La liturgia, experiencia espiritual cristiana primordial


Salvatore Marsili

 

1. Premisa histórica

a) Una palabra profética

Hoy finalmente la liturgia no sólo va recobrando su derecho de ciudadanía en el terreno de la espiritualidad cristiana, sino que se le reconoce cada vez más el lugar connatural y original que es el suyo como «fuente primera e indispensable del verdadero espíritu cristiano» que san Pío X le asignaba ya en 1903 en su motu propio «Tra le sollecitudini».

Sabemos con certeza que la solemne afirmación que salió de la pluma del papa no describía la situación de aquella época, que solamente veía en la liturgia un ordenamiento externo de los ritos religiosos cristianos, ordenamiento que mientras salvaguardaba en la mentalidad de los tiempos la «validez» de las acciones cultuales que la iglesia reconocía como propias, tenía además una finalidad estéticoedificatoria, en cuanto que la belleza y la armonía ritual contribuía a la edificación del espíritu, actuando en sus sentimientos estéticoemocionales en la proposición de las verdades de la fe.

Hoy sin embargo estamos en disposición de reconocer y atribuir a las palabras de san Pío X un claro valor profético, ya que los hechos han demostrado que en aquel enunciado, que pasó casi inobservado en los primeros momentos, se escondía una carga que no sería exagerado calificar de explosiva a la luz del Vaticano II y de la situación espiritual consiguiente.

b) Un equívoco

Cuando surgió lo que se llamó ya muy pronto el «movimiento litúrgico» a finales del primer decenio de este siglo a partir de los monasterios benedictinos de Bélgica, no faltaron los aplausos de bienvenida y de elogio, ya que según aquél que fue por entonces su primer opositor precisamente en el plano de la «espiritualidad» «no hay alabanzas suficientes para toda iniciativa que se proponga hacer participar activamente a los fieles en los santos misterios y en la oración pública y solemne de la iglesia. Se trata realmente de un apostolado que viene en el momento justo, como respuesta a los deseos y sugerencias de la santa sede, ya que seguirá siendo una de las grandes obras del pontificado de Pío X haber orientado el espíritu de los fieles a la estima y a la práctica de la oración litúrgica» 1.

Efectivamente, el esfuerzo de hacer digna y decorosa la celebración, de acercar a los fieles a los textos y a los ritos con explicaciones apropiadas que abriesen su significado e hiciesen comprender su íntima belleza y, poco a poco, su profundidad espiritual, tuvo unos resultados que en muchas partes no se hicieron esperar. Personas que durante toda la vida no habían dejado nunca de estar presentes en la misa de los domingos, pero que habían tenido que contentarse con escuchar en ella unas palabras que no entendían, con ver unos gestos muy solemnes que no significaban nada para ellos, sin poder participar nunca en la oración porque no se atrevían a hacerlo, aunque lo hubiesen querido, por considerarla reservada exclusivamente al clero, se vieron de pronto metidas en una participación activa en la liturgia; era algo exultante por las realidades que habían ignorado hasta entonces y que descubrían ahora.

Para muchos, y quizás para la mayoría, éste era el resultado deseado: revalorizar la oración litúrgica a través de una comprensión de la misma que, poniendo a los fieles en disposición de tomar una parte activa en ella, devolvía al culto católico aquel tanto que todavía le faltaba a su aspecto «sensible, ceremonial y decorativo», que era precisamente -según ellos- el elemento calificativo y la razón de ser de la liturgia en el ámbito de la religión 2. Efectivamente, para muchos la liturgia, aun dentro de su importancia, estaba y debía seguir estando en cierto sentido en la periferia de la realidad religiosa cristiana, que tenía que realizarse con otros medios y en otro plano. Se puede y se debe recurrir ciertamente a la liturgia, ya que con sus cantos y sus solemnidades se ofrece como un primer contacto preliminar con la verdadera religión, ofreciendo un atractivo sagrado sensible y benéficamente contagioso, que atrae mejor a los fieles y atrae de alguna manera a los indiferentes. Una misa solemne, un canto del credo con millares de voces, provocan en las almas vibraciones morales de gran potencia, aunque sean indeterminadas y confusas y carezcan por consiguiente de verdadera incisividad y estabilidad 3. Pero esto no quita -decían- que sea una obra digna de elogio divulgar entre los fieles el amor y el respeto a la liturgia, con tal que no se piense -añadían- que se puede pretender con ella una renovación de la espiritualidad en las almas devotas, bien sea el clero y los religiosos o bien los laicos piadosos 4.

En una palabra, se aceptaba el «movimiento litúrgico» en la medida en que favorecía una aproximación más consciente de los fieles a la celebración de la liturgia, pero se le discutía todo valor y toda capacidad de convertirse en principio de renovación en el plano de la espiritualidad propiamente dicha. Era éste un equívoco que era preciso aclarar cuanto antes, el equívoco de una novedad en el plano de la historia.

La «espiritualidad» había adquirido ya a partir del siglo XV su propia identidad precisa, habiéndose formado definitivamente en las huellas de lo que ya entonces se llamó devotio moderna, es decir, una «espiritualidad» que era precisamente «moderna» en cuanto que se distanciaba del modelo espiritual «antiguo», o sea el que entonces ofrecía la liturgia que había llegado en aquella época «moderna» a un lamentable estado.

La tarjeta de identidad que se presentaba de la «espiritualidad» recogía sin duda unos datos ciertos. Pero un mínimo de reflexión histórica completa debería haber hecho comprender que la devotio moderna, en la que se basaba la espiritualidad corriente, había nacido precisamente cuando la liturgia no era ya lo que debería haber sido, al haberse reducido al papel de «espectáculo religioso-edificante» al que todos estaban obligados a «asistir» aunque sólo fuera pasivamente. Semejante reflexión a nivel histórico debería haber sacado ya entonces la conclusión de que aceptar el «movimiento litúrgico» aunque sólo fuera por su intención de quitarle a la liturgia la posición que se le había asignado de «espectáculo sagrado obligatorio», era ya aceptar que la liturgia volviera a tener en la iglesia su papel esencial: ser un encuentro real con el misterio de Cristo en la celebración sacramental y aceptar que en consecuencia la liturgia podía y debía volver a ser un factor no sólo promocional, sino también renovador de la espiritualidad. Una liturgia entendida de este modo no podía menos de presentarse de nuevo como aquello que era: «fuente indispensable del verdadero espíritu cristiano». Es lo que intuyó san Pío X.

Pero esta simple reflexión que el «movimiento litúrgico» iba presentando a todos y sobre todo, como es lógico, a los que por entonces se interesaban en los problemas espirituales de la iglesia, no encontró acogida más que en unos pequeños y esporádicos centros. Cerrados en el convencimiento común de que la liturgia no era más que «la expresión sensible e imaginaria del dogma y de la fe» 5, todos pensaban que con ella «se puede actuar sobre la gente», pero no ciertamente pretender «una renovación de la espiritualidad de las almas devotas» 6. Por eso mismo, en nombre de la defensa de la verdadera espiritualidad explotó en el interior de la iglesia una dolorosa polémica antilitúrgica que, bastante áspera al principio y luego un tanto suavizada, se prolongó prácticamente hasta los umbrales e incluso en las aulas del concilio Vaticano II.

Se trataba en el fondo de permanecer fieles al «clasismo» espiritual, que llevaba ya varios siglos actuando en la iglesia y según el cual solamente podían acceder a las fuentes verdaderas de la santidad aquellos que eran admitidos y promovidos en alguna que otra reconocida «escuela» de espiritualidad. Pensar que la participación en un «espectáculo religioso» hecho para actuar con finalidades edificantes en el plano emocional de los que participaban en él -eso era la liturgia en el pensamiento de la época- pudiera convertirse en fuente de «vida espiritual», habría sido como pensar que era posible poner la unión con Dios, que era precisamente el término de la vida espiritual, al alcance de todos, proponiendo además un camino que no era el que desde siempre habían controlado con cuidado las «escuelas» de espiritualidad.

c) La liturgia, un interrogante que se impone

La reflexión sobre una posible relación liturgia-espiritualidad, a la que parecían cerrarse con decisión los ambientes cualificados e incluso los meramente devotos, llegando a veces a tomar posiciones hostiles contra ella, urgía por el contrario a los que miraban con otra atención y desde sus propios puntos de observación el naciente «movimiento litúrgico», en el que vislumbraban valores espirituales o al menos valores de pensamiento, que superaban a sus ojos la pura revaloración ritual, en la que se detenían por el contrario otros simpatizantes.

Fue en efecto la Revue de Philosophie del Instituto católico de París la que en 1913 le pidió a dom Festugiére, monje benedictino de Maredsous (Bélgica) que preparase un estudio para publicarlo en su colección Expérience religieuse dans le catholicisme. En él el autor tenía que ilustrar «la naturaleza de la oración ritual y de las celebraciones litúrgicas, el papel y los efectos psicológicos ejercidos sobre las asambleas de los fieles católicos, sobre los monjes y en particular sobre los contemplativos que han llegado a los grados superiores de la oración mística» 7. Como se ve, ya el mismo programa de estudio propuesto hace surgir la idea de que en la liturgia podían encontrarse no sólo estímulos devotos, propuestos incluso a nivel de emociones sensibles, sino verdaderas y auténticas líneas programáticas de espiritualidad, y concretamente de la que trataban las «escuelas». La invitación dirigida a un monje por una facultad de filosofía resulta por lo menos sintomática en este sentido.

Dom Festugiére, sin ignorar por completo en su estudio las corrientes laicistas que negaban a cualquier tipo de forma cultual la posibilidad de ser fuente de «experiencia religiosa» de ningún género, restringió enseguida su campo de reflexión a los que, tanto dentro como fuera de la iglesia, se van preguntando «cómo es posible conciliar la unión directa con Dios en el silencio y la inmovilidad con una celebración litúrgica, que para glorificar a Dios multiplica las imágenes, la palabra y el gesto» 8.

Tiene que admitir que en la normativa litúrgica no se encuentran muchas indicaciones que autoricen a tomar la liturgia como fuente y factor de vida interior 9; incluso no tiene dificultad en reconocer que -dado el no-valor atribuido en la época moderna a la liturgia como fuente de vida espiritual- la misma historia de la mística cristiana no suele darnos suficientes informaciones en orden a asegurarnos de que la liturgia haya sido de hecho y realmente vista y considerada como un potencial religioso auténticamente válido para la vida interior en general y para la vida mística en particular. Así pues, la misma historia nos demostraría -al menos con el argumento del silencio que de hecho la liturgia es ignorada o al menos tenida en poca consideración como objeto y como ocasión de experiencia espiritual en cada uno de los dos momentos en que puede desplegarse esta experiencia en el plano litúrgico, es decir, en la celebración -a pesar de que ésta por su propia naturaleza va dirigida a proporcionar un contacto con lo divino- y en aquellas semillas de contemplación y de acción que la celebración deja de todas formas en el alma 10.

En conclusión, la historia nos dice que de hecho la liturgia durante varios siglos, con razón o sin ella, no ha tenido incidencia en la vida espiritual de la iglesia. Así pues, será precisamente esta situación la que subraya más aún el interrogante de fondo que está ya en el aire. ¿Habrá que decir quizás que la liturgia en sí misma se niega a ser fuente de verdadera experiencia espiritual y que, por consiguiente, no puede como tal pretender entrar ahora a escribir su propio capítulo en la historia de la espiritualidad cristiana?

Es este el interrogante al que quiso responder desde el principio el «movimiento litúrgico» tanto en el plano científico como en el práctico-existencial. En el plano científico: abriendo de nuevo el libro de la historia espiritual de la iglesia, el «movimiento litúrgico» demostrará que está en lo cierto cuando plantea la exigencia de que no se escriba esa historia partiendo sólo de los siglos XIII-XIV (es decir, los siglos de la gran teología escolástica) y fijando luego su apogeo en el florecimiento de las diversas «escuelas» de espiritualidad de los siglos XVI-XVII, para hacer de esas escuelas las únicas insuperables representantes de la espiritualidad cristiana que, en el largo recorrido que va desde la época apostólica hasta el primer medievo, tiene que ser leída fundamentalmente en clave litúrgica; podrá explicarse además cómo la aparición de las nuevas corrientes espirituales que han llegado con el título de «escuelas» hasta nuestros días se debe entre otras cosas a la afirmación de la teología escolástica que, apartándose cada vez más de la sacra pagina de la palabra de Dios para seguir la conceptualización de la verdad revelada, llevó en consecuencia a una comprensión cada vez menor de la liturgia y a una disminución cada vez más acentuada de su valor formativo en la vida espiritual. En el plano práctico-existencial el «movimiento litúrgico» no tenía que inventar nada nuevo; le bastaba acercar día tras día a los fieles la celebración, descubrir de nuevo su sentido haciéndola aparecer como realmente es: presencia actual y dinámica del misterio de Cristo; mostrar cómo en la liturgia la «palabra» pasa de ser anuncio a ser realidad, pero siguiendo como palabra en la que se revela la voluntad de Dios sobre nosotros; aclarar que la liturgia no es una forma complicada de rendir homenaje a Dios, sino que es sobre todo la acción del Padre que viene a comunicarnos en Cristo su Espíritu santo, es decir, su misma vida divina, y que en la aceptación consciente de esta acción del Padre está el grado más elevado de culto que podemos rendir a Dios. Esto era abrir otras tantas fuentes en la «experiencia espiritual litúrgica».

Esta doble respuesta que se dio al interrogante mencionado por parte del «movimiento litúrgico» fue recogida, profundizada, completada y manifestada de forma definitiva en el Vaticano II, cuya reforma litúrgica no tiene más finalidad que la de «llevar la vida cristiana de los fieles a una intensidad cada vez mayor» (SC 1); la liturgia es realmente la que «en grado sumo contribuye a lograr que los fieles expresen en la vida y revelen a los demás el misterio de Cristo y la auténtica naturaleza de la iglesia» (SC 2).

 

2. De la experiencia religiosa a la experiencia 
    espiritual en la liturgia

a) En los orígenes de la experiencia espiritual cultual

La experiencia religiosa

La religión, como relación consciente del hombre con lo divino, provoca en todas las dimensiones culturales una forma de experiencia interior, conocida como experiencia religiosa. Es el momento en que Dios deja de aparecer como principio del ser en abstracto y se coloca, por así decirlo, en la lejanía; es el momento en que se siente y se padece la presencia benéfica o tremenda de la divinidad, como la de una insuperable grandeza y la de un indiscutible poder, del que dependemos y al que debemos obediencia y homenaje.

Esta «experiencia religiosa» se convierte en un hecho sensible cuando en los grandiosos fenómenos cósmicos el hombre reconoce otras tantas «manifestaciones» o «apariciones» de lo divino (teofanías). Así por ejemplo, al amanecer el sol el hombre se siente como aferrado por su maravillosa hermosura hecha de poder y de luz y dirigiéndose hacia el oriente se pone en actitud de adoración; entonces este hecho tiene para el hombre el valor de un contacto con la divinidad que en ese caso se revela propicia y benéfica. Del mismo modo, cuando el sol no aparece y la tempestad amenaza a la tierra, el hombre comprende que se encuentra en situación de no-contacto con la divinidad y que ésta se encuentra ofendida y airada con él.

La experiencia religiosa se hace cultual

La experiencia religiosa del hombre que se ve situado frente a Dios en los fenómenos cósmicos, con todo el sentido de estupor maravilloso que el hombre siente ante él, suele ir acompañada de sentimientos de temor, provocados por la grandeza de un acontecimiento que supera inmensamente al hombre y que es por el contrario imagen-manifestación de la divinidad. Movido por estos sentimientos de temeroso respeto, el hombre se ve llevado a presentar homenajes a la divinidad que se revela en el fenómeno cósmico; este hecho indica que en su conciencia la divinidad no es un poder anónimo, sino es una persona a la que puede dirigirse. La experiencia religiosa no es ya la de una presencia grande y lejana, puesto que la acción cultual la hace cercana y, más que cercana, comensal a través del particular homenaje de la ofrenda del «sacrificio», banquete sagrado que firma y sanciona o restablece la relación de amistad entre la divinidad y el hombre.

Como se ve, la experiencia religiosa cultual no tiene que confundirse con la vaga percepción de una sacralidad indeterminada de la que se reviste a una especie de poder divino indeterminado, cuya fuerza se percibe en los fenómenos cósmicos. Al contrario, nace como hecho conscientemente querido por el hombre, precisamente porque éste ve salir al ser divino de la indeterminación conceptual en que lo coloca la aparición fenoménica; es un ser que se percibe como realidad personal con la que el hombre puede entrar en contacto de manera más íntima y profunda que en la del «espectáculo» cósmico, que se ofrece tanto a los hombres como a las bestias; en efecto, se trata del contacto que ofrece la «oración» y sobre todo el «sacrificio», por el que la divinidad se convierte en un «Tú» con quien hablar y en un amigo que se hace «comensal», admitiéndote a compartir su comida. Naturalmente se trata siempre de un contacto «mediato»; lo mismo que ocurría antes con los fenómenos cósmicos, lo mismo pasa ahora en esta segunda etapa a través de la imagen, el símbolo sagrado y los signos rituales. Por otra parte es precisamente esta mediación sensible la que garantiza la realidad de la experiencia que se busca. Efectivamente, sólo de la conciencia de que los símbolos y los signos mediadores (las «teofanías» por parte de Dios, los «ritos» por parte del hombre) son reales puede nacer una experiencia real de la divinidad invisible.

La acción cultual como experiencia espiritual

El hecho de que la experiencia religiosa-cultual tenga necesidad de una mediación sensible ha dado motivo muchas veces para que se le niegue el valor de verdadera experiencia espiritual, en cuanto que aquélla sólo puede catalogarse en términos de emotividad, mientras que ésta, en cuanto experiencia de una realidad espiritual (Dios-persona), es solamente movimiento interior de atracción recíproca: el hombre entra en contacto con Dios y Dios atrae al hombre a su esfera divina.

No cabe duda de que la experiencia religiosa cultual puede quedarse reducida a una pura emotividad con cierta coloración religiosa; es lo que ocurre cada vez que la religión es solamente ocasión o, si se quiere, un elemento exterior de la experiencia que se busca y que en ese caso es sólo falsamente religiosa en cuanto que es más propiamente «orgiástica». Pero si la religión es verdaderamente tal, es decir, relación consciente con lo divino, el hecho de que la relación se establezca con la mediación de símbolos-signos «descendentes» (teofanía) y de símbolos-signos «ascendentes» (rito) no le quita a la relación misma la capacidad de ser experiencia espiritual, ya que es provocada realmente por la «conciencia» de que sólo entonces existe la relación que se busca, cuando sé que Dios es para mí y que yo soy para Dios. Y es precisamente en función de esta «interacción» entre Dios y el hombre por lo que la religión -realidad de suyo interior a la conciencia- se hace concretamente culto y celebración cultual, precisamente para transferir la «experiencia religiosa» a «experiencia espiritual» en el sentido indicado, es decir, para llevar, a través de la acción de culto, la realidad transcendente de Dios a nivel de presencia espiritual e interior al hombre.

b) La experiencia espiritual litúrgica 
    en la religión revelada

Está claro que la experiencia espiritual, al tener su origen en el hecho religioso, saca sus características de la diversidad de conocimiento de lo divino, diversidad que está en la base del diverso modo de existir de la religión misma. De las «religiones» se puede decir ciertamente que son diversamente «religiosas» en cuanto que no todas tienen el mismo conocimiento de Dios.

Así pues, pasando por alto la reflexión general a que hemos aludido sobre la experiencia religiosa y espiritual que es posible encontrar en el terreno de la religión natural y naturalista-pagana, nos adentramos en el campo de la religión revelada y del culto ligado a ella. Y para permanecer en nuestro tema, hablar aquí de religión revelada quiere decir para nosotros hablar de la relación que se establece entre el hombre y Dios como consecuencia del nuevo conocimiento de Dios comunicado al hombre por la revelación divina, conocimiento que supera al que se puede tener por el camino de la analogía a partir de la visión-reflexión sobre el mundo.

La experiencia espiritual litúrgica 
en el antiguo testamento

- La experiencia espiritual litúrgica del antiguo testamento es experiencia «histórica».

Los principales capítulos resumidos del conocimiento-revelación de Dios en el antiguo testamento son: las teofanías divinas, que no deben confundirse con las cósmicas, ya que se trata realmente de «manifestaciones» personales de Dios, visto bien en la obra silenciosa pero espléndida de la creación por la que se muestra soberano Señor del universo, o bien en el diálogo con los hombres; la revelación del amor de Dios a su pueblo; la fidelidad de Dios a sus promesas; la elección de Israel como pueblo sacerdotal y particular de Dios; la alianza entre Dios y el pueblo; el don de su palabra y de su presencia, etcétera.

Por la Escritura sabemos que éstos son otros tantos capítulos que no enuncian un conocimiento abstracto de Dios, sino que se refieren a acontecimientos concretos, que constituyen en cada ocasión otros tantos momentos de profunda experiencia espiritual en la historia de Israel. En efecto, eran puntos firmes y centrales de una historia que se iba revelando cada vez más como actuación del proyecto divino de la salvación del mundo, de la que todo cuanto acontecía en Israel era al mismo tiempo promesa y emblema.

Así, mientras que en las religiones naturalistas el culto se concentra en la divinidad que -incluso cuando es personalizada- es considerada como fuerza cósmica, cuyo favor se intenta procurar o cuya hostilidad se pretende conjurar mediante la acción cultual, el culto de Israel representa en cada ocasión un momento de encuentro con Dios que se ha revelado como amigo y como padre de su pueblo, como su guía y pastor, como su amante y esposo. Son las mismas intervenciones históricas en las que Dios se ha revelado las que se recogen ahora en el culto, que se convierte de esta manera en «celebración memorial» de los acontecimientos salvíficos.

Las intervenciones históricas, interpretadas proféticamente a la luz de la palabra de Dios como momentos de salvación, no se pierden en el pasado, sino que siguen estando vivas y operantes en el «signo memorial» para una actuación continuada y y siempre presente del proyecto salvífico de Dios a través de los tiempos.

De esta actuación-realización de las promesas divinas implícitas en los acontecimientos históricos, se hacen portadoras las grandes fiestas judías más antiguas y primitivas: la pascua (primavera), pentecostés (verano) y de las tiendas (otoño), que perpetúan a lo largo de las generaciones sucesivas de Israel los que fueron para el pueblo los momentos más determinantes de su «historia sagrada», es decir, la que describe el desarrollo de sus relaciones con Dios: la liberación (pascua), la alianza (pentecostés), la vida con Dios solo, en su escuela y bajo su guía, en el desierto (tiendas).

El valor de esta experiencia espiritual que se descubría cada año reviviendo en dichas fiestas y en sus ritos los acontecimientos «sagrados» de la historia, era tan fuerte que en el rito se sentía como si desapareciese la distancia de tiempos y lugares que trascurría entre el acontecimiento y su celebración. La fe en la fidelidad indestructible de Dios, que jamás se vuelve atrás de su obra, hacía experimentar como historia presente el antiguo hecho de salvación.

En la mishna (Pesachím 10, 5) se recogen las palabras de rabbí Gamaliel (siglo II d.C.) que hablando de la pascua destaca con claridad su valor de experiencia interior actual: «Cada generación ha de pensar que se trata de ella, que es ella la que salió de Egipto, ya que el Santo -bendito sea- no liberó sólo a nuestros padres, sino que nos liberó a nosotros con ellos... sacándonos de la esclavitud a la libertad, del dolor al gozo, de la tristeza a la alegría, de las tinieblas a la gran luz». Y en la aggadá de pascua se lee: «Yahvé mantuvo la promesa con nuestros padres y la mantiene también con nosotros...». Está claro que la experiencia de la liberación es tan profunda porque es real; el hecho de entonces se vierte directamente en el hoy, porque la pascua es liberación divina, única pero perenne. En un comentario a Ex 12, 42 leemos: «En aquella noche fueron liberados una vez; en esa misma noche serán liberados en el futuro, porque está escrito (Ex 12, 42) que es la misma noche para Yahvé».

En relación con la realidad de esta experiencia pascual, en la que los fieles reanudan su camino hacia la libertad siguiendo los pasos del propio Dios, es como deben interpretarse las palabras de Ex 12, 11: «Comeréis de este modo el cordero: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, el bastón en la mano, y lo comeréis aprisa, porque es la pascua, el paso del Señor».

En la religión revelada del antiguo testamento la liturgia, celebración solemne en dimensión comunitaria de los acontecimientos salvíficos, no es solamente una reunión del pueblo para una acción ritual genéricamente cultual, sino que se caracteriza por la fe en la fidelidad de Dios, que actúa y actuará siempre en el futuro sus promesas; por eso precisamente la acción litúrgica, por el hecho de ser rito «memorial» perenne por el que el acontecimiento no se cierra ni se pierde en el pasado, se convierte en experiencia espiritual del acontecimiento en el presente. La liturgia establece en su módulo ritual una continuación de la historia de la salvación. En Israel la acción litúrgica no es un intento cualquiera de evasión festiva de la tristeza del momento (alienación por el rito), sino que es -gracias a la certeza de la palabra de Dios- experiencia cierta y clara de que también en el momento actual el hombre está dentro del designio amoroso y salvífico de su Dios.

- Cuando la liturgia deja de ser experiencia espiritual

Una prueba más de que era éste el verdadero sentido y valor de la liturgia del antiguo testamento la tenemos en la misma dureza tan incisiva con que la critica la predicación profética, cuando descubre que se ha convertido en una forma exterior y vacía. Las fiestas y los ritos siguen afirmando desde luego la presencia de la acción salvífica divina; más aún, la presencia divina ha adquirido la misma dimensión de concreción y de estabilidad que la cosa que la representa visiblemente: el templo de Jerusalén, signo de la seguridad común en su misma solidez inquebrantable. La experiencia de Dios había pasado del espíritu a la materia: «¡Templo de Yahvé, templo tic Yahvé, templo de Yahvé es éste!... Venís y os paráis ante mí en esta casa llamada por mi nombre y decís: ¡Estamos seguros!» (Jer 7, 4.10). Lo mismo hay que decir de los sacrificios, que no sólo no se habían olvidado, sino que iban aumentando en número (Jer 7, 21; Os 8, 1113; Am 4, 4-5; etcétera), multiplicándose también el incienso y las plegarias (Is 1, 13.15).

Pero todo esto era rechazado por Dios por boca de sus profetas, ya que el culto en vez de ser un momento solemne en cotidiana. «búsqueda de Dios», un momento para «conocer sus caminos» y para «sentir su cercanía» (cf. Is 58, 2), se había convertido realmente en la experiencia contraria: la de la «lejanía de Dios» ¿Para qué ayunar, si tú no nos ves? ¿Para qué mortificarnos, si tú no lo sabes?» (Is 58, 3).

Ya hemos indicado anteriormente que para la aparición de una experiencia espiritual a nivel de culto tienen que concurrir necesariamente como elementos los símbolos-signos «descendentes» (autorrevelación divina-teofanía) y los símbolos-signos «ascendentes» (acción cultual humana). En nuestro caso para los profetas del antiguo testamento no era suficiente que se afirmase en la conciencia la verdad-realidad de la autorrevelación divina y que en la praxis permaneciesen fieles a las normas de la acción cultual. Para el profeta era necesario que ambas cosas se vieran en su valor de símbolo y de signo, respectivamente de Dios y del hombre. La autorrevelación divina tenía que ser percibida como símbolo-signo de la entrega de amor, que Dios había hecho de sí mismo a Israel atrayéndolo hacia sí como a un hijo, al que se da de comer y se enseña a andar («Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... Yo le enseñé a caminar tomándole en mis brazos, mas no supieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer»: Os 11, 1-4); e igualmente la acción cultual de Israel valía en cuanto que era símbolo-signo de la respuesta amorosa de Israel a su Dios («Y ahora, Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahvé tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas a Yahvé tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?»: Dt 10, 12; cf. Dt 6, 5); «Cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio. Lo que les mandé fue esto otro: "Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo"» (Jer 7, 22-23); «El que cumple los mandamientos, ése ofrece un sacrificio de comunión» (Eclo 35, 1).

La liturgia de Israel, que debería haber respondido siempre a aquella pregunta: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos? (Dt 4, 7), como "su corazón estaba lejos de Dios"» (Is 29, 13), no será ya la experiencia de Dios; efectivamente, Dios mismo «aparta sus ojos de ellos» (Is 1, 15).

- La experiencia espiritual se reconoce 
  en el «culto de la Palabra»

El destierro en Babilonia significó para Israel la catástrofe nacional más grave de su historia política, de una gravedad tanto mayor cuanto que muy pronto se comprendió que tenía un profundo sentido religioso: era el cumplimiento de las repetidas amenazas de Dios a su pueblo, que se había convertido en un «pueblo que no escuchaba a su Dios» (Jer 7, 28). La viña que Dios mismo había plantado y trabajado con esmero, había quedado ahora reducida por Dios mismo a un desierto (Is 5, 1-7; Jer 2, 21; 5, 10; Sal 79, 9-16). El destierro fue interpretado muy pronto como el gesto de Dios que abandonaba a su pueblo para darlo como botín a los demás: la destrucción del templo era el signo de este abandono (Sal 73). Israel realizaba la experiencia negativa de Dios: la de su desamparo y de la conciencia de su propio pecado, que había sido la causa de ello.

De este modo el destierro será la ocasión de un replanteamiento y de un retorno a Dios, según la promesa de Dt 4, 27-31: «El Señor os dispersará entre los pueblos... Pero desde allí buscarás al Señor tu Dios y lo encontrarás si lo buscas con todo el corazón y con toda el alma... Con angustia volverás al Señor tu Dios y escucharás su voz...» . Ver cómo se había realizado la palabra de Dios, que contenía amenazas, volvió a encender la fe en ella: también se realizará la palabra de la promesa.

De esta forma el tiempo del destierro pasará a ser «el tiempo de escuchar» para Israel, que volverá a la escuela de Dios, leyendo a la luz del discurso profético su propia historia, que empezaba a descubrir como la historia de sus relaciones con Dios. Nace entonces la «sinagoga», es decir, la reunión de culto que se recoge en torno a la palabra de Dios. Esta «audición de la palabra» en la sinagoga no es un simple y común «escuchar unas palabras», sino el momento y la forma de llevar a un nivel personal y a una situación actual el acontecimiento que narra la palabra; era realizar una experiencia personal del proyecto salvífico de Dios, que se podía leer en la historia.

Y era también una experiencia múltiple, dominada siempre por la presencia y por la acción divina: experiencia dolorosa del propio pecado y del juicio que Dios hace del mismo; experiencia consoladora de la fidelidad de Dios a su promesa; experiencia del amor y de la paciencia de Dios que ni siquiera ante el pecado reniega jamás por completo de su pueblo; experiencia del poder de Dios que libera, ayuda, consuela a los que lo buscan.

La experiencia del acontecimiento histórico, que se hacía personal, no podía menos de resolverse en oración de súplica, o de perdón, o de acción de gracias según lo que en cada ocasión sugería el propio acontecimiento. Era la respuesta que daba Israel en el diálogo que había comenzado Dios mismo con su palabra, respuesta en la cual la experiencia histórica de la salvación se convertía en experiencia actual del orante. La verdadera grandeza y belleza de los salmos bíblicos consiste precisamente en esto: ser la expresión personal de una profunda experiencia histórica de Dios, es decir, una experiencia en la que Dios se nos aparece de verdad por lo que él es y por lo que hace respecto al hombre.

La aparición de la sinagoga fue el primer paso verdadero de acercamiento a Dios que, siempre presente y operante en su palabra, se hacía entonces íntimo al hombre en la oración.

La experiencia espiritual litúrgica 
en el nuevo testamento

Todo lo que hemos dicho hasta ahora de la experiencia religiosa cultual de Israel no se borra ni pierde nada de su valor cuando entramos en la revelación del nuevo testamento. En efecto, por una parte esta nueva revelación no puede renegar ni reniega de hecho de las que fueron las auténticas experiencias espirituales de Israel; por otra parte las supera, pero integrándolas a ella misma, en el nivel de la realidad y por tanto de su valor.

- La experiencia espiritual litúrgica 
  en los escritos del nuevo testamento

Las informaciones litúrgicas que pueden deducirse de la Escritura neotestamentaria son ciertamente muy limitadas en el plano descriptiyo-normativo de la celebración, pero si hay algo que resulta claro y de importancia primordial es precisamente el valor y el momento de experiencia espiritual que se le atribuye.

En este sentido lo primero con que nos encontramos, si prestamos la debida atención, es lo siguiente: el punto de la revelación cristiana más difícil de comprenderse intelectualmente, es decir, la resurrección de Jesucristo, se percibe o mejor dicho se experimenta como realidad por primera vez entre los discípulos en la celebración de la cena que tiene lugar en Emaús al atardecer del día de la resurrección de Cristo. Las palabras de Lc 24, 31: «Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron» son la descripción sobria pero completa de una experiencia interior en plena regla. Ven que aquel desconocido compañero de camino repite los mismos gestos y pronuncia las mismas palabras que habían ya visto y oído a Cristo mientras vivía todavía con ellos, y son gestos y palabras que hablan una vez más de muerte, ya que el pan es «cuerpo que se entrega por ellos» y el vino es «sangre derramada para la nueva alianza». Ven unos gestos y escuchan unas palabras de cuya realización estaban ciertos, ya que -desgraciadamente hasta entonces sólo habían visto en ellas un presagio pesimista de Jesús- Cristo había muerto de verdad y lo habían visto colgando inerte de una cruz. Pero resulta que ahora aquél de cuya muerte estaban seguros se sentaba vivo a su mesa; estaban ciertos de que lo veían, no con una «visión» externa y sensible, sino porque «lo conocían». Era un encuentro más profundo que se desarrollaba en la «conciencia», es decir, a través de un conocimiento íntimo, personal, que era iluminación de aquel ardor que llevaban en el «corazón» mientras él hablaba. Era la experiencia más desconcertante, pero también la más alegre que jamás habían tenido: en una celebración que hablaba de la muerte de Cristo, aquél que había muerto de verdad y que de verdad estaba vivo. Era un conocimiento «nuevo» y maravilloso de Cristo, que daba fundamento estable e inconmovible a su «apostolado», que será el de comunicar primero al grupo de los discípulos asustados y luego al mundo hostil el gozo profundo de la «presencia viva» de Jesucristo, salvador del mundo con su muerte.

Esto mismo parece que es lo que hemos de leer en Jn 20, 19-29, donde se nos narra el encuentro de Cristo resucitado con los apóstoles y, ocho días más tarde, con Tomás. En ambas ocasiones el acento se pone en el «mostrar» y el «tocar» las heridas de la pasión, sin que se diga nunca (cf. también Lc 24, 39) que esto se haga para ofrecer una prueba de la realidad fisica de su cuerpo, sino más bien como signo de su «presencia viva», es decir, de la presencia de aquél que los discípulos sabían que había muerto.

Si pensamos que Juan en su relato de los acontecimientos y de las palabras de Cristo piensa en una «proyección sacramental», es decir, ve los acontecimientos históricos de Cristo como realidad que revive la iglesia por la fe en la celebración litúrgica, hemos de aceptar que la narración del evangelista quiere efectivamente ilustrar lo que sucede cada «primer día después del sábado», cuando la comunidad cristiana -aunque pequeña y atemorizada por la persecución- se reúne no ya para esconderse, como hicieron entonces los apóstoles, sino esperando que se les va a aparecer el propio Dios y Señor 11. La celebración dominical anula las diferencias de tiempo y la comunidad siente que está situada ante aquel que «estaba muerto y ahora está vivo» (Ap 1, 18); la fe entonces no es ya solamente aceptación del valor salvífico de unos acontecimientos pasados, sino la experiencia viva y gozosa de los mismos. En la eucaristía la comunidad en cada ocasión, en el día conmemorativo de la resurrección, ve y toca los «signos» de la pasión de Cristo de una manera profundamente real, ya que come como verdadero alimento el cuerpo de Cristo y bebe como verdadera bebida su sangre (cf. Jn 6, 33-35). Se afirma con fe plena la resurrección de Cristo, pero se parte en cada ocasión de la experiencia de su pasión-muerte, de ser nosotros «morada» de su pasión y él en su pasión «morada» en nosotros (cf. Jn 6, 36), a fin de llegar con certeza a la resurrección de Cristo.

Esta manera de presentar el hecho sacramental que constituye la característica esencial de la liturgia cristiana, no a través de un camino marcadamente doctrinal, sino principalmente como directa experiencia interior pero real del dato de fe que en ella se encierra, la encontramos no solamente en los evangelios, sino también en Pablo, aunque en él resulta naturalmente más evidente la preocupación doctrinal. Vamos a ver precisamente en Pablo -aunque sea tan sólo esquemáticamente- cómo se nos presentan los sacramentos del bautismo y de la eucaristía.

Para Pablo el bautismo está ciertamente ligado a la muerte-resurrección de Cristo, pero vistas por así decirlo, no ya en una lejanía de tiempo y de lugar, es decir, como un acontecimiento pasado que actúa ahora sobre los hombres sólo indirectamente a través de los «méritos» que Cristo adquirió para todos con su muerte-resurrección y que el Padre distribuye a todos los que con el signo del bautismo reconocen y aceptan su valor redentivo. Al contrario, la muerte-resurrección redentora de Cristo adquiere en el bautismo su propia presencia, aunque de tipo sacramental, en nosotros, haciendo desaparecer toda lejanía entre nosotros y el acontecimiento salvífico de Cristo. El rito bautismal con su inmersión-emersión del agua es, según Pablo, la «concreta imagen ritual» (griego: omóioma: Rom 6, 5) del acontecimiento salvífico que fue en Cristo muerte y resurrección; en consecuencia, entrar y salir del agua bautismal es un «estar injertados» en la muerte-resurrección de Cristo (Rom 6, 5) y en este injerto sacramental «morimos con Cristo y vivimos para Dios» (Rom 6, II).

Tenemos aquí ciertamente todos los elementos fundamentales para una teología del bautismo. Pero si nos fijamos en la forma de escribir de Pablo nos damos cuenta de que nos hace descubrir el contenido de su teología bautismal por un camino muy distinto del de un discurso teológico directo. Las imágenes del «injerto» (Rom 6, 5), del «revestimiento de Cristo» (Gál 3, 7), de la formación de «un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13), del vernos «lavados» (Ef 5, 26) y de quedar «iluminados» por Cristo (Ef 5, 14), son otras tantas expresiones que califican al bautismo sobre todo como un momento de intensa experiencia espiritual de una presencia de Cristo, que es al mismo tiempo unificante, purificante, iluminante y transformante.

Así pues, experiencia de Cristo, pero no ya pasajera al estilo de una «visión» ni que pueda medirse de algún modo por la momentaneidad del rito. Por el contrario, éste se presenta como una experiencia que nace y repercute en la conciencia como un acontecimiento nuevo, profundo e indeleble, hasta el punto de crear una nueva situación existencial, es decir, la situación de los que -según el lenguaje de Pablo-, por haberse convertido ya en hombres «de Cristo» o «en Cristo», viven como los que «han crucificado su carne con sus pasiones y malos deseos y viviendo ya del Espíritu caminan también según el Espíritu» (Gál 5, 24-25).

La conciencia-experiencia de esta transformación nos la presenta de este modo san León Magno: «En el bautismo se lleva a cabo cierta apariencia de muerte y cierta semejanza de resurrección, hasta el punto de que después del bautismo uno ya no es lo que era antes, pues hasta el cuerpo del bautizado se hace carne del Crucificado» (Sereno 64, 6).

En dos ocasiones nos habla Pablo explícitamente, aunque en diversos contextos, de la eucaristía; y las dos veces su discurso tiende a presentarnos en la eucaristía un momento fuerte de experiencia espiritual distinta, en relación con los diferentes puntos de vista con que se considera el dato de fe, del que es portadora la eucaristía.

En 1 Cor 10, 16-21, con el intento de dirimir la cuestión de la licitud o no de comer las carnes ofrecidas a los ídolos («idolotitos»), Pablo no se adentra en una enseñanza doctrinal dirigida a negar esa licitud. Pablo había dejado ya bien claro (1 Cor 6, 1-8) que las carnes ofrecidas a los ídolos no son distintas de las demás, ya que los ídolos no son nada (versículo 4) y si toda la cuestión es la de «comer de esas carnes», esto puede hacerse dejando siempre a salvo el principio de no escandalizar a los «débiles», que ven en ello una contaminación (versículos 8-11).

Aquí Pablo considera el problema desde el aspecto del peligro de «idolatría» (1 Cor 10, 14) que puede representar para todos el uso de las carnes inmoladas a los ídolos, ya que es un principio general que los que comen de la ofrenda del sacrificio se hacen «comensales» de la divinidad a la que se ha hecho la ofrenda; ¡y detrás del ídolo está el demonio! Pues bien, para conjurar este peligro de sus fieles le basta a Pablo con partir del dato de hecho, en el que se expresa de forma indiscutible y palpable para él y para los fieles el dato de fe cristiano. Un dato de hecho: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo?» (versículo 16). El dato de fe: «Puesto que hay un solo pan, nosotros aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, porque todos participamos del único pan» (versículo 17). Hay por tanto un gesto de «comunión» en la comida del pan-cuerpo de Cristo y en la bebida del vino-sangre de Cristo. Pero esta «comunión» en este caso es tal que todos los que «comulgan» así de Cristo están unidos en una unidad («formamos un solo cuerpo») entre sí y todos juntos en unidad con Cristo. El hecho de esta unidad tan profunda y total es lo que Pablo recuerda a los fieles como una experiencia personal y colectiva al mismo tiempo una experiencia de unión tan plena y tan total con Cristo y con los hermanos que ya no deja sitio para otras «comuniones». El repetido interrogante con que Pablo introduce su discurso es una apelación abierta a lo que ellos prueban en sí mismos cuando participan de la eucaristía: se ponen en comunión con la muerte sacrifical de Cristo y ésta crea la comunión de todo el «cuerpo», con lo que consiguen una comunión total y exclusiva de cualquier otra.

En 1 Cor 11, 17-34 la atención de Pablo se ve atraída por el hecho de que en Corinto la celebración eucarística se ha convertido en ocasión de una cena bastante divertida y agradable para algunos, mientras que otros -los pobres- quedaban excluidos de ella, hasta el punto de que Pablo no reconoce allí la «cena del Señor» e interviene para condenar el abuso que la desfigura. Y la condena se lleva a cabo recordando simplemente lo que el Señor hizo y mandó hacer «antes de ser entregado a la muerte».

Pero una vez establecido el valor normativo y de conducta que debe tener para los cristianos de Corinto la enseñanza y el mandato de Cristo, para Pablo la razón última y profunda que excluye como inadecuada su celebración está en el gesto mismo que están llamados a realizar en la «cena del Señor». «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor» (versículo 26). El sentido del discurso paulino es claro: 1) no se trata de una cena como las demás, sino de aquélla en la que se participa, mediante el pan y el vino, de la muerte de Cristo; 2) en la intención de Cristo su cena no admite exclusivismos ni posturas privadas (cf. versículos 20-21, la oposición entre «cena del Señor» y «cena de cada uno»), ya que él les dio a todos de comer su cuerpo y de beber su sangre. Estos dos aspectos los ve Pablo resumidos en el único gesto ordenado por Cristo (comer su pan y beber su sangre), que forman una única y solemne «proclamación de la muerte del Señor».

Esta «proclamación» no puede quedar encerrada, como si se agotase en ella, dentro de una «confesión de fe», con la que se cree y se agradece el hecho de que Cristo haya sido ofrecido en sacrificio por nosotros. Al contrario, se trata de una «proclamación» que tiene lugar en el gesto mismo del comer y del beber, es decir, en un gesto que antes de ser enunciado de una verdad de fe es esencialmente experimentación del contenido de la verdad de fe. Se trata en definitiva del gesto por el que cada uno, real y verdaderamente, comiendo y bebiendo, acepta y absorbe dentro de sí el cuerpo y la sangre sacrificados de Cristo, es decir, acepta y pretende absorber dentro de sí la muerte misma de Cristo con todo lo que esa muerte significa: universalidad de su redención, de la que todos -incluso los ricos y los pobres- son sujetos bajo el mismo título; necesidad para todos de unirse humildemente en el único pan y en el único vaso de vino.

Pero todo esto no lo explica Pablo doctrinalmente. Prefiere un camino más directo y personal, apelando al hecho de que en el gesto que reúne a todos en la misma cena y hace proclamar a todos la misma única muerte redentora de Cristo, realizan la experiencia de la unidad que los une en Cristo y de la pacífica sobriedad a que los invita la muerte de Cristo. Esto aparece con mayor evidencia todavía en cuanto que Pablo no hace concretamente más que contraponer en la conciencia de sus fieles dos modos de conocimiento de Cristo: al conocimiento suyo, que ellos se imaginan encontrar en una «experiencia orgiástica», él opone el conocimiento que ya dio Cristo de sí mismo al mostrarse, incluso en la gloria de su resurrección, con las señales de la pasión en sus pies y en sus manos y con el signo de la muerte en su costado traspasado por la lanza (Le 24, 39; Jn 20, 20.37). Hoy él se muestra no ya con las señales sensibles, sino con las sacramentales del pan-cuerpo y del vino-sangre, que comunican la realidad de su muerte más que las otras.

Así pues -insinúa Pablo-, si todos están igualmente admitidos en la cena del Señor a participar de la muerte de Cristo, ¿cómo es posible hacer la solemne proclamación de la misma por parte de todos y ponerla de acuerdo con el ambiente divertido y vulgar y con las exclusiones discriminatorias que algunos se empeñan en imponer a la «cena del Señor»?

- La experiencia espiritual litúrgica 
  en la celebración de la iglesia

El hecho de que los pocos momentos celebrativos que es posible encontrar en el nuevo testamento tengan un claro carácter experiencial no es ni una casualidad ni una excepción. En efecto, todo ello entra en la misma naturaleza de la liturgia cristiana, de la que esos momentos celebrativos son solamente los primeros testimonios.

Precisamente los sacramentos han sido considerados desde los primeros pasos de la iglesia como el elemento característico, fundamental e inalienable de la liturgia cristiana. En efecto, los sacramentos son no solamente signos externos de profesión de la fe, sino sobre todo momentos en los que a través del símbolo ritual se realiza en el presente y se actúa en cada uno de los hombres lo que la fe nos dice de Cristo y de su misterio universal de salvación.

El sacramento es esencialmente una presencia real y efectiva del misterio de Cristo en nosotros, es decir, una presencia por la que los hombres quedan constituidos en realidad y formados como cuerpo vivo de Cristo; por el sacramento el misterio de salvación que existe en la humanidad de Cristo es comunicado a los creyentes y se convierte en ellos en una realización gradual del designio divino, que consiste precisamente en formar en cada uno de los hombres la imagen viva de Cristo.

Pero si el sacramento es en su íntima naturaleza una presencia que con-sagra a Cristo, encuentra su actuación en una celebración ritual que, por el valor simbólico inherente a cada uno de los ritos, tiende a unir (griego: symbolon=medio y signo de unión) al hombre con el acontecimiento salvífico, cuya presencia proclama como «signo». Si se da como cierto el hecho -que es posible verificar en otro terreno- de que el valor unitivo del símbolo sacramental cristiano no procede ni del gesto humano en sí mismo, ni de un poder que radique en el gesto o en las cosas y evocado por palabras cargadas de una especie de «mana» mágico, es evidente que toda celebración sacramental por su propia naturaleza, salvo impedimentos de tipos diversos, está destinada a desembocar o a finalizar en una experiencia espiritual completa, precisamente en virtud del elemento unitivo esencial al símbolo ritual en general y particularmente al símbolo ritual cristiano.

Efectivamente, por una parte el creyente lee en el rito simbólico unos enunciados concretos de su fe (valor nocional-significativo del símbolo); por otra, al apropiarse del símbolo con su propio gesto, el creyente pretende realizar y actuar en sí mismo el contenido de ese símbolo (valor efectual del símbolo); de este modo la realidad objetiva propuesta simbólicamente por el rito se convierte en acontecimiento salví6co subjetivo para el creyente.

En ambos casos, tanto si se trata de momentos distintos o de momentos unidos, el símbolo ritual ejerce de este modo su función unitiva y el propio rito se transforma en medio de experiencia interior y espiritual.

- La experiencia espiritual de la verdad de fe 
  en la celebración

En el primero de los dos momentos mencionados el símbolo desempeña para el creyente la función de verdadero y propio «jeroglífico», es decir, de «signo sagrado» inscrito en el rito, ya que en él su fe se ve colocada por así decirlo de frente, en una «presencia de visión», que actúa no según un estilo de clarificación intelectual (aunque no haya que excluir este estilo), sino con la inmediatez y la incidencia de una «visión-aparición» que se impone precisamente por su presencia. En este caso la liturgia es ya fuente de verdadera experiencia espiritual, en el sentido de que en el símbolo el creyente tiene una percepción inmediata de su propia fe, que se impone más en el plano existencial (vital-operativo) que en el de la comprensión intelectual, ya que se pone mucho más allá y por encima del conocimiento de fe que se tiene mediante la formulación abstracta. En otras palabras, en la celebración la fe, aunque vista en el símbolo, es sentida de nuevo en cada ocasión como parte de la propia existencia y no sólo del pensamiento.

Se trata de una primera experiencia espiritual, ciertamente incompleta, porque no sólo es ella la que se busca en la celebración, pero es perfectamente válida en sí misma. Y es además la experiencia espiritual más común porque es de suponer que una participación apenas consciente en la liturgia no podrá menos de repercutir positivamente en la conciencia de los creyentes.

Es lo que parece que ha de deducirse de la situación de fe en la gran masa de los fieles, si se la considera sin excesivos pesimismos, aunque de forma realista. Constatar que la fe de muchísimos cristianos no es ciertamente «ilustrada» no es desde luego un elemento de consolación o de tranquilidad. Pero el hecho de que sea, aun dentro de la limitación de contenidos y de horizontes espirituales que revela, una fe generalmente «sentida» nos parece que se debe ante todo a la realidad de que en la celebración litúrgica el fiel común percibe siempre de nuevo y de manera continuada y por consiguiente experimenta en cierto grado en cada ocasión una invitación y quizás una especie de contacto con Dios, aunque sea de forma insuficiente. Y esto acontece de ordinario no en situación de fáciles arrebatos de sentimiento o de sensibilidad afectiva, sino casi siempre en la fe de una salvación, que aunque concretándose a menudo en posiciones materiales y en urgencias terrenas no excluye nunca las eternas.

Hemos hablado de sentimientos y de sensibilidad afectiva, que de ordinario no constituyen el terreno en que se apoya el «contacto» con Dios que busca el fiel común. Pero no hay nada que prohíba que la intuición de la realidad de la fe leída por el creyente en el símbolo ritual pase, hasta quedar fuertemente condicionada y hasta provocada por ella, por la sensibilidad del sujeto, y esto aunque la intuición de la verdad se presente como una experiencia espiritual auténtica. El hecho de que la sensibilidad emotiva e incluso la meramente estética se ponga en movimiento gracias a la celebración no puede ser juzgado sin más ni más y casi por principio como algo negativo y contaminante para la experiencia espiritual Y decimos esto por la sencilla razón de que el símbolo ritual no puede presentar lógicamente más que en una forma sensible su realidad espiritual. Incluso puede suceder que la sensibilidad del sujeto se vea conmovida por la celebración misma y por el contexto de cantos, luces, vestiduras y ceremonias en que se desarrolla, más aún que por el reclamo «nocional-significativo» del símbolo. Incluso en este caso se puede y se debe hablar de una «experiencia espiritual» aunque no sea propiamente aquella para la que se suele acudir a la celebración, que intenta más bien llevar consigo a la aprobación del contenido simbólico real. Pero repetimos que incluso en ese caso nos parece que hay una tenue, pero verdadera experiencia de Dios o al menos de lo divino en general, aunque sea en un nivel algo confuso y balbuciente.

De esta primera fuerza evocadora del símbolo ritual nos da fe san Agustín cuando hablando de los tiempos de su catecumenado en Milán, nos dice: «Inexperto todavía en tu amor, ¡cuánto me hacía gritar sin embargo hacia ti la lectura de los salmos!... ¡Cómo hablaba contigo con aquellos salmos y cómo me enfervorizaron contigo!» 12. Recuerda a continuación su bautismo como una profunda experiencia de fe que se prolongaba más allá del rito: «Aquellos días no me sentía nunca harto de la maravillosa dulzura que probaba al contemplar tu sublime designio de salvación de los hombres. ¡Cuántas lágrimas derramé sintiendo que me abrasaba el corazón la suave melodía de los himnos y de los cánticos que resonaban en tu iglesia! Eran voces que me entraban por los oídos, pero en mi corazón se derramaba la verdad y se encendía la llama del afecto. Corrían las lágrimas, ¡pero qué bien me sentía en su compañía!» 13.

Bajo una experiencia sensible por el estilo, pero profundamente espiritual al mismo tiempo, la que sentía al escuchar el cántico del Magnificat y del Adeste fideles en la navidad de 1886, se encontró el poeta francés Paul Claudel en la catedral de París cuando -como él mismo nos narra- tuvo lugar su «conversión» 14.

Con palabras que tienen un eco muy cercano a las de san Agustín, aunque desgraciadamente en la otra orilla, a la que ya había llegado, recuerda Renan en su «Oración desde la Acrópolis de Atenas»: «¡Cuánto me gustaban aquellas iglesias! ¡Allí encontraba a Dios! Se cantaban cánticos que recuerdo todavía: "Salve, estrella de los mares! ¡Roma mística, torre de marfil, casa de oro...!". Y ahora, o diosa de la Acrópolis, cuando vuelvo a pensar en esos cánticos siento que me aprieta el corazón y me hago casi apóstata de ti. No puedes imaginarte cuánta es la dulzura que aquellos bárbaros hechiceros (los cristianos, n. del. r.) han sabido infundir en sus versos...» 15.

- La experiencia espiritual del acontecimiento salvífico 
  en la celebración

Pero este tipo de experiencia espiritual provocada por la liturgia en cuanto lectura del dato de fe percibido en el símbolo ritual no es un fin de sí misma, aunque de hecho muchas veces y para muchos fieles no vaya mucho más allá. Baste pensar en el gran número de los que sólo raras veces la participación en la liturgia acerca a la comunión sacramental.

De todas formas se trata siempre -como hemos dicho- de una «primera» experiencia, incompleta pero válida, que naturalmente está llamada a integrarse con una experiencia más profunda y completa y por tanto más verdadera: con aquella experiencia en la que el dato de fe pasa de una posición de verdad de fe situada delante del hombre a una posición de realidad vivida en el interior del hombre.

La función del sacramento en el cristianismo no consiste en ser solamente signo de una verdad-acontecimiento divino, que aunque relativo al hombre, siga estando de hecho fuera del ámbito existencial humano. Sabemos efectivamente que en la teología hay una corriente de pensamiento, representada ampliamente a lo largo de los siglos, según la cual las relaciones del hombre con Dios, rotas antiguamente por el pecado, quedan restablecidas a través del don de una gracia (santificante) que, sobre la base de los méritos infinitos de Jesucristo adquiridos en su vida mortal y derramados por él en beneficio de los hombres, se nos da según la medida de la referencia que hace a dichos méritos de Cristo el «signo» sacramental. El sacramento tiene realmente ---en cuanto signo instituido por Jesucristo- el significado y el valor -podríamos decir- de una «carta de crédito» que, presentada al Padre por la iglesia, le manifiesta la voluntad de Cristo de que se atribuya al fiel que se presenta con su «signo» (sacramento) aquella parte de sus méritos que se especifica precisamente en el «signo» sacramental del bautismo, de la confirmación, de la eucaristía, etc.

En esta perspectiva, que se conoce como la de la «causalidad moral» de los sacramentos, el propio sacramento se presenta ante todo y sobre todo como algo de capital importancia en el plano que podemos llamar «jurídico», ya que sin esta presentación de la «carta de crédito» firmada por Cristo (sacramento) nadie es admitido a participar de sus méritos a través de un don de gracia. En todo caso el sacramento concebido de este modo no es nada más que un medio para recibir el don de la gracia, y no ciertamente un momento de participación en el acontecimiento salvífico de Cristo. Consiguientemente es difícil que el sacramento-medio se convierta en una verdadera y propia experiencia espiritual. Todo lo más puede dar origen a una experiencia espiritual genéricamente religiosa, como cualquier otra «experiencia de Dios», aunque bajo una connotación «cristiana». La verdad es que en ella Cristo y su misterio no entran más que bajo la vía indirecta del hecho de que el sacramento-carta de crédito en tanto abre el acceso a los méritos de Cristo en cuanto que está firmada por el mismo Cristo, es decir, es un «signo» establecido por él que, mientras le recuerda al Padre su pasión-muerte (fuente de los «méritos»), le indica su voluntad de hacer un favor a la persona que presenta ese signo con fe.

Es desde luego esta mentalidad teológica la que ha impedido a las «escuelas de espiritualidad» destacar la importancia y la incidencia de la celebración litúrgica en la construcción de la «vida espiritual». En esta construcción la liturgia suele figurar en el número de las «cosas de obligación», que es preciso «satisfacer» bajo pena -en diversos niveles- de pecado, como sería (para todos) oír misa los domingos y fiestas de precepto o (para los religiosos) asistir todos los días a la misa conventual o comunitaria. El que luego la misa, tanto en el primer caso como en el segundo, tuviera como función únicamente la de ofrecer un rato de tiempo para las «prácticas de piedad», como la meditación o el rezo de diversas oraciones, sin asumir en manera alguna su carácter natural de celebración del misterio de Cristo por parte de los cristianos que intentan unirse a él para uniformar con él toda su existencia, era algo que no constituía ninguna dificultad ni mucho menos un escándalo, como debería haberlo hecho si se considera la importancia de la realidad sacramental. El conocimiento del misterio de Cristo y el contacto con él es algo que desde luego no se olvida en dichas «escuelas de espiritualidad». Al contrario: lo uno y lo otro forman el punto de llegada al que todas esas escuelas ordenan la ascesis y la purificación. El único obstáculo de la liturgia consiste en que no es -más que en una mínima parte- ni ascesis ni purificación en sentido propio sino sólo una «cosa de obligación», y además relativa.

¿Puede tenerse realmente una experiencia espiritual en una celebración litúrgica o basarse en ella?

Nuestra respuesta es simple y lineal: todo depende del modo de entender y practicar la liturgia. Si la liturgia, no ya considerada en abstracto sino precisamente como celebración, se percibe como momento de actuación personal-comunitaria del misterio salvífico realizado por Cristo y personificado en él, la liturgia no sólo puede ser fuente de verdadera experiencia espiritual, sino que está destinada a serlo por su propia naturaleza.

En la liturgia entendida y practicada de este modo el símbolo ritual no es ya solamente un mensaje de Cristo, que en la iglesia nos presenta al Padre para que obtengamos de él un don de gracia, sino que es el signo-momento en que el mismo hombre se encuentra directamente con Cristo y su misterio; es decir, el encuentro tiene lugar no solamente con Cristo en su realidad personal divina de Hijo de Dios, sino que se realiza con Cristo en su realidad humana concreta, en donde la salvación se revela según la variedad de los momentos que la componen. De estos diversos momentos salvíficos son signo y símbolo los sacramentos, por los que todo lo que fue Cristo (realidad salvífica) se les comunica sacramentalmente a los hombres. De esta forma, si en la realidad histórica de la salvación Cristo es el hombre que nace Hijo de Dios, en el sacramento del bautismo el hombre participa del nacimiento de Cristo, renaciendo como hijo de Dios; si en la realidad histórica de la salvación Cristo es aquel sobre quien descendió el Espíritu para morar en él, en el sacramento de la confirmación se le comunica al hombre el Espíritu que mora en Cristo; si en la realidad histórica de la salvación Cristo es el único verdadero sacerdote-adorador de Dios en el Espíritu y en la verdad de la ofrenda de sí mismo, sin la mediación de víctimas externas, en la eucaristía el hombre actúa ese mismo sacerdocio de Cristo -del que está revestido desde el momento de su «nacimiento» en Cristo-, integrando su propia ofrenda personal a la de Cristo «para completar en su cuerpo lo que le falta a su pasión, en favor de su cuerpo que es la iglesia» (Col 1, 24).

LITURGIA/FIN: El cristianismo no es -como se declara a sí mismo, por ejemplo, el budismo- una doctrina y una enseñanza de salvación, sino que es comunión en la salvación de Cristo. En efecto, la encarnación, en cuanto superación de la salvación-anuncio, es verdadera y propia experiencia salvífica que vivió Cristo, realizándola para todos, en su humanidad, pero en función -y no sólo con vistas a ella- de toda la humanidad por entero. Esto quiere decir que la encarnación de Dios en la humanidad de Cristo alcanza su objetivo, que es la salvación de los hombres, sólo cuando la experiencia salvífica personal de Cristo se hace experiencia salvífica personal de todos los hombres. Es lo que expresa sintéticamente san León Magno que, después de haber asentado que para la salvación «no bastan la enseñanza de la ley del antiguo testamento ni las exhortaciones de los profetas» 16, añade que «el gran mérito de la encarnación del Verbo está en el hecho de que lo que ya había acontecido acontecería de nuevo en el futuro» 17.

En esta continuación ininterrumpida del acontecimiento salvífico que se realizó en Jesucristo es donde los sacramentos, en cuanto símbolos rituales de sus misterios, encuentran su razón de ser: la de realizar en los hombres la salvación no como propuesta intelectual o incluso moral, sino en el nivel de una verdadera y propia experiencia del misterio de Cristo, que quiere decir: ser respecto al Padre y respecto al mundo no sólo como Cristo, sino ser -aunque dentro de las dimensiones proporcionadas a nuestra pequeñez- la realidad misma comunicada de Cristo.

Toda la liturgia está centrada en la «imitación» de Cristo y cada uno de los sacramentos representa un rasgo nuevo y distinto con el que Cristo nos va configurando y modelando, mientras «imita» en nosotros su propia imagen.

Pero es precisamente el capítulo de la «imitación» de Cristo uno de los que mejor revelan la diversa forma de proponer esa imitación por parte de la liturgia y de las otras corrientes espirituales, que es en el fondo una forma diversa de proponer a Cristo. En efecto, si para todos Cristo es siempre el «maestro interior», en el sentido de que nos habla interiormente, muchas veces la «imagen» que de él se nos propone está situada fuera no solamente de nosotros sino de él mismo: es un modelo puesto delante, no depositado dentro de nosotros. Es el trazado del ingeniero-arquitecto (Dios), que el albañil (el hombre) pone ante sus ojos para saber cómo tiene que colocar las paredes de la construcción y dónde ha de poner las puertas y ventanas. Por el contrario, en la intención de la encarnación el trazado (Cristo) se pone dentro de nosotros en la celebración litúrgica y el esfuerzo del hombre consistirá en primer lugar en hacer de sí mismo un terreno adecuado y en segundo lugar conceder al trazado el mayor espacio posible. En el primer caso la imitación se produce -previa la acción de la ayuda y de la iluminación de la gracia- sobre todo por vía psicológica y se lleva a cabo apuntando directamente a la transformación moral, según lo que se va aprendiendo de Cristo. Pero sucede que esta «imitación moral» de Cristo está «mediada» la mayor parte de las veces, en cuanto que es fácil el recurso al santo como a una persona que, por haber estado en unas condiciones parecidas a las nuestras, parece que nos puede mostrar más fácilmente el camino de la «imitación» de Cristo que estamos buscando.

En el sacramento es Cristo mismo el que se imita en nosotros, en cuanto que se nos comunica a sí mismo precisamente en lo que constituye la relación propia y verdadera con Dios y con el mundo (salvación). Esto significa que toda «transformación moral», para ser verdadera «conformación» con Cristo, tiene que partir ante todo de la «novedad» ontológica que se crea en el hombre cuando éste queda «asumido en Cristo» a través del sacramento. En este sentido es como hemos de concebir el papel y la acción que los tiempos litúrgicos tienen en la vida espiritual. Estos tiempos nos presentan los misterios salvíficos de Cristo no para darnos primariamente motivos de meditación, sino que nos los «hacen presentes» a través del sacramento para recordarnos la realidad interior que ya existe en nosotros y para uniformar, con la ayuda de la meditación, nuestra acción humana con nuestra nueva condición «cristiforme». De esta manera cada «tiempo litúrgico» puede y tiene que convertirse en motivo de «experiencia espiritual» diversa y progresiva, ya que el año litúrgico se mueve según una forma circular en espiral, el mismo misterio que retorna todos los años tiene que actuar cada año en una profundidad espiritual cada vez mayor.

- La experiencia espiritual del acontecimiento salvífico 
  en la oración litúrgica

La reflexión que hemos hecho sobre los sacramentos puede extenderse con claridad a toda la liturgia, sea cual fuere su forma celebrativa, ya que toda ella se encuentra bajo el signo sacramental.

Y lo mismo vale para la oración litúrgica, ya que también ella -y no en último lugar o sentido impropio- es una forma sacramental en la que se hace presente y se actúa aquel misterio salvífico particular que es la oración de Cristo.

No cabe duda de que toda oración cristiana, en cuanto que la hacen unos cristianos, por ser oración hecha en el nombre de Cristo (Jn 14, 13; 15, 16; 16, 24), participa del valor y de la eficacia de la oración misma de Cristo (Jn 16, 26-27).

Pero todo esto debe decirse de manera particular de la oración litúrgica, que se presenta como «sacramento de la oración de Cristo», en cuanto que la iglesia reunida en oración es el «signo sagrado eficaz» de la presencia de Cristo orante en ella, según las palabras del Señor en Mt 18, 19-20.

Esta afirmación, repetida varias veces en los documentos conciliares y posconciliares cuando se habla de la «presencia de Cristo en la oración de la iglesia», tiene que entenderse en sentido pleno. En la oración litúrgica hay una «presencia real» de Cristo análoga a la que se tiene en el sacramento de la eucaristía (Pablo VI, encíclica Mysterium fidei: AAS 57 [1965] 764), ya que «Cristo continúa su obra sacerdotal por medio de la iglesia no sólo en la celebración de la eucaristía..., sino también cuando se celebra la liturgia de las horas» (SC 83; IGLH 14). En particular en la oración «litúrgica» la iglesia continúa aquellas oraciones y súplicas que Cristo ofreció durante los días de su vida mortal, según Heb 5, 7 (IGLH 17).

En este sentido hemos de aclarar que no se trata de una afirmación que pueda considerarse como adquirida recientemente en la teología litúrgica, sino que se trata de una reflexión que desde siempre ha corrido en la iglesia, como bastaría para demostrarlo por otra parte el hecho de que el origen mismo de la iglesia se identifique con la asiduidad de los primeros creyentes en frecuentar «las horas de oración» 18 en torno a los apóstoles desde el primer momento de su existencia como «iglesia» en Jerusalén. Conocemos además en este sentido aquella insistencia con que san Agustín vuelve sobre la identificación de la oración de la iglesia con la oración de Cristo. Escribe por ejemplo: «El cuerpo de Cristo (nosotros) al rezar no se separa nunca de su propia cabeza (Cristo); por eso mismo Cristo, único salvador de su cuerpo... reza por nosotros, reza en nosotros, es rezado por nosotros» 19. Una vez más, pero de forma más marcada todavía, se expresa san Agustín cuando proyecta la oración de Cristo sobre los mismos misterios fundamentales con los que lleva a cabo la redención humana: «Si en Cristo hemos muerto y resucitado, si él mismo muere y resucita en nosotros (hay efectivamente unidad entre la cabeza y el cuerpo), no sin razón la voz de su oración es también nuestra y la voz de nuestra oración es también suya» 20.

Naturalmente todo esto es verdad no en abstracto, sino en el hecho de la celebración. Y esto significa que no puede existir en concreto una oración litúrgica sin que sea oración del mismo Cristo en concreto; por consiguiente, si la oración litúrgica es la que se identifica con la oración de Cristo, está claro que los que oran en la oración litúrgica son verdaderos orantes cuando realizan la experiencia espiritual de Cristo orante, experiencia que se identifica entonces por completo con la de nuestro orar en Cristo.

- La experiencia espiritual del acontecimiento salvífico 
  no está en el
opus operatum

Naturalmente nadie pensará que nuestra valoración de la liturgia es tan ciega que atribuyamos a la celebración como tal, incluso vista en su perfección y culminación ritual, la capacidad de ser o de provocar una verdadera y propia experiencia espiritual del acontecimiento salvífico.

Consideramos como cierto -y el lector lo habrá podido comprender abundantemente- que la celebración, en cualquier grado y en cualquier situación, está siempre ordenada por su naturaleza a producir un contacto de tal categoría con el acontecimiento salvífico que se celebra que haga del mismo una experiencia espiritual verdadera, es decir, que dé la certeza de fe (no digo: claridad) de que revivimos en nosotros lo que celebramos.

Pero tenemos igualmente como cierto que la unión verdadera y profunda de una «experiencia», por la que se revive en la fe el acontecimiento celebrado, no es y no puede ser de ningún modo ni el efecto ni el resultado de una celebración vista como opus operatum, es decir, como algo que se ha ejecutado en la combinación exacta de todos sus elementos. Una cosa es hacer que el símbolo sacramental se convierta en medio, y que su celebración sea el momento, en el que la «potencialidad» de «gracia» intrínseca a los elementos que componen el sacramento pase a ser «gracia en acto» (esto es el opus operatum); y otra cosa es que la «gracia» que así «actúa» alcance eficazmente al sujeto celebrante, si éste por ejemplo no presenta las condiciones necesarias que se requieren. Esto resulta evidente si pensamos sólo en el sacramento de la eucaristía: toda consagración legítima del pan y del vino hace presente en acto la «gracia» del cuerpo y de la sangre de Cristo, pero no todos los que reciben el cuerpo y la sangre de Cristo reciben su «gracia».

Esta reserva, que siempre ha tenido vigencia en la teología y en la praxis sacramental, vale más todavía en aquel modo de explicar el sacramento y consiguientemente la liturgia -que ha sido el que hemos adoptado nosotros- según el cual en los sacramentos no se recibe un «don de gracia santificante» genérico en aplicación de los «méritos» de Cristo, sino que se acoge el mismo misterio salvífico de Cristo al que se refiere el sacramento (cf. supra). Ya hemos dicho que sólo en este caso se puede hablar de verdadera experiencia espiritual de Cristo en sentido litúrgico.

También se ha dicho y se ha aclarado en qué sentido el símbolo con su valor nocional de signo y el rito con las sugerencias externas de cánticos, luces, gestos y ambiente pueden crear una primera experiencia a nivel de visión-intuición de la verdad de fe. Pero no pasa más allá. La experiencia propiamente salvífica, es decir, la que se tiene cuando el fiel se «apropia» del contenido del símbolo ritual, puede verse a veces favorecida por todo esto, pero en definitiva puede prescindir de todo ello, ya que por sí misma está más allá y por encima de la acción-reacción psicológica y tiene lugar en un nivel de pura fe.

Es lo que entre otras cosas quiere hacernos comprender Pablo en 1 Cor 11, 17-32, cuando frente a la sospechosa fastuosidad de la cena que celebran los fieles de Corinto él opone la «cena del Señor», tal como él nos la dio: un rito sencillo, despojado de toda emotividad producida por factores externos a la misma «cena», rito en el que se come un poco de pan y beben todos de un vaso de vino. No hay ningún gesto más vulgar y ordinario que éste, que sin embargo explota en una solemne proclamación del hecho más extraordinario de la historia, el de la muerte de Cristo, que ahora los fieles ven y aceptan en su muerte «hasta que él venga» en la gloria, que todos ellos anhelan ver gritando con toda la iglesia: Marán atha! ¡Ven, Señor nuestro! ¡Ven, Señor Jesús! (1 Cor 16, 22; Didaje 10, 6; cf. Ap 21, 17.20).

Conclusión

Después de dejar en claro que el hecho celebrativo externo de ningún modo basta por sí mismo para una experiencia espiritual que apele legítimamente a la liturgia, hemos de decir en conclusión lo siguiente:

Para que la liturgia pueda ser fuente y realidad de experiencia espiritual, se requiere que cada uno de los que participan de esa liturgia se hagan capaces de tener esta experiencia. Con esta finalidad es preciso afirmar que la purificación interior no es una premisa necesaria e indispensable solamente para las que se denominan por antonomasia «experiencias místicas», sino para toda experiencia espiritual auténtica y verdadera. Esta purificación tiene que buscarse siempre a la luz de la palabra de Dios que la misma liturgia nos propone, puesto que la palabra misma es ya de suyo purificadora (Jn 15, 3), como «fuego devorador y como martillo que hiende la roca» (Jer 5, 14; 23, 29), como espada que «mata» (Os 6, 5), ya que es «eficaz y tajante, dispuesta a penetrar hasta el punto en que se divide el alma del espíritu..., y no hay criatura alguna que pueda esconderse delante de ella» (Heb 4, 12-13).

Además, la celebración en sí misma no puede ser una celebración cualquiera. Tiene que desarrollarse en un nivel de fe y de consiguiente atención interior de tal categoría que permita descubrir al mismo tiempo la presencia operante de Cristo y la apertura de cada uno a esta divina presencia y acción.

Con semejantes condiciones la liturgia puede convertirse y ciertamente se convertirá en cada ocasión en una experiencia espiritual absolutamente válida, es decir, capaz de dar aquel conocimiento-unión de amor al misterio de Cristo, que no se reduce a una sensación fugitiva de la presencia de Cristo, más o menos externa a nosotros, sino que se hace cada día más, en nuestra intimidad, exigencia de progresiva inserción en la realidad de Cristo. Este será el camino de la conformación-configuración de nosotros mismos a Cristo: a través de la celebración. La celebración realmente es la que, depositando en nosotros continuamente el misterio de Cristo como un germen, cargado de toda su fuerza dinámica de desarrollo, nos ilumina al mismo tiempo sobre su sentido y sobre su forma de crecer, suscitando siempre nuestra atención sobre la forma como hemos de acogerlo (cf. Mc 4, 22-25). A través de la repetición de una liturgia que se haga cada día «experiencia espiritual» nos iremos haciendo gradualmente cada vez con mayor lucidez «espejos capaces de reflejar la gloria del rostro del Señor, hasta quedar transformados en su misma imagen, pasando bajo la acción del Espíritu santo de claridad en claridad» (2 Cor 3, 18).
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1. J.J.-Navatel, L'apostolat liturgique et la piété personelle: Études (1913) 449 SS.

2. Ibid., 452-453.

3. Ibid., 456.

4. Ibid., 458.

5. Ibid., 455.

6. Ibid., 458.

7. M. Festugiére, La liturgie catholique, Maredsous 1913, 5.

8. Ibid., 9.

9. Ibid., 10.

10. Ibid., 11.

11. El que los discípulos, ocho días después de la resurrección, «se encontrasen de nuevo en casa», no parece un hecho casual ni se indica tampoco como motivo de ello el «temor a los judíos» (cf. Jn 20, 19). Todo hace pensar que se trataba de una reunión expresamente buscada.

12. San Agustín, Confesiones 10, 4.

13. Ibid., 10, 6.

14. Cf. Revue de la Jeunesse (10 octubre 1913).

15. E. Renan, Souvenirs d'enfance et de jeunesse, 64.

16. San León Magno, Sermones 23, 3.

17. Ibid., 4.

18. En Hech 2, 42 se habla propiamente de «asiduidad... en las oraciones»; pero es cierto que aquí la forma plural «oraciones» sirve para indicar las diversas «horas» en las que el judaísmo en general y los grupos devotos en particular solían rezar dos o tres veces al día.

19. San Agustín, In psal. 83, 1.

20. Id., In psal. 62, 3.