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para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

Cristianismo y tolerancia

 

Jordi Corominas

¿Es posible ser cristiano y tolerante sin que el cristianismo diluya de algún modo la tolerancia y sin que la tolerancia diluya de algún modo el cristianismo? Históricamente el cristianismo ha tenido profundos rasgos intolerantes. Aunque sea muy diferente el cristianismo perseguido del cristianismo establecido como religión oficial en el siglo IV, lo cierto es que la tolerancia no parece que haya sido un valor tan central en la historia del cristianismo como en la historia del hinduismo. ¿Está efectivamente reñido el cristianismo en su esencia con la tolerancia? Hoy por tolerancia solemos entender el respeto por la libertad de conciencia, la diferencia de actitudes, comportamientos, costumbres y modos de pensar y suele ser un valor básico en las democracias liberales.

Sin embargo "la tolerancia", como todos los mejores ideales, fácilmente se convierte en una especie de ideología. A veces, la tolerancia designa una especie de desinterés e indiferencia por el otro mientras no nos moleste demasiado (tolerancia indiferente) y tapa nuestra responsabilidad y vinculación con los otros. Otras veces, la defensa de la tolerancia en casa esconde la defensa del fanatismo y del "aquí mando yo" fuera de las fronteras culturales o geopolíticas (tolerancia ilustrada). También apreciamos fácilmente como son los grupos de poder los que más hablan de tolerancia frente a las víctimas que al no tener más que el grito son encima consideradas como "intolerantes". En Europa es especialmente notoria una tolerancia neoracista que acepta la diversidad cultural en el mundo mientras no haya inmigración ni una convivencia en el mismo territorio de grupos humanos diferentes (tolerancia neoracista). Frente a estas diversas "ideologías" de la tolerancia se podría hablar de una tolerancia crítica que mediante la fuerza de la razón sentiente busca el diálogo y la crítica correctora, pero también busca determinar dónde termina el "respeto a la diferencia" y dónde comienza la indiferencia y la irresponsabilidad por la situación del otro.1

La tolerancia crítica nos fuerza precisamente a ir reprobando todo tipo de prácticas no universalizables. Es preguntándonos qué actuaciones pueden ser ejecutadas por cualquiera sin dañar a otros que el universalismo y la tolerancia dejan de ser etnocéntricos. El universalismo al que nos aboca los actos racionales no es la universalidad de unos determinados contenidos o cultura, sino una universalidad que nos lleva a plantear hasta qué punto mis actuaciones, incluso aquellas consideradas más sagradas, son dañinas para otros, aunque estos otros formen parte de culturas ajenas. Ya se ve entonces que la tolerancia activa y solidaria es enormemente incómoda y arriesgada. Nos exige combatir la pereza intelectual, pensar sobre muchas cosas, derechos, conflictos que no están claros en absoluto. Nos exige una especial finura política para respetar las diferencias comunitarias de lengua, de cultura, de religión y al mismo tiempo el derecho de los individuos a no quedar encerrados en sus diferencias culturales. Sobretodo nos obliga a comprometernos con los demás. Este "comprometerse" no es un meterse donde no nos llaman, pues de hecho, aún sin querer, ya somos todos unos "entrometidos", sino un hacerse cargo de nuestro entremetimiento.

Es a este tipo de tolerancia a la que estamos obligados todos los seres humanos y, por supuesto, también los cristianos. Sin embargo, a veces se sigue percibiendo que subsiste una especie de conflicto inherente entre tolerancia y cristianismo. A mi modo de ver, el conflicto inextricable es el que se da tanto entre el cristianismo y el fanatismo como entre el cristianismo y las diferentes ideologías de la tolerancia mencionadas anteriormente. Excluyendo el fundamentalismo y el fanatismo, de hecho nos encontramos hoy con una serie de esquemas mentales, que suelen acompañar determinadas actuaciones cristianas, en los que subsiste de algún modo un cierto conflicto entre la exigencia racional y ética de una tolerancia crítica y la fe cristiana en que Jesucristo es la verdad definitiva. Estos esquemas son los que podríamos designar como universalismo religioso indiferenciado, universalismo religioso ético, universalismo religioso inclusivo y universalismo religioso exclusivo.

Frente al exclusivismo, al fanatismo y la intolerancia de que ha hecho gala los cristianos tanto apoyando régimenes antidemocráticos, como defendiendo patriarcalismos obsoletos o inspirando fundamentalismos políticos hoy hay una tendencia espontánea hacia una equiparación simple y directa de todas las religiones. Este universalismo religioso indiferenciado, en el que todas las religiones son caminos que conducen a Dios, goza de grandes simpatías entre nosotros, pues en la sensibilidad actual estamos ya totalmente escarmentados de dogmatismos y etnocentrismos. Por otra parte, aparece el influjo de las religiones de Oriente, con su no valoración de la historia y su insistencia en la idéntica presencia vertical del Absoluto en cualquier momento del tiempo: las distintas religiones, situadas en puntos distintos del eterno círculo de la apariencia, mantienen la misma distancia respecto del centro común que las suscita.

Frente a la posición fundamentalista este esquema subraya muy bien como todas las religiones participan a su modo de la verdad, pero la posición de este universalismo religioso indiferenciado es también muy insatisfactorio al no darnos criterios de discriminación entre las diferentes experiencias religativas al poder de lo real. Haciendo un esfuerzo, uno podría decir que en todas las religiones hay que distinguir entre sus verdades fundamentales y las prácticas de los creyentes, pero por más esfuerzos comprensivos que hagamos encontramos contradicciones insuperables. ¿Por qué tendríamos que negarlas? ¿Por qué negar las diferencias? Así, por ejemplo, entre exigir sacrificios humanos o pedir el amor incluso a los enemigos, así como entre ver a Dios como creador libre del mundo o verlo, en sus diversas formas, sometido al hado, no cabe hablar de meras variantes, so pena de destruir la validez de toda experiencia humana y de hacer imposible todo discurso sensato sobre ella. Ese esquema parece sintonizar muy bien con la tolerancia indiferente.

Una alternativa a este universalismo religioso indiferenciado, sería una especie de universalismo religioso ético: podría intentarse ver como todas las religiones convergen en una regla de oro, en la compasión, en la sensibilidad por el sufrimiento, en la liberación de la miseria y de la opresión. El problema es que en esta posición lo más específico del cristianismo, la fe en el Dios Crucificado, parece que se convierta en un aditamiento de algún modo accidental. Es más, desde una perspectiva filosófica este universalismo ético parece perfectamente alcanzable sin la fe, ¿que añade entonces el cristianismo y por qué no considerarlo en cierto modo superfluo? Moralmente este cristianismo es irreprochable y, sin duda, por su sensibilidad jacia el sufrimiento y por la acentuación de la compasión como valor supremo, suele constituir uno de los mejores ejercicios de la tolerancia crítica. Pero, ¿es esto lo más propio del cristianismo? En aras de la tolerancia crítica y de las importantes exigencias éticas ¿no se sacrifica lo más específico del cristianismo?

Otro esquema muy frecuente es el que podríamos llamar universalismo religioso inclusivo. Es el que creo que está detrás de la manera de pensar Zubiri la relación entre el cristianismo y las demás religiones. En ese esquema se reconoce que todas las religiones tienen verdad y son caminos reales de salvación. Pero, al concebir a las demás religiones en referencia centrípeta hacia la propia religión, considerada como la plena y definitiva, se tiende a verlas «incluidas» en el propio cristianismo, con la consecuencia casi inevitable de querer asimilarlas. El cristianismo aparece así como una culminación o maduración de la experiencia religiosa de la humanidad, y las religiones estarían tanto más cercanas cuanto más elementos compartieran del mismo: monoteísmo, Dios personal etc. Pero, podría ser, por ejemplo, que determinadas religiones politeístas o determinadas experiencias ateas estuvieran más cerca de la fe cristiana que determinados monoteísmos o, incluso, que determinadas "religiones" cristianas. La fe cristiana no tiene porque casarse necesariamente con una determinada costumbre, cosmovisión o religiosidad. En este esquema fácilmente nos acercamos a una especie de tolerancia paternalista en la que se acepta tanto más benévolamente el error cuanto más cercana sea la cultura.

Otra manera de pensar la relación entre el cristianismo y las diferentes religiones y plasmaciones religativas del poder de lo real sería a través de lo que podríamos llamar un universalismo religioso exclusivo. Siempre estamos embarcados, no optar es ya optar, y nos vemos forzados a arriesgarnos y vivir desde nuestra finitud de un modo determinado apostando por una determinada forma de vida. Todas las experiencias religativas serían concretas, históricas y exclusivas. Toda religión tendría una pretensión de universalidad. Del mismo modo que cuando nos enamoramos de alguien, corremos el riesgo de equivocarnos. Ese mismo riesgo impide la intolerancia y el fanatismo y nos lleva a respetar y de algún modo solidarizarnos con los que han apostado por otras experiencias. En este esquema no se niega lo específico del cristianismo ni la exigencia racional de una tolerancia crítica. Con toda la verdad de ese esquema, uno de sus peligros es que la fe cristiana sea pensada como un todo que incluye una determinada ética, cosmogonía, antropología, cultura, que se opone a otros paquetes en el que van otras fes, éticas, metafísicas y culturas.

Frente a estos esquemas creo que se podría hablar de un universalismo trascendental de la fe cristiana. En esta perspectiva, la fe cristiana no puede empaquetarse en ningún sitio, ni identificarse con ninguna cultura, ética, religión o metafísica. Ni tan siquiera con lo que habitualmente llamamos "religión cristiana". La fe cristiana está más o menos presente en toda experiencia histórica de la humanidad, es trascendente "en" ella. En ese esquema la salida para el cristiano de la aporía que plantea el creer en que en El Dios Crucificado se revela la verdad definitiva y el creer que nadie, ni el cristiano más pretendidamente ejemplar, posee la verdad, vendría por una especie de lógica de la gratuidad. De hecho, toda experiencia religiosa tiende, por dinamismo propio, a ser compartida. Y lo que quiere compartir el cristiano, con todas las cautelas y la humildad que se quiera, es el gozo de la fe: «Dad gratis lo que gratis habéis recibido» (Mt 10,8). Esta lógica de la gratuidad nos lleva no a sustituir otra religión con la cristiana, sino a liberar a toda religión de su fardo de camello. El mismo tema de la inculturación, que supuso un indudable y enorme avance en muchos aspectos, suele partir de este supuesto: en última instancia, respetar la cultura, pero sustituir la religión. Sin embargo, si de verdad se acepta que la especificidad del cristianismo no pasa por unos ritos o una ética determinada, ni por un ideal de justicia, ni tan siquiera por amar a los enemigos, sino por una relación gratuita con Dios, no tiene demasiado sentido sustituir una religión determinada por otra. Toda religión y toda cultura puede encajar de algún modo, en sus odres de barro, la experiencia cristiana de la gratuidad. De hecho, esta experiencia ya está incoada en todos los seres humanos.

La gratuidad, si es verdadera gratuidad, está precisamente reñida con el fanatismo y la intolerancia, pero también con las ideologías de la tolerancia. Se trata de una especie de confesión humilde, alegre, solidaria y sobretodo tierna, de quien cree haber descubierto algo que Dios quiere revelar y entregar a todos. Ya se ve que esto no puede hacerse por vía de imposición, sino como oferta, y aún ésta, como oferta gratuita sin presiones. No se trata siquiera de regalar algo propio, sino de compartir un regalo que es para todos y que, trascendiendo todas las culturas y religiones, no es absolutamente extraño a ninguna de ellas. Como regalo, no nos es lícito tener otro interés que el de favorecer a su posible destinatario, cosa que sucederá si y sólo si él lo percibe efectivamente como regalo, como algo gratuito, y no como imposición. Esta lógica de la gratuidad supone, por un lado, una clara y confiada afirmación de la propia identidad, sin desdibujamientos y, por otro, la humildad de quien no remite a sí mismo, de quien ni siquiera insiste demasiado en el modo concreto de comprender la verdad descubierta, pues es consciente de que esa gratuidad podría estar expresándose a veces mejor en otras plasmaciones religativas y biografías humanas que en la suya propia.

Quien a través de Jesús ha descubierto que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), presenta, a un Dios que, en su amor, se vuelca en todos y en todas, sin discriminación de ningún tipo (ni siquiera de los malos e injustos: Mt 5,45); que perdona sin condiciones y sin imponer penas (puesto que, en vez de castigar, abraza, agasaja y hace fiesta: Lc 15,22-24); que es incapaz de juzgar y condenar (pues sólo aparece como salvando y dando la vida: Rm 8,31-34); que ama y perdona incluso «cuando nuestro corazón nos condena, pues él es mayor que nuestro corazón» (1 Jn 3,20). Y sobretodo, un Dios que no responde a la pregunta por el justo o el inocente que sufre. O, si se quiere, un Dios que sólo responde sufriendo, solidarizándose gratuitamente hasta la muerte con el dolor humano acabando con un grito. Un Dios que toca al leproso. También en el budismo hay una gran compasión frente al sufrimiento, pero en el budismo uno aprende a hacerse invulnerable e inmune al sufrimiento, a alzarse por encima del sufrimiento, mientras que en el cristianismo uno aprende a hacerse débil y vulnerable. La tolerancia crítica no sólo no está reñida con la trascendencia universal de la fe cristiana, con esta cada vez más extraña lógica de la gratuidad para las coordenadas del sistema mundial capitalista, sino que desde este esquema tanto la tolerancia crítica como el cristianismo son enriquecidos y potenciados en aquello que tienen de más propio.
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1 J. Corominas, "Tolerancia y oscurantismo en la sociedad mundial". ECA.