EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
CAPÍTULO
II
LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS O LA PRIMERA PREDICACION A LOS JUDÍOS Y PAGANOS
Carácter progresivo de los relatos
RV/PROGRESIVA: Los hombres en medio de los cuales viene
Jesús al mundo son los judíos. Ahora bien, un dogma se halla
firmemente establecido en Israel: el monoteísmo. «Yahvé nuestro
Dios, Yahvé es uno» (Deut., VI, 4), repite el piadoso israelita. ¿Va
Dios a revelarle brutalmente la Trinidad? Es evidente que, hecho
así, no tendría resultado y sólo lograría ser rechazado
definitivamente. Dios, que es pedagogo, lo sabe. Por su Hijo, a
quien envía, va a descubrir con mesura su misterio. La tarea de
Cristo será, pues, ésta: transformar la fe en Dios-Uno sin destruirla,
mas dejando entrever que en el seno del monoteísmo más estricto
es necesario introducir una pluralidad de personas, que viven de la
misma vida e iguales en todas las cosas. Se comprende que Jesús,
y después de Pentecostés, los Apóstoles, habrán de respetar, al
dirigirse a los judíos, la ley de las inteligencias, que es asimilar
progresivamente la verdad. Lo sabemos bien. Cuando escuchamos
a alguien, las palabras que pronuncia no tienen todavía más que el
valor de verdad y afectividad que en ellas puede poner nuestra
experiencia y no forzosamente la de nuestro interlocutor, tal vez
mucho más rica. El amor, en un niño de seis años, no tiene todavía
más sentido que el que le aporta una breve experiencia. No debe ir,
casi, más allá de una busca de sí, pese al interés que parece
dedicar a sus padres o a unos familiares que lo son todo para él.
Pero, a los veinticinco años, a la hora de los esponsales o del
matrimonio, ¡qué profundización y ya qué altruísmo! Y cuando
llegue a la cuarentena, esta misma palabra, amor, estará cargada
de resonancias, que van desde todo lo que ha podido haber en él
de imperfecto y egoísta en una vida de hombre hasta el puro don
de sí mismo. Si ahora se piensa en el amor de un santo Cura de
Ars, de una Santa Teresa y de un San Pablo, ¡qué revelación nueva
no fue para ellos en cada etapa de su vida! ¡Qué densidad distinta
en esta misma palabra amor en el gozador y en el santo!
Pues bien, el Evangelio, libro divino, pero escrito por hombres y
para hombres, no puede menos que conformarse a esta ley
universal de la revelación. La palabra de Dios hace percibir en ella
diferentes resonancias más o menos ricas, por una parte porque
Dios conoce la debilidad de aquellos a quienes habla y la indigencia
de su espiritu; por otra parte, porque los beneficiarios de la
revelación no pueden comprender los rodeos de que se vale para
dar de Él una luz más rica.
Esas advertencias nos ayudarán a leer el Nuevo Testamento.
Habría que librarse de poner todos sus libros en un pie de igualdad.
No que uno sea más santo que el otro, o mayormente la palabra de
Dios. Sino que unos han sido escritos para comunidades ya
cristianas (escritos de San Pablo y San Juan), los otros para
comunidades judías (Mateo y Marcos) o para el medio pagano
(Lucas). Además, los Sinópticos fueron recogidos unos veinte o
treinta años después de la Ascensión del Señor, pero a poco
después de ésta eran ya transmitidos oralmente y constituian una
predicación oral para judíos o paganos. Ahora bien, a esos
auditorios de no cristianos, había que insinuar a menudo, más que
decir brutalmente, la verdad. Los Apóstoles, fortalecidos con el
Espíritu de Pentecostés, debían, sin embargo, tener en cuenta que
se dirigían a judíos monoteístas o a griegos paganos y sólo de una
manera progresiva introducirles en el misterio de Jesús y de Dios.
Mas San Pablo, por el mismo tiempo, escribía a las primeras
comunidades cristianas, como lo hará todavía más tarde San Juan,
sin esa preocupación de una enseñanza progresiva. La verdad será
dada por ellos total y compacta. Las palabras tendrán en lo
sucesivo un sentido determinado, cristiano, y no ya el que tenían en
el Antiguo Testamento.
Con este espíritu es como nosotros vamos a leer algunos textos
de los Sinópticos para entender sus relatos como los entendieron
los judíos. Mas vamos también a hacer esa lectura, con la fuerza de
la certeza de que los Evangelistas, en su enseñanza oral, querían
enseñar a la Iglesia naciente verdades nuevas. Comprendámoslo
bien. La revelación que nos es dada en la Escritura reposa en el
sentido que el autor ha querido dar a sus palabras y a su relato y
no en el sentido que había creído hallar primeramente en las
palabras de Jesús. El sentido inspirado, pues se ha escrito para la
Iglesia de todos los tiempos, está encerrado en el espíritu del autor,
que nos descubre hoy la palabra escrita. «A nadie en efecto,
escapa—ha escrito el Papa Pío XII—que la regla capital de
interpretación consiste en descubrir lo que el autor ha querido
decir»17. Los Apóstoles han podido no descubrir primeramente en
Jesús más que al Mesías prometido. Después de Pentecostés,
estemos seguros de ello, es del Hijo de Dios de quien atestiguan.
Textos trinitarios
El relato de la Anunciación: Lucas, I, 26-38. /Lc/01/26-38
Cada versículo de ese texto se enraiza en el Antiguo Testamento.
V. 26. El Angel de Yahvé viene a traer un mensaje; se llama
Gabriel.
V. 27 y 31. Se presenta ante una virgen Maria y le anuncia que
dará a luz un hijo a quien pondrá el nombre de Jesús. Ahora bien,
Lucas nos hace saber que Maria es «virgen». Hay en ello una
alusión a la «aAlmah» de Isaías, VII, 14, donde el profeta anuncia
una intervención decisiva de Dios orientada hacia el reino mesiánico
definitivos 18, figurada ya en el nacimiento del futuro rey Ezequías,
hijo de Acaz. Allí, el hijo vislumbrado para los tiempos mesiánicos se
llamará Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros», nombre profético,
prometedor de los favores divinos. Aquí el hijo de la virgen Maria se
llamará Jesús, palabra que, en hebreo, significa «Yahvé salva»,
equivalente por el sentido a «Dios con nosotros».
V. 28. El ángel saluda a María. Habitualmente se suele leer: «Dios
te salve, llena de gracia». Ahora bien, el verbo griego «jaire» dice
más que «Salve», dice: «Regocijate», como se traduce en Sofonias,
III, 14. Se comienza a adivinar por qué Maria ha de regocijarse: «el
Señor es con ella», el ángel le da seguridad de ello. Pero esa
seguridad reposa también en el anuncio mesiánico, como está
escrito en Zacarías, IX, 9:
¡Alégrate sobremanera, hija de Sión;
grita jubilosa, oh hija de Jerusalén!
He aquí que tu rey llega a ti»... 19.
V. 29-31. Maria está trastornada. El ángel la tranquiliza: ha
encontrado gracia a los ojos de Dios. Lo cual significa, como es fácil
entrever, que su infecundidad actual y deliberada a causa de su
ideal de virginidad 20 va a concluir: concebirá y dará a luz un hijo.
V. 32-33. Jesús será «grande», será llamado «Hijo del Altisimo».
Esa «grandeza» subraya la benevolencia especialisima que Dios
tiene sobre él, análoga a la de Juan Bautista que «será grande a los
ojos del Señor» y «lleno del Espíritu Santo desde el seno de su
madre» (versículo 15) pero, más perfecta aún, la continuación lo da
a entender. No sólo Jesús será un «justo perfecto», en el sentido
señalado en el capitulo precedente, sino el Mesías: «El Señor Dios
le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin». El ángel anuncia, pues, a
Maria que va a realizarse en ella y por ella la profecía de Isaías, VII,
14, y la que el profeta Natán había hecho a David: que el Mesías
descendería de su raza (11 Sam., VII, 12-16).
V. 35. El hijo de Maria será también llamado «Hijo de Dios». Pero
eso no nos asombra. ¡No se sabe que era habitual considerar a los
privilegiados de Dios como a sus «hijos»! Un gran exegeta del siglo
XVI, Maldonado, decia ya que las palabras del ángel no querían dar
a entender cuál sería la naturaleza de este «hijo de Dios», sino la
manera cómo se produciría su nacimiento. A causa de su
concepción que resulta de una operación divina, la del Espiritu
Santo, y del poder del Altísimo que hace fecunda a una virgen, el
niño será santo, «hijo de Dios» y «Mesías».
Nada que no nos sea, en adelante, familiar, aquí. La acción del
Espiritu de Dios era conocida de María. También la «nube», que es
la presencia activa de Yahvé. Casi se podría adelantar: No se dice
aquí nada más que en el Génesis, XVIII, 14, donde la presencia
operante de Dios estaba sobre Sara para que, no obstante su
esterilidad, le fuese dado Isaac. El ángel lo insinúa incluso en el
versículo 37, al citar las palabras que Yahvé había dicho al
antepasado de Maria y dirigiéndoselas, a su vez: «Nada es
imposible para Dios».
La enseñanza del texto se ilumina. Cuando esta escena tuvo
lugar en la obscuridad de una humilde casa de Nazaret, hubo, para
Maria, el anuncio de su maternidad mesiánica: yo soy quien llevaré
al mundo, pudo pensar, el Salvador prometido a Israel. Dios se
manifestaba a ella, reposaba sobre ella, por la «nube» y el
«Espiritu». Era el primer anuncio del mensaje trinitario, todavía muy
velado. Dios comenzaba a ampliar el ámbito de la fe. Pero Maria
estaba lejos aún de sospechar toda la profundidad del misterio de la
Encarnación. Más tarde, cuando su hijo alcanzó la edad de doce
años, ella lo había de dejar ver bastante: «¿No sabíais, dijo Jesús a
sus padres, que le buscaban, que yo había de estar en casa de mi
padre? Y ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lucas, II, 49-50).
Pero lo que es admirable en esa hora de los preparativos, es la fe
obediente de la Virgen, que la hace fiel al plan de Dios y ejecutora
de su voluntad. Su prima Elisabeth se lo dirá: «Y dichosa la que
creyó que tendrán cumplimiento las cosas que le han sido dichas de
parte del Señor» (Lucas, I, 45). Maria entra en los designios de Dios
sin el beneficio de una revelación particular, únicamente por su fe
en el Mesías Salvador, del que va a ser la Madre. El «Fiat» enuncia
su obediencia a Dios, su adoración sumisa a Aquel que quiere, a
través de ella, salvar a Israel. Más allá de este «Fiat» del presente,
se ofrece la perspectiva del porvenir, con todo lo que él aporta de
pruebas, de claridad y de exigencia de amor.
Mas cuando Lucas escribió esta escena siguiendo el relato que
María le hizo, sabía, por haber recibido el Espíritu de Pentecostés,
el que «enseña todas las cosas» (Juan, XIV, 26), el alcance del
mensaje del arcángel San Gabriel. Al consignarlo, insinuaba a los
judíos y paganos y quería revelar a los siglos por venir, la novedad
entrevista en Dios: la adorable Trinidad.
El Bautismo de Jesús: Lucas, III, 21-22; Mat., III, 13-17; Marc., I,
9-11.
Jesús es bautizado por Juan Bautista. El Espíritu Santo desciende
sobre él en forma corporal, parecido a una paloma. Una voz viene
del cielo: «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo mis
complacencias».
Para comprender algo en ese pasaje, hay que retrotraerse
también al Antiguo Testamento. La voz que viene del cielo es la del
Padre. ¿Qué dice? Los Evangelistas nos contestan: cita a Isaías,
XLII, 1, salvo en dos términos, que cambia. Allí donde Isaías ponía
«siervo», escriben «hijo»; allí donde se leía «elegido», se lee «muy
amado»: «Tú eres mi siervo, a quien yo he escogido («elegido»), en
el que se complace mi alma»
Pues bien, el término «muy amado», en el Antiguo Testamento,
recobra también, en la versión griega de los Setenta, el sentido de
«único». Por ejemplo, allí donde el texto hebreo del Génesis, XXII, 2
y 16, dice de Isaac que era el hijo «único» de Abraham, la versión
griega dice «muy amado». Se capta el procedimiento: la lengua
griega bíblica se vale de una palabra que recobra los dos sentidos:
muy amado y único. Cuando los Evangelistas citan el texto de
Isaías, XLII, 1, anuncian, pues dos cosas:
a) Que Jesús es «el siervo» de Dios en el sentido bíblico, el
Mesías de que habla Isaías, XLII, 1, y LIII, el elegido de Dios, que
tomará sobre sí la iniquidad del pueblo. Pero declaran también que
este servidor es «el Hijo».
b) En segundo lugar quieren dar a entender que este
«servidor-Hijo» es «muy amado»; es decir, elegido por encima de
todos 21, y por consiguiente único. En otras palabras, Jesús es «el
Hijo único de Dios».
La enseñanza está, pues, clara. Cuando los asistentes que
rodean a Jesús en su Bautismo en el Jordán oyeron la voz celestial,
fueron invitados a reconocer en Jesús al Mesías, Hijo privilegiado de
Dios hasta el punto de que es declarado su «Hijo único». Había en
todo ello mucha materia para hacer reflexionar a los israelitas sobre
el sentido de la filiación de Jesús. Es igualmente posible que se
sospechara ya, bajo la forma corporal parecida a una paloma, al
Espíritu de Yahvé y su acción operante. Por cuanto que esta forma
podía evocar a los espíritus la imagen del Génesis, I, 2: «El espíritu
de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (para hacerlas
fecundas). Es poco probable, sin embargo, que los judíos pudieran
siquiera entrever aquí una manifestación trinitaria. Mas cuando
nuestros Evangelistas nos afirman que «la forma corporal parecida
a una paloma es el Espíritu Santo» quieren instruirnos acerca del
papel y naturaleza de su manifestación, como acerca del sentido de
esta «teofanía». Con toda la Iglesia, no nos quepa duda acerca de
ello: el Evangelio nos enseña aquí que Jesús es el Hijo del Padre de
los cielos, en el sentido absoluto de la palabra, y que la tercera
persona de la Santísima Trinidad reposó sobre él en su Bautismo.
La pluma de los autores sagrados fue inspirada para darnos la
certeza de ello.
El último mensaje trinitario: la orden de bautizar (Mat., XXVIII,
19).
Es en la mañana del día de la Ascensión, el día de la separación
de Jesús de los suyos. Es, pues, la hora de las confidencias, es
decir, de las supremas revelaciones. Jesús dice:
«Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra. Id, pues,
y amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Cristo declara, pues, ante todo que ha recibido del Padre todo
poder. Ya antes había dicho que todas las cosas le habían sido
entregadas por el Padre (Mat., XI, 27). Mas no es éste el único
rasgo por el cual esa última escena se enraiza en las revelaciones
pasadas. La del Bautismo lo explica a causa del paralelismo de las
situaciones. El Padre, en el comienzo de la vida pública de su
Mesías, declaró que Éste tenía todas sus complacencias y que, por
tanto, había que escucharlo. Era una invitación apremiante a
escuchar y creer sus palabras. Ahora bien, en este último día de su
vida terrestre, Cristo libera de toda obscuridad su mensaje. Un rito,
el Bautismo, debe ser conferido por los Apóstoles, y en el nombre
de las tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Personas
lo son, pues Jesús las pone en un pie de igualdad perfecta respecto
de la eficiencia de este rito, que procede de su poder. Mas esto era
declarar paladinamente que las tres son Dios.
Después de esta revelación última, Mateo pone fin a su
Evangelio. Era natural que Jesús hablara sin ambages en aquel día
y que el Evangelista diese más tarde a sus lectores la última palabra
del mensaje cristiano, que es conocer a las tres Personas divinas,
especialmente en el papel que desempeñan en este rito en que
descansa la instauración de la religión cristiana.
Progreso de la revelación respecto de cada una de las
personas divinas
Aquí, además, Padre, Hijo y Espíritu Santo constituyen el objeto
de una revelación que se inserta en plena vida. Pero, más
particularmente, en torno de la persona de Jesús es donde se
cristaliza la nueva doctrina, y, por Jesús, el Dios-Trinidad se
impondrá a las inteligencias y a los corazones. Jesús anuncia
discretamente su filiación misteriosa. Y su mensaje tiene mayor
riqueza a medida que se va aproximando al término de su misión.
Pero necesita toda su vida terrestre para llamar la atención de los
judíos sobre las relaciones particularísimas que afirma tener con
Dios, a quien llama su Padre, y con el Espíritu Santo. Así,
progresivamente, es como se va entrando en su misterio.
1. El Padre y el Hijo, en el Evangelio:
A lo largo de toda su vida, Jesús se esforzó por hacer que sus
discípulos descubrieran la especialisima relación que tiene con
Dios-Padre, absolutamente trascendente a la de aquellos.
El Evangelio de la infancia.
«¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?»
(Lucas, II, 49). Jesús subraya la atención particularísima que debe
prestar a las cosas de su Padre. En otros términos, debe ser
enteramente de Dios, abandonando las preocupaciones de José y
Maria. Y ellos no comprenden nada de lo que les dice (versículo
50).
Los comienzos de la vida pública.
Jesús se llama «Hijo de Dios» por un título distinto que los
hombres. Léase a este respecto, Mat., VI, 32; VII, 11, 21; X, 32; XII,
50 Lucas, XI, 13, XII, 32.
Es llamado «Hijo de Dios» por Satanás (Mat., IV, 1-11), por los
demonios (Mat., VIII, 20) y por el centurión cuando muere en la Cruz
(Mat., XXVII, 55). Mas, como puede observarse, nada en dichos
textos permite decir qué filiación unía a Jesús con su Padre. Se
debe también recusar el que se le haya creído Hijo de Dios igual a
Dios. La muchedumbre, ¿no decía: «Por ventura no es éste el
carpintero, el hijo de María...»? (Marcos, VI, 3). O también se le
llama «Hijo de Dios», es decir, el Mesías (Mateo, IX, 2; XII, 23; XX,
30-34; XXI, 9). Sin embargo, se admiran de que el Mesías pueda
hacer tales milagros. Plantear unos puntos de interrogación,
solicitar la reflexión sobre su persona, ser signo de contradicción,
como Simeón lo había profetizado (Lucas, II, 34), eso es lo que
desea Jesús. Como se dice en la actualidad: «¡se envuelve en
misterio!»
En mitad de la vida pública.
Un hermoso texto que tiene gran fuerza en la boca de Jesús es
Mat., XI, 25-27. Jesús afirma en él que el Padre es el único que
conoce al Hijo y que El mismo tiene del Padre un conocimiento
superior, que le corresponde además comunicar a quien le place.
Semejante declaración posee una fuerza extrema. No es posible
interpretarla más que como un conocimiento en el sentido más total,
que sólo hace posible una intimidad sin igual entre el Padre y el
Hijo. El Antiguo Testamento sabía, en efecto, muy bien que Dios es
el único que conoce sus propios designios (Isaías, XL, 13). Ahora
bien, si Jesús los conoce, es porque es Dios. Tal era el valor de su
declaración. ¿Qué eco despertó su palabra en el corazón de sus
discípulos? ¿No puede plantearse esta pregunta? Mas el desarrollo
de los hechos harto muestra que no la comprendieron de inmediato.
En efecto, poco tiempo después, Jesús y los doce están en Cesarea
de Filipo. Jesús pretende sondear el grado de fe que éstos tienen
en El (Mat., XVI, 13-21). Leamos el texto con detenimiento. La
profesión de fe de Pedro no implica más que el reconocimiento de la
condición mesiánica de Jesús. Sin duda San Mateo refiere que
Pedro afirmó: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Pero San
Marcos anota solamente: «Tú eres el Mesías» (VIII, 29), y San
Lucas: «El Mesías de Dios» (IX, 20). Y era esto lo que Jesüs quería
que se dijese en aquel momento de Él. Sabía que la gente se
planteaba a su respecto muchos interrogantes. Mas nunca habíase
llegado a afirmar de Él algo bien determinado. Se decía: «Es el hijo
del carpintero», o: «es el hijo de María y José». La duda, sin
embargo, flotaba sobre su persona, que era para muchos una
piedra de escándalo. Cautivadora, por las reflexiones que nos
sugiere, es la narración de la tempestad apaciguada (Marcos, IV,
35-41). En ella Jesús da prueba de un poder extraordinario,
paralelo al que Yahvé, en otro tiempo, había mostrado, según
Jonás, I, 3. Allí era Jonás el que dormía en la barca, sin
preocuparse de la tempestad. Ésta no se había de apaciguar más
que con la plegaria de los marineros a Yahvé y cuando Jonás fuese
echado al mar. Aquí la tempestad se apacigua cuando, una vez
despertado de su sueño, Jesús ordena al mar que se aquiete.
Ambas situaciones tienen, pues, una notable semejanza, con la
única excepción de que ya no es Yahvé el que aplaca las olas, sino
Jesús mismo. Esto sobrecogió inmediatamente a todo el mundo.
Temor sagrado, por lo demás: el que se experimenta ante las
manifestaciones del poder divino. Jesús era, para todos, un
«misterio». Nadie osaba afirmar todavía que fuese el enviado de
Dios. Pero se preguntaban: «¿Quién, pues, será éste a quien los
vientos y el mar obedecen?
A Pedro, a quien Jesús va a poner a la cabeza de los otros, era
pues, a quien estaba reservado el honor y la gracia de pronunciar
la palabra decisiva. Pedro proclama su fe en el Mesías de Dios. De
momento, eso bastaba, pues la comunidad de Israel debía
reconocer, ante todo, a su Mesías. De él, además, afirmará Pedro el
día de Pentecostés que «Dios ha hecho Señor y Mesías a este
Jesús a quien habéis crucificado» (Hechos, II, 36). Cuando Pedro
hubo hablado en nombre de todos, se había adelantado, por
consiguiente, un paso: había sido proclamado que el Mesías estaba
en medio de su pueblo, que habían llegado los tiempos mesiánicos.
Para los doce, equivalía a saber que la salvación de Dios había
llegado hasta ellos. Y, sin embargo, no había sonado la hora de
extenderla a todas partes. Jesús prohibió, pues, a los discípulos que
dijesen a nadie «que Él era el Mesías» (Mat., XVI, 20).
¡Debilidad y dificultad de la fe de Pedro! Unos instantes después
el Apóstol privilegiado probará que no ha captado todavía la
profundidad del misterio, ni todos los caracteres del Mesías. Si no,
¿habría reconvenido, como lo hizo, que el Mesías debiese sufrir?
(XVI, 22). ¿Qué diferencia entre esta hora en que Pedro da prueba,
en un punto tan capital, de tanta ignorancia y falta de audacia en la
fe, y aquella otra en que hablará con emoción del «Cordero sin
mancha» que le ha rescatado, como lo había anunciado Isaías, LIII
(Primera epístola de San Pedro, I, 18-21). En esta época de su
madurez espiritual, el siervo sufriente no tiene ya nada que pueda
chocarle. Isaías, LIII, ha sido transfigurado gracias al
descubrimiento—obra del Espíritu (Juan XIV, 26)—de la divinidad de
Jesús, en la luz de la mañana de Pascua y los fuegos de
Pentecostés.
Antes de la Pasión.
En la parábola de los viñadores homicidas (Mat., XXI, 33-46)
Jesús refiere que se da muerte primero a los criados y luego al Hijo.
Esta oposición entre el Hijo, heredero de la viña, y los criados,
encargados simplemente de vigilar la cosecha, subraya la
preeminencia de Jesús: ésta le pone por encima de los profetas que
le han precedido. Trascendencia sobre la cual nadie se engaña: a
partir de aquel instante se comenzó a querer perderle.
Poco después Jesús fuerza a los fariseos a reconocer que Él, de
quien se sabe que es el hijo de David, es también su Señor:
«Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi diestra».
Lo cual significa: «Dijo el Señor (Yahvé) a mi Señor (el Mesías
que descenderá de mí, David): siéntate a mi diestra». Así pues,
concluyó Jesús, «si David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo
suyo?» (Mat., XXII, 41-46).
La Pasión.
Retengamos el texto de Mat., XXVI, 63-66. A Caifás, que le
interroga, Jesús declara que es «el Hijo de Dios». Ahora bien, esta
afirmación es tenida por blasfema. ¿Por qué?
Se observará que Jesús, en aquel instante solemne en que
peligra su vida, afirma ante todo que él es el Mesías de quien habló
Daniel, VII, 13: Él se sentará «a la diestra del Poder y vendrá sobre
las nubes del cielo». Mas los rasgos del Mesías, en el texto de
Daniel, eran celestes a causa de su origen misterioso: vendrá sobre
las nubes del cielo. Mientras que el origen de Jesús es conocido de
todos como terrestre: es el hijo de José y María. De ahí, a los ojos
de Caifás, la inverosimilitud de las palabras de Jesucristo: ¿cómo va
a poder ser el Mesías-Hijo de Dios de quien habla Daniel? Su
pretensión excede todos los límites y alcanza la categoría de
blasfemia Tampoco aquí se deja entrever sin ninguna duda la
exacta filiación de Jesús. Pero ¿quién se atreverá a poner en duda
que Mateo, escritor inspirado, haya querido enseñarnos el origen y
la naturaleza divinas del enviado de Dios?
Cuando Jesús muere en la Cruz, nos dice San Mateo, se
realizaron prodigios: terremoto, rompimiento de rocas,
resurrecciones, etc. El centurión y los soldados que estaban de
guardia junto a los crucificados, presas de terror, exclamaron:
«Verdaderamente, Hijo de Dios era éste» (XXVII, 54). ¿Qué
significaba esta exclamación? Respetemos el sentido de la escena.
Aquel buen soldado romano ignoraba en absoluto lo que podía ser
un «verdadero Hijo de Dios». Mas, interesado con toda certeza por
la jactancia lanzada poco antes sobre la persona de Cristo:
«Veamos si Elías le viene a salvar», no puede abstenerse de
proclamar que Jesús es, en efecto, un justo. Por lo demás, ésta es
la exclamación que en sus labios pone San Lucas y que comporta,
no un carácter de verdad más grande, sino un sentido explicativo
mejor: «Realmente este hombre era justo» (Luc., XXIII, 47).
Después de la Resurrección.
Volvamos a leer el episodio del encuentro de Jesús y los dos
discípulos en Emaús (Lucas, XXIV, 26-47) El resucitado no anuncia
aún más que la glorificación del Mesías sufriente de Isaías LIII:
«Él les abrió el espíritu para comprender las Escrituras. Y les dijo:
Así está escrito que el Mesías debía sufrir y resucitar de los muertos
al tercer día».
2. El Hijo, «servidor» glorificado, Mesías y Señor, en la
predicación de los Apóstoles.
El Espíritu de Dios ha llenado el alma de los Apóstoles. El
Espíritu, no nos quepa duda de ello, ha iluminado sus inteligencia
como lo había anunciado Jesús (Jn., XV, 25-26) A pesar de todo, los
Apóstoles, fieles en esto al método de Jesús, van a hablar en la
misma forma progresiva y con la misma prudencia, O mejor, éste es
el método, lento pero estimulante para el espíritu, que los
Evangelios sinópticos nos han consignado únicamente.
Véseles aquí, en los Hechos de los Apóstales, arrancar de la
profecía del «Siervo» de Yahvé (Isaías, LII, I, y LIII) para declarar
que Jesús es, no «Hijo de Dios», sino su «siervo:, (III, 13). Dios
continúa siendo el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, mas es
también el «que ha glorificado a su siervo Jesús» a quien los judíos
entregaron y renegaron ante Pilatos. Sin embargo, de siervo que
era (III, 13-26; IV, 27, 30, etc.) ha pasado a ser, por su
Resurrección, Señor y Mesías, exactamente el que se esperaba
como Salvador (II, 32-36). Mas cuando estaba en la tierra Jesús no
era, dice San Lucas, más que un hombre «acreditado» por Dios
gracias a los milagros que hacía (Hechos, II, 22). Será necesaria,
pues, la boca de Pablo para que la expresión «Hijo de Dios»
sobrepase, en los Hechos, el sentido mesiánico 22.
¿Qué vamos, pues, a concluir sino que la primera predicación de
los Apóstoles, cuando menos el mensaje que ha sido consignado
por escrito a mediados del siglo I, en los Hechos y los Evangelios
sinópticos, anunciaba que Jesús es el Mesías de Dios, su Hijo
escogido, amado por encima de todo, único? No hemos de ver,
sobre todo, en ello una deficiencia en el conocimiento que los
Apóstoles hayan tenido de Jesús, aun después de Pentecostés,
sino más bien la voluntad de presentar a su Maestro de una forma
tal que el auditorio pudiese aceptarlo sin sentirse en violencia. Lo
sabían muy bien, por su parte: el Maestro había obrado así para
con ellos, para con todos. Si lo hubiese hecho de otra suerte, le
habrían lapidado sin tardanza. ¿No prohibía la Ley de Moisés tener
por Dios a otro que a Yahvé? (Exodo, X, 5; Dent., VI, 5). Mas Jesús,
y los Apóstoles después de él, obraron mejor. Forzaron a los
hombres a ponerse en su presencia, a meditar sus palabras y a
escrutar sus actos, a fin de que descubriesen el misterio de su
relación con el Padre y de su propia persona. Un ejemplo resumirá
semejante método. Yahvé, y sólo Él, tenía derecho a exigir la
adhesión absoluta de toda criatura. Se presentaba como objeto
único de su amor:
«Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, Yahvé es uno,
Amaras, pues, a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma y con toda tu fuerza» (Deut., Vil,-5).
Ahora bien, Jesús exige a su vez este mismo amor, que no
soporta partición, hasta perderlo todo para seguirlo. Mas
haciéndose centro de la religión de los hombres, Cristo usurpaba de
algún modo las prerrogativas de Yahvé, era verdaderamente un
signo de contradicción. Mantiene el precepto del Deuteronomio con
firmeza (Mat., XXII, 37). Sostiene, al mismo tiempo, que es necesario
seguirle y que le corresponderá retribuir a los que le hayan sido
fieles (Mat., X, 38; XIX, 27-29; Lucas, IX, 23; XXII, 28-30). Este último
precepto era más fuerte que todo y el dualismo de esas distintas
declaraciones no podía resolverse más que en una sola afirmación:
Jesús es Dios como Yahvé es Dios, y aquél no es con éste más que
un solo Dios. Pero qué salto se precisaría poder dar para resolver
esas antinomias, para afirmar al mismo tiempo que Yahvé lo es todo
(Mat., IV, 10) y que Jesús no es un impostor, puesto que el Padre
declara que es su «muy amado» (Mat., III, 17; XVII, 5); para alcanzar
el límite esperado, en el sentido de que Jesús es lo que deja
entrever que es. En estas perspectivas habría sido necesario
entender además a Mal., XI, 25-27. Mas precisamente Jesús
declaraba que no se podía entrar en su revelación más que por la
humildad:
«Bendigote, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque encubriste esas cosas a los sabios y prudentes
y las descubriste a los pequeñuelos...»
Antes de ser el Hijo de Dios, conocido como tal, Jesús era ante
todo un hecho. Habría convenido examinarlo como tal, sin idea
preconcebida, en la simplicidad. Reconozcamos que el monoteísmo
tan cerrado de un pueblo que no vivía más que de la Ley y cuya
roca de sustentación era, ofrecía serios obstáculos a ello. Pero la
afectada gravedad farisaica se había hecho, además, una máscara
con esta actitud, que sólo la humildad habría sido capaz de quitar.
Hasta tal punto la ceguera espiritual había de ser la enfermedad de
los judíos.
3. El Espiritu-Santo de Dios.
San Gregorio Nacianceno veía muy claro cuando nos aseguraba
que la era que se inaugura con Pentecostés es la del Espíritu
Santo, cuya manifestación se ilumina en la Iglesia. Nadie extrañará,
pues, si aquí, también, en los Evangelios sinópticos y los Hechos, la
revelación del Espíritu se sitúa en la prolongación del Antiguo
Testamento. Fuerza que viene de Dios más que persona divina.
Correspondería a la Iglesia discernir su carácter personal.
El Espíritu Santo y Jesús, en los Evangelios sinópticos.
Juan Bautista, dice el ángel Gabriel, estará lleno del Espíritu
Santo desde el seno de su madre (Lucas, I, 15). Éste es el signo de
su vocación profética, análoga a la de Jeremías (I, 5) y a la del
Mesías (Isaías, XI, 1-5). En el mismo sentido Mateo I, 1820, y Lucas,
I, 35, atribuyen al Espíritu Santo el nacimiento virginal de Jesús.
Mas, como para mejor acreditar la misión de Jesús, el Espíritu
Santo está con él y le dirige a lo largo de toda su vida.
Se posa sobre él en su Bautismo: Lucas, III, 22.
Le impulsa hacia el desierto: Lucas, IV, 1.
Le conduce a Galilea: Lucas, IV, 14.
Bajo su acción Jesús se estremece de gozo: Lucas, X, 21.
Por su virtud Jesús arroja a los demonios: Mal., XII, 28.
Pero, a su vez, Jesús lo promete a los Apóstoles:
- sea de una forma enteramente general: Lucas, XXIV, 49;
Hechos, I, 5 y 8;
- sea para que los asista en funciones bien determinadas.
Así, les comunicará el espíritu de oportunidad, cuando sean
acusados falsamente (Marcos, XIII, 11).
El Espíritu de Yahvé pasa a ser, por tanto, el Espíritu de Jesús: lo
posee como suyo, sobre todo dispone de él.
El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, en los «Hechos de los
Apóstoles».
Los Hechos de los Apostoles, libro admirable por el papel que en
él desempeña el Espíritu, del cual se ha dicho que sería llamado
más justamente Los Hechos del Espíritu Santo. Éste lo ocupa
totalmente
Jesús ha cumplido su palabra: ha venido el Espíritu, don del
Señor glorificado (II, 33). Su nombre es «Espíritu», o «Espíritu
Santos o «Espíritu del Señor» (V, 9; VIII, 39) y una vez «el Espíritu
de Jesús» (XVI, 7).
La venida del Espíritu Santo está vinculada con los ritos:
- del Bautismo: I, 5, II, 38; XI 15.
- de la imposición de manos: VIII, 15-19; XIX, 6.
Desciende sobre aquellos que han escuchado la palabra de los
Apóstoles: II, 4, X, 44.
Los efectos que produce en los fieles son extraordinarios, mas a
veces temporales, para una misión o una función determinada: don
de lenguas (II, 4, 11; X, 46); de profecía (XI, 28; XX, 22, 23); de
sabiduría (VI, 10); de intrepidez en el testimonio (IV, 8, 31).
Mas se sabe también que habita de modo permanente en ellos
(VI, 3; XI, 24), lo que no asombra si uno recuerda que ésa era ya
una de sus prerrogativas en el Antiguo Testamento Ahora bien, este
Espíritu Santo es también aquel mismo que Jesús poseía durante su
vida (I, 2; X, 38). Había sido guía de Jesús, según los Evangelios.
Ahora pasa a serlo de los Apóstales: impulsa al diácono Felipe a ir a
catequizar al etíope (VIII, 29); traza a Pedro una linea de conducta
frente al pagano Cornelio (X, 19, y XI, 12); escoge a Bernabé y a
Saulo como misioneros (XIII 2-4); les impide ir a Asia, para dirigirles
hacia la Tróade (XVI, 6-8).
Se sabe también que es Él quien ha inspirado las Escrituras.
¿Cómo iba a dejar de darles sentido? (I, 16; II, 16; IV, 25; VII, 51). El
Antiguo Testamento se ilumina, pues, gracias a Él. Pero,
igualmente, lo mismo que Él había inspirado a sus autores, en
adelante guiará también a los Apóstoles en el gobierno de la Iglesia
y les hará infalibles. En el primer concilio celebrado en Jerusalén,
les dicta las decisiones que deben tomar (XV, 28). Fuerza activa,
luz, guía de los jefes de la Iglesia, he aquí lo que es el Espíritu de
los Hechos.
Pero hay todavía más. El Espíritu Santo es tratado también como
una persona, sobre todo en el paralelo que se le hace sostener con
Jesús. Al igual que Jesús envía a Ananías junto a Saulo para
instruirse sobre la conducta que debe llevar (IX, 10), así el Espíritu
Santo envía a Pedro al lado de Cornelio (X, 19). Al igual que Jesús
no había permitido a Pablo que permaneciese en Jerusalén, sino
que le había enviado entre los paganos (IX, 15), a su vez el Espíritu
Santo, más tarde, le impedirá que vaya a Bitinia para enviarle a la
Tróade (XVI, 7). En fin, el Espíritu Santo está también personificado
cuando Pedro reprocha a Ananías por haber mentido al Espíritu
Santo (V, 3, 9). Jesús mismo había declarado que la blasfemia
contra el Espíritu Santo no tendría perdón (Mat., XII, 31).
La Iglesia no ha tenido la preocupación de olvidar esta
enseñanza. Sabe que el guía que la ha dirigido en sus primeros
pasos en medio de un mundo hostil y cerrado para Cristo, sigue
siendo aún su luz y su defensor. Cada año, en la semana de
Pentecostés, repite esas palabras de la admirable secuencia:
«O lux beatissima,
Reple cordis intima
Tuorum fidelium.»
«¡Oh luz felicísima,
Llena, en lo más íntimo,
El corazón de tus fieles»
BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958
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17. Encíclica Divino afflante Spiritu.
18. Biblia de Jerusalén, en nota a dicho versículo.
19. Ese texto adquirió aún más importancia cuando Jesús entró en
Jenusalén el «día de Ramos», montado en la asnilla (Mat., XXI, 5, se
refiere a él explícitamente).
20. La elección de la virginidad era inhabitual por lo común entre los
judíos por la razón de que la esterilidad que comportaba era la vergüenza
de la mujer judía (véase Lucas, I, 25). Sin embargo, este ideal era
conocido, los documentos de Qumran (manuscritos descubiertos en las
proximidades del Mar Muerto) lo atestiguan, de ciertas sectas esenias.
21. Se puede captar ese mismo procedimiento en la escena de la
Transfiguración: Lucas, IX, 35. El Evangelista acude nuevamente aquí al
mismo versículo de Isaías, XLII, 1, pero no escribe ya «muy amado». El
verbo empleado en participio perfecto significa «elegido por encima de
todos los otros», y por tanto único y amado más que todo.
22. Dos textos en este sentido: IX, 20, y XIII, 33. 38