EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD:
PERSONAS DIVINAS Y SOCIEDAD HUMANA


El misterio de la persona divina

¿Nos será permitido llevar más allá nuestro conocimiento de 
Dios? ¿Sacar de él una enseñanza vital? Todo nos invita a ello. Lo 
haremos, pues, pero bajo esa perspectiva particular en que cada 
persona es «para la otra». La admirable visión a la que nos 
abocaban San Agustín y Santo Tomás, en el capítulo precedente la 
prolongaremos nosotros aquí. En el fondo, vamos a dedicarnos 
menos, en adelante, a la incomunicabilidad de la persona que a su 
aspecto extático 11: el éxtasis es la abertura al otro, el don del 
Padre al Hijo, la correspondencia del Hijo hacia el Padre, la acción 
de gracias del Espíritu al Padre y al Hijo. Cada uno de los tres nos 
revelará el Amor. 

El Padre, puro don de si. 
«Fuente de toda la Trinidad», tal era la afirmación de los 
antiguos textos de la Iglesia. El Padre es la persona misteriosa que, 
poseyendo sin haberla recibido, toda la naturaleza divina, la 
comunica al Hijo y al Espíritu. Sin origen, pero engendrador 
perfecto, no habiendo recibido nada, pero generosidad perfecta. 
Dando todo lo que Él es, sin perder, no obstante, nada de lo que 
tiene; fecundo, origen de toda la Trinidad y de todo cuanto es el 
Universo creado, pero ante todo Padre de un Hijo. Su nombre de 
Padre evoca a nuestro espíritu asombrado, no la soledad de un 
Dios sin relación ninguna, sino la comunicación eterna de su ser a 
su Hijo: «Lo que es el Padre no se explica sino en relación al Hijo», 
decía el antiguo concilio de Toledo. Hijo engendrado con toda la 
perfección que el Padre es en sí mismo. Paternidad tan perfecta, 
que se ha realizado de súbito al proferir el Hijo único, imagen 
exacta, desde entonces, del Padre. Y, del amor que el Padre tiene 
por el Hijo y en común con ÉI a quien da todo su amor y el poder 
mismo de amar, brota el Espíritu Santo, prenda de que Dios es 
totalmente el Amor. El Padre tiene, pues, una doble relación: Padre 
de un Hijo, es además con Éll «espirador» del Espíritu, su mutuo 
beso en quien ellos se explayan. 
Ahora bien, el Padre conoce también todas las cosas creadas en 
su Verbo. Y las quiere para que manifiesten su gloria y grandeza. 
Mas si engendra necesariamente su Verbo, si el Padre no puede 
concebirse sin Él, con su creación ocurre muy de otra manera. 
Lejos de ser necesaria, ésta no existe más que porque ÉI la quiere. 
Mas esto mismo nos dice que, frente a ella, Dios no tiene otra 
presión que su Amor. Por amor comunica de su sobreabundancia y 
son las cosas un reflejo suyo. 

El Padre, término de la revelación. 
El Padre es también el Silencio. Como se sabe, no ha hablado ni 
ha venido jamás «entre nosotros». Pero se ha revelado en su Hijo y 
sigue revelándose por su Espíritu común. El Hijo y el Espíritu son, 
pues, muy exactamente, la revelación del Padre. 
Que el Padre se revela en el Hijo, es muy claro. Verbo del Padre, 
su expresión perfecta, su «imagen», la palabra humana que el Hijo 
ha proferido entre los hombres era la revelación temporal no tanto 
de su propia persona como del Padre. San Juan lo anunciaba en la 
primera página de su Evangelio: 
«A Dios (Padre) nadie le ha visto jamás: un Dios Hijo Unigénito, 
el que está en el regazo del Padre mirándole cara a cara, El es 
quien le dió a conocer» (I, 18). 
Y un día, a Felipe que le decía: «Señor, muéstranos al Padre y 
nos basta», Jesús respondió: «Tanto tiempo estoy con vosotros, ¿y 
no me conoces, Felipe? Quien me ha visto, ha visto al Padre. 
¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre?» (Juan, XIV, 8-9). 
Más sencillamente, todo el Evangelio es un testimonio de que 
Jesús vino a la tierra para hablarnos del Padre de los cielos. El 
discurso que hizo Jesús en el monte de las Bienaventuranzas lo 
atestigua: nos entrega menos un código de moral, que una actitud 
práctica que adoptemos, bajo la mirada del Padre que está en los 
cielos (Mat., V a VII). Pero el texto capital al que hay que acudir no 
es la exultación que brota de los labios de Cristo para transmitirnos 
el secreto de su alegría e invitarnos a tomar parte en ella. Su alma 
se bañaba en la visión del Padre. Por humildad, por el «Camino», 
que es El mismo, existe posibilidad de acceso al Padre: 
«Bendígote, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque 
encubriste esas cosas a los sabios y prudentes y las descubriste a 
los pequeñuelos. Bien, Padre, que así pareció bien en tu 
acatamiento. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre, 
y ninguno conoce cabalmente al Hijo sino al Padre; ni al Padre 
conoce alguno cabalmente sino el Hijo, y aquel a quien quisiere el 
Hijo revelarlo» (Mat., XI, 25-27). 
Cuando enseñaba, Jesús hablaba del Padre. Nos daba a 
conocer que era para nosotros Amor y aportaba la prueba de ello 
dándonos a Su Hijo (Juan, III, 16; véase también XI, 41). En la 
turbadora oración del capítulo XVII de San Juan, la voluntad del 
Padre, que es unificar a todos los hombres en Él por su Hijo, nos es 
revelado también por Jesús. Conocerle es tener la vida eterna. Si 
no se recibe de Él, se permanece en las tinieblas del pecado, pues: 

«Toda dádiva buena y todo don perfecto de arriba desciende, 
del Padre de las luces, en cl cual no existe vaivén ni 
obscurecimiento, efecto de la variación» (Santiago, I, 17). 
El Padre ha permanecido, pues, en su trascendencia misteriosa; 
no ha querido aparecer, pero su Hijo venía a hablarnos de Él y de 
forma tal, que nuestros corazones están todavía abrasados con 
ello, o al menos se han despertado para partir en su búsqueda. 
Pero el Padre se revela también, en adelnte, en el Espíritu 
Santo, que vive en la Iglesia. Si, como nos lo ha enseñado San 
Juan, el Espíritu da testimonio del Hijo, sin embargo, la misión de 
doctor de que está investido, no se limita a comunicarnos el sentido 
de Cristo, sino que el Espíritu nos entrega toda la revelación del 
Hijo, y, por consiguiente, también la del Padre: «Él os enseñará 
todas las cosas y os recordará todas las cosas que os dije yo» 
(Juan, XIV, 26). 
Es también hacia el Padre hacia quien el Hijo y el Espíritu se 
vuelven: el Hijo para declarar que ha cumplido la misión que le ha 
confiado el Padre (Juan, XVII, 22-24); el Espíritu para infundir en el 
corazón de los fieles los sentimientos que convienen a los hijos de 
adopción, a fin de que sepan reconocer y orar a su Padre que está 
en el cielo (Rom., VIII, 15-16; Gál., IV, 6). 
La vida de Cristo estaba toda ella tensa hacia el Padre e iba 
hacia Él, pasando de este mundo a su lado (Juan, XIII, 1, y XVII, 
1-5). Ahora el Espíritu nos dirige a su vez hacia Él. El espíritu de 
adopción que nos comunica hacia El nos lleva: 
«El Espiritu mismo testifica a una con nuestro mismo espíritu que 
somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de 
Dios, coherederos de Cristo; si es que juntamente con El 
padecemos, para ser juntamente glorificados con Él» (Rom., VIII, 
16-17). 
Ineluctablemente, nuestras obras deben dar prueba de ello. Al 
igual que la vida terrestre de Cristo, tienen que dar a conocer que 
hay un Padre que está en los cielos: 
«Que alumbre así vuestra luz delante de los hombres, de suerte 
que vean vuestras obras buenas, y den gloria a vuestro Padre, que 
está en los cielos» (Mat., V, 16). 
En esta corriente espiritual, el pecado toma entonces un sentido 
nuevo. Es cumplidísimamente nuestra obra y, como tal, impotente 
para manifestar absolutamente nada del Padre. Por el contrario, 
viene a menguar la revelación. En el extremo opuesto, oiremos una 
vez más al anciano obispo Ignacio de Antioquía que, animado por el 
Espíritu y deseoso de asemejarse a Cristo en el martirio, declaraba 
que ya no tenía gusto alguno por las cosas de la tierra. Había 
accedido al espiritu filial, que engendraba en él el deseo de 
retornar a la casa del Padre. Esto escribía a los Romanos, VII, 1-2. 
Fuera del Padre, nada hay ya. El secreto del cristiano es descubrir 
algo de ello. 

El Hijo, el que recibe en la humildad. 
Prometeica 12, nuestra época tomaría bastante de buena gana 
el lugar del Padre. Aun así, no sería para darse en la abnegación 
de si misma; el paternalismo es sobremanera su vicio típico. Pero 
se halla más alejada todavía de la semejanza del Hijo. 
El Verbo es el Hijo, por ser la expresión del Padre. Lejos de ser 
Inengendrado, fuente fecunda, es sólo «Imagen», reproducción del 
Padre. «Lo que es el Hijo, no lo es sino porque lo tiene del Padre», 
decia también el concilio de Toledo. Mas si uno se atreve a decirlo 
así, es porque acepta no ser por sí, sino por otro, que posee, 
teniéndola de este otro, toda la gloria, toda la gracia y toda la 
verdad (Juan, I, 14). De ahí la situación del Hijo: es todo humildad, 
habiéndolo recibido todo, nacido de Dios Padre, tributario de su 
generación. Sin duda la Trinidad es una trinidad de iguales: los tres 
tienen la misma y única naturaleza. Pero en el seno de esta 
igualdad, se establece, no obstante, una jerarquia: uno solo es el 
don absoluto de si: el Padre. El Hijo es ante todo, docilidad pasiva: 
todo lo recibe. Pero inmediatamente se vuelve hacia su Padre en 
un impulso extático, el impulso del reconocimiento y del amor y, 
fructuosamente, ama. Pero no ama más que después de haber 
recibido. Ésta será también la actuación del Espiritu Santo, mas El 
recibe sin producir en Dios ningún fruto. 

El Hijo, Sumo-Sacerdote. 
Se ha visto ya desde hace mucho tiempo: Aquel que tiene, 
respecto del Padre, una relación de pasividad amorosa, tenia que 
reproducir, en este mundo pecador, que escarnece la fuente del 
amor, su actitud eterna. Pues bien, tomando en el seno de la Virgen 
Maria la humanidad que le hacia semejante a nosotros, era 
consagrado sumo-sacerdote. En su alma humana nacía, pues, un 
amor orante, el amor sacrificial que se ha remontado al Padre a 
través del mundo pecador. Su amor filial le inspira esa vuelta hacia 
Dios Padre, pero arrastrando consigo—para este fin vino—a la 
humanidad pecadora. No sólo para que esta humanidad se salvara, 
sino para que fuese devuelta al Padre. Tal era la obra temporal del 
Hijo eterno. La humildad engendra obediencia: «yo hago siempre lo 
que le agrada al Padre» (Jn VIII, 29); ambas se acaban en el amor 
redentor. Asi se inauguraba y cumplía «el sacrificio de la Cabeza». 
A todos los que el Padre conocía en su Hijo (Rm VIII, 29) y que un 
día le daría, a éstos los sacrificaba el Hijo en si para que sean 
consumados en la unidad de la vida divina (Juan, XVII, 6 y 19-24). 
Entonces se hallaba realizada la vocación de toda la creación: 
todas las cosas se hacían acción de gracias y alabanza de Dios. 
La redención del hombre—que es su recreación—está así en 
perfecta armonía con la creación primera: todo se hace por el 
Verbo, Hijo eterno o Sumo Sacerdote para los hombres; todas las 
cosas llevan, a partir de ese instante, su huella, el mismo universo 
creado en que un día se ha enraizado carnalmente. ¿Quién irá a 
poner límites al amor divino, quién, si no nuestros pecados que 
constituyen su negación? Lo que es admirable en la Virgen Maria y 
que la convierte en el modelo inagotable del cristiano, es que fue, 
como su Hijo, toda ella humildad y acatamiento al Padre: 
«Hizo en mí grandes cosas el Poderoso 
y cuyo nombre es «Santo»; 
... Puso sus ojos en la bajeza de su esclava... 
desbarató a los soberbios». 

El Hijo modelo del cristiano. 
El Hijo, Verbo de Dios es, con el Espíritu Santo, el único que 
conoce al Padre, el único testigo de su gloria eterna (Juan, I, 14), 
su único verdadero testigo en la tierra (Juan, XVII, 6): siendo la 
creación a su imagen, y el cristiano por un título más excelente, 
correspóndele, pues, reproducir los rasgos del Hijo. De esta mística 
de imitación de Cristo nos ha dejado Santo Tomás, en un célebre 
comentario del Símbolo de los Apóstoles, esas líneas admirables: 
PD/MEDITARLA
«Si el Verbo de Dios es Hijo de Dios, si toda palabra de Dios es a 
semejanza de este Verbo, debemos ante todo escuchar las 
palabras de Dios. Pues la señal de nuestro amor a Dios es 
escuchar con agrado sus palabras. Además, debemos creer las 
palabras de Dios; así solamente el Verbo de Dios habita en 
nosotros, Cristo Verbo de Dios: «¡que Cristo habite en vuestros 
corazones por la fe! ¡No tenéis el Verbo de Dios habitando en 
vosotros!» Pero debemos meditar además el Verbo de Dios que 
habita en nosotros, pues no basta creer, hay que meditar, de otra 
suerte el Verbo no nos serviría de nada; y esta meditación es 
inestimable contra el pecado: «En mi corazón he escondido tu 
Palabra para meditarla a fin de no pecar contra Ti». Y se dice 
también del justo: «La ley de Dios, la medita día y noche». Dícese 
de la bienaventurada Virgen: «Ella conservaba todas estas 
Palabras, meditándolas en su corazón». Además, el hombre debe 
comunicar el Verbo de Dios a sus semejantes por sus consejos y su 
predicación, inflamándoles de amor: «que no salga de vuestra boca 
ningún discurso malvado, sino buenas palabras capaces de 
edificar. Que la Palabra de Cristo permanezca en vosotros con 
abundancia, para instruiros y advertiros los unos a los otros. 
Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo». En fin, el Verbo 
de Dios debe ser llevado a la práctica: «Sed realizadores de la 
Palabra, no sólo oyentes, engañándoos a vosotros niismos» 13. 

El Espiritu Santo, hecho de la unidad divina. 
«Si tenemos razón para pensar que el Padre da y que el Hijo 
recibe el ósculo, no nos equivocaremos al decir que el ósculo 
mismo es el Espíritu Santo, es decir, el que es entre el Padre y el 
Hijo la paz inalterable, el cimiento sólido, el amor indiviso, la unidad 
inseparable» 14. 
El Espíritu Santo es, pues, la persona eterna que no se explica 
más que por el amor. Es, por ello, la prenda de que Dios es Amor. 
Las tres personas lo son, pero E] solo constituye la prueba de ello, 
ya que su papel eterno es expresarlo. Es, por consiguiente, la 
revelación del Amor verdadero. Pues bien, si es el Amor, nos 
muestra en el más alto grado lo que es el amor. El amor, como el 
Espíritu Santo, es ante todo pasividad total: es la resultante de un 
don después de haber sido el don mismo. El Espíritu Santo es el 
Amor porque recibe todo lo que es del Padre y del Hijo, únicamente. 
Como se ha dicho ya, en Dios, el Espíritu, que es Amor, carece de 
fecundidad personal, pues nada procede de Él. Pero esta 
pasividad, sin embargo, tiene una admirable significación: es 
alabanza de gloria en Dios, la gloria interior misma de Dios. Desde 
toda la eternidad, el Espíritu está extasiado en el Padre y el Hijo, 
vuelto hacia ellos, amándoles necesariamente porque lo ha recibido 
de ellos. La fecundidad que es suya en la Iglesia, sólo de las dos 
otras Personas la tiene. 

El amor de entrega en la actividad fecunda. 
Infecundo en Dios, el Espíritu Santo es la fecundidad de la 
Iglesia. Recuérdense los Hechos de los Apóstoles. El Espíritu Santo 
viene a enriquecer la Iglesia con los dones de Dios: ahora bien, la 
señal del perfecto amor, sin averiguación, es el «agapé». Se 
entiende por ello el amor que se da sin esperar nada en 
correspondencia, el amor preocupado únicamente del bien del 
amado. Pues bien, un tal amor es voluntad, no de subrayar su 
propia fecundidad, sino la de aquel de quien se la tiene. El que ama 
con toda verdad, con un amor que viene de Dios, se obscurece, a 
fin de que nadie pueda pensar que es él el autor de su propia 
riqueza; quiere, por el contrario, que se sepa que él mismo la tiene 
de Dios. Aquí se está en los antípodas del orgullo. El amor de 
humildad no se glorifica a sí mismo, sino que glorifica, por sus 
obras, a aquel de quien tiene el poder de hacerlas. 
Así por lo que atañe al Espíritu. Su acción se ordena a otro. Da 
el sentido del Hijo, atestigua sobre Él (Juan, XV, 26), lo glorifica 
(Juan, XVI, 14). No lo hace por sí mismo—Jesús lo atestigua—, sino 
porque entiende y recibe lo que debe decir y anunciar (Juan, XVI, 
13-14). Da a los hombres la inteligencia del Hijo para dirigirlos hacia 
el Padre: 
«Per te sciamus da Patrem 
Noscamus atque Filium» 15. 
Pero esto mismo, el Espíritu nos da que lleguemos a serlo. En la 
Iglesia, el Espiritu es el Amor-para-nosotros, don del Padre y del 
Hijo: 
«El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre» (Juan, 
XIV, 26). El es su actividad entre nosotros, su prolongación acá en 
la tierra. Es también el que pone en nuestros corazones el amor, ya 
que lo es Él mismo. 
«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por 
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom., V, 5). 
Él es, pues, la riqueza espiritual del cristiano, el que, por el Amor 
que derrama en él le modela según Dios. Es el don hecho a los que 
tienen el alma pobre: «Pater pauperum». El creador de una vida 
nueva: «sana al que está enfermo». La luz beatífica que guía 
nuestros pasos. La fuente derivada del Padre para rehacer un 
mundo unificado: 
«Hostem repellas longius, 
Pacemque dones protinus»... 
«Expulsa al enemigo muy lejos, 
Danos muy pronto tu paz»... 16. 

El hombre a imagen de Dios
«¿Qué cosa será el hombre
para que hagas recuerdo de él? 
¿Qué el hijo de Adán
para estar a él atento? 
Algo menor le hiciste
que un dios de gloria y majestad
le coronaste luego» (Salmo VIII, 5-ó). 

La comunicación con Dios. 
Autor del hombre, Dios lo hizo a semejanza suya. Por este mismo 
hecho se encuentran lazos creados. A condición de que no le baste 
estar en el estado de hombre. Para conservarse imagen viva de 
Dios, el hombre debe unirse de nuevo a Dios a cada instante. «Si 
Dios no existe, ¿soy yo todavía capitán?», exclamaba uno de los 
héroes de los «Endemoniados». Dostoievsky estaba en lo cierto: el 
hombre no es hombre más que mientras acepta a Dios como autor 
de toda su vida. Pues ser una persona subsistente no suprime la 
necesidad de sostener una relación con su Dios. Abriéndose a su 
Creador y Salvador es como se viene a ser una persona viva, a 
imagen de Dios. 
Por tanto, apertura a Dios, ante todo. El hombre es un viviente 
no si hace muchas cosas, si actúa y se da, sino si recibe a Dios y 
se entrega a Él. La fuente de vida es la Santísima Trinidad. Un San 
Agustín nos ha dejado sobre el particular una experiencia 
irrecusable. El brillante retórico de Milán se estremeció de amor y 
espanto cuando conoció, por vez primera y experimentalmente, el 
Dios vivo. Comprobó que se encontraba lejos de Él, que es la 
«eterna verdad», la «verdadera caridad», la «amada eternidad», 
desterrado en una tierra extraña a Dios, donde su ser no era más 
que sombra e inconsistencia: 
«¡Oh eterna verdad, oh verdadera caridad, oh amada eternidad! 
Vosotras sois mi Dios; por vosotras suspiro día y noche. Cuando os 
he conocido por vez primera, me habéis levantado hacia vosotras 
para hacerme ver que había algo que ver, pero que yo no era 
capaz de verlo. Y, por el poder de vuestra irradiación cegabais mis 
débiles ojos, y yo me estremecía de amor y de sagrado temor. Y me 
encontraba lejos de vosotras en una región que os es extraña» 17. 

Se había considerado rico en cualidades humanas. Pero su 
alejamiento de Dios, por el contrario, había empequeñecido su ser. 
Entonces comprendió que la perfección del hombre no se 
encuentra más que en un acercamiento a Dios. 
Más recientemente, R. Guardini señalaba que el incremento del 
poder técnico corre parejo con una debilitación de la fuerza moral. 
Y encontraba la explicación de dicho fenómeno en la emancipación 
del hombre frente a Dios: 
«Se tiene la impresión de que la fuerza moral del hombre se 
debilita en la medida en que su poder se acrecienta y que nace un 
vacío donde debiera estar la persona. Es imposible que ocurra de 
otra manera, porque el hombre no es persona en sí, que pudiese, 
como tal, a su placer, entrar o no entrar en relación con Dios, sino 
porque su personalidad no existe más que en esta relación misma. 
Desprendiéndose de Dios, se torna impersonal, y la oposición entre 
lo que el hombre puede y lo que es, entra en su estadio critico. El 
hombre ha pecado desprendiendo de Dios su poder: ahora bien, 
ese mismo poder es el que le impone su castigo» 18. 
La cosa se comprende, no es la técnica en sí misma la que 
arruina las fuerzas morales, sino el hecho de que, por ella, el 
hombre quiera igualarse a Dios. Drama del jardín del Edén, del 
Génesis. Drama actual del humanismo ateo. Rechazar a Dios es 
establecerse en la más perfecta independencia. El advenimiento del 
superhombre muestra hasta dónde ha podido conducir el desprecio 
de Dios. Los horrores de las recientes guerras y de las más 
horribles todavía que las armas modernas podrían desencadenar 
sobre nuestro planeta, dan testimonio de ello o nos hacen temblar. 
Si Dios no existe, todo está permitido al que le suplanta. Y se 
advierte también que el ateísmo, cuyo gusano se instala en el 
corazón de nuestra generación, lleva a la supresión de sí mismos a 
los desesperados discípulos de Nietzsche o de Juan Pablo Sartre. 
Sin Dios, ya no existe objetivo ni la atención respetuosa hacia los 
demás que hace nacer el amor. 
Sin Dios, también, el hombre está enfermo. La psiquiatría nos ha 
hecho un gran beneficio al señalarnos hoy día que ciertas neurosis 
nacen del hecho de que algunos valores humanos, limitados, tales 
como el «superhombre», la «libertad sin trabas», el «goce 
desenfrenado», es decir, el amor humano buscado como el 
absoluto de la vida, se substituyen a Dios. Si se quita a Dios del 
centro del hombre, la psicología de éste resulta turbada, su 
personalidad se esteriliza, se disuelve, hasta conducir a graves 
trastornos y a ciertas formas de locura. Proceder de otro, decía el 
Papa Pío XII, es estar en relación necesaria con este otro. Es 
mostrar que el hombre no puede explicarse fuera de Dios y que 
nadie puede, impunemente, burlar el dinamismo que le lleva hacia 
Aquel de quien procede.
El equilibrio humano exige una unidad interior. Pero es notable, 
como se ve, que el Creador haya querido que ésta no sea posible 
más que en una unidad previa consigo mismo. Pues bien, en Cristo 
Jesús, por quien todo ha sido creado y por quien todo es reasumido 
y recreado, todas las cosas vuelven a hacerse a imagen de Dios. 
«Como Dios dándonos la vida, nos da este mundo y nosotros 
mismos; así Dios, dándonos a Jesús para vida, nos da además 
nosotros a nosotros mismos» 19. 
Por esa razón los santos fueron grandes personalidades: 
estaban presentes constantemente a la fuente de su alma y se 
renovaban sin cesar en ella. «La santidad, única probabilidad del 
hombre», escribe el reverendo Blanchard, como conclusión de su 
estudio: Sainteté, aujourd'hui 20. La santidad, o la marcha hacia 
ella, el único estado que nos hace a Dios presente: 
«Y he aquí que eres alguien, de pronto» 21.
A su vez, Santo Tomás explica:
«La naturaleza racional es la única de la creación que está 
ordenada inmediatamente a Dios. La razón de ello consiste en que 
las demás criaturas no llegan a lo universal, sino sólo a lo 
particular: participan en la perfección de Dios, ya sea por el mero 
hecho de existir, como los seres inanimados, ya además por el de 
vivir y conocer lo singular, como las plantas y los animales. La 
naturaleza racional, por el contrario, en tanto que conoce el bien y 
el ser en su aspecto universal, se halla ordenada inmediatamente al 
principio universal de lo que es. La perfección de la criatura dotada 
de razón consiste, pues, no sólo en lo que conviene a esta criatura 
según su naturaleza, sino también en lo que le es concedido por 
una cierta perfección sobrenatural procedente de la divina bondad. 
He aquí por dónde la última bienaventuranza del hombre consiste 
en una visión sobrenatural de Dios» 22. 
La expresión final tiene profundo alcance: la visión de Dios 
pondrá al hombre en el acuerdo perfecto. En el goce del único Bien 
capaz de colmar todas sus aspiraciones, el hombre sólo amará la 
creación con un amor puro, sin buscarse a sí mismo sin voluntad de 
dominio. No existiendo ya nada que substituya al absoluto de Dios, 
habrá unidad perfecta en todas sus potencias sensitivas e 
intelectivas, en el gozo de estar enteramente sometido a Dios 
Padre, Hijo y Espíritu Santo. «La vida del hombre es la visión de 
Dios», decía San Ireneo. 

La construcción de la comunidad de los hombres. 
Aceptar dejarse crear incesantemente por Dios, secreto de la 
culminación de la personalidad humana; secreto también de la 
creación de la comunidad de los hombres. El egocentrismo, cuya 
consecuencia es el advenimiento del superhombre, mata las 
relaciones humanas. En la soledad del Príncipe, de Pierre 
Emmanuel hay ruptura de la unidad interior:
«Cada uno se descubría innumerable, poblado de larvas que lo 
agujereaban 23
La ruptura con el mundo viene después. Suprimido Dios, no 
queda otra cosa que pecado y división, oposición y muerte. ¿De 
dónde habría de venir la vida, si su autor es excluido de la nuestra? 
Eterno drama del pecado de Adán. Negándose a depender de Dios, 
nuestro primer padre arrojaba su descendencia en el desorden y la 
muerte. Dostoievski lo sintió con acuidad. Con un rasgo genial 
subrayó el carácter del ateo Iván Karamazov. Lo trágico de Iván es 
haber dejado de ser un ser en relación con Dios. Pero, 
simultáneamente, hétele ahí en falsa relación con el mundo. Ya no 
usa de él más que para gozarlo y mancharlo. Su moral es, según 
participa a su medio hermanastro Smerdiakov: si nuestra alma no 
es inmortal, si Dios no existe, todo está permitido. Y el muchacho 
matará a su padre. Toda libertad que no viene de Dios, no puede 
dejar de volverse contra los demás. El staretz Zósimo cuenta que, 
antes de ser cristiano, no había sospechado las exigencias de la 
caridad cristiana. Cuando era oficial, había golpeado un día a su 
ordenanza. Después, confesaba su falta: 
«Se me volvió a presentar la escena como si se repitiese de 
nuevo: ¡el pobre muchacho de pie ante mí que le abofeteo en el 
rostro con todas mis fuerzas, con sus manos en la costura del 
pantalón, con la cabeza erguido, los ojos muy abiertos, temblando a 
cada golpe, no atreviéndose a levantar siquiera los brazos para 
cubrirse! ¡Cómo puede un hombre ser reducido a ese estado, 
golpeado por otro hombre! ¡Qué crimen! Fue como una aguja que 
me atravesó el alma. Yo estaba como insensato y el sol brillaba, las 
hojas alegraban la vista, los pájaros alababan al Señor.. Señor, 
podia ser verdad, pensé llorando, que yo sea, tal vez, el más 
culpable de todos los hombres, el peor que existe» 24. 
Convertido en el conocido director espiritual, el staretz dirá 
posteriormente: 
«Todos somos responsables por cada uno y cada uno es 
culpable ante todos, por todos y por todo, y yo más que los demás» 
25. 
De lo que se trata, en el fondo de toda esta discusión, es, en 
primer lugar, de una justa noción de hombre. El cristianismo lo 
siente. Sabe perfectamente que el cristiano no se injerta más que 
en la naturaleza humana tal cual la ha hecho Dios. De lo que se 
trata es, ante todo, del hombre, de todo hombre, quienquiera que 
sea, sin distinción de nacionalidad ni razas. 
«Una vez más, decia Su Excelencia Monseñor Terrier, volvemos 
a encontrar la debilidad congénita de una Comunidad de hombres 
que querría ignorar a Dios, fuente última del amor. Precisamente 
esta ignorancia y esa especie «de ausencia de Dios» que de ella 
resulta, pesa sobre aquélla como una maldición, que le imposibilita 
el acceso a una verdadera comunión. Tal es la «venganza» de 
Dios, la única: el vacio espantoso que deja Él cuando se le ha 
despedido, para valernos de un lenguaje imaginado. Tal es el 
drama que se encierra en el fondo de la Comunidad de los hombres 
sin Dios, el drama del humanismo ateo, que se representa ahora a 
escala mundial. El fondo de este drama es la coexlstencia de dos 
realidades absolutamente contradictorias: la necesidad absoluta y 
la negativa obstinada de la Redención. Tender a una comunión que 
es una gracia, que es la puesta en práctica de la Redención, como 
si no fuese más que el fruto de una actividad humana... es así como 
se prepara la mayor de las decepciones. ¡Lección del paraíso 
terrenal!» 26. 

* * * * *

La salvación está en otra parte. Está en el hombre salvado, en el 
hombre abierto a Dios, y apto, por este mismo hecho, para crear un 
mundo nuevo. San Ignacio de Antioquía pedía, como se recordará, 
enraizarse en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con miras a una 
comunidad de pensamiento y acción (Magn. XIII, 1-2). El camino 
está trazado. Hay que reproducir entre los hombres las relaciones 
que descubrimos entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lejos de 
hacer de la persona humana un absoluto, que se baste a sí mismo, 
hay que comprometerla a fondo, por el contrario, en las exigencias 
del amor. Ahora bien, la primera de ellas es, como se presiente, la 
renuncia en favor del otro. Nadie se pertenece totalmente. No se 
puede vivir, pues, como hombre, si se rehusa el diálogo, si se 
disfruta egoísticamente de su propio haber. La persona, en el plan 
en que la situamos es un ser que se sacrifica en la renuncia para 
abrirse a Dios y a todo lo que Él ama. A Dios hemos visto la 
necesidad de hacerlo pues nada existe que no dependa de Dios, 
según las exigencias de su naturaleza; a los demás se intuye, pues 
el bien de cada uno es el de todos, nadie conservaría lo que tiene 
si la comunidad no concurriese a defenderlo. La persona humana 
debe saber sacrificarse por todos, mas corresponde a todos los 
hombres proteger los derechos de cada uno. Saint-Exupéry escribió 
sobre esto páginas inigualables. Su pluma está impregnada de la 
nostalgia de un mundo en los dolores del parto del «cor unum et 
anima una», de la primera comunidad de los Hechos de los 
Apóstoles. A ella le debemos la descripción de aquella comida en la 
casa de campo, en que el colono distribuye en silencio el pan. En 
aquel instante se ha sentido «ligado a sus camaradas» con quienes 
lo compartía, pero también «a través de ellos, a todo el país» Pues 
el pan procede de los campos circundantes, pero ¡se han 
necesitado tantos brazos para que llegase hasta la mesa! Así el 
pan, como el trigo, «es más que un alimento carnal». 
«¡Desempeña tantos papeles! Hemos comenzado a reconocer, 
en el pan, un instrumento de la comunidad de los hombres, a causa 
del pan que partimos conjuntamente. Hemos comenzado a 
reconocer, en el pan, la imagen de la grandeza del trabajo, a causa 
del pan que hemos de ganar con el sudor de la frente. Hemos 
aprendido a reconocer, en el pan el vehículo esencial de la piedad, 
a causa del pan que se distribuye en las horas de miseria. El sabor 
del pan compartido no tiene igual». 27 
Desde luego, el colono no se ha empobrecido al distribuir su 
pan. No ha dado nada. Ha compartido y cambiado. Ha unido. En 
esta página exaltadora, Saint-Exupéry vuelve a encontrar la 
tradición del Oriente, que sabe compartir con el extranjero su pan. 
Ofrecer el pan es hacer comulgar en el propio trabajo, en la 
intimidad de la casa, a aquel a quien se le ofrece. Es tratarle como 
el enviado de Dios, asegurarle la protección del propio techo, 
aunque sea un enemigo. 
«Si Zeus te ha enviado males, oh extranjero, no te toca más 
remedio que suportarlos Mas ya que has llegado a nuestra ciudad y 
tierra, no temas que te falten ni vestidos ni nada de lo que en 
semejante circunstancia se debe conceder al pobre suplicante.» 
Pues, añade Homero, 
«pobre o suplicante, ambos nos son enviados por Zeus» 28 
El griego y el oriental respetan al extranjero, en quien descubren 
un carácter misterioso y sagrado: misterioso, porque no sabiendo 
de dónde vienen, uno se guarda de interrogarle; es únicamente 
uno a quien Dios envió. Sagrado, precisamente porque es enviado 
de Dios. Platón establecía esta ley: 
«Respecto de los extranjeros, hay que grabar bien en el 
espiritu que los contratos hechos con ellos tienen una santidad 
particular; pues todas las faltas cometidas por los extranjeros y 
contra ellos tienen, más que las que se cometen entre los 
ciudadanos, una dependencia estrecha con un Dios vengador. 
Estando, como está, aislado, sin compañeros ni ponentes, el 
extranjero inspira más piedad a los hombres y a los dioses; desde 
entonces, el que más puede vengarle, más prisa se da en 
socorrerle y el que lo puede eminentemente es el demonio o dios 
de los extranjeros, que forma parte de la escolta de Zeus-Xenios» 
29. 
Esta tradición de hospitalidad y civismo no era desconocida de la 
Biblia, que ha aportado a ella su tesoro personal. Abraham se 
prosternó un día a los pies de sus misteriosos visitantes, efectuó 
con ellos las lustraciones acostumbradas y a continuación les sirvió 
en persona (Gen., XVIII). Para el extranjero enviado de Dios, uno se 
hace servidor. Pero ese término de servidor, Jesús ¿no se lo ha 
atribuido precisamente en el momento en que se preparaba para 
crear, en el sentido más exacto, la comunidad de los hombres? 
«Si, pues, os he lavado los pies, yo, el Señor y el Maestro, 
también vosotros debéis unos a otros lavaros los pies. Porque 
ejemplo os di, para que como yo hice con vosotros, así vosotros lo 
hagáis. En verdad, en verdad os digo; no es el siervo mayor que su 
señor, ni el enviado mayor que el que le envió. Si esto sabéis, 
bienaventurados sois si lo hiciereis» (Juan, XIII, 14-17). 
Por el amor seremos juzgados, dice también el Maestro, porque 
el amor es lo que une. E ir contra el amor es ir contra la unidad por 
la que Él oró 30. 

* * * * *

¡Impregnarse de un amor que es servicio! El corazón que lo 
posee lleva en sí el templo futuro de la paz. La contemplación es el 
arquitecto que lo hará brotar del suelo: 
«Todo el que se acerca a la contemplación se torna simiente. 
Todo el que descubre una evidencia, tira al otro de la manga para 
mostrársela. Todo aquel que inventa, al punto divulga su invención. 
No sé de qué manera se expresará u obrará un hoquedeo. Mas 
poco importa. Derramará su fe tranquilamente a su alrededor. 
Entreveo mejor el principio de las victorias: aquel que se asegura 
con un puesto de sacristán o de sillero en la catedral edificada, está 
ya vencido. Mas quienquiera que lleva en el corazón una catedral 
que ha de edificar, es ya vencedor. La victoria es el fruto del amor. 
Sólo el amor reconoce el rostro que ha de conformar. Sólo el amor 
gobierna en dirección a él. La inteligencia sólo vale al servicio del 
amor» 31. 
PATERNALISMO: Mas el amor es Dios y viene de Dios. De Él es 
de quien hay que aprenderlo. Y, en primer lugar, hay que imitar al 
Padre. Como el, hay que ser creador. Lo cual es un servicio, no 
una ocasión de reducir a servidumbre. La paternidad carnal 
adquiere, en esas perspectivas, todo su valor. El padre tiene un 
hijo, no para sí, sino para darlo a todos. No se reserva para sí más 
que su paternidad, por la que se ha convertido en don de sí mismo. 
Su desprendimiento constituye, desde luego, su riqueza: es más 
hombre cuando ha dado a su hijo para un servicio común. La 
deformación de la paternidad la constituiría el paternalismo burgués 
del siglo XIX, cuyos últimos, pero duros, sobresaltos conoce nuestra 
época. El paternalismo se apoyaba en una voluntad de poder, en 
un complejo de superioridad. Adoptaba aires protectores para 
mejor reinar. No era un servicio, sino un provecho. Sujetaba a tutela 
a sus «inferiores» para afirmar mejor sus prerrogativas dirigistas. Y 
si se hacía liberal, era para excusarse de despreciar los derechos 
humanos de sus subordinados. No quería colaboración por miedo 
de ser suplantado. Sus limosnas substituían a la justicia y el amor. 
Ahora bien, hoy día es motivo de especial preocupación el volver 
a trabar relaciones humanas. La abolición de toda forma de 
paternalismo constituye la condición indispensable para ello. Sólo la 
imitación de nuestro Padre que está en los cielos creará la 
comunidad, ya se trate de los problemas del trabajo, de la 
colonización o de la vida de la Iglesia Nadie debe moverse para 
reinar, ni creerse de una esencia superior para atribuirse el 
derecho de reducir a servidumbre; sino que hay que servir a los 
hombres con desinterés. Para ello se requiere una atención 
extrema hacia el otro. Es, dice el Reverendo Blanchard, la medida 
del amor. 
«EI grado de amor se mide, psicológicamente, por el grado de 
atención que se presta a otro» 32 
Hay que poner en ello tiempo, paciencia y voluntad de servir en 
vez de gozar: «¿Y qué haces de esas estrellas?», le preguntó el 
principito al hombre de negocios. 
—Nada. Las poseo.
—No eres útil a las estrellas—pensó el principito.

* * * * *

Dar como el Padre, ser su asociado, ésa es la tarea de toda 
paternidad y, por tanto, de todo apostolado. Éste era el deseo que 
el Apóstol Pablo alimentaba en el fondo de su corazón, cuando 
decía a los tesalonicenses: 
«Bien que pudiendo presentarnos con autoridad, como 
apóstoles de Cristo, antes nos hicimos pequeñuelos en medio de 
vosotros, como cuando una madre que cría calienta en su regazo a 
sus propios hijos, así, prendados de vosotros, nos complacíamos 
en entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino también nuestras 
propias vidas, puesto que nos habíais ganado el corazón» 33 
Saber, como el Hijo, como el Apóstol y como los Santos, recibir 
de Dios y dejarse en seguida devorar, es ser también la magen del 
Hijo. 
«Yo les he dado vuestra palabra... Los he enviado al mundo... 
(Juan, XVII, 14, 18). 
Ninguno de ellos ha buscado adquirir importancia dando. No 
querían más que una única cosa: que la fecundidad de Dios sea 
reconocida. Por ello mismo, imitaban también al Espíritu. Tales son 
los caminos del amor. Cuando el hombre imite la Trinidad 
bienaventurada, a su vez será luz y cimiento de la unidad de los 
hombres para la gloria del Padre. Jesús, en la montaña, trazó el 
programa definitivo para ello: 
«Que alumbre así vuestra luz delante de los hombres, de suerte 
que vean vuestras obras buenas, y den gloria a vuestro Padre, que 
está en los cielos» (Mat., V, 16). 
Entonces el drama de Babel se acabará. La torre famosa 
engendró de antiguo la división, por no ser más que el fruto del 
orgullo y de la voluntad de dominio. Destronar a Dios constituía el 
único móvil. Pero todos quedaron, como el gran condenado de 
Dante, en su soledad espantosa y helada. El amor hará germinar 
un mundo mejor, el Edén recuperado de los dias paradisiacos: 
«Del tiempo en que los hombres hablaban la misma lengua y las 
mismas palabras,
Del tiempo en que Dios cubría sus pensamientos como una 
tienda sin costura
Y que el centro estaba en todas partes, el mar inscrito en un solo 
núcleo, 
Nadie pensaba construir ciudades, cimentar piedra a piedra los 
hombres, 
Cada uno en la mirada del otro conocía su medida y su lugar. 
Eran libres. Su patria circulaba en ellos como la sangre. 
Cada uno de ellos era el vergel, cada uno daba y recibía 
Ignorando lo mio y lo tuyo, pues su semblanza era originaria. 
Y que cada uno fuese distinto maravillaba a su único amor. 34. 

Pues dijo Jesús: «Mayor felicidad es dar que recibir» (Hechos, 
20, 35).
Gozo de enriquecer al otro y hacerle fecundo: es el del Padre 
que engendra y da a su Hijo. Es el del Hijo, que es la revelación del 
Padre y Aquel cuya oración nos ha obtenido el Espíritu. Gozo de 
ser, como el Espiritu Santo, el amor primero pasivo, después 
alabanza del Padre y del Hijo. Única forma auténtica, en el don de 
sí mismo, de imitar a la Santísima Trinidad y, como Ella, de crear la 
comunidad. 

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958 Págs. 115-157

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11. La incomunicabilidad basta para impedir que se confundan Padre, 
HiJo y Espíritu Santo. Lo importante aquí es la «apertura a otro». 
12. Bajo el mito de Prometeo, se entiende la voluntad del superhombre 
de hacerse dios. 
13. Texto citado por el R. P. PAISSAC, La theologie du Verbe, páginas 
235-236. 
14. SAN BERNARDO, Sermones sobre el Cantar de los Cantares VIII, 
2, traducción del P. Pons, Ed. Subirana, Barcelona. 
15. Himno Veni, Creator Spiritus: «Que por ti sepamos al Padre— 
conozcamos también al Hijo». 
16. Himno Veni, Creator Spiritus.
17. Confesiones VII, X, 16, traducción de Angel Custodio Vega O.S.A., 
vol. 11, de la B.A.C., Madrid. 
18. Les intellectuels devant la charité da Christ, Ed. de Flore, páginas 
209-210. 
19. BÉRULLE, Opuscules, págs. 415-416. 
20. En Etudes carmélitaines, pág 190. 
21. P. CLAUDEL, Cinq grandes odas, pág. 79. 
22. IIa, IIae, 2, 3.
23. Babel, pág. 98. 
24. Los Hermanos Karamazov, tomo I. 
25. P. 302. 
26. De l'Assamblée chrétienne a la communauté des hommes, dans la 
Maison-Dieu, núm. 40, págs. 115-116. 
27. Pilote de guerre, págs. 200-201. 
28. La Odisea, VI, 190 y 208. 
29. La Odisea, VI, 190 y 208.
30. Los dos textos importantes se hallan en la escena del juicio final en 
Mat., XXV, 31-46, y en la plegaria de Jesús, cap. XVII de San Juan. 
31. Pilote de guerre, pág. 205. 
32. L'attention a Dieu, dans la philosophie de Malebranche, pág. 87.
33. I Tesal., II, 7-8. 
34. PIERRE EMMANUEL, Babel, pág. 33.