Hacerse personalmente adultos en Cristo

Federico Ruiz Salvador


En la teología espiritual el crecimiento de la vida cristiana ha ocupado siempre un lugar privilegiado como objeto de experiencia y como tema de reflexión. Ya desde sus comienzos representó uno de los capítulos más importantes de la misma; luego, enriquecida por análisis y consideraciones de diversa índole, ocupó un amplio sector de su estudio. Finalmente, la dinámica espiritual se convirtió en la perspectiva característica de la manera peculiar con que la espiritualidad contempla la totalidad del misterio cristiano. En los últimos decenios el crecimiento de la vida cristiana ha adquirido un relieve especial debido a una conciencia más viva de la historia, de la temporalidad y del carácter gradual de los procesos vitales.

La ley del crecimiento espiritual se reitere a cada una de las funciones vitales. Por eso mismo las pedagogías y las iniciaciones parciales -a la oración, al apostolado, a la vida comunitaria- están en continuo desarrollo. Pero la novedad mayor en este terreno se encuentra no tanto en los sectores particulares como en el desarrollo de la personalidad total del cristiano, en su aspecto religioso, psíquico, social.

Podemos reducir toda esta variedad de elementos y de aspectos a dos grandes bloques, que representan dos polos conflictivos que se conjugan en la composición de una unidad superior: lo divino y lo humano, la gracia y la naturaleza, la santidad cristiana y la madurez psíquica, la teología y la psicología. Unidos por su origen y por su finalidad salvífica, cada uno de estos bloques tiene su propio significado, su propio valor, sus propias leyes evolutivas. No se trata de definir su naturaleza ni de confrontarlos en abstracto; la espiritualidad tiene sobre todo la tarea de determinar las funciones respectivas y los influjos recíprocos, cuando los dos bloques actúan en el mismo sujeto.

En pocas palabras, el título condensa la temática y la problemática espiritual del tema: proceso evolutivo, esfuerzo personal, madurez conseguida en la comunión con Cristo. Los términos y los conceptos presentan una clara resonancia paulina, aunque más tarde, a lo largo del curso de la historia, cambiaron profundamente. La palabra «adulto», que en san Pablo es poco más de una imagen, pasa luego a significar la realidad viva y densa del cristiano transformado por la gracia en todo su ser.

Como indica explícitamente el título, la exposición se limitará al ámbito del crecimiento individual; aquí es donde se realiza y se observa mejor el crecimiento propiamente dicho, así como la compenetración entre el factor psíquico y el elemento espiritual. Aunque sólo sea de paso, es necesario recordar que la vida espiritual del cristiano nace y crece dentro de la dinámica del desarrollo eclesial. La revelación aplica la ley del crecimiento en primer lugar a la comunidad eclesial y, dentro de ella, a cada uno de los miembros. Esta perspectiva se encuentra abundantemente confirmada por la experiencia que estamos viviendo.

Dada la brevedad de estas páginas, será mejor dedicarlas a fijar su estructura y sobre todo a definir con mayor precisión el itinerario y los momentos fuertes del crecimiento; es éste el punto que presenta un mayor interés pedagógico y el que quizás necesita una mayor clarificación doctrinal.

 

I. PRINCIPIOS DE CRECIMIENTO

El movimiento de maduración humana y cristiana se comprende a partir de las estructuras que lo sostienen y condicionan. Por tanto es necesario analizar rápidamente los diversos elementos que intervienen en la acción. No todos tienen la misma importancia. La santificación cristiana se realiza y es posible su conocimiento a partir de la revelación; así pues, la síntesis final pertenece a la teología, pero al tener su lugar en la unidad de la persona, afecta a toda una serie de factores culturales, sociológicos, personales que aceleran o frenan de manera incluso importante el desarrollo de la gracia; de todos estos factores hablan de manera competente las ciencias del hombre.

San Pablo: experiencia y doctrina

Entre los autores del nuevo testamento san Pablo es sin duda alguna el más rico en elementos explícitos de experiencia y de doctrina sobre la dinámica espiritual Es también el que plantea con mayor fuerza de lenguaje y de ideas las relaciones que median entre el desarrollo humano y la transformación espiritual. Sus enseñanzas ofrecen una buena base de reflexión, dando perspectivas cristianas y solidez teológica a los planteamientos más modernos que mencionaremos más tarde.

San Pablo ha seguido con atención su propio desarrollo y el de sus comunidades en la adhesión a Cristo. Personalmente llevó a cabo hasta dos veces el recorrido entero hacia la perfección: primero como judío irreprensible según la ley, luego como cristiano que volvía a comenzar de cero (Flp 3). Se siente además padre y pedagogo de las comunidades que ha fundado y es testigo de sus crisis, sus progresos, sus cansancios, sus retrocesos: los corintios, los gálatas...

Para ilustrar el dinamismo de la vida cristiana san Pablo utiliza imágenes muy variadas. Algunas son de tipo ascético y realizador: atleta, soldado, adulto. Otras están sacadas del ambiente familiar y acentúan más bien la comunión: esposa, hijo, liberto. Todas son válidas, pero ninguna es completa. En la convergencia de estas dos líneas de imágenes se sitúa la expresión «adultos en Cristo», que sitúa la madurez cristiana en la comunión con el Señor. Mayoría de edad no significa independencia sino toma de conciencia plena de la propia condición de hijo de Dios; significa no vivir ya en la esclavitud de los elementos del mundo (Gál 4, 1 ss). En san Pablo se mezclan, bien dosificados, tonos viriles y tonos familiares, que se completan para dar la idea del misterio cristiano: el hombre es tanto más hombre cuanto más está dotado de libertad personal gracias al vínculo con Jesucristo.

En este cuadro se sitúa el texto paulino más completo: Ef 4, 11-16. Dios ha concedido diversos carismas para la edificación del cuerpo de Cristo, «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error, antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor».

Este texto es muy denso y muy en consonancia con nuestro tema. Los autores espirituales en general sólo en parte se han aprovechado de su contenido: dejar de ser niños, hacerse hombres adultos, alcanzar la talla de Cristo. Se ha estudiado también la doble dimensión de este crecimiento, en la fe y en la caridad. Pero no se ha atendido debidamente otro aspecto que figura en el texto en primer plano: la conexión entre el desarrollo personal y el crecimiento del cuerpo místico. El cristiano va madurando en fidelidad a su carisma eclesial y la iglesia va madurando en conexión con las fidelidades individuales.

Todo esto supone tiempo y compromiso. La vida cristiana no es solamente conversión y bautismo, sino existencia prolongada y proceso de conformación al misterio de la muerte y resurrección del Señor. En sus reproches a las comunidades Pablo hace intervenir el factor tiempo. Después de tantos años de bautismo no se explica que haya que seguir tratando a los bautizados con un tono de condescendencia propio de quienes están dando sus primeros pasos en la fe (1 Cor 1, 1-3; Heb 5, 12 ss).

La edad adulta cristiana de la que habla san Pablo comprende características de madurez psíquica. En sus listas de virtudes cristianas destacan aquellas virtudes que tienen implicaciones en el plano psicológico y en el de las relaciones personales (Col 3, 12-17; Flp 4, 8; 1 Cor 9, 24 ss). Los síntomas de inmadurez que se echan en cara a los cristianos «niños» son también manifestaciones de infantilismo psicológico: inconstancia en los compromisos asumidos, valoración de las cosas según los gustos y caprichos; curiosidad por las últimas novedades en cuestión de criterios doctrinales, etcétera 3.

Está claro que el cristiano adulto de san Pablo no es una persona autosuficiente; es adulto precisamente en la medida en que se hace independiente de la concupiscencia y de la historia como fuerza mundana, en que se adhiere a Cristo y se deja guiar por su Espíritu. Pero esto no está en contraste con la infancia evangélica: «Hermanos, no seáis niños en juicio; sed niños en malicia, pero hombres maduros en juicio» (1 Cor 14, 20).

Cambio de cultura

Entre san Pablo y nosotros se interponen diferencias culturales y de sensibilidad. El hombre ha ido tomando conciencia de su propia dignidad, se ha hecho adulto, autónomo. Se siente en disposición de conocerse y de transformarse, de conocer y de transformar el mundo y la historia. Estos cambios han tenido lugar no ya en el ámbito particular de la espiritualidad, sino en el de la cultura general y en el de la religiosidad. Pero los cambios de cultura influyen en la espiritualidad de manera más extensa, más profunda y más duradera que las variaciones procedentes del campo de la misma espiritualidad.

En realidad la condición de hombre adulto había sido asumida por la teología para describir la imagen del cristiano. Partiendo del principio de que la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona, la teología estableció la estructura del llamado «organismo sobrenatural»: gracia, virtudes, dones, actos. El nombre de «organismo sobrenatural» se deriva no de la simple analogía externa con el organismo natural, sino también de su inserción íntima en las estructuras naturales, en las potencias, funciones y conexiones del psiquismo natural. La espiritualidad se ha aprovechado notablemente del vínculo teológico existente entre lo natural y lo sobrenatural en la experiencia cristiana. Esta visión del hombre cristiano conserva las líneas y los acentos de la síntesis paulina.

La afirmación solemne del adulto, del hombre adulto, ha tenido lugar en dos momentos de la historia: la ilustración y los años recientes. Hay dos nombres particularmente ligados a esta afirmación: E. Kant y D. Bonhoeffer que, a pesar de estar cercanos en el núcleo central, difieren sensiblemente en sus perspectivas.

A finales del siglo XVIII Kant anunciaba que la humanidad había alcanzado ya la edad adulta. El hombre es y se siente adulto, «mayor de edad» (mündig, como dice desde 1784). El verdadero sentido y valor de esta palabra solamente lo comprenderemos si nos adentramos en el contexto social y en el estado de ánimo de aquel tiempo: el desarrollo de la razón filosófica y matemática, de la técnica y de la industria, del rigor historiográfico, purificador de mitos y de supersticiones. En una palabra, estamos ante el progreso. El hombre se hace responsable de la historia en primera persona y está convencido de que así se camina hacia adelante mejor que antes, cuando la historia estaba en las manos milagrosas de Dios. Al progreso auténtico se une entonces la reacción frente a la religiosidad precedente o, de manera más simple, ante todo género de religiosidad.

En nuestros días Bonhoeffer ha reafirmado la condición adulta del hombre eliminando aquella aureola de triunfo, de progreso, de felicidad terrena que le había atribuido Kant. Bonhoeffer vivió en su propia carne y meditó largas horas en la cárcel sobre el hecho tremendo de la última guerra mundial, donde se mezclaba el ingenio humano con la degradación moral. El adulto de Bonhoeffer es menos optimista que el de Kant; se siente responsable principal o único de la historia, pero no está seguro de poder resolver positivamente los problemas confiados a su responsabilidad. Es un hombre casi «obligado» a ser adulto y autónomo, aunque a veces el ejercicio de esta libertad se le presenta como un deber penoso.

Esta mentalidad está presente e influye en la formulación del pensamiento cristiano sobre el hombre y la sociedad. Todo el razonamiento de la Gaudium et spes en su primera parte está guiado por el esfuerzo de armonizar la mayoría de edad del hombre con los valores de la transcendencia y de la incorporación al misterio de Cristo. De ahí el nuevo tono de sus afirmaciones: «Aquel que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace él mismo más hombre» (GS 41).

Esta valoración del hombre adulto repercute en el corazón de la espiritualidad, en la imagen de la santidad cristiana. Por los mismos años en que Bonhoeffer escribe Resistencia y sumisión, en Francia se lleva a cabo una encuesta sobre el tema: «¿Hacia qué tipo de santidad nos encaminamos?». Las respuestas acentúan la plenitud humana del santo cristiano.

El hombre real

La teología ha afirmado siempre que tanto la salvación como la santificación afectan al hombre entero y se realizan a lo largo de toda su vida; pero la determinación del significado de la totalidad del hombre y de la totalidad de la vida no depende solamente de la teología. Lo definen con precisión y competencia las ciencias humanas. Por tanto, hemos de tenerlas presentes cuando hablamos de la maduración cristiana.

La espiritualidad antigua, cuando afirmaba la presencia de elementos humanos en la vida espiritual, ni siquiera podía desde lejos imaginarse las graves y detalladas implicaciones que la exploración psicológica habría de descubrir en esta integración. Ciertos análisis, por su crudeza y su profanidad, crean a la espiritualidad problemas nada fáciles, pero -además de muchas clarificaciones parciales- aportan una gran ventaja de carácter general: identifican al hombre espiritual con el hombre real, con el que hace la historia y la soporta. Abandonada únicamente a sus fuentes específicas, la espiritualidad corre el riesgo de construir una especie de «antropología espiritual» en el sentido restringido y peyorativo de la palabra: en los márgenes de la historia política, social, cultural. Con este sistema la espiritualidad evita problemas, pero se empobrece al idealizarse. Fuerte y segura de sus propios recursos y de sus propias convicciones, la espiritualidad debe más bien estar dispuesta a arrostrar las perspectivas de las otras ciencias que se ocupan del mismo hombre vivo y real.

«Ya que el crecimiento espiritual se efectúa utilizando las estructuras y los procesos psíquicos de la persona, el estudio científico de ésta aclara aspectos importantes del crecimiento espiritual... Esta contribución es necesariamente parcial, ya sea porque toda decisión operativa debe tener en cuenta todos los componentes de la situación y no solamente de esta psicología» 6. He aquí, por consiguiente, las tres ideas fundamentales que dirigen la exposición espiritual de este sector: participación del psiquismo en el proceso de maduración espiritual, consiguiente interés de las ciencias del hombre por este proceso, límites de competencia en uno y otro caso.

Límites, sin embargo, no quiere decir reproches. La psicología posee su propio campo de acción y el método apropiado para explorarlo. La teología espiritual se aprovecha de sus luces, pero en una perspectiva distinta; es normal que aplique el discernimiento a las conclusiones de la psicología. La limitación principal es de carácter objetivo: se deriva del nivel humano en donde se mueve la psicología, que le hace ignorar metodológicamente el fin sobrenatural, la gracia, la vocación religiosa, la acción del Espíritu. En el tema del dinamismo espiritual es oportuna también otra cautela: el exceso de análisis psicológico aplicado a los procesos espirituales, incluso con la finalidad de purificarlos, acaba degradándolos en una auto-observación paralizante. Las pretensiones de obtener un elevado nivel de conciencia y de autenticidad en las intenciones y motivaciones lleva al sujeto a perder confianza en sí mismo, a dudar de todo, a quedarse inactivo.

Concretamente las aportaciones de la psicología en la descripción del proceso espiritual pueden tomar formas muy variadas. Señalaremos algunas, como ejemplo.

a) Descripción del proceso vital

La psicología define los sectores del psiquismo en los que se va llevando a cabo la maduración humana: cognoscitivo, emotivo, moral, social. Indica además los elementos y los condicionamientos biopsíquicos que intervienen en el proceso de crecimiento. Estudia atentamente los principios y las leyes del proceso evolutivo, analizando sus fases hasta la madurez. Todos estos elementos tienen una repercusión inmediata en el campo espiritual.

b) Negatividad

Es otro de los servicios realmente útiles que la psicología puede hacer a la espiritualidad. El psiquismo humano está marcado de anomalías, tensiones, conflictos, bloqueos, obstrucciones de todo tipo. Muchos de ellos surgen a la superficie cuando el sujeto se da un proyecto de vida o recibe una vocación comprometedora por parte de Dios. Consiguientemente, se ha elaborado una especie de «patología espiritual» 8 que, además de descubrir las enfermedades, sugiere los remedios que pueden aplicarse desde el punto de vista humano para sanear los procesos espirituales.

c) Técnicas

Uno de los aspectos de esta colaboración que puede llegar muy lejos es la aplicación de técnicas instrumentales al análisis de los procesos psíquico-espirituales. Se realizan experimentos de laboratorio, con rigurosos controles, para determinar la intervención de factores biológicos o biopsíquicos (sistema nervioso, placer, régimen de atención, etcétera) en ciertas actividades espirituales como la meditación o la contemplación. Son evidentes los límites de este sistema aplicado a una oración de laboratorio; no es fácil que rece con naturalidad un orante sometido a una experimentación del tipo de una «unidad de cuidados intensivos». Las gráficas de los instrumentos pueden reflejar la tensión de la atención, la presencia o ausencia de ciertas substancias biológicas, pero no ciertamente la cantidad o cualidad de la oración. Nos encontramos apenas en los comienzos.

d) Psicopedagogía del adulto

Un nuevo sector de la psicología técnica ofrece un interés particular para la cuestión del crecimiento espiritual. La casi totalidad del desarrollo espiritual tiene lugar en el período que se considera de la edad adulta y por tanto participa de sus modalidades de asimilación y de consolidación. La formación del adulto promueve la preparación en dos sectores, el de la función y el de la persona. Ordinariamente se presta mayor atención a la función, en donde el sujeto goza de mayor capacidad de renovación; de este modo queda orillado el desarrollo del ser, es decir, la madurez propiamente personal.

<Las dificultades y los procesos de ciertas acciones de formación de los adultos se atribuyen con frecuencia a la falta de métodos pedagógicos específicos. Por consiguiente, muchos operadores proponen eliminar de la formación de los adultos ciertos modelos o medios concebidos desde hace tiempo para la educación de los niños. Se inclinan muchas veces a distinguir -y hasta a contraponer- la pedagogía de la andragogía, haciendo referencia a diversos órdenes de criterios. ¿Cuál es el fundamento y cuál es la utilidad de una distinción de este tipo? ¿Existirá acaso una pedagogía especial para los adultos? A este propósito la psicología científica permite en la actualidad ir más allá de la intuición o del savoir faire de los operadores».

e) Factores sociales

Aunque nos mantengamos en el ámbito del crecimiento espiritual estrictamente personal, la influencia de los factores sociales resulta grave y evidente. Estos factores son ambiguos: realizan la vida, pero por otra parte parecen coartar la libertad. Tienen un valor no sólo natural, sino también religioso. La acción del Espíritu tiene lugar en la historia y a través de la historia; por tanto los mismos condicionamientos sociales representan una forma de comunión con la llamada que el Espíritu dirige a cada uno de los creyentes. Son muchos y muy variados. Me limitaré a indicar unas cuantas manifestaciones de su presencia en la vida espiritual.

La santidad, cima de la madurez cristiana, en su experiencia y en su descripción lleva el signo de su siglo, de los ideales y de los problemas que conmovieron a los contemporáneos, de los triunfos y de las debilidades de la iglesia. Si tenemos presentes a los santos que vivieron en una época determinada, a los hagiógrafos que escribieron sobre ellos, a la iglesia que los ha escogido para canonizarlos, podemos hablar de una «sociología» de la santidad cristiana.

Las más elevadas experiencias espirituales que se han dejado por escrito se deben a personas que vivieron dentro de un determinado grupo cristiano, generalmente en un instituto religioso. En esos ambientes los individuos asumen libremente un estilo común de vida, unos modelos de vivir, unos medios de formación y de expresión, unas actividades, unas experiencias que dependen del grupo. Lo mismo sucede actualmente con los movimientos espirituales en donde el crecimiento de cada uno tiene lugar en íntima comunión de vida con el grupo.

Otro factor que influye en el proceso de maduración espiritual del individuo, en forma de aceptación o de rechazo, es la herencia espiritual. El que nace y vive en un ambiente determinado respira su atmósfera religiosa y cultural incluso antes de tomar decisiones personales; no parte desde cero. Tiene que hacer cuentas necesariamente con una serie de datos ya vividos por la colectividad, inconscientemente asimilados por diversos canales. El adulto cristiano que desea asumir un plan de vida espiritual personalísimo y libre se da cuenta de que está inserto en una red de condicionamientos que penetran hasta el nivel más íntimo de su persona.

Ideal de perfección cristiana

Para organizar toda la variedad de elementos naturales y sobrenaturales que componen el desarrollo total de la persona tenemos necesidad de un punto de referencia unificador; lo encontraremos en el ideal de perfección cristiana, expresado en todos sus elementos. El modelo de crecimiento que propuso la antigua teología no es el idóneo para integrar los datos que nos ofrece la nueva síntesis de madurez psicológica: crecimiento de la gracia por el mérito y las buenas obras, crecimiento de las virtudes, progreso en el camino de la oración.

«La teología actual prefiere concebir el progreso espiritual, sobre todo, bajo el perfil de la unificación progresiva en la personalidad moral del creyente, porque toda la existencia humana tiene un sentido en virtud de la profundización y de la aplicación intensa de la opción fundamental por Dios. En este modelo antropológico el crecimiento espiritual no se reduce tan sólo al perfeccionamiento ontológico, descrito como el crecimiento de la gracia santificante, ni tampoco solamente al progreso ascético, considerado como perfeccionamiento de comportamientos virtuosos, sino que es considerado como un cambio que implica el uno y el otro, que consiste formalmente en una orientación personal de diálogo, y está producida por la causalidad personal de Cristo, considerada como influencia convergente del mensaje, del testimonio, de la personalidad y de la mediación sacramental del Salvador. En la comparación entre la conversión sociológica y la conversión personal la teología pone su atención en los puntos de contacto entre el crecimiento espiritual y el proceso de socialización, inseparablemente unidos en la vida de toda institución» 13.

Destacan así con claridad los diversos elementos: unidad de la persona, referencia total a Cristo, comunión teologal, dimensión comunitaria o eclesial, conversión de la persona en el plano moral. Esta perspectiva de unidad totalizante hace más fácil la integración de los diversos factores en el único proceso de crecimiento espiritual. Todos los elementos indicados en el texto van acompañados o sostenidos en el plano psíquico por unas actitudes correspondientes de madurez humana: la fe y el amor por la apertura transcendente, la dimensión eclesial por el sentido social, la opción moral por la exigencia ética... En el proceso de maduración total se asigna a la madurez «afectiva» la misma importancia que se le atribuye a la caridad en el ideal de la santidad cristiana.

Si hubiera que trazar un ideal de perfección cristiana de tipo lo más elevado posible, señalaría cuatro dimensiones compenetradas entre sí e impulsadas cada una de ellas hacia su plenitud relativa:

a) teologal: comunión personal, en la fe, el amor y la esperanza, con Cristo, con Dios, en sí mismo y en las mediaciones;

b) moral: conformación del sujeto con los dones y con las exigencias que se derivan para él de la vida teologal, en sus actitudes interiores y en su conducta;

c) eclesial: sentido comunitario, tanto en la experiencia teologal de la fe, del amor y de la esperanza, como en la dimensión moral de la existencia cristiana;

d) psicológica: consistencia y desarrollo de las estructuras y funciones de la personalidad y su integración en la realización de los tres planos mencionados.

Con la ayuda de este esquema es posible precisar ulteriormente las modalidades del perfeccionamiento espiritual en sus diversas dimensiones. Tanto en la meta como en el camino se realiza una interdependencia entre esos sectores, pero no un estrecho paralelismo. Esta afirmación se puede demostrar mediante principios teológicos o, todavía con mayor elocuencia, analizando la vida de los santos. El desequilibrio o la diversa acentuación de los sectores se advierte no solamente en los individuos sino también en la mentalidad de las diversas épocas que van orientando, según una tendencia u otra, su ideal de santidad cristiana.

La prioridad absoluta corresponde a la dimensión teologal, sobre todo a la caridad, que rigurosamente hablando incluye la sensibilidad eclesial y la rectitud moral, pero que sin embargo no siempre se encuentran en el mismo grado de conciencia y de madurez espiritual. En algunos santos el sentido eclesial se despierta mucho después del desarrollo de la sensibilidad teologal. Lo mismo ha de decirse de la vida moral que a veces se presenta como condición previa y a veces como fruto de la madurez teologal.

Se ha hablado mucho de algunas situaciones de divergencia entre madurez teologal y madurez psicológica, con predominio de la una o de la otra. Algunos mártires, con una fe y un amor que demuestran un carácter heroico, tiemblan como desconcertados en las horas que preceden a su muerte, necesitan el apoyo y el sostén de sus compañeros: la madurez teologal va unida a una debilidad psicológica. Al contrario, a veces cierta plenitud psicológica se obtiene renunciando a una vocación divina exigente o a un deber moral; en este caso se tiene una plenitud psíquica desequilibrada, obtenida mediante el rechazo de la exigencia teologal y de la responsabilidad penosa.

Como ejemplo de divergencia en los ritmos puede servir una anécdota de la vida de Matt Talbot (t1925), del que se ha iniciado el proceso de beatificación. Durante muchos años se entregó al alcoholismo. Un día se convirtió y empezó una nueva vida: oración intensa, varias misas cada día (hasta 21 algunos días), penitencias, renuncia total al vino. Una conversión real y profunda. A pesar del cambio, su psiquismo siguió siendo frágil hasta el punto de verse obligado a tomar precauciones preventivas: salía de casa sin dinero en el bolsillo, tanta era la fuerza que lo impulsaba a entrar en un lugar público para beber, en contra de sus propósitos. Saber que no tenía dinero para pagar era un nuevo estímulo para frenarse. No era posible hablar de paralelismo, al menos en los primeros tiempos después de su conversión: conversión teologal sincera, suficiente rectitud moral, debilidad psicológica todavía muy intensa.

Pero ni el psiquismo bien desarrollado de algunos santos, ni los casos extremos de santidad conflictiva pueden considerarse como modelo único de madurez cristiana. Cristo es el auténtico y único modelo en su personalidad completa. Y la santidad consiste fundamentalmente en la unión de amor y en la conformidad con él. La insistencia en la eminencia psicológica de los santos, así como en su debilidad aparta las miradas del centro focal de la santidad.

Al hablar del adulto cristiano, algunos tonos y lenguajes favorecen una mentalidad de tipo elitista y machista, donde más que el amor cuenta la responsabilidad social, la fuerza física, el espíritu de iniciativa. El ideal del adulto cristiano llega a coincidir con el del militante o el líder. Todo ello con el riesgo de retroceder a niveles pre-evangélicos, en el que no cuentan para nada los niños, los pobres, los ignorantes, los enfermos, las personas con escasa influencia social.

Modelos de crecimiento

Hemos demostrado la profunda compenetración y la relativa independencia que se da entre los diversos elementos del crecimiento espiritual. ¿Cómo describir de forma unitaria su interacción a lo largo del proceso en curso? Para responder a esta pregunta se ha recurrido explícita o implícitamente a tres modelos, basado uno en el paralelismo, otro en el contraste y el tercero en la coexistencia de paralelismo y contraste.

El modelo que se basa en el paralelismo garantiza la correspondencia substancial de los dos procesos, el de la madurez humana y el del progreso espiritual. Pone el acento en los santos con personalidad más completa y equilibrada, agradable y bien ambientada. La santidad cristiana y correlativamente también el proceso que conduce a ella es anticipación de la condición gloriosa o retorno al estado de justicia original, dos situaciones en las que el equilibrio psíquico coincide con la plenitud espiritual. Esta explicación presenta la ventaja de poner de manifiesto el ideal, pero no capta por completo la compleja realidad de las vidas santas. Pedagógicamente, corre el riesgo de desmoralizar a aquellos cristianos que, aunque sean ricos en dones abundantes de la gracia, sufren limitaciones o anomalías psíquicas.

En el modelo que se basa en el el contraste se acentúa por el contrario la divergencia entre los dos procesos: la atención a los elementos humanos de la persona llevados al olvido o a la infravaloración del progreso espiritual; el desarrollo de la dimensión sobrenatural lleva al desprecio y a la mortificación del elemento humano. Se hace observar --con un argumento en parte teológico y en parte experimental- que Dios se complace en realizar maravillas con los elementos más despreciables de la naturaleza (1 Cor 1). Por esta misma preferencia se puede abogar basándose en algunos ejemplos entre los santos. Se trata de una mentalidad que, aunque limitadamente, ha influido durante siglos y sigue todavía en vigor en la actualidad. Su fuerza reside en el misterio de la cruz, locura y escándalo; su error y su riesgo por el contrario consisten en transformar en régimen normal de santificación lo que son excepciones y libertades de Dios.

El modelo que más se acerca a la realidad teológica y a los hechos históricos es la coexistencia. «El modelo del paralelismo y el del contraste no son excluyentes. No hay que elegir uno u otro para darse una idea de la relación entre madurez psicológica y progreso espiritual. Ninguno de ambos por sí solo puede explicar la realidad, exceptuando algunos casos extremos muy raros. Casi siempre se superponen y se completan mutuamente, con prioridad del uno o del otro. Hasta cierto punto, la falta de integración de ciertos elementos experimentada en la vida personal estimulará al cristiano a abrirse a la fuerza animadora del Espíritu. Más allá de este punto, la personalidad estará impedida en su crecimiento espiritual, buscará la salvación en la evasión, en la represión de la conciencia de esta integración fallida y estará amenazada de neurosis» 14.

En la síntesis de este modelo podemos encuadrar todos los datos tanto de la revelación como de la experiencia histórica y de la psicología.

Don y proyecto

El ideal y los elementos de la perfección cristiana entran en el «devenir» efectivo y real de la persona por obra de determinados agentes. Los más destacados y los mejor caracterizados son tres: el Espíritu santo, el sujeto personal, la iglesia con sus mediaciones. Basta mencionarlos para comprender la necesidad y la función de cada uno de ellos; no serán necesarias muchas explicaciones.

Pero en el momento de armonizar la acción de estas tres causas del desarrollo espiritual vuelven a surgir las dificultades que ya hemos señalado: la compenetración y el conflicto entre lo divino y lo humano, entre lo personal y lo social. En la espiritualidad la larga historia de estas dificultades se sintetiza en dos palabras ejemplares, ascética y mística. Y también las acentuaciones más extremas tienen su propio nombre: ascetismo y quietismo.

Será interesante recordar estas tendencias siempre vivas en la espiritualidad, aun cuando la forma con que se presenta hoy este problema es distinta. Cada uno de los tres agentes indicados desarrolla funciones totales y busca un papel de protagonista; de ahí la dificultad para dibujar sus respectivas competencias. Para aclarar estas relaciones tomaré como punto de referencia la persona del cristiano en gracia y en comunión con la iglesia.

La acción del Espíritu resulta determinante, desde el comienzo hasta el fin. Se trata de vida sobrenatural, es decir, infundida, alimentada, desarrollada hasta la madurez por obra y gracia del Espíritu. Mientras esta acción se mantenga en el plano psicológico, no habrá nada que impida la armonía. Cuando la acción del Espíritu entra en el campo de la conciencia y de las decisiones personales, puede haber una aparente colisión con la iniciativa del sujeto. Las inspiraciones, los carismas, los dones del Espíritu invitan a la docilidad y a la obediencia. Entiendo aquí por carismas no unos gestos esporádicos y extraordinarios, sino formas permanentes de vida cristiana que exigen compromiso y fidelidad.

El «adulto» contemporáneo tiene la impresión de que esta docilidad significa recibir las cosas como ya hechas, la vida misma como ya vivida. El existencialismo ha influido en la sensibilidad espiritual de muchos y en el modo de presentar las relaciones entre la voluntad de Dios y el cumplimiento por parte del hombre. El existencialismo rechaza los valores preestablecidos a los que atenerse, que sea preciso realizar y cumplir. No existen valores en sentido objetivo ni finalidades anteriores a la misma existencia humana. Cada uno de los individuos establece libre y radicalmente su propio proyecto personal de vida e intenta luego realizarlo.

Esta mentalidad ha influido en la espiritualidad, no necesariamente por contagio del existencialismo en cuanto filosofla particular. La docilidad a la gracia del Espíritu presenta hoy un carácter muy dinámico e inventivo, mucho más de lo que ocurría en las explicaciones de los siglos anteriores. Hasta el punto de que hoy hablar de carismas significa hablar -abusivamente- de creatividad personalísima e incluso de arbitrariedad.

Se reinterpreta de una manera realista y existencial la misma expresión «hacer la voluntad de Dios», que era la síntesis clásica de la santidad cristiana. ¿Cuál es en concreto la voluntad de Dios? En el ámbito de la ley cristiana, de los deberes de estado, de otros binarios que se imponen con evidencia, queda aún un amplio espacio para determinarla. Siguen estando abiertas muchas posibilidades para la libertad; no es indiferente escoger una u otra de entre ellas. Una de esas posibilidades puede representar la voluntad de Dios. Nuestra tarea no es en tanto la de «hacer» como la de encontrar, la de determinar cuál es esa voluntad de Dios.

Si se concibe la voluntad de Dios como fija y establecida previamente, al hombre no le queda más que conjeturar o adivinar cuál puede ser esa voluntad que no se le revela de forma manifiesta. La vida espiritual, por el contrario, es proyecto humano en el pleno sentido de la palabra si en ciertos casos la voluntad de Dios no está dada por un programa fijo sino por unos signos y unas orientaciones generales que estimulan la voluntad del hombre iluminada por la gracia y por la experiencia. Este encuentro entre la voluntad de Dios y el proyecto personal de vida ha dado origen a nuevas fórmulas: ¿somos nosotros los que encontramos la voluntad de Dios o somos más bien los que la creamos?.

En un sentido más o menos análogo se ha desarrollado la interpretación de las relaciones existentes entre la comunidad eclesial y la persona individual en la iglesia: obediencia e iniciativa, piedad litúrgica y piedad personal, ministros y profetas. La problemática teológica y espiritual es muy abundante. De todas formas la psicología ha servido para aclarar y reforzar esta tendencia; las relaciones sociales y la pertenencia a los grupos no están en contraste con la originalidad de la persona; por el contrario, representan una de las dimensiones constitutivas de la madurez individual.

II. ITINERARIO

Una vez fijados en sus líneas generales el ideal o la meta del cristiano adulto, así como los principios del proceso evolutivo, queda por estudiar el movimiento mismo, el devenir o hacerse adulto. Se trata del punto más concreto y por consiguiente el más indeterminado de la dinámica espiritual.

El movimiento se desarrolla y se valora sobre la base de la totalidad personal. Es un proceso total y único, aun cuando los elementos sean variados y no sigan siempre un ritmo estrictamente paralelo. Los diversos aspectos -teologal, moral, psicológico, eclesial- van realizando su crecimiento en la medida en que van siendo vitalmente incorporados a la persona, no limitados a actividades o ejercicios sectoriales. Hay ciertos ejercicios que pueden practicarse con frecuencia, sin que comporten un mejoramiento de la persona, precisamente porque no están vinculados al dinamismo central.

El cristianismo espiritual no se siente a gusto dentro de los antiguos esquemas del proceso de vida espiritual, sobre todo por causa de sus estrecheces y de su carácter sectorial. Estrecheces, porque no se tienen en cuenta ciertos aspectos que son fundamentales para la persona en su vida real, cristiana y social; carácter sectorial, porque asumen como criterio único del crecimiento aspectos parciales y tomados casi todos de la vida «interior».

Añadiré unas palabras sobre los ritmos paralelos y divergentes, pero me gustaría sobre todo intentar una nueva estructuración de las fases o momentos fuertes del itinerario espiritual, integrando todos los elementos de la madurez cristiana con los de la realidad humana.

Ritmo

La trayectoria del crecimiento espiritual va siguiendo ritmos alterados, debido a las interferencias de los diversos elementos; realmente, la imagen del «camino» resulta demasiado genérica y generalizada. Supone cambios de lugar y de paisaje más que transformaciones de la misma persona. Habla además de posibles paradas y de vueltas hacia atrás.

Si se quiere seguir utilizando la imagen espacial, sería menester sustituir el progreso lineal por otros movimientos más complejos. La figura mejor sería la de la espiral que, mientras va avanzando y subiendo, vuelve sobre sus pasos y encuentra en niveles más altos los mismos puntos de referencia. En una escalera de caracol, por ejemplo, nos orientamos hacia los mismos puntos de referencia, que se encuentran sin embargo en un nivel más elevado. También la tierra en su movimiento va pasando del sol a la sombra y de la sombra al sol.

Esta imagen responde mejor a la experiencia del crecimiento espiritual como transformación progresiva en Cristo. No es que en cada fase se aprendan cosas nuevas ni que se descubran realidades substancialmente diversas. Cada nueva fase vuelve sobre las mismas realidades substanciales con mayor profundidad y participación: reconocer a Cristo, rezar, sufrir, amar, servir en la iglesia, conocer la grandeza y la pobreza del hombre.

Por eso la imagen del crecimiento psíquico y orgánico es la que más se acerca -por sus ritmos y por su influjo real- a la experiencia espiritual. Para crecer el organismo va eliminando, atravesando fases sucesivas, sufriendo crisis abundantes y siempre distintas, a pesar de que sigue siendo el mismo. El crecimiento no se lleva a cabo por simple acumulación sino por un proceso de pérdidas y adquisiciones. Lo mismo acontece en el proceso espiritual, que no es un proceso gradual o armónico, sino que está hecho de contradicciones, de conflictos, de tensiones, de rupturas de equilibrio, que abren el horizonte a síntesis más ricas.

Es frecuente la experiencia de problemas psicológicos y hasta de pérdida del fervor sensible, experiencia que nace del esfuerzo de servicio. apostólico o en el ejercicio de graves responsabilidades. El clima de los ejercicios espirituales se deteriora, pero la persona sigue madurando. El ritmo de maduración puede variar según las personas, las situaciones, la libertad de Dios. En cuanto a las personas tienen su importancia la vocación, la fidelidad, la fortaleza de ánimo y otras muchas cualidades. No faltan los que podríamos llamar «psiquismos favorecidos» para el desarrollo de la caridad, de la vida de oración, etcétera.

También Dios utiliza su poder y su libertad para acelerar a veces el ritmo del crecimiento. Hablando de ciertos santos que mueren siendo jóvenes, san Juan de la Cruz escribe: «Sabe muy bien aquí el alma que es condición de Dios llevar antes de tiempo consigo las almas que él mucho ama, perfeccionando en ellas en breve tiempo por medio de aquel amor lo que en mucho tiempo por su ordinario paso pudieran ir ganando» 18.

Fases

Si se da un desarrollo efectivo, es preciso determinar las diversas fases en el proceso evolutivo de la vida espiritual; conviene hacerlo bien sea por motivos objetivos de conocimiento y de valoración de la realidad, bien con finalidades pedagógicas, a fin de orientar la utilización de la gracia y del esfuerzo.

En este proceso san Pablo distingue dos etapas: niño y adulto (en esta última etapa incluye toda realización cristiana de un cierto nivel espiritual). En la época patrística se suele dividir más bien entre diversas partes; es lo que se siguió haciendo durante la edad media y hasta en nuestros días, con nombres diversos. Entre los nombres más empleados, pero no muy expresivos, están los de principiante, proficiente y perfecto.

San Juan de la Cruz propone un ulterior avance en este esquema y con originalidad y buen tino subdivide la segunda fase en dos aspectos muy diversos: consolidación y crisis o noche oscura. Desgraciadamente su descubrimiento quedó aislado en el terreno de la mística y permanecieron intactas las tres fases del proceso normal de maduración espiritual.

Aun con la ampliación que introdujo san Juan de la Cruz, el esquema mencionado sigue siendo estrecho y no consigue captar la experiencia real del crecimiento espiritual cristiano. Debe ser retocado sobre todo en dos puntos, al comienzo y al final. Al comienzo, los sacramentos y la experiencia de la iniciación cristiana no encuentran un sitio en este esquema. Al final tampoco queda sitio para la experiencia cristiana de la ancianidad, de la muerte y resurrección, fase decisiva que los autores espirituales ni siquiera han insertado en la descripción del itinerario hacia la madurez espiritual.

El comienzo de la vida cristiana no ha entrado en el esquema, quizás porque se le ha dado por descontado; el final, porque implica decadencia, regresión, destrucción del ritmo del crecimiento. Se evita y se omite la ancianidad en la descripción del itinerario, no sólo como realidad, sino incluso como imagen. Cuando las edades de la vida humana se aplicaban al desarrollo espiritual solamente como analogía, siempre se hacía el silencio sobre la vida anciana. El paralelismo se limitaba a hablar de niñez, de juventud, de madurez. Ahora, por el contrario, incluimos también la edad anciana con todo su realismo, que forma parte esencial del hacerse adulto en Cristo.

La división clásica del camino espiritual ha sido criticada como minuciosa, sistemática, etcétera. En realidad, era necesario romper ciertas cadenas, restituyendo al movimiento de santificación cristiana toda la amplitud y la flexibilidad que le confieren el Espíritu y la persona individual. Una vez alcanzado este objetivo, hemos de salvar también otro; la espontaneidad tiene necesidad de disciplina y de orden, si se quiere transformar en libertad; el proyecto general tiene que traducirse en tareas concretas, parciales, sucesivas, si desea constituir una realización personal.

Así pues, prefiero no hablar de etapas en sentido estricto; se trata de simples fases, de momentos fuertes del desarrollo. Además, esas fases no se realizan siempre por separado, sino que se mezclan y combinan parcialmente su orden de sucesión. Según las explicaciones que hemos dado, podrán distinguirse cinco fases:

1. Iniciación cristiana y espiritual

2. Personalización y consolidación

3. Crisis de identidad y purificación

4. Madurez (ascética y mística).

5. Muerte y glorificación.

Me gustaría presentar, aunque sea brevemente, cada una de estas fases por separado, teniendo presente la intercomunicación que tiene lugar entre el desarrollo humano y el crecimiento espiritual dentro de la unidad de la persona.

1. Iniciación cristiana

La vida espiritual del cristiano comienza con el bautismo. El bautismo es raíz y síntesis de todo el proceso espiritual y no un simple punto de partida o un comienzo temporal. La experiencia espiritual o se realiza en el tiempo del bautismo, o había sido ya anticipada en una preparación consciente e intensa, o se realiza en la sucesiva toma de conciencia del sacramento que se había recibido en la infancia.

Los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmáción, eucaristía) infunden la vida sobrenatural, dan los medios para su desarrollo, señalan la ruta y anticipan la meta: filiación adoptiva, perdón de los pecados, incorporación a la comunidad eclesial, exigencia moral, misión de servicio. Son dones y compromiso al mismo tiempo; mantienen su validez y su eficacia a lo largo de todo el curso del proceso espiritual.

Toda esta base fundamental de la vida cristiana no ha sido tenida en cuenta por la espiritualidad ni ha sido integrada en las etapas del crecimiento. Algunos de los motivos de esta omisión son fáciles de identificar. En primer lugar la costumbre de iniciar la vida espiritual por el momento de fervor, marcando de este modo explícitamente la diferencia entre vida cristiana y vida espiritual. Además, el hecho de que el bautismo se recibe en la infancia, cuando no se puede tomar parte plenamente de la experiencia y del compromiso que encierra. Valorando unilateralmente el elemento de la experiencia y de la decisión se ha retrasado el comienzo de la vida espiritual hasta el momento de la segunda conversión.

Una valoración verdaderamente objetiva de estos sacramentos hace de ellos una fase de la vida espiritual en sentido fuerte. En nuestro caso la valoración va acompañada de la experiencia personal, que transforma el elemento dogmático en elemento espiritual. En este sentido los recursos de la espiritualidad moderna son numerosos y eficaces. En primer lugar se tiene la rehabilitación del «catecumenado» en su doble función de preparación consciente y de reviviscencia espiritual para los que habían recibido los sacramentos en la infancia. Se trata, por consiguiente, de dos momentos de la misma realidad y de la misma experiencia.

CR/CONVERTIDO: Además del catecumenado para adultos ya cristianos, otro recurso eficaz es el que representa la espiritualidad de la conversión, que no se limita a los que abrazan la fe cristiana por libre elección personal en edad adulta, sino que vale también para el que ha recibido la fe a través de un proceso hereditario familiar o cultural. Un día tendrá que convertirse a la fe personal. Con razón se ha escrito que «todo creyente adulto es un convertido» (A. Liége), haya sido o no anteriormente cristiano.

Esta conversión puede llevarse a cabo de manera gradual y serena, a lo largo de los años, o también de una manera violenta al surgir la personalidad individual, en la adolescencia o en la juventud o quizás más tarde. El haber sido cristianos desde el nacimiento no excluye este momento fuerte del paso a una fe personal.

El compromiso típico de esta fase espiritual es la constitución de las bases objetivas y subjetivas de la vida cristiana, integrándolas en el proceso de afirmación de la personalidad y en el desarrollo de la existencia concreta. Es preciso evitar a toda costa que se formen dos mundos, el de la vida espiritual interior y el de la existencia real. Por eso se intenta conseguir una mentalidad de fe, que abrace los contenidos de la revelación pero también la historia profana, valorando en Dios las cosas, las personas y los acontecimientos; procurando la inserción en la comunidad eclesial con las modalidades que impone el estado de cada uno.

La «iniciación espiritual» es más que catequesis, cultura cristiana, participación en las tareas de la iglesia; es una visión sobrenatural de toda la realidad y de la vida misma, desde el punto de vista del misterio de Dios. Se trata de una verdadera experiencia. No cabe duda de que la favorece una formación teológica, pero no se trata de la misma cosa; por mucha cultura teológica que se acumule, no se llegará nunca a producir una experiencia espiritual, que pertenece a otro orden.

La costumbre de asignar al período inicial el clima de fervor y la lucha contra el pecado tiene que revisarse a la luz de las nuevas perspectivas. Se trata de un período de entusiasmo constructivo más que de una profundización espiritual. No parece que sea éste el momento más indicado para percibir las raíces del pecado, las tendencias íntimas de la concupiscencia. Ese momento tendrá que llegar más tarde.

2. Personalización de la vida teologal

Esta segunda fase es la más difícil de describir y de definir; no se ha encontrado para ella un centro unificador claro, como en el caso de la iniciación o de la crisis. Los nombres, en su presentación tradicional, señalan su función, pero de forma muy imprecisa: proficiente, vía iluminativa...

Debido a la misma imprecisión de los contenidos y de las tareas, esta fase es a veces la más peligrosa. La experiencia de crisis que caracteriza a la fase siguiente puede acabar en un fracaso total, pero tiene la ventaja de suscitar la atención de la persona, de estimular sus energías, de crear condiciones favorables para la solución positiva. Este segundo momento, por el contrario, no suscita ninguna alarma, sigue el curso normal de los acontecimientos; aquí está precisamente el peligro, en que se crea un estado de ánimo relativamente sereno, expuesto al cansancio y a la mediocridad, por falta de dinamismo y de tareas concretas.

En el itinerario del crecimiento este momento espiritual tiene un papel decisivo e insustituible. Aquí es donde se personalizan los contenidos de la iniciación, donde se echan raíces sólidas para arrostrar las crisis de transformación que tienen lugar en la fase siguiente. En este momento, a mi juicio, es donde se forja el futuro relevante o mediocre de la mayor parte de los cristianos.

Le he dado el nombre de «opción personal» o personalización. Aquí el cristiano acoge y construye su vocación personal, organizando en torno a ella sus propias capacidades y las gracias que recibe. Los elementos de la vida espiritual no son meros ejercicios de oración o de virtud, sino partes de esta unidad de visión y de vida. La opción lleva al cristiano a establecer prioridades, a hacer renuncias y eliminaciones dolorosas. En general esta fase va acompañada de la elección de una vocación o de un estado de vida: sacerdotal, religiosa, matrimonial, uniéndose a grupos que favorecen comunitariamente el desarrollo de esa misma vocación.

En la línea de maduración humana la psicología pone de manifiesto un proceso análogo. Después de un primer entusiasmo, el hombre asume compromisos permanentes de vida concreta, a partir de los cuales la libertad debe ser al mismo tiempo fidelidad. El adulto se siente situado eficazmente en la sociedad, en disposición de realizar, de conocer los mecanismos políticos, sociales y técnicos que transforman la vida del hombre y de la historia. Sobre la base de esta nueva experiencia de sí mismo, el adulto tiene que realizar una nueva apertura a la transcendencia, a la presencia del Espíritu en la historia y en el corazón.

En este contexto se habla de «fe adulta», capaz de vivir la comunión con Dios de una forma totalizante, en un mundo organizado además por el ingenio y la fuerza del hombre. La actividad espiritual más propia de este período es el desarrollo explícito de la vida teologal: fe en la revelación y en la historia, amor de Dios en el hombre y del hombre en Dios, esperanza activa que anticipa la transformación gloriosa. Espíritu de oración y de servicio, en plena historia y en conformidad con la condición peculiar de la persona. Este proceso de personalización de la fe y de la vida espiritual tiene lugar en cada uno de los cristianos que intentan unificar su vida. En algunos casos esto tiene lugar más de una vez. El acontecimiento eclesial del concilio Vaticano II, por ejemplo, ha obligado a un proceso suplementario de maduración espiritual histórica a muchos cristianos que podíamos considerar como cronológica y espiritualmente adultos y bien formados, pero que han tenido que reconstruir equilibrios y síntesis personales en conformidad con el movimiento y con la situación posconciliar de la iglesia.

3. Crisis

Como fruto normal de la maduración anterior, siempre en línea ascendente, podíamos esperarnos la llegada a la santidad; sin embargo, se interpone una experiencia desconcertante que parece romper el itinerario. En realidad es esto lo que ocurre, pero para encontrar luego la verdadera maduración cristiana en la conformación con Cristo muerto y resucitado. Esta fase puede mezclarse con la anterior y con las siguientes. En sus realizaciones más fuertes se sitúa entre la consolidación y la santidad.

La espiritualidad ha conocido desde siempre este fenómeno: desolación, abandono, pruebas. San Juan de la Cruz le dio derechos de ciudadanía al poner la noche oscura como experiencia decisiva del proceso espiritual. La oscuridad, la aridez, el abandono, la incapacidad total: todo esto son expresiones de esta experiencia teologal que nos describe el doctor místico.

Hoy se le está dando a este fenómeno una universalidad y una profundidad cada vez mayor; se le ha insertado en el proceso como fase normal con todos sus derechos. Los mismos principios de prueba y de purificación se aplican a las situaciones actuales de experiencia espiritual y de compromiso de vida cristiana y humana: el matrimonio, la oración de los pentecostales, el apostolado de los militantes, etcétera. Todo esto suele comenzar con una experiencia de abundancia sensible; pero para ser auténticas y maduras, estas experiencias del espíritu tienen que atravesar un período de desnudez, de aridez y de tribulación 23.

Por eso la palabra «crisis», que tenía resonancias extrañas y fatídicas, entra ahora con todos sus derechos en el vocabulario espiritual, con el sentido de un momento fuerte y arriesgado de transformación: para bien o para mal, según el uso que se haga de la gracia y de la libertad.

En teoría la crisis interviene como ruptura de equilibrios prematuros, para impulsar hacia una madurez superior, de orden psíquico y espiritual. En muchos casos realmente la llamada crisis de fe o de vocación no hace más que descubrir la falta de consistencia o la inexistencia de convicciones y de motivaciones serias. Los frutos de la crisis se pueden apreciar en tres líneas: a) verificación del estado real de la persona en su ser y en su obrar; b) consolidación de las estructuras y purificación de las motivaciones; c) ensanchamiento del campo de acción, a fin de evitar posibles estancamientos.

En nuestros días, la experiencia personal de crisis se ha visto agravada por el influjo de la «crisis colectiva» que están viviendo la iglesia y la cultura.

4. Madurez cristiana

En el contexto dinámico del crecimiento, la santidad cristiana encuentra su lugar propio y su clave de interpretación. La santidad es la madurez relativamente alcanzada en un largo proceso de santificación que comenzó en el bautismo y que culmina en la glorificación. La fase de « santidad terrena» no ocupa más que una parte de este arco de tiempo y de compromiso. Santidad había ya antes y habrá después. Por tanto, la santidad in via entra plenamente en el proceso de maduración cristiana, impulsándolo hacia adelante en vez de paralizarlo o de concluirlo.

Este carácter de relativa plenitud y al mismo tiempo de provisionalidad se refleja fielmente en el campo de la madurez divino-humana. Aquí se demuestra mejor que nunca la obra de la gracia en la naturaleza y la armonía que se alcanza; pero se manifiesta igualmente la relativa independencia recíproca, dado que la gracia, a medida que se va desarrollando, contrasta mejor las negatividades del psiquismo haciéndose capaz de realizar cosas grandes con un instrumento humano débil.

La imagen de la santidad cristiana ha sido idealizada tanto por los sobrenaturalistas como por los naturalistas. Los «sobrenaturalistas» se complacen en presentar la vida del santo como una superación continua de las leyes de la naturaleza; no lo distinguen por la calidad, sino por el fenómeno. El «naturalista», por el contrario, hace del santo la realización encarnada del modelo psicológicamente perfecto o que se pretende que lo sea.

Ni la experiencia ni la historia se prestan a estas idealizaciones. Dios ha puesto la santidad en el amor de comunión personal consigo y con los hombres y aquí es donde el santo la encuentra. En torno a Dios el santo unifica la vocación, la vida, el trabajo, las cualidades y los límites que tiene. Lo que distingue al santo es precisamente la unidad que ha alcanzado: la vida espiritual, la vida personal, la vida social, las tareas, los sufrimientos, todo es una sola cosa en la unidad entre obra del Espíritu que actúa en él y por medio de él y experiencia y colaboración personal y de inagotable inventiva a su servicio.

El santo no percibe su plenitud en forma de síntesis intelectual o de armonía psíquica, aun cuando éstas hayan adquirido un relativo desarrollo. Los límites de la síntesis intelectual que han alcanzado muchos de los santos canonizados saltan a la vista; y también es posible advertirlos en el plano psíquico, sugiriendo una explicación para ello.

«Parece evidente que el crecimiento psíquico es importante para el crecimiento espiritual... Aparece también claro que el crecimiento psíquico y el crecimiento espiritual son dos dimensiones distintas; tenemos casos, no aislados, de santidad heroica (y, por consiguiente, de un crecimiento espiritual muy avanzado), en personas neuróticas (es decir, con graves bloqueos en sectores importantes del crecimiento psíquico). Esto se explica porque la santidad es la perfección de la caridad, es decir, de un proyecto de fondo, de una voluntad; pero en la misma persona puede haber núcleos encapsulados, islas, que no sufren la influencia de la acción del proyecto central» 25.

En la conciencia de los santos suele acentuarse el sentimiento de la pobreza espiritual. Es fruto de la humildad; pero se trata de humildad auténtica, basada en la verdad de las cosas y en la provisionalidad del estado en que se encuentran. La experiencia pide que esto se prosiga.

5. Muerte y glorificación

La espiritualidad hace terminar extrañamente el proceso de maduración cristiana con la fase de santidad terrena que hemos recordado hasta ahora, como correspondiente a la plenitud de la madurez humana. Ha dejado fuera del itinerario un largo trecho del desarrollo humano y espiritual, con experiencias de primer orden: desgaste, ancianidad, muerte, resurrección.

¿A qué se debe este olvido y esta marginación? Si nos referimos a la glorificación, su olvido en esta trayectoria se debe a la desescatologización de la vida cristiana, alimentada sobre todo de la experiencia presente y de la mirada retrospectiva hacia la revelación histórica del Cristo en la tierra. La vida cristiana no ha vivido con la misma fuerza la dimensión futura, la proyección de toda la existencia actual sobre la condición gloriosa, de la condición gloriosa sobre la existencia actual. Al quedar fuera del proceso cristiano integral, esta última fase solamente figura como gloria-premio.

El olvido de la muerte es más fácil de comprender en un planteamiento idealizado del proceso espiritual que no tiene en cuenta su referencia esencial al misterio de Cristo muerto y resucitado y la condición humana en todo su realismo de vida y muerte. Es lo mismo que acontece también en el ambiente social; no se habla de la muerte porque es contraria al progreso y al poder del hombre. También en la espiritualidad la muerte rompe la línea ascendente. Ya señalé la dificultad con que la tercera fase -la crisis- se integró en el itinerario espiritual; esta misma repugnancia vale con mayor razón para esta última fase.

No puede decirse que la espiritualidad se haya desinteresado de la muerte y de la gloria, de la ancianidad con su paz y su miseria; ha hablado de todo eso, pero aparte. Existe una espiritualidad de la vejez y de la muerte, pero con carácter de consolación y de aliento. Falta una teología espiritual de estas realidades que las integre en el proceso normal de maduración cristiana. Ningún autor que yo sepa ha colocado sistemáticamente la vejez y la muerte en el interior del proceso, como estamos haciéndolo aquí. Se trata de una fase de la vida humana y de la experiencia espiritual que pone en cuestión ciertos esquemas y ciertos valores; sitúa al hombre frente a un hecho central e ineludible, un hecho que rechaza toda interpretación banal o de conveniencia. Un hecho que obliga a hacer uso de una escala de valores específicamente cristiana y de unos criterios de fe 26.

La vejez y la muerte -y también en parte la enfermedad- se presentan como desgaste, empeoramiento, degradación del proceso biológico, psicológico, espiritual. Este aspecto negativo es real; el camino del crecimiento humano y cristiano sufre una lenta flexión y finalmente una violenta ruptura. Por consiguiente, la plenitud era provisional, inestable, relativa; no estaba aún en posesión del hombre. La plenitud verdadera está más allá, no es una continuación normal del proceso regular; llega más tarde, por puro don de Dios que somete a un cambio radical de calidad todas las realizaciones anteriores del hombre.

La lenta pérdida de vida y de muerte real, con vistas a la resurrección, es experiencia del bautismo, que sirve de norma y de principio en todo el proceso. El binomio muerte-resurrección es ley constante del itinerario cristiano: para dar fruto, hay que morir; el que pierde su propia vida, la conquista. Este principio se ha ido ya verificando en las fases anteriores del proceso, especialmente en las dos inmediatamente anteriores, la noche oscura y la santidad terrena, interpretadas por san Juan de la Cruz como participación en el misterio: «conviene estar en este sepulcro de oscura muerte, con vistas a la resurrección espiritual que se espera».

En la muerte real esto se verifica con una verdad más encarnada. La resurrección gloriosa total va precedida de una muerte real y personal. Excluir esta última y decisiva realización del misterio significa quitarle al itinerario espiritual su coronación natural y su significado. Sigue en pie la repugnancia natural; en Getsemaní Jesús manifiesta esa repugnancia de la naturaleza: humanamente hablando, preferiría poder amar totalmente y redimir sin esta ruptura de la naturaleza. También san Pablo preferiría recibir la condición gloriosa sin tener que pasar por el despojo de la vida natural (2 Cor 4, 16; 5, 1 ss). Tanto en la vida de Jesús como en la de Pablo el final «negativo» no es un paréntesis ni una vergüenza, sino la coronación más apropiada de la trayectoria de toda una vida.

En la realidad y en la experiencia cristiana la muerte es sobre todo síntesis de toda la vida y anticipación de la gloria. San Juan de la Cruz nos describe este aspecto cuando habla de la «muerte de amor»: «Aquí vienen a juntarse todas las riquezas del alma y van allí a entrar los ríos del amor del alma en la mar, los cuales están ya tan anchos y represados que parecen ya mares; juntándose allí lo primero y lo postrero de sus tesoros, para acompañar al justo, que va a parte para su reino» 27.

No se trata de dos experiencias contrarias, sino de dos elementos de la experiencia del misterio, con diversas acentuaciones.
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3. Entre las fórmulas de contraste más frecuentes en el vocabulario paulino hay que señalar: niños-adultos, imperfectos-perfectos, ignorantes-maestros, carnales-espirituales. Cf. S. De Fiores, Itinerario espiritual, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ed. Paulinas, Madrid 1983, 737-739.

6. A. Ronco, Relaciones entre crecimiento psicológico y crecimiento espiritual. Precisiones desde la psicología: Vida Religiosa 42 (1977) 343.345.

8. Cf. G. F. Zuanazzi, Patologia espiritual, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, o.c., 1085-1 103.

13. Z. Alszeghy, Relaciones entre crecimiento psicológico y crecimiento espiritual. Precisiones desde la teología: Vida Religiosa 42 (1977) 338.

14. Z. Alszeghy, Discernimiento teológico sobre madurez psicológica y crecimiento espiritual: Ib., 375-376.

18. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva 1, 34, en Vida y obras de san Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid 1950 1.200.

25. A. Ronco, El crecimiento espiritual en la vida consagrada, visto desde la psicología: Vida Religiosa 42 (1977) 356.

26. Cf. G. Davanzo, Anciano, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, o. c., 31-32.

27. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva 1, 30, en Obras, o. c., 1.198.