunión a imagen de la Trinidad

Entre las medidas reformistas propuestas por el concilio de Constanza se encontraba la de la professio papal, es decir, la costumbre antigua por la que el recién elegido papa prestaba juramento a las decisiones dogmáticas de anteriores concilios y a la fe de la Iglesia. Es una forma de expresar que el papa está referido a la Escritura y a la Revelación, a las estructuras de la Iglesia y a sus sacramentos. En la línea de la teología de la comunión de la Iglesia antigua, Ut unum sint alude al carisma fundamental de la Iglesia romana cimentado sobre el martirio de Pedro y Pablo (n. 90); este carisma consiste en ser testigo y garante de la verdadera fe apostólica. La eclesiología antigua de comunión afirma el origen trascendente y trinitario de la comunión eclesial; las iglesias locales se saben unidas en torno a la Eucaristía, en la unidad de altar como recuerda LG 26. Es claro que el Obispo de Roma no crea la unidad de las Iglesias, sino que vela para que la comunión, cuya responsabilidad tiene, desemboque en la koinonia de la ecclesia catholica. Para la tradición antigua el rasgo decisivo del ministerio de Pedro no es un poder jurisdiccional, sino su servicio vivo a la custodia y transmisión fiel de la fe. A este respecto se lee con agrado: "Como obispo de Roma soy consciente, y lo he reafirmado en esta carta encíclica, que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo" (n. 95). En ello reconoce Juan Pablo II una "responsabilidad particular". Me parece que se hace claridad si se sitúa la cuestión del papado más en la línea de la sucesión apostólica, esto es, en la nota de la apostolicidad que en la de la unidad; de modo que el primado es una especie de concepto límite de la apostolicidad. La unidad es más amplia: la unidad de la fe, la unidad de los sacramentos, la unidad bajo la única cabeza que es Cristo. El ejercicio del ministerio petrino está llamado a ser "signo e instrumento" de la comunión.

"Praesis ut prosis". Este modelo de servicio a la comunión podría aplicarse análogamente a las Iglesias de la Ortodoxia y de la Reforma. Ello depende de que seamos capaces de poner en claro y en práctica, de parte católica, principios ya formulados. Por ej., el cardenal J. Ratzinger indicó que la Iglesia católica no puede exigir de la Iglesia ortodoxa un tipo de ministerio diverso al que se dio durante el primer milenio. Es claro que el oficio de "primado" en la Iglesia latina no es idéntico en su figura jurídica concreta con el ministerio de unidad de la Iglesia universal, aunque ambos confluyan en el Obispo de Roma; la Iglesia romana aparece como un centrum unitatis, reflejo de "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Este signo de la unidad entre los cristianos será -como dice el n. 98- camino e instrumento de evangelización.

Estas reflexiones son algunas de las cuestiones con las que uno se topa cuando se recorre sine ira et studio la historia del primado y reflexiona sobre su ejercicio actual. Estas reflexiones no quieren sino plantear algunas cuestiones teóricas que han de ser repensadas para una puesta a punto de la posición católica respecto del primado. Este esfuerzo intracatólico deberá ser acompasado con la intención formulada en la quinta Asamblea mundial de la Comisión "Fe y Constitución" del Consejo ecuménico de las Iglesias, celebrado en Santiago de Compostela (1993): "iniciar un nuevo estudio sobre la cuestión de un ministerio universal de la unidad cristiana" (n. 89).

Santiago Madrigal
Facultad de Teología
Universidad Pontificia Comillas
Madrid

1. En lo sucesivo citaré la Encíclica según la numeración de sus párrafos. En el n. 79 se señalan estos otros "argumentos que deben ser profundizados para alcanzar un verdadero consenso de fe": la relación Escritura y Tradición, la Eucaristía, el sacramento del orden en su triple modalidad de episcopado, presbiterado, diaconado, el magisterio y la Virgen María, Madre de Dios e icono de la Iglesia.

2. Cf. Concilium 261 (1995) 913-915.

3. Véase W. KLAIBER, Ut unum sint. Die Enzyklika Papst Johannes Paul II. und ihr ökumenischer Kontext: Ökumenische Rundschau 46 (1997) 35-56; 49.

4. E. GHIKAS, Comment "redresser" les définitions du premier concile du Vatican: Irénikon 68 (1995) 163-204.

5. P. HÜNERMANN, Amt und Evangelium. Die Gestalt des Petrusdienstes am Ende des zweiten Jahrtausends: Herder Korrespondenz (1996) 298-302. Véase del mismo autor sus reflexiones sobre Der Römische Bischof und der Weltepiskopat en su obra Ekklesiologie im Präsens. Perspektiven (Aschendorf Münster 1996) 248-265. Sobre la temática suscitada por "Ut unum sint", puede consultarse -entre otros- el monográfico de la revista Catholica 50 (1996/2) 81-210, con aportaciones de W. Beinert, G. Wenz, U. Kühn, K. Schatz, W. Klausnitzer; asimismo Diálogo Ecuménico 31 (1996) 327-373, con estudios de A. Matabosch, H. Vall, J. R. Villar.

6. Véase la Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges.

7. El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días (Santander 1996).

8. D 1828. Sigue la célebre cita de Gregorio Magno: "Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente honrado, cuando no se niega el honor que a cada uno es debido".

9. Véase G. COLOMBO, Tesi per la revisione dell'esercizio del ministero petrino: Teologia 21 (1996) 322-339.

10. Cf. J. R. QUINN, Le prerogative del primato del papa e l'impegnativo appello all'unità dei cristiani: Adista 30/n. 5423 (13 de julio 1996) 5-7.

  1. Esta tesis ha sido formulada por J.M. ROVIRA, La función del papado a la luz de la Teología: Iglesia viva 83 (1979) 457-471.