EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO

CAPÍTULO III

EL MENSAJE DE SAN PABLO A LOS PRIMEROS 
CRISTIANOS


El mensaje de San Pablo difiere del de los Evangelios sinópticos 
por varias razones. En primer lugar, Pablo es un converso. Sabido 
es cómo fue atajado por Cristo glorioso en el camino de Damasco, 
adonde se dirigía para perseguir a los cristianos. Ha sido, dirá él 
después, «apresado por Cristo-Jesús» (Filip., III, 12), conversión 
brutal, violentamente conmovedora. Ahora bien, él encontró desde 
el principio al «Señor de la gloria» (I Cor., II, 8). Éste tendrá siempre 
el primer puesto en su alma, Cristo entregado por los judíos, mas 
triunfante sobre la muerte gracias al poder de Dios Padre, que le 
resucitó (Filip., II, 9-11). En el primer plano de los escritos paulinos 
hay que entrever a un Cristo muerto por nuestros pecados y 
resucitado para nuestra propia resurrección (I Cor., XV, 3-4 y 8-9). 
Su itinerario espiritual se nos presenta, pues, distinto del de los 
demás Apóstoles. También ellos fueron conociendo 
progresivamente al Señor. Comenzaron por conocer a «Jesús 
hombre», hijo de José y María. Escucharon su invitación a 
abandonar sus trabajos de pescadores (Mat., IV, 18-22), de 
aduanero (Mat., IX, 9). No es extraño que hayan puesto tanta 
complacencia en referir su vida concreta. Casi en los antípodas de 
éstos, la atención de San Pablo se concentra sobre los actos más 
importantes de la vida de Cristo: su muerte y gloriosa resurrección. 
No hablará más que por alusiones sobre el Cristo terrestre. (Véase, 
por ejemplo, Rom., I, 1-5; Gál., IV, 4, etc.) 
En segundo lugar, lo que confiere al mensaje de San Pablo un 
carácter particular, es la comprensión inmediata, profundisima, que 
tuvo de Cristo. Si uno se atuviese a ciertas fórmulas empleadas por 
él, incurriría en la tentación de creer que ningún doctor se ha 
interpuesto entre Cristo y él: «El Evangelio predicado por mí no es 
conforme al gusto de los hombres; pues yo no lo recibí ni lo aprendí 
de hombre alguno, sino por revelación de Jesu-Cristo» (Gál., I, 
11-12). Mas esos versículos están escritos fogosamente para 
reivindicar el título de Apóstol que le era discutido (Gál., I, 1). Su fiel 
discípulo San Lucas ha tenido buen cuidado de informarnos de que 
Jesús no quiso ser el director inmediato de Pablo. Desde su 
conversión, le envía a Ananías y de él recibirá todas las 
instrucciones útiles para ejercer su cargo de Apóstol (Hechos, IX, 6 
y 11 a 17). En la Iglesia, en efecto, siempre han enseñado, ni que 
fuese en el caso de San Pablo, los pastores. En aquella época, la 
misión de evangelizar correspondía a los Doce. De ellos recibió San 
Pablo lo esencial del mensaje de Cristo: así lo deja entender a los 
corintios (I, XI, 23). Mas lo que ha dejado en él profunda huella, es 
menos el haber sido instruido por tal o cual, que el haber sido 
escogido por el mismo Jesús como apóstol de los gentiles (Gál., I, I 
y 16). ¿Cómo esa elección podía dejar de matizar su mensaje con 
un calor particularísimo? En un instante, el perseguidor se convirtió 
en apóstol. El alma de Pablo estará impresionada por ello para 
siempre. El judío cerradamente monoteísta, que acorralaba a los 
discípulos de Cristo, sabe a partir de aquel instante que el único 
Dios, del que no reniega (Col., III, 20) tiene, sin embargo, un Hijo a 
través del cual realiza la redención del mundo (Rom., III, 23-25; Col., 
I, 12-24). La Ley en la que el fariseo se glorificaba (Rom., III, 21) ha 
cedido a la gracia de Cristo. 
Finalmente, el mensaje de Pablo fue meditado y escrito para un 
medio muy distinto que aquel al que se dirigían los Sinópticos. Estos 
querían demostrar a los judíos que Jesús es el Mesías y el Hijo de 
Dios por excelencia. Pablo envía cartas de dirección a las Iglesias 
cristianas. Sus corresponsales han recibido la primera enseñanza 
de la fe. Ya no hay que enseñarles el a b c, sino robustecerles en 
las enseñanzas recibidas, descubrirles toda la amplitud del designio 
eterno de Dios sobre los hombres, invitarles a vivir más 
profundamente en la intimidad de las personas divinas. No nos 
asombremos si Pablo no experimenta la necesidad de demostrarles 
que Jesús es Dios. La debilidad presente de nuestra fe es la que 
reclama argumentos de apologética para proponerlos a los que no 
debieran tener ya necesidad de ellos. Pablo prefiere describir el 
misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De los rudimentos 
de la fe, buenos para el estado de infancia espiritual (I Corintios, 
XIII, 11), hay que pasar a un alimento de adulto. Sus corresponsales 
le reclamaban una enseñanza en que les fuesen entregadas todas 
las exigencias de la vida cristiana. ¿Cómo San Pablo no había de 
ceder a ello? Eso es lo que nos ha valido sus ardientes 
descripciones, en que la Santísima Trinidad está en su totalidad 
comprometida en nuestra salvación. 

Las personas divinas

Saulo, por consiguiente, ha enseñado que el Dios único era 
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Toda la vida cristiana, en la óptica 
paulina, está en adelante presidida por esta revelación Pues el 
Padre, el Hijo y el Espiritu Santo no son sólo tres Personas, que 
vivan en no se sabe qué esfera vedada para los hombres. Al darse 
a conocer por el Hijo, las tres se dan también en Él. Cada una tiene 
sobre nosotros una mirada de benevolencia. Cada una de ellas 
actúa a su manera, principalmente para aportarnos la santificación. 
Y, sin embargo, siempre permanecen unidas estrechísimamente: 
nada hace la una sin la otra, nada fuera de la otra. Esta afirmación 
nos permitirá concluir acerca de su identidad de naturaleza. 

El Padre

¿Quién es y qué es? 
No es algo carente de importancia observar que, en el lenguaje 
de San Pablo, el Padre sea llamado «Dios», con excepción de Rom, 
IX, 5; Filip., II, 6; Tito, II, 14, donde este nombre es aplicado a Cristo. 
En el Antiguo Testamento, «Dios» designaba a Yahvé, el Dios 
único. Desde ahora Pablo lo reserva a Aquel de quien dice que es 
del Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Rom., XV, 6; véase 
también 11 Cor., I, 3; XI, 31; Efesios, I, 3). Dios es el nombre propio 
del Padre, ya que se nos dice que Él envía a su Hijo al mundo 
(Rom, VIII, 3, 32). Mas nos es presentado, por este mismo hecho, 
como la fuente del amor: da lo que tiene de más caro. Además, el 
amor viene de Dios Padre (2 Cor., XIII, 13), es su prerrogativa, 
digamos su atributo, y por el Espíritu Santo es por quien El lo envía 
(Romanos, V, 5). San Juan dirá mejor todavía: el Padre que envía a 
su Hijo (Juan, III, 16;1 Ep., IV, 10) es el Amor (I, IV, 8). 

El Padre, iniciador de nuestra salvación. 
Nadie ignora que Cristo no condena a los pecadores, ya que vino 
para salvarlos (Mat., IX, 13; Lucas, XIX, 10). ¿Se conoce con tanta 
certeza que el Padre no es el Dios vengador, que cierta literatura se 
ha complacido a veces en presentarnos? ¡Tantas almas se hallaban 
encadenadas aún por el temor servil, que le confían a San Pablo! El 
Apóstol nos tranquiliza. Dios Padre, que es manantial de amor, es 
salvador de los hombres antes de que lo sea Jesús. A Él debemos 
ante todo el ser redimidos. 
La Lev de Moisés es—lo sabe el fariseo converso—impotente 
para salvar a los hombres (Rom., III, 28) Entonces el Padre 
intervino: «Lo que era imposible a la Ley, por cuanto estaba 
reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su 
propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como víctima por el 
pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom., VIII, 3). Esta 
manifestación del amor del Padre tranquilizaba el alma de Pablo: 
«Mas acredita Dios su amor para con nosotros en que, siendo 
nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mucha 
más razón, pues, justificados ahora en su sangre, seremos por Él 
salvados de la cólera» (Rom., V, 8-9). 

Ante semejante certidumbre, Pascal exclamaba: 
«Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría». 
Somos salvados gracias al Padre. Pero, ¿cuál es la vocación de 
los redimidos? San Pablo nos lo manifiesta en algunas frases, las 
más formidables de su teología. También en esto hay que encontrar 
en el Padre su explicación. «En todas las cosas Dios (el Padre) 
colabora en el bien de los que le aman, de los que son elegidos por 
su libre designio.» En esta elección es en lo que hay que buscar el 
sentido de nuestra vocación Ahora bien, ésta no es otra que ser 
«predestinados a reproducir la imagen de su Hijo, que se convierte 
de esta manera en el primogénito de una multitud de hermanos» 
(Rom., VIII, 28-29, véase también Efesios, I, 4-5 y 11). El Hijo es la 
«imagen del Padre» (Col., I, 15), es decir, su reproducción exacta, 
se experimenta la tentación de escribir: «su fotocopia». Lo es 
eternamente. Nosotros somos llamados a hacernos la imagen de la 
Imagen, a reproducirla. Así el hijo vendrá a ser el primogénito de 
una multitud de hermanos, «llamados» en El a esta vocación 
extraordinaria, «justificados y ya «glorificados» en su propia 
glorificación (Rom., IV, 35). ¡Qué confianza y audacia no se siguen 
de ello, ya que pasamos a ser «hijos de Dios» y que Dios puede ser 
llamado por nosotros «Padre» (Rom. VIII, 15-16). 
Iniciador de la salvación que nos concede en su Hijo, el Padre 
sigue siendo su dispensador en este tiempo que es el de la Iglesia. 
Su Espíritu nos la aporta infundiendo su amor en nuestros 
corazones (Rom., V, 5). 

El Padre, término del designio redentor. 
Con demasiada frecuencia nuestro pensamiento se desliza hacia 
una idea de la Redención en que el hombre lo ocupa todo. Desde 
que el humanismo del Renacimiento colocó al hombre en el centro 
del universo, ha pasado a ser la única explicación del envío del Hijo 
entre nosotros. Prácticamente el rescate del hombre es para 
nosotros la única clave de bóveda de la obra redentora. De ahí la 
estrechez de la mirada que lanzamos sobre el mundo. «Hay que 
salvarlo», se dice, «hay que darle Dios». Es verdad, hay en ello un 
aspecto muy real de las cosas. Es cierto que el Hijo nació, murió y 
resucitó por nosotros. Y sin embargo, es aún decir poco. En el 
pensamiento de San Pablo, la Redención no consiste tanto en 
salvar al hombre dándole Dios, como en devolverle a Dios, a quien 
pertenece. El designio del Padre al enviar a su Hijo para salvar al 
mundo es reconciliarlo consigo por medio de Él. 
Pocos textos hay tan luminosos como Col., I, 20. En Él (Cristo) 
tuvo a bien Dios (Padre) que morase toda la plenitud, y por medio 
de El reconciliar todas las cosas consigo, haciendo las paces 
mediante la sangre de su cruz; por medio de Él, así las que están 
sobre la tierra como las que hay en los cielos.» Reconciliación 
pacificadora, por supuesto: 
«Y todo procede de Dios, quien nos reconcilió consigo por 
mediación de Cristo, y a nosotros nos dió el ministerio de la 
reconciliación; como que Dios en Cristo estaba reconciliando el 
mundo consigo, no tomándoles a cuenta sus delitos» (2 Cor., V, 
18-19). 
Vamos más lejos todavía. En una visión grandiosa, Pablo nos 
muestra el fin de la historia del mundo 23. En la tierra el Hijo 
destruye toda Potencia malvada, se la somete, ÉI que ha recibido 
para ello todo poder (Salmo II, 2). Dios Padre ha puesto todo el 
universo a sus pies (Salmo VII, 7). Mas vendrá el fin. En aquel día el 
Padre dirá: «Todo está ya sometido, excepto el Cristo». Entonces el 
Hijo le devolverá su reino y, a su vez, se someterá a Aquel que se lo 
ha sometido todo. Y Dios Padre será Todo en todos. 
La cima de la historia del mundo, tal vez sea menos la Cruz y la 
Resurrección de Jesús, que ese último día en que todo será 
sometido al Padre. Se comprende la frase del obispo de Antioquía 
encaminándose al martirio. En aquel mismo tiempo en que parecia 
vencido por las «Potencias del Mundo», que atentaban contra 
Cristo en su persona, su deseo se dirigía a imitar a Cristo, a Éll era 
a quien buscaba, a Él a quien quería (A los Romanos, VII, 1). Ser 
triturado entre los dientes de las fieras haría de él «la imagen del 
Hijo». Mas, sin embargo, este término no bastaba, como sabia muy 
bien, a las aspiraciones de su alma. El Espíritu estaba presente en 
él y murmuraba desde su interior: «Ven al Padre» (VII, 2). 
El Padre, término del designio redentor, es posiblemente la 
certidumbre, que podría transformar una vida. Nuestro fin ya no es 
«yo» ni «mi salvación, sino la de la Iglesia, que debe exultar de 
alegría ante Aquel que la ha querido salvar. Y más allá todavía, la 
vocación de los redimidos es hacer resonar ante la Majestad del 
Padre eterno el himno de adoración y alabanza en el que se ejercita 
ya el Prefacio de nuestra Misa: «Nos tibi (Pater), semper et ubique, 
gratias agere». 

El Hijo

¿Qué es para Pablo el Cristo a quien ha encontrado en el camino 
de Damasco? ¿Qué ha de ser para las comunidades cristianas que 
tiene el Apóstol a su cuidado? A través de los diversos nombres 
que le da, nos lo dice San Pablo. 

El titulo de «Hijo». 
Este nombre es usado comúnmente por San Pablo. Dice «el Hijo» 
sin epíteto (Rom., I, 3, 9; V, 10; VIII, 29; I Cor., I, 9; XV, 28; Gál., I, 
16; I Tes., I, 10). «El Hijo de Dios», en el sentido más fuerte (Rom., I, 
4; 11 Cor., I, 19; Gál., II, 20). «El propio Hijo de Dios», es decir, el 
único, que el Padre nos entrega, a imitación de Abraham, que no 
perdonó a su «único Hijo» 24 (Rom., VIII, 3 y 32). Es también el 
«Hijo muy amado» (Col., I, 13), siendo el adjetivo muy amado, como 
sabemos 25, el equivalente de «único» y de «propio». Se advertirá 
en ese texto la idea, ya subrayada anteriormente: Dios Padre es 
quien nos arranca del «reino de las tinieblas», es decir, del poder 
del demonio, para colocarnos en el reino del Hijo muy amado. La 
profecía del Salmo II, 8, esta aquí realizada: 
«Yo te doy las naciones en herencia, y para su dominio las 
extremidades de la tierra». 

Cristo, Sabiduría de Dios. 
Este nombre no es frecuente en San Pablo. Dos veces se le 
encuentra en él, en el mismo pasaje (I Cor., I, 24 y 30). A pesar de 
la rareza de la expresión, el Apóstol encierra en ella una riqueza 
que resume todo un aspecto de su teología. ¿Qué quiere decir 
cuando llama a Cristo «Sabiduría de Dios», es decir, Sabiduría del 
Padre? 
La expresión debe ser reasumida en el interior de su 
pensamiento e ilustrada también con el recurso al Antiguo 
Testamento. Lo que constituía una dificultad en Corinto era 
proclamar que Jesús crucificado es Dios. Los corintios sentían un 
complejo de inferioridad frente a la civilización griega. Avidos de 
«sabiduría», es decir, de filosofía, los griegos elaboraron 
magníficos sistemas racionales, que les permitieron colocarse entre 
los grandes pensadores de la humanidad. Existe un «milagro 
griego» al cual somos deudores de las concepciones más elevadas 
acerca de las realidades divinas y las de este mundo. 
Mas si la «sabiduría» de los griegos daba una explicación 
satisfactoria del hombre, se negaba a recurrir a las intervenciones 
de la omnipotencia divina. Para un griego, el mundo no es creado, 
sino eterno y sin historia. O mejor, existe una historia que 
recomienza siempre y que escapa a toda intervención de un ser 
superior. El tiempo es allí de orden cíclico y vuelve a comenzar 
indefinidamente el mismo. No hay mejor comparación con el mundo 
griego que la de nuestro siglo materialista y determinista, que 
escapa por ello a la dirección que le pueda ser impuesta por un 
Dios, cuyo nombre ha venido a estar carente de sentido. El mundo 
griego, como el de los idólatras de la ciencia, se basta a sí mismo. 
Pero conocer el Universo, dar una explicación filosófica del hombre 
que lo habita, he ahí la «sabiduría» que los griegos se 
vanagloriaban de poseer. Si se les hablaba de un Dios encarnado, 
más aun, de un Dios crucificado por nosotros, la cosa era recibida 
con risotadas. Pablo las había escuchado en Atenas, cuando, en el 
Areópago, después de un hermoso discurso con alguna pequeña 
cesión a la sabiduría humana, había hecho oír el canto de la 
esperanza, que es la resurrección de los muertos en Cristo. Se 
habían burlado de él (Hechos, XVII, 22-23). Tras este fracaso casi 
absoluto, Pablo había partido hacia Corinto. Mas había 
aprovechado la lección. Cuando llega allá, se gloría de una 
sabiduría distinta (I Cor., II, 1-5), no ya de la sabiduría de los 
filósofos, sino de la que viene de Dios. 
Ahora bien, la sabiduría que quiere anunciar en adelante, es ante 
todo la manifestación de un atributo divino: sabiduría que es el 
designio de Dios-Providencia, rector ordenador del mundo. De ella 
habla a los romanos: la Sabiduría de Dios se transparenta en sus 
obras hasta tal punto, que los paganos fueron inexcusables de no 
reconocerla ni, a partir de ella, al Creador (Rom., I, 19-20). Ya un 
sabio del Antiguo Testamento había dicho que Dios, por ella, 
abarca con fuerza desde un confín al otro del mundo, disponiendo 
todas las cosas con suavidad (Sabiduria, VIII, 1). Ella es una 
especie de firma estampada por Dios en sus obras, invitando a los 
hombres a inclinarse ante su intervención creadora y providencial. 
La belleza de las criaturas no puede hacer otra cosa que invitar a 
subir a la incomparable del Creador (Sabiduría, XIII, 3-5). Éste 
seguía siendo aún un método muy griego. Platón había dicho cosas 
semejantes en su Banquete. El sabio, y San Pablo después de él, 
apenas si añadían a ello más que la idea de un Dios-providencia. 
Ahora bien, eso era insuficiente para distinguir al cristiano del 
griego: el cristianismo debe su originalidad a la venida del Hijo de 
Dios al mundo. Este paso era el que había que dar y que opondría 
entre sí para siempre a dos sabidurías. Pablo no vacila. El Dios de 
los cristianos ha entrado hasta tal punto en la gobernación de este 
mundo, que lo ha recreado por su muerte. No es, por consiguiente, 
ya de sabiduría humana, de lo que se trata. Dios mismo descubre 
las profundidades abismales de la historia en su Hijo, «Sabiduría de 
Dios». Había en ello un golpe de audacia: oponer la «sabiduría de 
los sabios según el mundo a la Sabiduría de Dios» aparecida en la 
debilidad del hombre. Locura para los paganos, escándalo para los 
judíos la predicación de un Dios-encarnado, y más todavía: 
crucificado (versículo 23). Pero «lo que es locura de Dios es más 
sabio que los hombres y lo que es debilidad de Dios es más fuerte 
que los hombres» (25). La debilidad e ignominia de la Cruz es en 
adelante «Sabiduría divina». La clave da la interpretación del 
mundo y del drama del hombre: pecado y gracia no se explican más 
que en Cristo crucificado, «Sabiduría de Dios». 
¿Equivale eso a decir que la Cruz de Cristo basta, por sí sola, 
para dar razón de la redención de la falta y que es ella misma la 
«Sabiduría divina»? ¡Eso no sería exacto! Si la «Sabiduría de Dios» 
resplandece a través de Cristo crucificado, es porque es ante todo 
la expresión perfecta de la substancia del Padre. El prólogo de la 
Epístola a los Hebreos —la cual, como es sabido, es rica en 
teología paulina—hace una aplicación audaz. El libro de La 
Sabiduría (VII, 26) había proclamado que la Sabiduría que emana 
de Dios es 
«irradiación esplendorosa de la eterna lumbre, 
y espejo inmaculado de la energía de Dios, 
y una imagen de su bondad». 

Pues bien, la sabiduría del Antiguo Testamento, que no tenia otra 
función que la de manifestar la actividad misericordiosa de Dios, 
pasa, en nuestra Epístola, a ser Cristo mismo. Él es, dice, «la 
irradiación esplendorosa de su gloria y sello de su substancia» (I, 
3). En otros términos, Cristo es el resplandor de Dios, lo revela, lo 
muestra porque lo reproduce exactisimamente. La impresión que 
deja el sello en la cera es idéntica a la figura grabada sobre éste. 
Es su imagen fidelisima. Cristo «imagen de Dios» en el rostro de 
quien resplandece su gloria (2 Cor., IV, 4-6), es, pues, Dios mismo. 
Así, al nombrar a Cristo «Sabiduría de Dios», San Pablo daba a los 
Corintios una enseñanza incomparable acerca de su divinidad y de 
su posibilidad de acción en este mundo. A la vez, ponia frente a 
frente dos civilizaciones, dos caminos de salvación: una sabiduría 
humana y la «Sabiduría divina», para declarar que la única 
verdadera y salvadora era la que parecía loca y débil a los sabios 
según el mundo: «a fin de que no se glorie ninguna criatura delante 
de Dios. De él os viene lo que vosotros sois en Cristo Jesús, el cual 
fue hecho por Dios para nosotros sabiduría, como también justicia, 
santificaciónn y redención, para que, según está escrito, el que se 
gloría gloríese en el Señor» (I Cor., I, 29-31). 

Cristo Señor
Ese es el tercer término en que nos detenemos ahora. Por muy 
importantes que sean las expresiones Hijo y Sabiduría, no igualan 
todavía este titulo glorioso que, en San Pablo, se ha convertido en 
el nombre propio de Cristo. 
¿De qué resulta esto? Del pensamiento firmísimo del Apóstol de 
que Cristo posee una Señoría u omnipotencia universal, y aquella 
misma que el Antiguo Testamento reconocía a Yahvé Dios y que 
ningún verdadero judío se habría atrevido a sustraerle. La palabra 
«Señor», traducción del hebreo Adonai, del griego «Kirios» y del 
latín «Dominus», términos que evocan todos ellos el Señorío 
universal poseido por Yahvé, tiene toda una historia cuya 
inteligencia no es inútil para captar bien el pensamiento de San 
Pablo, y acaso también uno de los primeros dramas que conoció el 
cristianismo naciente: las persecuciones. 

Empleo profano de la palabra «Señor». 
La palabra «Señor» conoció, lo mismo en las civilizaciones judías 
que en las no cristianas, dos usos. 
Un uso profano. «Señor» es en ese caso y ordinariamente una 
fórmula de cortesía, algo parecida al «Monseñor» con que se honra 
a los prelados de la Iglesia. Abraham usó de ella así hablando a 
Yahvé en las encinas de Mamré (Gén., XVIII, 3, 27, 30, 31 y 32), la 
cananea hablando a Jesús, en Fenicia (Marcos, VII, 28). Ese título, 
en boca de aquella mujer, subrayaba la reverencia humanísima de 
que ella se sentía presa delante de Jesús. María Magdalena hizo lo 
mismo con aquel a quien ella creía un jardinero, en la mañana de la 
Resurrección (Jn, XX, 15). 
En Roma «Señor» subrayó el dominio del emperador sobre sus 
súbditos, dominio análogo al de un dueño sobre sus esclavos: el 
«Señor» es el «déspota». Emperadores soldados, como Augusto, 
cifraban en dicho nombre el derecho que reivindicaban de 
movilizarlos para la guerra. Augusto está adornado con ese título de 
«Señor» para significar su dominación sobre el imperio. En los 
Hechos de los Apóstales (XXV, 26) Festo dice a Agripa: «no tengo 
cosa cierta que escribir al Señor», debemos leer al emperador, 
dueño de estos Estados. 
Por lo que respecta a los griegos que no gustaron de sentir la 
férula de un dictador, no dieron el nombre de «Señor» ni a Filipo de 
Macedonia, ni a Alejandro, aquellos dos grandes genios militares. El 
«Señor» era el que fuese legalmente propietario. 

Empleo religioso de la palabra «Señor»: los mártires. 
Pero un día cambiaron las cosas. Con Nerón y Domiciano, tal vez 
ya con Calígula, el título de «Señor» adquirió un nuevo sentido. 
Mandar tropas, ser el «Señor» de un imperio no bastó ya a aquellos 
nuevos déspotas. Como otrora en Egipto, se hacen «dioses» y 
reclaman honores divinos. Entonces, como Daniel, que se negara 
un día a adorar la estatua erigida por Nabucodonosor, porque 
únicamente quería dar culto a Yahvé (Dan III), los cristianos se 
niegan a rendir el suyo a los nuevos emperadores. Les niegan la 
titularidad divina que ellos se arrogan. Ya que «Señor» toma con 
ellos un sentido religioso, morirán antes que atribuirles semejante 
nombre. Tertuliano 26, en su Apología (cap. XXXIV), nos ha 
explicado el drama que era aún muy actual en su tiempo. «Augusto, 
dice, el creador del imperio, se resistía a que le llamasen «Señor». 
En verdad, ¿no es éste el nombre de Dios? En cuanto a mí, de 
buena gana llamaría «señor» al emperador, pero en el sentido más 
usual, de tal suerte que esta palabra no usurpase un titulo que 
únicamente conviene a Dios. Pues, frente al emperador, yo me 
siento libre. Mi único Señor es el Dios todopoderoso, Señor del 
mismo emperador.» 
Así en dicho texto se distinguen dos acepciones de la palabra 
«Señor». Una corresponde al empleo familiar. Señor tiene en él un 
sentido «político», que concierne al orden temporal y desprovisto 
de toda significación religiosa. Tertuliano reconoce que en tal 
sentido el emperador es señor, su dueño temporal. Mas al llamar al 
emperador «Señor» en el sentido en que él, Tertuliano, «llama a su 
Dios» «Señor», se advierte que opone una negativa rotunda. Por 
causa de esa negativa, los cristianos vertieron su sangre: sólo a 
«Cristo Señor» entonaban sus himnos «como a un Dios» 27. No 
podían aceptar de ninguna manera colocar en pie de igualdad a un 
emperador romano y a Cristo. La mártir Donata lo afirmaba: 
«Nosotros, los cristianos, honramos al César como a César, mas a 
Cristo es a quien reverenciamos y a Él a quien se dirige nuestro 
culto». ¿No era ésa la aplicación del mandamiento de Jesús: «Dad 
al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»? (Marcos, 
XII, 17). Para los mártires Cristo Jesús es el «Señor». A Él como al 
Padre se dirigen, pues, las aclamaciones y alabanzas, a Cristo «que 
está por encima de todo, Dios bendito por los siglos de los siglos» 
(Rom., IX, 5). 

La fe de Pablo. 
Cuando los primeros cristianos iban a saciar su fe en la fe de San 
Pablo, ¿qué es lo que descubrían en sus cartas? ¿Qué les 
enseñaba, pues, sobre Cristo, Hijo de Dios y Señor, que les hacía 
tan obstinados en su negativa a llamar «Señor» a los nuevos 
Césares? En el fondo, la exposición de su fe a este respecto es 
muy sencilla. Su método—si es que cabe hablar de método 
tratándose de San Pablo—consiste en dar a Cristo el nombre que 
en el Antiguo Testamento, corresponde en exclusiva propiedad a 
Yahvé: Señor o Adonai, es decir, el Dios omnipotente a quien 
deben dirigirse todos los homenajes. A partir de entonces, esa 
palabra se reserva para Jesús; es su nombre propio: «Para 
nosotros no existe más que un solo Dios, el Padre, de quien todo 
procede y para quien nosotros somos, y un solo Señor, Jesucristo, 
por quien todo existe y por quien nosotros somos (I Cor., VIl). Mas 
su demostración va más lejos aún: las acciones que en la antigua 
economía eran con razón atribuidas a Yahvé, ahora es Jesús quien 
es declarado su autor. Vamos a dar una serie de textos que ilustran 
este procedimiento. 
Yahvé era llamado «Señor de gloria» (Salmo XXVIII (29), 28. En 
adelante, Cristo resucitado es «el Señor de gloria» (I Cor., II, 8). 
Yahvé tenía pensamientos inescrutables (Isaias, XL 13). Nadie, 
hoy día, puede penetrar los del Señor (Jesús): (I Cor. II, 16). 
A Yahvé la tierra y todo cuanto encierra decía el sal. XXIII (24), I; 
al Señor Jesús Pablo aplica ahora aquel versículo (I Cor. X, 26). 
¿Se trata de la salvación? Pablo declara: 
«Si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu 
corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» 
(Rom., X, 9). 
La misma afirmación se advertirá en la boca de Pedro (Hechos, 
IV, 12; véase también III, 6 y 16). Mas, ¿por qué la salvación deriva 
de esta profesión de fe? Su explicación se descubre en los 
versículos 11 y 13. ¿No escribió Isaóas (XXVf0, 16)28: «Todo el que 
creyere en Él (Yahvé) no se verá confundido.? 
Y Joel, III, 5: «Quienquiera que invoque el nombre del Señor 
(Yahvé) será salvo». Pues bien, cuando el judío monoteista Saulo, 
cuando el fariseo avezado al estudio y explicación de la Escritura de 
la Antigua Ley hace semejantes transposiciones, se está seguro de 
que busca proclamar el Señorío universal de Cristo y, por tanto, su 
divinidad. 
Finalmente, en el gran texto de Filip.,II, 9-11, Jesús, dice San 
Pablo, recibe EL NOMBRE que está por encima de todo nombre y 
este nombre es «Señor» 29, especie de santo y seña de los 
primeros cristianos sobre lo esencial de la fe (véase en tal sentido I 
Cor., XII, 3). Ahora bien, lo mismo que antes toda rodilla debía 
inclinarse ante Yahvé Señor (Isaias, XLV, 23) y no ante Baal (I 
Reyes, XIX, 18), en adelante Cristo Jesús es quien recibe la 
adoración suprema de todo el universo: cielos, tierra, schéol 
(infierno). 
Asi Jesús podrá ser declarado juez supremo y universal cuando 
venga en el día último del mundo, en un fuego ardiente. Esta 
anticipación de los últimos acontecimientos de la Parusía 30 del 
Señor, San Pablo nos la propone en aquella gran página de 2 
Tesal., I, 6, 12. El interés de semejante texto es que el Apóstol 
recoge en él, en un mosaico fulgurante, profecías del Antiguo 
Testamento que anuncian el «Día de Yahvé», es decir, el juicio que 
hará sobre los hombres al fin de los tiempos. Trasladando esas 
profecías, San Pablo les presta otro tema: por ellas nos describe el 
«Día del Señor Jesús». Se leerá ese pasaje de la siguiente forma: 
—versículo 7. Jesús vendrá en un fuego ardiente, como había 
sido dicho de Yahvé (Isaias, LXVI, 15). 
8. Se vengará de los que no conocen a Dios (Jer., X, 25). 
9. Aquellos serán castigados, lejos del rostro del Señor (Isaías, II, 
10, 19, 21). 
10a. Cuando venga con sus santos (Salmo LXVII (68), 36; 
LXXXVIII (89), 8). 
10b. Jesús tiene su «Día» como Yahvé (Isaias, II, 11, 17). 
12. Y será glorificado como Yahvé (Isaías, LXVI, 5). 
Después de tales textos, ¿quién pondrá en duda todavía que 
Jesús sea verdadero Dios? Uno se asombrará, pues, si, al punto, 
descubrimos a Cristo en el centro de la comunidad y de la vida 
cristiana. 

Jesús Señor, centro de la religión y de la vida cristiana. 
La fe en Jesús Señor anima a toda la comunidad primitiva que ha 
recibido de Pablo y los demás Apóstoles el Evangelio de Cristo. La 
afirmación de esta fe está patente en el culto que se le tributa y en 
la oración que se le dirige. El hecho había impresionado a Plinio el 
Joven, como se ha visto, y al romano Festo (Hechos, XXV, 26). 
Veamos sus manifestaciones. 
Oración y culto tributados a Cristo Señor. 
«Señor, ven», se lee en I Cor., XVI, 22, y Apoc., XXII, 20. El Señor 
Jesús es, pues, en adelante, el objeto de la expectación de los 
hombres. Su venida pondrá fin a este mundo, lo ha dicho (Mat., 
XXV, 31, 46) y se sabe. Se le espera y se le ruega en la fe, la 
esperanza y el amor. Se cuenta con la seguridad de la victoria final 
de aquel que es «Rey de reyes y Señor de los que dominan» sobre 
las Potencias del mal (Apocalipsis, XVII, 14; XIX, 16) 31. 
Se le aclama alabándolo. Nuestras «doxologías» actuales 
arrancan de aquel primer siglo cristiano, enfervorecido para con el 
Señor. Léase Rom., IX, 5;2 Timot., IV, 18;2 Pedro, III, 18; Apoc., V, 
13; VII, 10-12. 
Compónense himnos en su honor. San Pablo invita a ello a los 
colosenses (III, 16) y a los efesios (V, 19-20); él mismo cita un 
fragmento de aquellos (V, 14): 
«Despierta, tú que duermes, 
y levántate de entre los muertos, 
y te iluminará Cristo». 

A Timoteo (I, III, 16) en una sola estrofa le da ese conciso 
resumen de la vida de Jesús: 
«manifiesto en la carne, 
justificado por el Espíritu;
mostrado a los ángeles, 
predicado entre los gentiles; 
creído en el mundo, 
enaltecido en gloria». 

Nos ha sido conservado un himno completo en Filip., II, 6-11. En 
él son cantadas las humillaciones y exaltación del Hijo, que pasa a 
ser «Señor». 
Exactamente como nosotros en los días de nuestras grandes 
fiestas litúrgicas, la joven comunidad cristiana cantaba los misterios 
de Nuestro Señor Jesucristo. 

Cristo Señor, centro de la religión cristiana y de la vida de la 
Iglesia. 
El papel de Redentor asumido por Jesús nada explicaría si no 
fuese Dios. Los Apóstoles lo habían comprendido y San Pablo 
excelentemente. Si el Padre no nos hubiese salvado más que por 
Jesús-hombre, sería el Padre el que nos habría salvado 
directamente en el sentido de que se habría dignado aceptar la 
ofrenda de sí mismo que le hacía Jesús. Mas éste no habría sido 
Aquel de quien afirmamos con certidumbre que es el Mediador 
entre Dios y los hombres. Jesús nos salva por su humanidad y por 
ella es Mediador, mas también porque esta humanidad es la del Hijo 
de Dios, y Dios a su vez también. Éste es el hecho original y 
siempre actual que funda el cristianismo. Es fácil descubrirlo en las 
cartas del Apóstol. 
Jesús, dice, ha sido «constituido Hijo de Dios con (ostentación) de 
poder... desde su resurrección de entre los muertos» (Rom. I, 4). 
Que ante el Señor se doble, pues, toda rodilla (Filip., II, 10): los 
mismos ángeles deben adorarlo (Heb., I, 6; léase el capítulo 
entero). Es, pues, inútil poner la fe fuera de Él. En la época en que 
escribía el Apóstol, falsos doctores esparcían, en efecto, doctrinas 
corruptoras. Pensábase que los cuerpos celestes estaban 
animados y eran causa de la armonía del mundo. Se afirmaba la 
esperanza en seres celestiales cuya totalidad se pensaba que 
constituía una plenitud, un «pleroma» de poder. Mas San Pablo, 
perentoriamente, desengañaba a los cristianos: en Cristo Jesús, 
escribía a los colosenses (II, 9-10), es 
«en quien habita toda la plenitud de la deidad corporalmente, y 
vosotros en Él estáis cumplidamente llenos, el cual es la Cabeza de 
todo principado y potestad» 32. 

¿Por qué buscar en otra parte un apoyo, cuando Cristo es para 
nosotros toda vida? Cristo es nuestra Cabeza, consecuencia 
inmediata de su estado de «Señor», título que determina el papel 
que tiene en la vida espiritual de los hombres. Convertido en Jefe o 
cabeza de los hombres por su gloriosa Resurrección, prolonga en 
su Iglesia la actividad que fue suya al principio en la Creación: «Y Él 
es antes que todas las cosas, y todas tienen en Él su consistencia. 
Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia, como quien es principio, 
primogénito de entre los muertos; para que en todas las cosas 
obtenga Él la primacía porque en El tuvo a bien Dios que morase 
toda la plenitud (Col., I, 17-19). La expresión «en el Cristo Jesús», 
familiar en San Pablo, saca de esos textos de los Colosenses toda 
su fuerza. Nos recuerda que nuestra salvación, en su totalidad, 
deriva del hombre-Dios, Jesús-Señor, nuestro «gran Dios y 
Salvador» (Tito, II, 13-14). 

Cristo Señor, vida del cristiano. 
En el centro de la Iglesia, ¿cómo el Cristo iba a no ser el eje de la 
vida cristiana? Enseñándonos que nuestra vocación es reproducir 
en nosotros la Imagen del Hijo muy amado (Romanos, VIII, 29), San 
Pablo nos revela el secreto de nuestra filiación divina: somos «hijos 
en el Hijo». Un solo texto bastará para decírnoslo: «Mas cuando 
vino la plenitud del tiempo, envió Dios desde el cielo de cabe sí a su 
propio Hijo, hecho hijo de Mujer, sometido a la sanción de la ley, 
para rescatar a los que estaban sometidos a la sanción de la ley, a 
fin de que recobrásemos la filiación adoptiva. 
»Y pues sois hijos, envió Dios desde el cielo de cabe sí a 
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: Abba 
¡Padre! De manera que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, 
heredero por intervención de Dios» (Gál., IV, 4-7). 

El Espíritu Santo

Aquel a quien nosotros llamamos hoy la Tercera Persona de la 
Santísima Trinidad ocupa, en los escritos de San Pablo, menos 
lugar que el Hijo Señor; mas eso no disminuye su importancia. Es 
además de una manera práctica como nos habla San Pablo de ella. 
La misión del Espiritu Santo se resume en lo siguiente: lleva a los 
fieles la vida de Dios y de Cristo. Es el Espíritu santificador que obra 
personal y paralelamente al Padre y al Hijo, aunque de distinta 
manera. Tiene un papel tal y una actividad tan bien determinada, 
que se siente que no se trata ya de una acción divina, como 
aparentaba en el Antiguo Testamento sino que es una Persona, un 
ser a quien uno se refiere y que refiere los dones divinos. Veamos, 
mejor: 
Los cristianos son purificados, santificados, justificardos «en el 
nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espiritu de nuestro 
Dios» (I Cor., VI, 11). La presentación trinitaria de ese versículo 
pone al Espiritu en el mismo plano que el Señor Jesús (léase 
también Tito, III, 6). 
El cuerpo del cristiano—eminente dignidad—es el Templo del 
Espiritu Santo (I Cor., VI, 19). Por esta sola consideración, San 
Pablo invitaba a los corintios a no cometer más el pecado de 
fornicación, que es el pecado contra el cuerpo, del cual es el 
Espíritu Santo huésped. Ese recuerdo valía ciertamente más que 
todas las exhortaciones morales a las que, ¡ay!, demasiado a 
menudo se nos ha habituado. 
Seguridad de que por la justicia, es decir, la vida de Dios, la paz y 
el gozo en el Espiritu Santo, se establece el Reino de Dios (Rom., 
XIV, 17). El Espiritu Santo es el que derrama en nuestros corazones 
el amor de Dios (Rom. V, 5). Y lo que corona el gozo del Padre es la 
oblación que se le hace de los paganos que el Espíritu santifica, 
Después que les ha sido anunciada la Palabra del Evangelio de 
Jesús (Rom., XV, 15-16). Compárese dicho texto con determinados 
relatos de los Hechos, como X, 44-48. 
Vivir en el Espíritu Santo, otra fórmula paulina. A menudo es 
paralela a esa que ya hemos citado: «en Cristo-Jesús». La 
«justificación», es decir, el paso del pecado a la vida de Dios, se 
opera o por Cristo (Gál., II, 17), o por Cristo y el Espiritu Santo (I 
Cor., VI, 11). La santificación es dada en Cristo Jesús (I Corintios, I, 
2) o en el Espíritu Santo (Rom., XV, 16).
Pero, ¿no habrá contradicción en ello? ¡Que nadie se confunda! 
San Pablo emplea indiferentemente las expresiones «en Cristo» o 
«en el Espiritu» porque uno y otro nos santifican, bien que de forma 
diferente. ¿Habla de los hombres redimidos y salvados? El Cristo es 
entonces el que les ha merecido la santificación y salvación. La 
causa meritoria es Él. Vivir en Cristo quiere decir, en este caso, vivir 
de la gracia que nos ha procurado al redimirnos (I Cor., VI, 20) y 
que debe llevarnos a imitar su vida (Gál., II, 19-20). Mas Cristo 
glorioso ha enviado al Espíritu Santo, que es su Espiritu (Rom., VIII, 
9). En la serie de las edades y en la Iglesia El es entonces el que 
nos comunica la divinización (I Car., VI, 11). Es, pues, cierto que el 
Espiritu nos trae los dones de Dios. Un hermoso texto ofrecido a la 
meditación de los corintios nos da la certidumbre de ello. La acción 
del Espiritu Santo es allí puesta en paralelo con la del Padre y del 
Hijo. Los tres concurren a nuestra salvación, pero cada uno a su 
manera (léase I Cor., XII, 4-11). 
Se trata en ese pasaje de los «carismas» o favores espirituales 
extraordinarios, que hacían a ciertos cristianos de la comunidad 
capaces de hablar distintas lenguas, profetizar, hacer prodigios, 
etcétera. Sabíase que tales favores eran un don del Espiritu Santo. 
Ahora bien, de esos dones o «carismas» nadie debe gloriarse, dice 
el Apóstol, pues «estas cosas obra un mismo y solo Espiritu, 
repartiendo en particular a cada uno según quiere» (versículo 11). 
Pues bien, esos dones no son sólo referidos al Espiritu Santo, sino 
también al Padre y al Hijo, aunque diversamente. Procediendo del 
Espíritu, son «carismas» o dones espirituales, lo que se posee en 
última instancia, una riqueza espiritual. Mas si esos dones se miran 
en relación con el Señor, son «ministerios», es decir, funciones por 
Cristo para que sirvan para la edificación de la Iglesia. En otras 
palabras, ya que la obra del Señor fue construir este edificio, y que 
éste fue su propio ministerio (I Cor., VIII, 6; Efes., IV, 11-12; Col., I, 
18), los dones que nos hace su Espiritu confieren al cristiano un 
ministerio, que viene a prolongar el de Cristo. Por último, en 
relación con el Padre, esos dones son «energias» u operaciones 
que fructifican en la Iglesia. El Padre está, en efecto, en el origen de 
todas las cosas, es la fuente de la energía operatriz, el que obra 
todo en todos. La Trinidad de las Personas divinas se establece, 
pues, para San Pablo de acuerdo con el siguiente esquema:
—El Padre, origen de todo, fuente, operador, envia
—por el ministerio del Hijo, causa meritoria,
—al Espiritu Santo, distribuidor de los dones adquiridos. 

Así, cada uno concurre en la edificación de la Iglesia, y de 
acuerdo con su propio papel, vivifica al cristiano, lo acredita para el 
apostolado. La fe y la piedad cristiana se acordarán de ello un día 
para elaborar su oración. 

La Trinidad y nuestra salvación

Nuestra última lectura de San Pablo reclama una ampliación de 
nuestro campo visual. Aspiramos a abarcar con una sola mirada 
toda la Trinidad. El capitulo VIII de la Epístola a los Romanos va a 
permitirnos, en algunos versículos, repasar la actividad en nosotros 
de las tres divinas Personas Este capitulo recapitula toda la doctrina 
trinitaria paulina al mismo tiempo que es, se ha podido decir, la 
«carta de la gracia habitual». Pero ¡cuán viva!, pues la gracia aquí 
son las Personas en nosotros. Captemos los movimientos del 
pensamiento: 

1. El Padre envia, para condenar el Pecado, a su propio Hijo (3, 
32). 
— El Espíritu Santo es su Espiritu (9, 11, 14). 
— El Padre es también nuestro Padre (11, 21, 28, 30). 

2. El Hijo es enviado por el Padre (3, 32). 
— para redimir la creación (19, 22-23) 
— El Espíritu Santo es igualmente su espíritu (9). (Véase 
paralelamente Gál., IV, 6.) 

3. El EspIritu Santo es el Espiritu del Padre y del Hijo (9, 11, 14). 
— Es principio de vivificación de los cristianos. Es necesario 
tenerle en sí para ser de Dios y de Cristo (9, 14). (Véase V, 5.) 
— Nos hace herederos con Cristo (16-17). 
— Nos da sentimientos de hijos adoptivos, ya que nos hace dar a 
Dios el nombre de Padre (15). En Gál., IV, 6, Él es quien grita 
¡Padre! en nuestros corazones. 
— Él es quien atestigua que somos hijos (16). 
— Él quien acude a ayudar nuestra debilidad, intercediendo por 
nosotros con gemidos inenarrables, pues nosotros no sabemos orar 
como se debe (26), mas Él lo hace según Dios, Cristo lo sabe (27). 


Asi hablaba San Pablo a las Iglesias. Pues bien, el mensaje del 
Apóstol conserva aún fuerza y valor para volver a hacer de los 
cristianos del siglo xx unos «vivientes». Padre, Hijo y Espiritu Santo, 
fuera de ellos no hay vida cristiana auténtica, ellos son su 
manantial. En su intimidad estamos llamados a vivir. Anegados en la 
vida divina que comunica el Espiritu, los cristianos encontrarán 
siempre una respuesta a las cuestiones candentes que se les 
planteen. Las cartas de San Pablo han bastado para resolver 
dificultades que no eran menores que las nuestras. 
Un último texto pondrá punto final a esa exposición de la teología 
paulina y la iluminará con un último resplandor. 
En la salutación final que, de su propia mano, Pablo consigna en 
la dirección a los fieles de Corinto, escribe: «La gracia del Señor 
Jesu-Cristo, el amor de Dios y la comunión del Espiritu Santo sean 
con todos vosotros» (ll Cor., XIII, 13). 
«La gracia del Señor Jesucristo», fórmula habitual en las 
salutaciones de San Pablo (véase 7 Cor., XVI, 23; Gál., VI, 8; Filip., 
IV, 23). Es el recuerdo de una enseñanza substancial y constante: 
la gracia viene del Señor Jesu-Cristo que nos ha adquirido la 
redención y la salvación (Rom., III, 24-25). El Apóstol se la desea. 
«El amor de Dios» (el Padre), porque el Padre es su fuente. Amor 
que reviste un carácter de absoluta gratuidad: es desinterés y don 
total. Constituye el recuerdo de un pensamiento caro para San 
Pablo: el Padre nos ama antes de que le amásemos en el tiempo en 
que somos todavía pecadores (Rom., VIII, 3, 32, 39); lo que funda 
nuestra absoluta confianza en él (Rom. V 8-9). Este amor es 
específicamente cristiano: es llamado «ágape» o amor de 
benevolencia gratuita, por oposición al amor de que hablaba la 
filosofía griega: el eros, o deseo de posesión, tendencia del hombre 
hacia aquel que es su gozo, su fin. Los griegos no tuvieron el 
sentido del agapé divino. Sus dioses tuvieron a veces eros para los 
hombres y fueron, por su parte, siempre el objeto de su eros. Eros 
por lo demás impotente. 
Para San Pablo, Dios no tiene eros por una criatura impotente 
para enriquecerlo, [fil es únicamente la fuente de un amor que llena 
y salva: es fuente de agapé. San Juan nos dirá que es Él mismo 
Agapé (I, IV, 8). 
«La comunión del Espíritu Santo», puesto que Él constituye su 
agente, gracias al amor que aporta a nuestros corazones 
(Romanos, V, 5) y cuya naturaleza es aproximar a los seres para 
unirlos y hacerlos semejantes. El amor que da el Espíritu tiene por 
objeto, pues, unir a los cristianos, a todos los hombres, haciéndoles 
semejantes a Dios. 
La única posibilidad de salvación, dice San Pablo: la gracia de 
Nuestro Señor Jesu-Cristo, el amor de Dios y la comunidad que 
crea gracias al Espíritu. Ese mensaje permanece escrito para 
nosotros. 

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958.  Págs. 7-62

........................
23. Léase el pasaje: I cor., xv, 24-28. 
24. Gén., XXII, 2 y 6. 
25. Véase capitulo II.
26. Sacerdote africano, muerto hacia 240, gran pensador, por desgracia 
caído en la herejía hacia el fin de su vida, hundiéndose en cierto 
iluminismo, que profesaba el hereje Montano.
27. Términos empleados por Plinio el Joven (hacia 110) en una carta 
que dirigía al emperador Trajano para darle cuenta de las actividades de 
los primeros cristianos (carta X, 96). 
28. Según el texto griego de la versión llamada de los Setenta o el de la 
Vulgata latina.
29. Se ha dudado (M. CERFAUX, El Cristo en la teologia de San Pablo, 
pág. 351) que fuese ése el pensamiento de San Pablo. El nombre que 
recibe Jesús sería un nombre «indecible». Como Yahvé, a quien no se 
nombra ya en los siglos que siguen al destierro, para no profanar su 
santidad, Jesús recibiría un nombre que nadie conoce, ya que no se 
puede nombrar. Pero el argumento no parece decisivo, pues todo el 
movimiento de la frase va a decirnos, parécenos, que el Padre da a Jesús 
el nombre de «Señor» y las prerrogativas que son inherentes a él. 
30. Parusia, úItima venida de Jesús a la tierra para juzgar y resucitar a 
los muertos. 
31. Dichos textos se refieren a Dt 10, 17.
32. O espíritus celestes en quien se fiaban los colosenses.