Vivencia espiritual popular

Tullo Goffi


Nuestra época muestra una acentuada capacidad introspectiva, de modo que en toda propuesta cultural, mientras que se consigue captar sus límites, siempre se sabe percibir al mismo tiempo un alma de bondad. Esta disponibilidad de acogida universal pero crítica se ha visto favorecida tanto por la posibilidad de acercar unas culturas y civilizaciones diversas entre sí como por el sentido democrático tan profundo que existe en la actualidad. Por eso mismo se estudian hoy con interés las mismas culturas que ayer se marginaban; se reconocen sus posibles valores, aunque parciales; se da importancia a lo distinto respecto a lo que ayer se consideraba como absoluto. En este contexto ha aparecido completamente natural la valoración de la cultura popular, que se marginaba anteriormente por considerársela subalterna.

La espiritualidad actual no sólo ha acogido esta cultura popular con espíritu moderno, sino que además ha reconocido en ella un sentido espiritual según una visión eclesial bastante apropiada. Ayer se partía del presupuesto de una iglesia soberanamente independiente. Se acogían únicamente las perspectivas que sabían reflejar de modo adecuado esta eclesialidad soberana. Eran admitidas las escuelas, las asociaciones, los movimientos culturales y espirituales en los que estuviera impreso el cuño de la autonomía de la iglesia y en donde resaltase con claridad la contraposición a cualquier otra institución cultural no cristiana. No era eclesialmente aceptable una espiritualidad popular, precisamente porque ésta se presentaba como una experiencia un tanto autónoma dentro de la iglesia y por ello era calificada como una vivencia no bien armonizada con la doctrina del magisterio.

La espiritualidad cristiana actual parte del presupuesto de que la iglesia es pueblo de Dios, de que es fermento pascual evangélico en relación con toda cultura y toda civilización existente. Al lado de una espiritualidad eclesial propuesta oficiosamente por el magisterio sobre la base de una cultura aristocrática, se admite la posibilidad de ulteriores aculturaciones del evangelio en otras culturas, marginadas quizás socialmente como las populares. La espiritualidad cristiana actual sólo pide que estas experiencias espirituales populares se expresen en sentido eclesial, es decir, a modo de pueblo de Dios que se encamina hacia el reino del Señor en la participación en el misterio pascual.

Alcance de la espiritualidad popular

La gente creyente adquiere una ventaja fundamental gracias a la praxis de una espiritualidad popular propia. Adquiere allí conciencia de que está comprometida en una vida llena de sentido transcendente; de que posee la solución segura sobre los problemas esenciales que se plantean en el presente debido a los cambios tan rápidos que padecemos.

A través de la propia práctica espiritual la gente constata cómo de hecho es estimada y tratada en la iglesia. Ayer, cuando se juzgaba la espiritualidad popular como un fruto de la fe poco iluminada, el pueblo cristiano sabía que era tratado como masa ignorante por la jerarquía sagrada. Hoy, cuando se presta atención eclesialmente a la espiritualidad popular, los fieles se sienten apreciados como el pueblo de Dios peregrinante en la historia de la salvación (LG 9).

En países de misión la práctica espiritual popular ofrece indicaciones para interpretar la vivencia espiritual indígena, que existía ya antes de que tuviera lugar la conversión al cristianismo. A veces esa práctica es estudiada y favorecida, no tanto ni solamente para captar en ella una espiritualidad antigua autóctona, sino para superar una conducta cristiana existente que se había impuesto según un contexto colonial.

La espiritualidad popular no pocas veces es expresión de la independencia moral que una comunidad sabe vivir incluso frente a un acontecimiento político estatal. Es considerada como un modelo cultural que se ha determinado y estructurado a la manera de una supervivencia autónoma de clases o culturas subalternas; como autonomía espiritual contestataria frente a la imposición de grupos dominantes. Atestigua el poder de lo marginal o la fuerza del fragmento que va minando el poder.

La espiritualidad popular se aprecia además mejor en la actualidad porque sabe indicar en concreto cómo hay que leer hoy la historia. La narración histórica no se reduce ya a celebrar los grandes acontecimientos, sino que presta atención a lo cotidiano de la masa; narra el comportamiento del pueblo menudo; estudia una época atendiendo la vida común popular que descuidaban los historiadores de antaño. En particular, la historia de la espiritualidad se estudia, no ya limitándose a las experiencias de los místicos o a los escritos de los autores espirituales, sino sobre todo y primordialmente como vivencia de la comunidad creyente.

Espiritualidad popular estudiada para demostrar que es una reflexión espiritual legítima que se sostiene por sí misma y que quizás en el pasado pudo haberse depreciado en su alcance normativo. Sólo se intentó autorizarla en la medida en que armonizaba con las categorías de la espiritualidad oficial (como por ejemplo, dentro de la jerarquía tradicioñal de las virtudes). Entre tanto la espiritualidad popular podía presentarse como un vivir virtuoso especificado por lo «diverso»; de modo excepcional también como una alternativa a la ascesis eclesial oficial, pero siempre dentro de la función única de colaborar en el ofrecimiento de un sensus plenior al evangelio vivido.

La espiritualidad eclesial oficial no agota ella sola toda la experiencia de fe de la cristiandad. Dada la riqueza espiritual del evangelio, es necesaria una práctica virtuosa pluralista de estilo polifónico. Si hubiera faltado el estímulo de una autonomía espiritual popular, la conducta de la comunidad eclesial se habría esclerotizado y se habría mostrado menos disponible a la multiplicidad de los carismas. La espiritualidad popular es una gloria preciosa de los creyentes, que han disfrutado en sentido evangélico del propio contexto cultural por muy humilde que fuese y del propio estado kenótico de marginación eclesial.

La espiritualidad popular se manifiesta en formas históricas múltiples y en continua variación. No es posible destacar en ella características comunes de manera estable. Se trata de una experiencia situada en el devenir histórico; es una historia pluriforme y en perenne mutación. Sin embargo, puede ser útil intentar descifrar algunas cualidades, que se pueden verificar con mayor frecuencia en su vivencia. Es un intento que, a pesar de sus necesarias limitaciones, puede sin duda ayudarnos a comprender mejor la multiforme realidad espiritual popular.

 

Característica primaria de la espiritualidad popular

La espiritualidad popular se cualifica como la vivencia cristiana comunitaria, como la experiencia virtuosa de la comunidad eclesial, como la conducta cotidiana del conjunto de los creyentes. Es verdad que también la espiritualidad oficial está caracterizada por la exigencia ascético-mística de los creyentes; pero semejante experiencia se propone sobre todo como una encarnación o testimonio de una doctrina ya sistematizada y autentificada en la comunidad eclesial. Por el contrario, una espiritualidad popular se constituye sólo en cuanto que es vivida; se formula únicamente como praxis. No es más que la conducta diaria de las personas creyentes, que viven sus propios comportamientos a modo de símbolo sacramental, con la intención de encarnar en ellos los valores transcendentes en los que cree, con el deseo de actuar en unión personal con el buen Dios. La gente habla de su propia fe no en un sentido doctrinal, sino sobre cómo la vive y sobre la utilidad que saca de ella 1.

1. El hecho de que la espiritualidad popular se caracterice por su realismo concreto nos explica cómo entre la gente creyente pueden coexistir a la par actitudes a veces contradictorias. Las encuestas sociológicas destacan que es más extensa la fe en Dios que la creencia en el más allá, ya que el pueblo fiel percibe un interés práctico más vivo en Dios, mientras que el más allá es más insignificante sobre el presente.

Es verdad que en la misma espiritualidad popular existen principios, afirmaciones doctrinales, eslogans, proverbios y cosas por el estilo. Pero todo esto sólo sirve para valorar la experiencia, para transmitirla a las generaciones sucesivas, para facilitar su actuación, para consolidarla, para hacerla inteligible y promoverla como ejemplar. Estos proverbios o sentencias, precisamente por estar al servicio de la experiencia, difícilmente se prestan a ser sistematizados en un contexto lógico. Exigen ser acogidos sólo en cuanto que son experimentados como llenos de sabiduría; se trata de consejos que exigen docilidad, no obediencia. Los proverbios espirituales decaen y pierden toda su influencia si no resultan útiles en la práctica. Siguen estando en completa dependencia de la propia experiencia personal.

La misma fe tiene un sentido espiritual popular sólo si puede ser narrada como una fuerza benéfica que afecta a la propia existencia concreta. Presentar un exvoto a un santuario adquiere la categoría de testimonio de la propia fe, ya que recuerda que se ha tenido una aventura dentro de la historia salvífica. Se cree en lo divino, porque se le constata operando en el interior de la propia vida. La gente cree en Dios, no porque haya formulado una doctrina religiosa propia, sino porque lo ha percibido actuando en los propios hechos cotidianos. Por eso puede resultar desastroso reírse de las personas por su temeraria credulidad.

La gente, cuando participa de la celebración de un misterio salvífico, no se limita a conmemorarlo en el culto ni lo reduce a un puro recuerdo espiritual. Exige que empape y transforme las mismas relaciones sociales. La pascua no es auténtica si no se la celebra con comida abundante, típica de aquella ocasión (huevos bendecidos, cordero, pastel especial) y si no se ponen ramos de olivo en los campos sembrados de trigo 2.

Los valores evangélicos, por el hecho de ser considerados por los creyentes dentro de su propia vivencia cotidiana, son concebidos por ellos como un modo de vida espiritual ordinaria y no como expresivos de una opción libre de perfección. He aquí por qué la pobre gente creyente lleva a menudo una existencia heroica evangélica sin ninguna pose especial. Es santa, pero se porta como necesitada de la misericordia de Dios; es generosa y sacrificada, pero se siente mortificada por su propia negligencia. El que atiende a lo cotidiano siempre se advierte demasiado lejos de la indicación del evangelio.

Captar los valores espirituales en la vivencia cotidiana significa que el pueblo cristiano juzga no tanto a partir de una ciencia adquirida de ascesis, sino debido a una maduración espiritual. Santo Tomás diría que la gente procede no a través de juicios de ciencia, sino de sabiduría; no a través de deducciones de los principios ascéticos, sino «por una especie de connaturalidad e inclinación» 3.

  1. Cf. M. Placucci, Usi e pregiudizi dei contadini delta Romagna, en P. Toschi (ed.), Romagna tradi:ionale, Bologna 1963, 124; A. Tuschini-G. L. Masetti Zannini, La religione e la religiositá popolare, en Storia di Rimini, vol. V, Rimini 1978, 61 ss.

  2. Santo tomas, Summa Th. II-II, 45, 2.

 

Es preciso favorecer y perfeccionar este discernimiento espiritual que existe entre los fieles. Tienen que saber permanecer, no sólo dentro de la obediencia eclesial, sino también en unión inmediata con el Espíritu; saber fijarse en los acontecimientos meditándolos a la luz del evangelio (Lc 2, 19). Y entonces se crea una comunidad de creyentes que necesariamente realiza lo mejor (1 Jn 4, 17).

La espiritualidad popular, aunque orienta a vivir en contacto con el Espíritu, nos hace conscientes de que la luz del Espíritu no cae nunca bajo una segura posesión personal. Dios, que mora a nuestro lado (ls 45, 19; Jn 1, 26) nunca se deja capturar por las manos del hombre (Ex 20, 4; Hech 17, 24). La espiritualidad popular nos ofrece el gozo de convivir con el Señor, pero al mismo tiempo la tristeza de no estar enteramente junto a él.


La formación de la vivencia espiritual popular

El pueblo creyente es creador de espiritualidad, dado que permanece a la escucha del Espíritu en la precomprensión del propio contexto socio-cultural. Si no se atiende a esta manera de formarse una espiritualidad determinada, es posible que se emitan juicios poco apropiados. Por ejemplo, es posible afirmar que la gente de ayer era más cristianamente espiritual, ya que miraba los acontecimientos cotidianos con la mentalidad propia del pasado.

La sociedad agrícola-artesanal de ayer, preocupada por asegurarse la subsistencia material, se sentía dependiente de la ayuda divina para asegurarse el éxito en su propio trabajo. La población se dirigía al Dios soberano, intentando doblegarlo a sus propias necesidades económicas a través de novenas, procesiones por los campos, peregrinaciones, repicar de campanas para espantar la tempestad o suplicar la lluvia. Mientras que la espiritualidad popular actual refleja el contexto profano secular de la sociedad técnico-industrial, exige el respeto de la laicidad socio-política, exalta la madurez que han adquirido los creyentes, busca la promoción humana como valor salvífico.

Si en el contexto de ayer se imaginaba que cada uno de los acontecimientos públicos iban avalados uno a uno por una intervención de Dios (non cade foglia che Dio non voglia: «no cae una hoja sin que Dios lo quiera»), hoy se responsabiliza a la comunidad organizada civil en todo lo que sucede socialmente. Si el campesino de ayer ejercitaba su fe en la providencia de Dios entre los tropiezos de su miseria, el obrero de hoy necesita de Dios para conquistar el sentido de la vida, para superar el sufrimiento de su incomunicabilidad, para no verse deshumanizado bajo la monotonía del gesto laboral, para vencer la pesadilla de caminar entre la gente de la ciudad como entre seres extraños.

¿De qué manera capta y traduce la gente las exigencias socio-culturales y eclesiales en su experiencia espiritual? No parte del presupuesto de una doctrina de perfección ideal, ni de reflexiones teóricas sobre su propio contexto social. El pueblo creyente empieza constatando que su existencia está impregnada de necesidades sin apagar, de deseos imposibles de realizar, de sufrimientos dolorosos de todo tipo, de desengaños repetidos. De toda esta vivencia el pueblo creyente deduce la necesidad de crearse una nueva vida, de concretar una experiencia distinta de la existente. De esta dolorosa vivencia cotidiana nace la propuesta del ideal espiritual, pero siempre y solamente como corrección inmediata de la propia vivencia diaria.

Sucede que cuando las relaciones entre los hombres se manifiestan gravadas de egoísmo, el sentido popular espiritual se ofrece como oblatividad altruista; cuando entre los hombres se constata la existencia de frecuentes divisiones y rencores, el criterio espiritual popular se pone en busca de una convivencia amablemente benévola y comprensiva. El Espíritu instruye también a través de la experiencia del pecado.

Puesto que la espiritualidad popular tiene su origen en una reflexión sobre la experiencia común y se propone como una vivencia cotidiana, no es oportuno presentarla dentro de las acostumbradas categorías de las virtudes. La presentación de la espiritualidad mediante las virtudes es un planteamiento típicamente teórico-sistemático. La espiritualidad popular, presentada dentro del esquema de las virtudes, se quedaría en parte sacrificada en su característica de vivencia experiencial. Es preferible recoger la espiritualidad popular dentro de algunas experiencias que la gente creyente suele vivir como opciones fundamentales o generales. A título de ejemplo podemos indicar algunas de estas posibles categorías opcionales.

Lo espiritual popular se ha caracterizado con claridad dentro de la categoría de la festividad. Para la gente la fiesta es situarse en un «mundo al revés», totalmente lleno de bondad y de alegre sonrisa; es vivir un día en el que se realizan como por arte de encantamiento los propios deseos (de entretenerse en un espacio-lugar nuevo, liberados de las fatigas cotidianas del trabajo, en un encuentro de amor fraternal oblativo, pudiendo usar en abundancia de los bienes económicos, entregándose a la jovialidad común del canto, de la danza y de la procesión).

La espiritualidad popular se muestra inclinada a imprimir un rostro nuevo sobre todo y sobre todos. Podríamos situarla dentro de la categoría de esperanza como proyecto para renovar el mundo, para recrear una comunidad de amor fraterno. Esta vida, como proyecto se concretaba ayer como una huida de la historia para anticipar el futuro escatológico, mientras que hoy se formula en la voluntad de encarnar la novedad salvífica en los días presentes. La espiritualidad popular no sólo es proyecto de novedad futura, sino también memoria como parábola. Narra una y mil veces las memorias de otros tiempos, ya que en el interior de los acontecimientos pasados se pueden captar las huellas de la salvación. Se vive el presente para que pueda convertirse en una narración parabólica para las generaciones futuras.

Las categorías espirituales que acabamos de indicar nos dicen que la espiritualidad popular es esencialmente una experiencia no sólo material, sino captada y vivida dentro de una perspectiva simbólica. Su sentido está por entero impregnado de la transcendencia del Espíritu del Señor y orientado íntimamente a percibir y a vivir en el presente todo lo que es propio de la vida caritativa de Cristo.


Lectura cristiana de la Biblia

La gente cristiana tiene un interés vital en comprender el sentido espiritual íntimo de su existencia. Con esta finalidad se sirve también de su propia reflexión sobre el evangelio.

El pueblo creyente no se interesa propiamente por la exégesis del texto sagrado ni intenta remontarse al sentido original de la experiencia revelada. Toma pie de la lectura de la palabra divina para comprender cuál es el sentido cristiano profundo de su propia vida, medita el evangelio para hacerse capaz de expresar el significado espiritual que encierra su experiencia de cada día.

La hermenéutica bíblica de los exegetas es un ejercicio de saber docto, mientras que la lectura popular del evangelio es una manera de vivir la propia existencia de un modo responsable. Para la gente del pueblo el evangelio es entendido rectamente sobre la base de lo que se es, no es debido a lo que se sabe. La Biblia no es un libro de ciencia, sino de vida.

Según la enseñanza evangélica (Jn 16, 13), la palabra de Dios se hace comprensible gracias al don del Espíritu. Dios nos hace hombres nuevos y resucitados en Cristo para que entremos en un coloquio íntimo con él. Por eso precisamente la lectura de la palabra se lleva a cabo eclesialmente dentro de un contexto litúrgico; se invoca la gracia de Dios para que nos haga hombres capaces de comprender debidamente su verdad y al mismo tiempo se le da gracias por cuanto nos ha concedido comprender.

También la espiritualidad popular considera que únicamente el Espíritu sabe instruir de forma auténtica sobre el sentido de la Palabra. Pero piensa que esa gracia de iluminación se difunde no exclusivamente en la asamblea litúrgica, sino con ocasión de una experiencia espiritual propia. Y puesto que la comprensión de la palabra evangélica se lleva a cabo a través de la propia experiencia espiritual, el pueblo de Dios no resucitado aún por entero en el Espíritu de Cristo— revela también fáciles parcialidades y posiciones obtusas en la comprensión de la revelación del texto sagrado.

Podemos recordar un ejemplo práctico. En los tiempos modernos vemos que en Africa y en América latina el topos del sufrimiento mesiánico se expresa en movimientos revolucionarios de liberación. Allí el mensaje evangélico se convierte en movimiento promocional eficiente. ¿Cómo es que entre las poblaciones cristianas europeas el mensaje bíblico en el pasado ha significado únicamente resignación indolente? ¿Por qué se ha traducido en una espera exclusivamente escatológica? ¿Por qué en el mundo latino el pueblo ha leído la Biblia no con responsabilidad adulta en Cristo, sino mostrándose perezoso y dependiente de la clase dominante? Por el contrario, en el ambiente latinoamericano se lee el evangelio según una visión social propia y autónoma, se medita la palabra de Dios según una cultura revolucionaria de forma que incluya en la redención la liberación socio-política del presente.

La lectura bíblica del pueblo de América latina es más genuinamente popular; se identifica más con la comprensión de una existencia concreta autónoma. Con esto no afirmamos que en la América latinase tenga una interpretación existencial del evangelio totalmente auténtica. Podría engendrarse allí una cierta instrumentalización del evangelio en sentido socio-político.

Sigue siendo espiritualmente preciosa la lectura del evangelio a la luz de toda la vivencia propia, incluso de la vivencia socio-política. Acostumbra a las personas a vivir con fe en cualquier situación, a adoptar una reflexión creyente ante los diversos momentos de la vida cotidiana, a mirar los acontecimientos con espíritu cristiano, a portarse en cualquier circunstancia en unión con Dios. Se crea una atmósfera religiosa que va renovando lentamente la mentalidad del individuo, que cristianiza sus sentimientos, que predispone a dejarse convertir por el Espíritu de Cristo. «La religiosidad popular no solamente es objeto de evangelización sino que, en cuanto contiene encarnada la palabra de Dios, es una forma activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo» 4.

Los obispos argentinos han invitado a los teólogos a aculturar el evangelio en la cultura propia del pueblo: «Asumir la cultura de nuestro pueblo y sus descubrimientos para difundir y explicar el mensaje de Cristo, para penetrarlo y comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida multiforme de la comunidad de los fieles» 5. Todo esto no llega a ser todavía una acogida y una valoración de la espiritualidad popular, sino solamente hacer una doctrina teológica espiritual aprovechando también las experiencias espirituales de la gente. El pueblo creyente procede en el plano espiritual de una manera totalmente distinta. No siente la preocupación de aculturar teóricamente el evangelio, sino de vivirlo dentro de su vivencia de cada día, de experimentarlo dentro de una experiencia suya. El pueblo se inclina a entender la Biblia «como biografía mística» de su propia pasión 6.

  1. Documento de Puebla, 450, ed. BAC, Madrid 1982, 505.

  2. Seladoc. Religiosidad popular, Salamanca 1976.

  3. J. B. Metz, La fe en la historia ten la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, 156.

 

La interpretación popular del evangelio queda ciertamente delimitada por la vida espiritualmente tan pobre que el pueblo puede llevar. Sin embargo, evita ordinariamente ser sólo una lectura piadosa, totalmente en armonía con la propia conducta (Mt 23, 3). Sabe ser un evangelio proclamado dentro de sus efímeras vicisitudes terrenas. ¿Acaso no es éste el sentido social espiritual de una historia salvífica?


El amor popular en Jesucristo

La gente ama a Jesucristo como su Señor. No se preocupa de hacer una reconstrucción histórica de su vida. Lo introduce en sus propios afectos íntimos, le presenta sus secretas preocupaciones, se confía a él en los momentos difíciles. Aunque alguien consiguiera demostrar que Jesús no es la verdad, abandonaría la verdad para estar con él. Hasta tal punto ama la gente a su Señor.

La espiritualidad popular va inventando continuamente un Jesús nuevo, que se aparta del que nos cuenta el evangelio. Tiene necesidad de sentirlo como compañero, amigo, hermano. No intenta convertirse a un Jesús recogido en una espiritualidad transcendente, sino sentirlo dentro de su propia existencia. Por eso inventa hechos sobre Jesús, cuenta leyendas, repite sus parábolas no referidas en el evangelio. Sin que tenga conciencia de ello, la espiritualidad popular escribe su propio evangelio; habla de Jesús del mismo modo que se narra una leyenda.

La invención creativa sobre la vida de Jesús manifiesta en el pueblo la fe en la ejemplaridad omnicomprensiva del Señor. Se presenta a Cristo como aquel que da valor y hace digna de encomio cualquier conducta que se cree prácticamente necesaria y oportuna. Así por ejemplo, en el folklore popular italiano meridional de ayer Cristo personificaba al redentor empeñado en la lucha por la supervivencia de la gente pobre. Se le describía metido en el mundo para mostrar que son sacrosantas algunas actitudes populares que la ley juzga como delitos (hurto por parte del pobre, embriaguez, contrabando). Es un Jesús que invita a adoptar la astucia necesaria para poder sobrevivir, tal como lo describió maravillosamente Fiodor Dostoievski viviendo entre el pobre pueblo ruso.

En los momentos de lucha social la espiritualidad popular ha legitimado y santificado el esfuerzo por establecer un nuevo orden público, presentando a un Cristo trabajador socialista. Lo mismo que la iglesia asumió a Cristo como fundamento de la institución eclesiástica, también la gente lo propone para legitimar una contestación social.

De manera especial la población cristiana ha vivido la pasión y la muerte de Jesús en el interior de sus propios sufrimientos. Mientras que la pastoral tradicional invitaba a uniformarnos en los momentos de sufrimientos con las intenciones que tuvo Cristo doliente, la espiritualidad popular por el contrario suele partir de nuestro sufrimiento para comprender el de Cristo. La gente pobre descubre y contempla en el Crucificado los sufrimientos de su vida social y su doloroso destino.

Los black spirituals de los negros, deportados en los estados meridionales de USA, recuerdan que sus esclavos estaban con él durante su agonía. En su pasión Jesús se limitó a identificarse con los esclavos y tomó sobre sí su tormento. La conmiseración con Cristo se traduce en la asunción de los sufrimientos personales ep un nuevoplano, en donde se viven como un aspecto de la propia pascua mesiánica, de la propia vivencia redentora.

Cuando se representaban los dramas populares de la pasión del Señor, la gente vivía en ellos su drama de pasión a través de la figura del Cristo doliente. «¿Pero es de verdad el drama del Hijo de Dios hecho hombre, que revive el viernes santo en las aldeas de Sicilia? ¿No será quizás el drama del hombre, simplemente hombre, traicionado por su vecino, asesinado por la ley? O en definitiva, ¿no será ni siquiera eso, sino solamente el drama de una madre, el drama de la Dolorosa? No cabe duda de que en estas representaciones se siente que más que el mismo Cristo es la figura de la Virgen dolorosa la que impresiona y conmueve... El verdadero drama es el suyo: terreno, carnal. Por consiguiente, no el drama del divino sacrificio y de la humana redención, sino el del mal que hay que vivir, del oscuro pavor visceral frente a la muerte, del luto cerrado y perenne de los que viven» 7.

La espiritualidad popular ha introducido en la pasión-muerte de Cristo no solamente la historia dolorosa de cada una de las personas creyentes, sino también la agonía de determinados pueblos o naciones pisoteados por el dominio extranjero o aplastados por la miseria general. Por ejemplo, Antoni Rzasa, polaco, «creó sus obras en las que apela al Gólgota de Cristo bajo la influencia de las vicisitudes del pueblo polaco, pero al mismo tiempo captó las vicisitudes de todo pueblo oprimido que aspira y lucha por la libertad» 8. Del mismo modo es un hecho que los individuos y los pueblos, a través de su propia identificación con el sufrimiento de Jesús, se han sentido espiritualmente superiores y más nobles que sus mismos dominadores

  1. L. Sciascia, La corda pa_za, Einaudi, Torino 1970, 202.

  2. L. Smolén, 11 volto polacco di Cristo oggi, AVE, Roma 1979, 56.

 

Espiritualidad religiosa

El pueblo fiel ha practicado la liturgia y los sacramentos no como «el lugar donde los hombres se "sienten", sino donde se "hacen" —real, profunda, ontológicamente— familia de Dios» 9. Practicar los sacramentos significa para el pueblo aceptar a Dios en su misma existencia, demostrar a través de un simbolismo cómo atestiguar su cualidad de personas religiosas, indicar que se está de hecho dentro de una salvación concreta, hacer ver que orientándonos hacia la salvación nos situamos ya desde ahora en un ámbito experiencia] divino, señalar cómo se puede participar con los demás y entre ellos de la convivencia con el Señor y cómo hay que dar preferencia a la contestación profética por encima de la monotonía de la vida ferial de cada día.

9.Documento de Puebla, 240. ed. BAC. Madrid 1982, 466-467.

La liturgia no siempre ha apagado adecuadamente la sed de experiencia religiosa del pueblo creyente. Se ha mostrado (sobre todo cuando se presentaba en lengua latina) inadaptada para satisfacer íntegramente la religiosidad de la gente devota. Por eso la población cristiana ha suplido estas deficiencias suscitando devociones, prácticas ascéticas y momentos festivos en estrecha dependencia con el propio pathos o cultura vivida. Se trata de un fervor devocional popular que se ha demostrado bastante estable, incluso cuando se ha difundido un espíritu laico secularizado.

¿La abundancia de prácticas religiosas es señal de que el pueblo vive una espiritualidad menos ilustrada? ¿un signo de que no está aún adulto eclesialmente en Cristo? Así lo ha afirmado Karl Barth: «El cristianismo no es una religión, sino la condena de todas las religiones» 10. Sin embargo, entre la gente cristiana sucede lo contrario. La intensa religiosidad expresada materialmente acentúa la vida de fe. Para ella, por ejemplo, dirigirse a un santuario, postrarse en el lugar sagrado, tocar la urna del santo o un objeto sagrado, aplicar una reliquia sobre la parte enferma, beber el agua «milagrosa», hacer una ofrenda, dejar en el templo un recuerdo como señal de la propia presencia física después de la partida, significa algo así como ponerse en contacto inmediato con lo divino, tener la percepción de estar unidos al más allá, gozar de la revelación de la presencia de Dios, tener un íntimo encuentro vivo con el espíritu del santo. La espiritualidad religiosa popular está totalmente encarnada; se vive en la dimensión corpórea. Se manifiesta en palabras, en gestos, en simbolismos sensibles; se atestigua a través de la mirada, del tacto, del beso, del sollozo, del canto o de la posesión de la reliquia 11.

  1. K. Barth, Dogmatik 1, Zürich 1945, 304.

  2. Cf. P. Riché, Pratiques et croyances religieuses populaires pendant le Haut Moyen Age, en B. Plongeron-R. Pannet (eds.), Le christianisme populaire, Le Centurion, Paris 1976,97-99.

 

Teológicamente la espiritualidad religiosa, vivida corporalmente, es expresiva del misterio cristiano de la encarnación. Sin embargo, una espiritualidad cristiana auténtica no puede limitarse al misterio de la encarnación, sino que ha de integrarse en el misterio pascual, es decir, está llamada a pneumatizarse cada vez más. Por eso mismo la espiritualidad religiosa popular tiene que ser interpretada de un modo dialéctico: un bien que ha de purificarse continuamente de sus deficiencias.

En caso contrario, podrían crearse desagradables disonancias en esa piedad popular. Así por ejemplo, la tendencia a tener contacto fisico con las cosas sagradas ha facilitado en los fieles el deseo ambicioso de vivir experimentando fenómenos suprasensoriales o paranormales. Una fe que se vive de forma autosugestiva, capaz de poner en movimiento mecanismos psicofisiológicos, no controlados aún debidamente por la ciencia.

Igualmente, la difusión de ciertas prácticas populares de piedad (como la visita al Santísimo, la comunión espiritual, los meses devocionales, la práctica de los primeros viernes y de los primeros sábados, las novenas, los triduos y obras por el estilo) juntamente elogiadas por su eficacia en la animación y potenciación de la misma oración litúrgica 12 ha favorecido de hecho la instauración en la comunidad eclesial de un dualismo cultual. La piedad popular y la piedad litúrgica han convivido como dos realidades un tanto extrañas entre sí. Era un hecho que A. Rosmini definía como «la primera llaga de la iglesia» 13.

12.Pío XII, Enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 585.
13.A.
Rosmini, Le cinque piaghe della chiesa, Morcelliana, Brescia 1979, 55.

Una pastoral para las devociones populares

Como afirmaba el concilio Vaticano II, es conveniente que las devociones populares sintonicen con el espíritu y con la temática de los tiempos fuertes del año litúrgico; que se armonicen con el misterio de Cristo tal como es celebrado en la iglesia. «Los ejercicios piadosos del pueblo cristiano han de estar en armonía con la sagrada liturgia» (SC 13). Así por ejemplo, si en el mes de mayo en la liturgia se meditan los Hechos de los apóstoles con un trasfondo eclesial -como leccionario del tiempo pascual se intentará celebrar la devoción a María viendo en ella una figura y un modelo de la iglesia (LG 63), en vez de venerarla meditando en sus privilegios. El Viacrucis podría convertirse en una animación bastante eficaz del espíritu litúrgico popular en el tiempo cuaresmal.

Las devociones populares, además de servir para animar a la liturgia, tienen que demostrar también que saben acoger ciertas exigencias propias de la oración eclesial. Se trata de aspectos que no estropean la animación popular de la piedad, sino que la enriquecen en sentido evangélico. En particular, se podría acostumbrar a los fieles a introducir momentos de escucha de la palabra de Dios en sus prácticas de piedad, como se suele hacer ya en las comunidades de base 14. Así, con ocasión de novenas, triduos, procesiones o bendiciones de cosas y de lugares, habría que procurar presentar allí algunos pasajes bíblicos apropiados.

14.Cf. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 48.

También la liturgia debería dejarse integrar habitualmente por funciones paralitúrgicas sacadas de las prácticas devocionales populares. Por ejemplo, el viacrucis en la adoración de la cruz el viernes santo, la consagración de la luz en la bendición del fuego en la vigilia pascual, la alegría folklórica de los niños en la procesión de las palmas. Algo parecido habría que decir de los funerales o de la celebración del matrimonio. De este modo la liturgia quedaría regulada y controlada por la jerarquía eclesiástica y al mismo tiempo se presentaría empapada por completo de la creatividad de la espiritualidad popular. Se convertiría de hecho en la verdadera cima y en la fuente de espiritualidad religiosa para el pueblo de Dios (SC 10). Por otra parte era esto lo que sucee..» a en otros tiempos con las festividades populares: las funciones litúrgicas encontraban un complemento natural en las diversiones folklóricas espirituales que se desarrollaban en las plazas.

La espiritualidad religiosa exige una repercusión en toda la existencia personal y social. Existe una especie de predisposición en la conducta de los fieles para secundar esta iniciativa pastoral. Con ocasión de su propia vida devocional la gente percibe la necesidad de atestiguar una experiencia evangélica en todas sus relaciones sociales; siente la necesidad de instaurar un mundo nuevo («situado al revés»). Así por ejemplo, durante las solemnidades religiosas procura demostrar cómo su alegría sabe traducirse en caridad fraterna, cómo los bienes se multiplican en sus manos en beneficio de todos.

La gente hace de buena gana regalos con ocasión de los bautizos, de las bodas, de las confirmaciones, de las defunciones. Es como si se redimiera el dinero de su mercantilidad anónima; es como si se le arrancara de su vinculación al puro beneficio; es como si se le concediera una finalidad mejor que la de ser un instrumento de mutua explotación. El dinero se convierte en comunicación interpersonal gratuita, en un modo de sacarnos del anonimato y de vivir en comunión de afecto, en una forma de agregación fraternal.

La peregrinación constituye una forma especial de devoción. El cristianismo ha sido presentado como «el camino» (Hech 9, 2; 18, 25; 19, 9); un camino hacia el Señor Jesús y, en él (Col 2, 6), una peregrinación al santuario celestial adonde ya ha llegado Cristo (1 Pe 2, 11; Heb 9, 8 ss). El peregrino siente inconscientemente que se va haciendo «otro» a medida que realiza el trayecto, superando distancias y dificultades. Cuando toma contacto con el lugar sagrado, percibe una nueva verificación religiosa de que está situado en comunión con Dios. Sin embargo el creyente está llamado a purificarse del sostén material sobre el que yace su fe para poder así adentrarse en una mayor intimidad con lo divino. «Llega el momento en que la adoración de Dios no estará ya ligada a este monte o a Jerusalén; llegala hora, mejor dicho, ya ha venido, en que los hombres adorarán al Padre guiados por el Espíritu y por la verdad de Dios» (Jn 4, 21 ss). Todo esto es lo que va creando en las almas devotas el espíritu pascual de Cristo.

 

El santo popular

En la espiritualidad popular se ha cultivado una devoción profunda y muy difundida hacia los santos. En las casas y en los ambientes de trabajo es posible encontrar imágenes o cuadros de la Virgen, crucifijos o medallas milagrosas. Desde su nacimiento se le da al niño el nombre de un santo, que se convierte en su patrono. Para cada enfermedad o desgracia hay un santo que invocar.

De este modo el santo entra profundamente en la existencia concreta de la gente, hasta ser considerado como uno de la familia. Puede variar la función que se le encomienda, pero se considera decisiva su presencia para la propia existencia buena y feliz. Se le defiende aplicándole la ley del familiarismo, discutiendo quizás la rivalidad de otras devociones.

La gente de fe, aunque se muestra bastante dependiente de cómo presenta la doctrina la figura del santo, se siente libre de pensar y de configurar a los santos según las aspiraciones humanas espirituales difundidas en su mismo inconsciente. El santo popular tiene un rostro local; tiene una espiritualidad que ha germinado sobre las aspiraciones de la misma gente; tiene un mensaje que se le ha atribuido por obra de sus devotos. La gente ve en el santo lo que anhela ser según las mociones interiores de su espíritu; lo necesita para tomar conciencia de su posible identificación cristiana. De manera que el santo revela de ordinario el sentido de los valores que el Espíritu va sugiriendo y orientando en el interior del pueblo de Dios. Podría decirse que el santo, más que estar sobre la gente, es su manifestación genuina; es la proclamación viviente de lo que el pueblo se siente llamado a ser por vocación cristiana en una época determinada. La gente ve en el propio santo no solamente la aspiración realizada de lo que ansía ser espiritualmente, sino también una denuncia contra todo lo que le engaña en la tierra, en el plano humano social, dentro de la vida eclesial o quizás en la intimidad de su experiencia personal.

Al mismo tiempo la espiritualidad popular se deja convencer también sobre cómo presenta la predicación eclesial la figura del santo. Y bajo este aspecto el santo en la mentalidad de la gente se sitúa por encima de las propias aspiraciones, como un modelo que está más allá del contexto popular. Entonces el santo no es ya el inconsciente espiritual de sus devotos, sino que se propone ante ellos como un ideal un tanto transcendente.

La espiritualidad popular acoge con atención la predicación teológica sobre el santo, pero con su propia valoración crítica. Para ella el santo nos revela un rasgo de lo divino, pero de lo divino que vive entre nosotros y a nuestro servicio. La gente ve invariablemente al santo al modo de una persona prestigiosa terrena. Delante de la imagen milagrosa de la Virgen, los devotos luchan por poder ver su cara más cerca, se conmueven y lloran como si estuviera realmente presente. Si la teología se detiene en la idea (filosófico-teológica), la gente desmonta esta idea y se pone en contacto inmediato con el misterio. Si la docta doctrina espiritual va precisando y distinguiendo los conceptos, la gente devota juzga a través de los hechos, de los sentimientos, de la realidad que es posible verificar sensiblemente. Para la gente se trata de dejarse tocar por Cristo, cuando besa una de sus imágenes.

El santo que concede favores

Un santo que no se hace presente entre sus devotos con gracias milagrosas no es un santo. Su misma grandeza espiritual se mide por su poder de hacer milagros. De forma análoga se imaginan a los difuntos: no están relegados en el otro mundo, sino que conviven y son solidarios de nuestra situación terrena para socorrerla de forma excepcional.

El santo está encargado no tanto de disponernos para una renuncia voluntaria a los bienes terrenos sino de restituírnoslos debidamente purificados. El devoto pide no ya la anticipación del paraíso del más allá, sino que se haga paradisíaca su existencia en este mundo.

La gente está segura de que, si no se hace nada que le disguste, el santo la protegerá de todas las calamidades. Está preocupada de mantener relaciones amistosas con el santo según las modalidades que se consideran eficaces para cultivar las amistades terrenas. De ahí las miradas afectuosas a la estatua del santo, los gritos de súplica ante su imagen, el tocar con fe su urna, el ofrecer un exvoto por la gracia recibida.

¿Qué significado tiene saber arrancar una gracia al santo? Se ha dicho: «Podría hacerse una comparación entre la concepción activista de la gracia entre los protestantes, que dio forma moral al espíritu de iniciativa, y la concepción pasiva y comodona de la gracia propia del pueblecillo católico» 15. Quizás sea más apropiado ver allí a un pueblo creyente que se compromete por entero en colaborar para que el mismo santo demuestre su grandeza entre sus devotos. No se intenta explotar al santo, sino más bien ponerse al servicio de su grandeza reconocida. La gente goza más de poder proclamar la gracia recibida en su vida que de la gracia en sí misma. ¡Puede mostrar a un santo que la protege! «Si Dios está con nosostros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 31).

15. A. Gramsci, Quaderni del carcere, Einaudi, Torillo 1971, 1840.

En los tiempos modernos se está introduciendo un modo espiritual nuevo de concebir y de venerar al santo. Se le imagina como a una persona que se sacrificó por la liberación y la promoción humana de los pobres marginados, como a uno que supo sacar a una comunidad de su incomunicabilidad creando una comunión fraterna. De modo semejante se admira hoy como santo a quien sabe situarse visiblemente en relación inmediata con el Espíritu de Cristo más allá de la mediación de lo sagrado eclesiástico.

La nueva concepción del santo ha favorecido también un nuevo modo de venerarlo. Se le pide la gracia de participar de su bondad prodigiosa en la difusión de un humanismo benéfico en favor de los hermanos; se le suplica que nos haga providentes para con nosotros mismos.

¿Cómo orientarnos pastoralmente frente a las devociones a los santos? ¿Aceptarlas pasivamente o criticarlas? Hay que pensar que en la experiencia devota popular está presente la fe, que siempre podrá ser educada para que se exprese de una forma más adecuada (ex fide in fidem). Toda la vida humana, incluso la devocional, necesita siempre una clarificación evangélica (LG 13; 17). En particular, la gente devota tiene que superar el miraculismo para captar el milagro salvífico de Dios en Jesucristo; tiene que aprender a narrar su propia existencia, pero dentro del contexto de la experiencia pascual eclesial.

Espiritualidad popular como espiritualidad de los pobres

La espiritualidad popular puede calificarse como «espiritualidad de los pobres». Al calificarse con esta expresión, indica que es un movimiento que opta por el servicio a los débiles y a los pobres (1 Cor 1, 27 ss), que piensa que el Espíritu de Cristo se manifiesta preferentemente en ellos, que se pone a escuchar el evangelio aculturado primariamente en las costumbres de los marginados.

La espiritualidad popular, como espiritualidad típica de los pobres, además de presentarse como expresión de un espíritu evangélico más profundo y más auténtico, es bastante comprometedora: orienta los ánimos hacia el futuro escatológico y al mismo tiempo acostumbra a criticar el sistema social vigente por una justicia vivida de una manera mejor. Es una espiritualidad que no se contenta con buenos sentimientos, sino que exige una actividad generosa y emprendedora 16.

16. «La religiosidad popular manifiesta una sed de Dios que sólo los sencillos y los pobres pueden conocer; hace capaces de generarosidad y de sacrificio hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar la fe; lleva consigo un sentido agudo de los atributos más profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante; engendra actitudes interiores que raras veces se observan en otras partes en el mismo grado: paciencia, sentido de la cruz en la vida diaria, desprendimiento, apertura a los demás, devoción» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 48).

 

El pobre se convierte en símbolo de una práctica altamente espiritual. Es lo nuevo que desea situarse más allá del sistema; es la comunidad eclesial que se expresa en fraternidad afectiva; es amor a Cristo en el hermano necesitado; es lo marginal a lo que el Espíritu nos hace prestar atención.

La pobreza es un valor evangélico que va asumiendo sus nuevas configuraciones dentro del devenir espiritual popular. En la espiritualidad popular de ayer se atendía sobre todo a la pobreza material, en cuanto que reducía a las personas a una situación de dolorosa miseria. En la espiritualidad de hoy adquiere cada vez mayor importancia la pobreza moral de sentirse marginados de la sociedad. Se atiende al sufrimiento difuso e íntimo del que no cuenta para nada, del que es orillado por los demás, del que piensa que no tiene posibilidad de alcanzar un futuro agradable. Al mismo tiempo, en la espiritualidad popular de hoy se sugiere un nuevo modo virtuoso de practicar la pobreza evangélica: liberarse de ciertas convenciones sociales, disponibles para darse a los demás aunque sea en contra de las estructuras dominantes. Esta pobreza fue también vivida por Jesús. El se puso fuera y en contra de las instituciones religiosas de su tiempo para proclamar la palabra del Padre y para liberar a los oprimidos. El fue el profeta del reino de Dios.

La espiritualidad popular de hoy exige que el espíritu de pobreza esté presente y anime todas las actitudes sociales y públicas. Por poner un ejemplo sobre el espíritu de pobreza en relación con la autoridad, la espiritualidad popular de hoy exige que el superior no sea tanto el que gobierna despóticamente el comportamiento de la comunidad, como aquel que promueve a cada uno de los súbditos a comparticipar en el gobieno. Esto sólo es posible si la comunidad se ha hecho efectivamente una fraternidad caritativa. La autoridad tiene la misión de despojarse de todo poder despótico para enriquecer a todos los demás, de manera que nadie se sienta marginado. Si hay uno solo que se perciba orillado, si se siente como una persona que no cuenta para nada en la comunidad, si constata que está sujeto al arbitrio y a la voluntad de los demás, esto significa que la autoridad carece de espíritu evangélico de pobreza, que desea poseer para sí la preeminencia sobre los hermanos.

La espiritualidad popular es consciente de que es calificada como pobre frente a la docta espiritualidad oficial. Sabe que puede verse sujeta a desviaciones y que no goza en su interior de la asistencia del magisterio que le ofrece seguridad y precisión. Por eso se ofrece a los fieles, pidiendo que se la acoja, pero de un modo conscientemente crítico. Se presenta simultáneamente como digna de aprecio pero perfeccionable, como hermosa pero superable, como digna de atención pero para que se vaya más allá de ella, como reveladora de un sentido evangélico pero de forma inadecuada y parcial. Tiene que ofrecerse al perenne morir-resurgir para ser cada vez más evangélica; debe convertirse continuamente para anunciar la salvación del Señor de una manera cada vez más auténtica. Si no se mostrase caminando continuamente hacia el reino de Dios, si no se sintiese inquietada por el Espíritu para expresarse de una forma más evangélica, no sería una espiritualidad popular verdaderamente cristiana.

Carisma popular y magisterio eclesiástico

¿Cómo se comporta la gente cristiana frente a la enseñanza eclesial en el terreno espiritual? Escucha atentamente la catequesis eclesial, la acoge con veneración, pero al mismo tiempo introduce en ella sus aportaciones. Así por ejemplo, en relación con su posible situación de miseria, la gente, mientras que por un lado vive su pobreza de modo expiatorio en unión con Cristo crucificado según las indicaciones ascéticas de la pastoral eclesial—, al mismo tiempo considera su estado de miseria como consecuencia de las instituciones sociales (incluso eclesiales) existentes y que resultan realmente inadecuadas. La gente acepta su estado como una expiación de sus faltas y al mismo tiempo como fruto del mal que se ha institucionalizado socialmente.

¿Cómo se justifica teóricamente la pretendida autonomía parcial que se vive en el interior de la espiritualidad popular? En su experiencia espiritual la comunidad eclesial se siente favorecida por innumerables carismas: los del magisterio, de los santos, de los teólogos espiritualistas, de las diversas clases de fieles y de religiosos. Cada uno de los carismas de espiritualidad tiene que expresarse integrándose con los demás, de forma que cooperen todos juntos a la única espiritualidad eclesial. En la práctica, la espiritualidad popular tiene que ser un fragmento del mosaico constituido por el único cuerpo eclesial de Cristo. De hecho, la verdad cristiana está confiada a la ministerialidad de la iglesia integral y también por consiguiente a la población creyente. Sólo poniéndose a la escucha de todos los carismas, que indican y viven el mensaje evangélico, se puede lograr la espiritualidad eclesial integral. Por eso precisamente la espiritualidad popular no obstaculiza de suyo, sino que coopera a la formación y a la profundización de la espiritualidad eclesial unitaria.

¿No sería más provechoso para la unidad eclesial el que la espiritualidad popular armonizase por entero con la enseñanza magisterial de la iglesia? En la presente economía terrena, a diferencia de la celestial, nunca estamos en posesión de una verdad definitiva y omnicomprensiva. Permanecemos en la verdad espiritual cristiana, pero afectada por posibles aspectos partidistas. Es necesario que también por el lado espiritual exista lo «distinto» de lo que consideramos virtuoso, que exista lo «otro» de lo que afirmamos santo. Hemos de verificar e integrar la honradez espiritual, que anunciamos y practicamos, a través de la confrontación con unas indicaciones diferentes de las nuestras. Nuestras palabras son pobres de sentido; tenemos que multiplicarlas. Al contrario, la palabra divina es omnicomprensiva.

La misma espiritualidad cristiana oficial tiene necesidad de una continua conversión; debe purificarse, pasar de su situación carnal a una situación más auténtica según el espíritu. Esta gracia de conversión es comunicada por el Espíritu también a través de la atención a lo marginal discordante. Monseñor Hélder Cámara ha afirmado: «Reconozcamos que los hombres de iglesia, en nuestro continente, de tal modo nos preocupábamos en mantener la autoridad y el orden social que, en general, ni siquiera percibíamos las terribles injusticias que se escondían (y se esconden) detrás del así llamado "orden social", y que es, más que nada, un desorden estratificado; cómo era excesivamente pasivo el cristianismo que presentábamos: paciencia, obediencia, aceptación de los sufrimientos, grandes virtudes, pero que en el contexto contribuían para que grupos privilegiados mantuviesen a millares y millones de conciudadanos en situación infrahumana» 17.

17. Cf. Ecclesia n. 1.760 (11 octubre 1975) 25.

 

En la espiritualidad popular existe además toda una gama de modalidades diferentes a la hora de armonizar la dependencia del magisterio con la propia autonomía creativa. Pongamos un ejemplo dentro del desarrollo de la vivencia espiritual popular de los últimos tiempos.

Hasta ayer la espiritualidad popular manifestó sólo de hecho la autonomía de su carisma espiritual, pero sin vivirlo nunca de forma contestataria. Incluso cuando se recogió en torno a figuras de personas santas, generalmente taumaturgos, a los que consideraba por encima de los pastores eclesiásticos, supo conservar al mismo tiempo el debido respeto al magisterio. Por el lado doctrinal nunca puso objeciones a la autoridad magisterial de la iglesia; reconoció lealmente su subordinación.

La espiritualidad popular juvenil de hoy se ha colocado en una situación de crítica abierta a la institución eclesiástica, al considerar que ésta de hecho no se configuraba ni se comportaba según el modo evangélico. Hoy se exige que la iglesia no sólo sea originalmente un carisma, sino que se porte como tal. Podría decirse que la espiritualidad popular de ayer se inclinaba a la aculturación de los valores evangélicos dentro de un contexto socio-cultural de subordinación, mientras que hoy los acultura dentro de una atmósfera de autonomía crítica. Se trata siempre de una contestación espiritual eclesial, ya que se preferiría ver a la iglesia totalmente santa. Se trata de un ejercicio democrático del «sensus fidelium» (AG 9; GS 42; 44).


Pastoral para una espiritualidad popular

La pastoral eclesial tiene que preocuparse de favorecer el desarrollo de una espiritualidad popular. Por este motivo no tiene que ofrecer a los fieles una instrucción de espiritualidad ya completamente sistematizada. Será preferible proponer una predicación kerigmática de inspiración profética; formulará una reflexión capaz de suscitar en la gente una conversión en el interior de la propia cultura o costumbre. La acción pastoral tiene que caracterizarse dentro de un itinerario. Su presentación de un lugar a otro tiene que significar ir de una cultura a otra para comunicar el evangelio dentro de las costumbres locales.

El buen pastor eclesial se propone favorecer la creatividad espiritual popular y no ya incitar a los fieles a una actitud crítica para con la iglesia. Está llamado sobre todo a facilitar la formación y la evolución de la espiritualidad popular como expresión de una riqueza carismática de la comunidad eclesial. En ella es necesario que se exprese de algún modo el obsequio debido al magisterio. Al mismo tiempo el pastor de almas tiene que aparecer no sólo como el transmisor de un mensaje espiritual oficial, sino como el inspirador del nacimiento de nuevas experiencias evangélicas por parte del pueblo de Dios. En el aspecto espiritual el pastor eclesial tiene que mostrarse como un educador que se deja educar, como un maestro que se deja instruir, como un dirigente que se deja conducir, ya que en todos y por encima de todos está el Espíritu de Cristo.

En particular, el pastor espiritual sabrá educar a la gente en una espiritualidad de originalidad eclesial, siempre que sepa expresar su enseñanza según las exigencias de la vida pastoral comunitaria. San Bernardino de Sena, que poseía en alto grado el sentido popular, sabía inculcar una piedad entretejida de actitudes concretas. Iba predicando de la siguiente manera: «También os recuerdo el nombre de nuestro Dios Jesús, que lo tengáis en el corazón, en la boca, ante los ojos; procurad tenerlo en vuestras habitaciones y en vuestras casa para que, al verlo, os acordéis del verdadero Dios redentor nuestro... Os recuerdo además que hagáis la procesión de Jesús todos los años, en el tiempo de la circuncisión, y de modo semejante el día tercero de esta pascua pasada, con velas, oraciones y limosnas» San Bernardino sabía enamorar a los fieles de Jesús introduciendo a la gente devota en su exigencia espiritual de situarse en actitudes religiosas muy concretas.

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