EL
MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
LA TRINIDAD EN PELIGRO EN EL SIGLO III
La Trinidad, ¿símbolo o realidad? Modalismo y sabelianismo
¿Bastaba que los doctores cristianos del siglo II hubiesen
afirmado victoriosamente su fe y la de la Iglesia en las tres personas
divinas y la hubiesen establecido con solidez en el alma de los
fieles? Pensarlo sería caer en error acerca de las exigencias del
espiritu humano. El hombre no sólo debe creer sino que pide
además saber. Pues bien, en el siglo segundo se cree más que se
sabe. Se vive la fe, más que explicársela. No hay que asombrarse,
pues, si uno encuentra, acerca del Dios-Trino, explicaciones que no
pudieron ser aceptadas por aquellos a quienes guiaba el verdadero
sentido de la fe 16.
La herejía capital del siglo III ha tomado, en la historia de la
teología, el nombre de modalismo, o también monarquianismo y
sabelianismo. ¿Qué hay que entender por estos nombres?
Los «modalistas» o «monarquianos» se mueven, en su prurito de
explicarlo todo, por la voluntad de mantener cueste lo que cueste la
unidad o «monarquía» divina. Y, al mismo tiempo, porque quieren
hacer obra de buenos teólogos, se dedican a poner a salvo la
divinidad de Jesu-Cristo. Pero no lo consiguen más que
proclamando que no hay distinción de persona entre el Padre y el
Hijo, ni entre ellos y el Espíritu Santo. No existe más que un solo
Dios a quien se llamó Padre en el Antiguo Testamento. Ese
Dios-Padre se encarnó un día en la Virgen María, nació de ella y,
por su nacimiento temporal, se convirtió en su propio hijo, el que es
llamado «el Hijo de Dios». En la cruz, Dios-Padre, convertido en su
propio Hijo, había, pues, sufrido. Los adversarios del error
caracterizan a este error «monarquiano» con el nombre de
«patripacianismo», esto es: herejía del Dios-Padre que ha sufrido.
Por último, es también El quien ha resucitado. A menudo se limitaba
a hablar sólo del Padre y del Hijo, pasando en silencio al Espíritu
Santo.
Por haberse el Padre manifestado como Hijo y, por tanto, se
decía, bajo otro modo, el error se designaba también con el nombre
de «modalismo». La conclusión era ésta: el Verbo no tiene
existencia propia. Tertuliano se lo echará en cara a Práxeas: para ti,
el Verbo es un yo no sé qué, un «flatus vocis», una palabra.
Los dos principales propagadores de esta herejía se llaman
Práxeas, contra quien se midió Tertuliano, y Noeto, cuyo adversario
fue Hipólito de Roma. Mas pronto vino a completar, si cabe decirlo
así, la herejía, Sabelio. Este perfeccionará ese sistema unitarista.
Pues imagina un Dios único, personal o «prosopón único» 17 y que
ha desempeñado en la historia papeles distintos. La única
«persona», o prosópon divino, se manifestó de diversos modos (por
tanto, se mantiene modelista): como legislador en el Antiguo
Testamento: es el Padre; como redentor con Jesús: es el Hijo, como
santificador en la Iglesia: es el Espíritu Santo. Gracias a su
«prosópon» único de tres caras, Sabelio evitaba el
«patripacianismo» y no clavaba al Padre en la cruz. Mas so pretexto
de explicarla, destruía la Trinidad divina. Era necesario,
decididamente, que a la fe se añadiese la ciencia, si no se quería
consentir en la pérdida de la fe misma.
Tertuliano contra Práxeas
El gran doctor africano del siglo lII, Tertuliano, nació hacía
150-160. Convertido en 195, cayó por desgracia en el
montanismo18 en 206, y murió hacia 240-250. Entre 213 y 218
encuentra a Práxeas, a quien reprocha haber hecho una obra
doblemente diabólica: al pasar en silencio al Espíritu Santo, ha
desterrado todo poder profético en la Iglesia; en segundo lugar, ha
crucificado al Padre.
Unidad y Trinidad.
El gran problema con el que debe enfrentarse nuestro doctor es
el de dar cuenta de dos aspectos de Dios. Es necesario, no
obstante la unidad divina, admitir una Trinidad real, la existencia
real en Él de tres personas. Tal es su profesión de fe: al igual que
Práxeas, cree en la monarquía (unidad) divina; contra él, sostiene
que hay en Dios tres personas. Y he aquí lo que explica.
Dios, eternamente, tiene en sí una «razón» (ratio), en la cual hay
una «palabra» (sermo) que es su pensamiento y su sabiduría.
Ahora bien, cuando Dios quiso crear, su Palabra o Verbo, que es su
Hijo, fue proferida. Cuando Dios quiso redimir, ese Verbo vino a la
Virgen y, nacido de ella, se llamó Jesu-Cristo. Mas, antes que
apareciese el Hijo, Dios tenía su propio misterio eterno.
Librémonos, dice Tertuliano, de las novedades de Práxeas.
Comprendemos, así, la vida divina: no hay más que un solo Dios, es
decir, una única substancia divina; sin embargo, en el seno de su
unidad puédese descubrir un misterio (que caería en la tentación de
llamar «familiar»), que organiza la unidad en Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. No porque los tres sean tres por su esencia 19
(status), sino que son tres según los grados o rango (gradus) según
los que se les contempla (es decir, que están jerarquizados). No son
tres por la substancia, sino tres debido a sus particularidades
(forma); no tres por su poder, que es único, sino tres según sus
relaciones (species) propias. Así, afirmamos un solo Dios, de una
substancia única, de una única esencia y de un poder único, pero
este Dios único es trino por el rango, las particularidades y los
aspectos que se descubren en Él.
Los grados en Dios.
¿Se quiere bajar ahora a un análisis más pormenorizado de los
diversos rangos que permiten distinguir «número» en Dios? ¿Se
quiere examinar el orden en que nos aparecen el Padre, el Hijo y el
Espíritu? Aquí Tertuliano nos descubre sus observaciones de
africano. El tímido esbozo del Verbo descubierto en la razón divina
es abandonado. El teólogo mira a su alrededor y la tierra de Africa
se ofrece espontáneamente como signo de Dios. Ella le permitirá
explicar los «grados» que jerarquizan las tres personas. El
«misterio» familiar de Dios es dejado de lado. Lo enfoca ahora al
modo de San Ireneo, como el Dios fuente de vida para nosotros. La
primera persona es el Padre, manantial de todo; la segunda es el
Hijo, agente de la gracia; la tercera es el Espíritu, el que viene a
vivificar nuestras almas.
TRI/SIMBO/TERTULIANO: Las imágenes abundan, cantan y
viven. He ahí ante todo la del fruto sabroso. Es el símbolo del
Espíritu Santo; se coge en la rama (imagen del Hijo); pero nada
sería ésta sin la raíz que la nutre, imagen del Padre, origen de toda
vida. La raíz es el símbolo del Padre, la rama el del Hijo, y el fruto, el
objeto del deseo, a causa del cual son cultivados con amor raíz y
rama, es el símbolo del Espíritu Santo que nos es dado. El Espíritu
Santo procede del Padre por el Hijo.
He aquí ahora, la realidad más africana de la fuente, del río y del
canal de riego. Cuando se sabe lo que es la tierra tunecina
desecada por el ardor del sol, estéril y árida cuando falta el agua, la
comparación de Tertuliano adquiere fuerza de imagen, como antaño
el versículo del salmista:
«Dios, Dios mio eres; búscote con ansia.
Mi espiritu de ti se halla sediento,
y mi carne por ti vive anhelante,
como tierra sin agua, árida y seca» (Salmo LXIII, 2).
El agua es la bendición de los países secos. Pero la fuente no es
nada, ni el río, si no hay canales de riego que vengan a captar el
agua bienhechora y a verterla en la tierra abrasada: «Agua, tú eres
la vida», decía Saint-Exupéry. La imagen del Padre es, pues, la
fuente; el Hijo es el río que se origina en la fuente paterna; pero los
canales de riego, he ahí el símbolo maravilloso del Espíritu dado a
las almas.
Postrera imagen, por último, africana también ella. Olvidemos los
daños de los ardores excesivamente prolongados del estío. En
primavera y otoño el sol es el dios fecundante, que reanima a la
naturaleza adormecida en invierno, muerta después de la canícula
del verano. El agua ha llegado, pero sin el sol sería más perjudicial
que útil. El Padre es aquí el sol. El rayo que proyecta es el Hijo. Mas
el rayo, que el sol jamás deja de emitir, no es rayo vivificador para
nosotros, a no ser que su aguda punta llegue a tocarnos y a
calentarnos. Esa punta es el símbolo del Espíritu, que comunica
calor y vida.
Tal era la refutación que Tertuliano levantaba contra la herejía
de Práxeas. La Trinidad no destruye la unidad divina, decía, sino
que más bien da razón de ella. La Trinidad es el misterio del único
Dios. Lejos, pues, de manifestarse bajo tres modos diversos, está
constituido por una especie de «economía familiar, que le muestra
perfectamente organizado en sí mismo. ¿Se dirá que sus
explicaciones son harto poco explícitas, que le falta aliento para
profundizar en el misterio? Es verdad, mas no había llegado aún la
hora de acudir a escrutar, como San Agustín lo hará, las
profundidades de Dios. Y ¿será de lamentar que, por el contrario,
nos haya hablado de Dios y de las tres divinas personas con esas
imágenes que cantan y viven? Reprochárselo seria inculpar, al
mismo tiempo, a San Pablo y San Juan, que por su parte habían
considerado al Espíritu Santo como el enviado por el Padre y el Hijo,
para investirnos con la vida divina.
De buena gana se le perdonarán las líneas que dirigía a
Hermógenes, en las que parecía negar la eternidad del Hijo. En
aquella época (hacia el año 200), su pensamiento es menos
seguro. No se atreve a llamar a Dios: Padre, ni a decir que tiene un
Hijo, mientras la «Palabra» no ha venido a redimir el pecado del
hombre. Si «el Hijo» es el redentor, no hay redentor, ni, por
consiguiente, Hijo, más que desde el momento en que hay pecado
para destruir. Una vez la «Palabra» nacida de la Virgen, cuando el
Hijo se halló en el mundo, entonces Dios se pudo llamar «Padre».
Es verdad que este texto es mucho menos preciso que la refutación
de Práxeas. Pero, aun aquí, Tertuliano no negaba que Dios tuviese
una «Palabra» eterna; sólo que no la llamaba Hijo, como lo hace la
Escritura, más que desde su aparición entre los hombres. Dios no
podía ser llamado Padre más que a partir de dicho momento.
Retengamos, pues, del gran teólogo de Cartago, la admirable
distinción que establece en Dios: la naturaleza única y las personas
distintas y el orden de su venida en el hombre divinizado: el Espíritu
viene del Padre por el Hijo. Es, pues, Dios, y nos aporta la vida de
Dios. Tertuliano se inscribe a la cabeza de los grandes teólogos
que, gracias a sus fórmulas, han permitido hablar de Dios uno y
trino sin confusión: «Hay tres personas en Dios, pero una única
substancia». Mas es también un espiritual que sabe que la vida del
hombre es la posesión de la vida de Dios por el Espíritu.
Así, bajo la pluma del gran Tertuliano, las imágenes se habían
acumulado, ricas y abundantes, el pensamiento había hecho un
noble esfuerzo. Sin embargo, quedaba por proclamar la absoluta
igualdad de las personas divinas. Será la tarea, ruda, del siglo IV, al
establecerla. Hay en esto una larga historia, que es necesario,
ahora, referir.
BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958
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16. No se crea, desde luego, que un hereje sea, en principio, alguien de
mala voluntad. Es un hombre que busca y reflexiona, pero que busca y
reflexiona por sí solo, es decir, dejándose guiar por filosofías humanas, en
vez de buscar la luz en la fe de la Iglesia, fe y luz que Dios no niega,
desde el momento en que se es fiel al Espíritu Santo viviente en la Iglesia.
La regla de la fe es la Tradición, que es el organismo vivo en que se la
descubre y a partir del cual es posible un nuevo avance de la reflexión.. Se
recordarán los consejos de Pablo a Timoteo (2 Tm IV, 3-5) y la regla de
oro trazada por San Vicente de Lerins: «Enseña lo que aprendiste, para no
inventar, sino para decir las cosas de una manera nueva».
17. La palabra griega prosópon tiene ahora el sentido de «persona».
18. Montanismo, herejía de Montano, que pretendía que sólo tienen
autoridad para enseñar en la Iglesia los verdaderos espirituales guiados
por el Espiritu Santo. Era la primera tentativa encaminada a oponerse a la
jerarquía constituida de la Iglesia. Montano consideraba que aquélla
carece de autoridad doctrinal, cuando deja de ser «espiritual». Por su
parte, él se pretendía el órgano de elección por quien hablaba el Espiritu;
pero todo «montanista» gozaba evidentemente de una parte de estas
prerrogativas.
19. Esencia o naturaleza de una cosa, lo que la constituye. Es el
equivalente práctico de la palabra substancia y naturaleza.