CAPÍTULO 9

La persona del Espíritu Santo:

Misterio de amor e irrupción de lo nuevo


44. ¿Quién es el Espíritu Santo?
      El motor de la liberación integral

El Espíritu Santo es aquel que supera la relación yo-tú (Padre-Hijo) e introduce el nosotros. Por eso el Espíritu Santo es por excelencia la unión entre las personas divinas; es la persona que revela para nosotros con mayor claridad la interrelación eterna y esencial entre los divinos tres. En la historia, el Espíritu se muestra como una fuerza volcánica, como un vendaval que toma a las personas y las arrastra a hacer obras grandes. Así ocurre con los líderes carismáticos como los jueces, con los profetas, con el siervo doliente que lucha por el restablecimiento del derecho y de la justicia, con los reyes investidos de poder para proteger al pueblo, con el mesías, portador de todos los dones del Espíritu. Podemos resaltar algunas características del Espíritu.

Él es la fuerza de lo nuevo y de la renovación de todas las cosas: crea orden en la creación, hace surgir al nuevo Adán en el seno de María, impulsa a Jesús a la evangelización, resucita al crucificado de entre los muertos, anticipa a la humanidad nueva en la Iglesia y nos trae, al final, el nuevo cielo y la nueva tierra.

El Espíritu es el que actualiza la memoria de Jesús, el liberador. No deja nunca que las palabras de Jesús se queden muertas, sino que sean continuamente releídas, adquieran nuevos significados y fomenten nuevas prácticas.

El Espíritu es el principio liberador de las opresiones de nuestra situación de pecado, que la Biblia llama con el nombre de "carne". La "carne" expresa el proyecto de una persona vuelta hacia sí misma, que se olvida de los otros y de Dios. El Espíritu es el continuo generador de libertad (cf 1Cor 3,17), de entrega a los demás y de amor. El Espíritu es el padre de los pobres, infundiéndoles esperanza para sacudir las opresiones que soportan, haciéndoles soñar siempre con un mundo reconciliado y justo y luchar para realizarlo. Finalmente, el Espíritu es la fuerza creadora de diferencias y de comunión entre las diferencias. Es él el que suscita entre las personas los más diversos dones y en las comunidades los más diferentes servicios y ministerios, como se enseña en la epístola a los Romanos (c. 12) y en la primera a los Corintios (c. 12). Pero esta diversidad no deriva en desigualdades y discriminaciones. Todos bebemos del mismo Espíritu (1Cor 12,13). Los dones no se dan para la autopromoción, sino para el bien de la comunidad (1Cor 12,7).

El Espíritu se derramó sobre todos. Él habita en los corazones de las personas, dándoles entusiasmo, coraje y decisión. El consuela a los afligidos, mantiene viva la utopía en las mentes humanas y en la imaginación social, la utopía de una humanidad totalmente redimida, y da la fuerza para anticiparla, incluso a través de las revoluciones dentro de la historia. El es una persona divina junto con el Hijo y el Padre, emergiendo al mismo tiempo que ellos y estando esencialmente unido a ellos en el amor, en la comunión y en la misma vida divina.

Bíblicamente, el Espíritu es como un huracán y un vendaval Es una forma de transformación lo mismo que el amor, que es más fuerte que la muerte. El Espíritu no es, como para nuestra cultura, algo etéreo e indefinible. ¡Qué inmenso dinamismo engendraría la espiritualidad si aceptáramos al Espíritu como energía vital y siempre innovadora!


45. El Espíritu está siempre junto al Hijo y al Padre

¿Cómo se relaciona el Espíritu Santo, tercera persona divina, con el Padre y el Hijo? El Nuevo Testamento nos ofrece dos datos: por un lado, dice que Jesús lo enviará de parte del Padre (Jn 15,26); por otro, dice que el Espíritu procede del Padre (Jn 15,26). ¿Cómo hemos de entender esta vinculación del Espíritu con el Padre y el Hijo? Esta cuestión dividió a la Iglesia hasta el punto de que en el año 1054 se produjo en ella una división, que perdura hasta nuestros días: la Iglesia romano-católica y la Iglesia ortodoxo-católica. Detrás de las diferentes interpretaciones hay visiones distintas de Dios, de la Iglesia y de la sociedad. Los griegos, como ya hemos visto, parten del Padre como fuente y causa suprema de toda la divinidad. El Padre pronuncia su palabra (el Hijo) y junto con ella sale simultáneamente el soplo (Espíritu Santo). Aunque la fuente sea la misma (el Padre), la palabra y el soplo son distintos. Hay también dos maneras distintas de proceder ambos del Padre, lo cual hace que el Padre no tenga dos hijos, sino un Hijo unigénito y un solo Espíritu.

Los latinos parten de la naturaleza divina, que es la misma y única en cada una de las personas. El Padre, al engendrar al Hijo, se lo entrega todo (cf Jn 16,15), incluso la capacidad de espirar conjuntamente al Espíritu Santo. Por la comunión el Padre y el Hijo son una sola cosa (cf Jn 10,30) y un solo principio de espiración del Espíritu Santo. De lo contrario, el Padre tendría dos hijos o habría dos causas para el Espíritu Santo. Por eso los latinos dicen que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque) como de un solo principio.

Esta comprensión de los latinos es rechazada por los griegos porque, según ellos, sacrifica la cualidad específica del Padre: la de ser la causa única y la fuente de toda la divinidad. El Hijo participaría entonces de esa cualidad exclusiva (sería una especie de segundo Padre), y así la paternidad dejaría de ser exclusiva. La intención de las dos corrientes es la misma: garantizar la plena divinidad e igualdad de las personas del Hijo y del Espíritu Santo. Los griegos consiguen esta comprensión haciendo proceder al Hijo y al Espíritu Santo de la misma y única fuente que es el Padre. Los latinos intentan lo mismo, pero por otro camino, al insistir en el hecho de que las tres divinas personas son consustanciales, es decir, tienen juntas la misma naturaleza. El Espíritu Santo tiene la misma naturaleza que recibió el Hijo del Padre. Como el Hijo la recibió del Padre, también él la entrega junto con el Padre al Espíritu Santo. Por eso, dicen los latinos, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

Lo que importa, en definitiva, es afirmar que el Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo. Por eso decimos en el credo que "con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas".

El Padre y el Hijo, en su tú-a-tú, permiten el diálogo y se abren al amor perfecto. El amor es perfecto cuando los dos, el Padre y el Hijo, se unen para amar juntos a un tercero. El Espíritu Santo es esa tercera persona. Representa lo nuevo, la apertura y la comunión absoluta. Aquí está la importancia de creer que el Padre y el Hijo juntos, o el Padre por medio del Hijo, "espiran" al Espíritu Santo. Es la importancia fundamental de la superación del tú-a-tú hacia la convergencia de un tercero.


46. La simultaneidad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo

Las discusiones sobre la forma con que el Espíritu Santo procede y se relaciona con el Padre y el Hijo dividieron a la única Iglesia en dos expresiones históricas: la Iglesia romano-católica y la Iglesia ortodoxo-católica. En dos concilios ecuménicos, el de Lyon (1274) y el de Florencia (1439), se intentaron fórmulas de conciliación. En Lyon se dijo claramente que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, no como de dos principios o causas, sino como de un solo principio. El Padre y el Hijo están tan unidos, ya que tienen la misma naturaleza-comunión y la misma vida, que constituyen una sola fuente. En Florencia se explicó que puede decirse también: el Padre espira al Espíritu Santo a través del Hijo, o también por el Hijo. El Hijo no es como una causa instrumental, sino que por la mutua comunión de amor participa del origen del Espíritu Santo. Las explicaciones no lograron acabar con las divisiones ni anular las mutuas sospechas de herejía. Las disputas continúan hasta hoy.

Entre tanto, los teólogos consiguieron profundizar significativamente en el tema. Así se cuestiona con razón si la terminología empleada es adecuada o no: causa, procesión, espiración. Parece como si el Espíritu Santo viniera en tercer lugar y estuviera subordinado al Padre, o al Padre y al Hijo. Realmente, no existe en la santísima Trinidad ninguna subordinación, ya que los tres divinos son coeternos, coinfinitos y coiguales. En ellos no se da un antes o un después, un arriba o un abajo. Tenemos que partir, como parte el Nuevo Testamento, de las tres personas: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, siempre en relación y en comunión. Son simultáneos y siempre vienen juntos. Para evitar malentendidos, en vez de hablar de causa, principio y procesiones, sería mejor que habláramos de mutua relación y de reconocimiento. Cada persona está siempre relacionada con las otras dos, ya que por la perijóresis (por la interpenetración) cada una lleva dentro de sí a las demás. Cada persona se determina y se distingue por la relación propia que establece con las otras dos. Entonces hemos de decir: el Espíritu Santo revela la autoentrega, que se hacen el Padre y el Hijo. Este amor es lo propio del Espíritu Santo. El Espíritu reconoce al Padre en el Hijo. El Espíritu ve al Hijo como la suprema expresión del Padre. El Espíritu Santo es la alegría de la relación de inteligencia y de amor entre el Padre y el Hijo. Si quisiéramos mantener la terminología consagrada, podríamos decir también: el Padre "engendra" al Hijo con la participación del Espíritu Santo y "espira" al Espíritu Santo con la participación del Hijo. El Espíritu Santo junto con el Hijo atestiguan la innascibilidad del Padre y así participan también ellos de la eternidad, ya que todo entre las divinas personas circula en un flujo y reflujo de eterna vida y de amor vital.

El empeño de los cristianos por crear una sociedad igualitaria, estructurada por los mecanismos de participación de todos, dentro del respeto de las diferencias, impidiendo que se transformen en desigualdades, encuentra su fundamento en la dignidad igual de las tres divinas personas distintas, en su simultaneidad y en su coexistencia amorosa.


47. La dimensión femenina del Espíritu Santo

Más que en relación con el Padre y con el Hijo, la reflexión teológica vio muy pronto dimensiones femeninas en el Espíritu Santo. Empezando por el nombre Espíritu Santo, que en hebreo es femenino. En las Escrituras el Espíritu aparece siempre asociado a la función generadora y al misterio de la vida. El evangelio de san Juan nos dibuja la actuación del Espíritu Santo en una terminología típicamente femenina. El nos consuela como paráclito, exhorta y enseña como hacen las madres con sus hijos pequeños (Jn 14,26; 16,13). No permite que nos quedemos huérfanos (Jn 14,18). Nos enseña a balbucear el verdadero nombre de Dios Abba, que quiere decir "papá". El nos transmite también el nombre secreto de Jesús, que es Señor (1Cor 12,2). Finalmente, como hacen también las madres, él nos educa en la oración y en la forma de pedir las cosas verdaderas (Rom 8,26).

Ya en el Antiguo Testamento el Espíritu se presenta asociado a funciones femeninas. El mismo aletear del Espíritu por encima de las aguas del caos primitivo de la creación, antes que hubiera orden, simbolizaría, según buenos intérpretes, el incubar generador de todo tipo de vida. En la literatura sapiencial, como es sabido, la sabiduría es amada como una mujer (Si 14,22) y es presentada como esposa y como madre (Si 12,26), identificada a veces con el Espíritu (Sab 9,17). Hay representaciones trinitarias en las cuales el Espíritu Santo es colocado entre el Padre y el Hijo, en forma de mujer. En las Odas de Salomón, un escrito del cristianismo sirio, la paloma del bautismo de Jesús, que es una de las representaciones del Espíritu Santo, es llamada madre. Hay padres de la Iglesia que llamaron al Espíritu Santo la madre divina de Jesús-hombre, ya que la concepción en el seno de la virgen María se dio por obra y gracia del Espíritu (Mt 1,18). Macario, gran teólogo cristiano de Siria (muerto el año 334), nos ha dejado este hermoso texto: "El Espíritu es nuestra Madre, porque el paráclito, el consolador, está pronto para consolarnos como una madre consuela a sus hijos y porque los hijos renacen de él y son así los hijos de esta Madre misteriosa que es el Espíritu Santo". Efectivamente, el Espíritu está presente en la primera creación; actúa, además, en la nueva creación, viniendo sobre María y haciéndole concebir al Hijo encarnado; baja sobre Jesús en el bautismo y lo impulsa a la misión; resucita a Jesús de entre los muertos (He 13,33; Rom 1,3), desciende sobre los apóstoles y así da comienzo a la Iglesia misionera. En el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, el Espíritu como Madre concibe nuevos hermanos y hermanas de Jesús y llena de vida con carismas y servicios a las comunidades cristianas. Repetimos lo que dijimos ya anteriormente: el Espíritu tiene dimensiones masculinas y femeninas, pero está más allá de los sexos. Los valores que descubrimos en lo femenino, que están presentes en la mujer y en el varón, encuentran en el Espíritu Santo una de sus fuentes eternas.

Dios nos encuentra en unos valores que nuestra cultura califica de masculinos, como el vigor, la decisión, el trabajo; valores masculinos que existen en el varón y en la mujer. Pero nos encuentra también en los valores femeninos que existen en ambos sexos, como la ternura, el sentido del misterio y la solicitud. El Espíritu Santo en su acción entre nosotros ha privilegiado este aspecto de la existencia humana.


48. Misión del Espíritu Santo: unificar y crear lo nuevo

La acción del Espíritu Santo en la historia es reflejo de su acción en el seno de la Trinidad. En la Trinidad el Espíritu Santo es principio de diversidad y de unión entre los distintos (Padre e Hijo). Por eso es amor y comunión por excelencia, aunque cada persona divina sea comunión y amor. Siempre que en la historia nos encontramos con los dinamismos de benevolencia, de aceptación, de convivencia de las diversidades, discernimos allí la presencia inefable de la acción del Espíritu Santo. El Espíritu está ligado a la acción transformadora e innovadora. Su acción impregna los actos humanos haciendo que sean realizadores del designio de la Trinidad. Especialmente los agentes históricos, los líderes carismáticos, los creadores de nuevos horizontes, los iniciadores de nuevos caminos, son expresiones de la fuerza del Espíritu Santo. Más particularmente los pobres, cuando resisten contra las opresiones; cuando se organizan para buscar la vida, el pan y la libertad; cuando en medio de las luchas conservan la fe y la ternura para con los demás, son los grandes sacramentos históricos de la presencia activa del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo está vinculado con lo nuevo y con lo alternativo. Siempre nos las tenemos que ver con leyes, hábitos e instituciones. Estas instancias nos dan seguridad y nos garantizan una dirección. Pero el espíritu humano está siempre abierto hacia arriba y hacia adelante. Es insaciable. De vez en cuando surgen crisis de identidad; se esconden las estrellas de nuestro cielo. Las sociedades sienten la necesidad de nuevos caminos. Ocurren revoluciones que dejan atrás venerables instituciones y caminos trillados. Se abren nuevos senderos. Se crea un orden nuevo. El Espíritu Santo está siempre presente en estos procesos, generalmente dolorosos, de cambio estructural. Es él el que inaugura el cielo nuevo y la tierra nueva. Podríamos decir figuradamente que el Espíritu Santo es la imaginación creativa de Dios. Especialmente el Espíritu actúa en la Iglesia, ya que la Iglesia es el sacramento del Espíritu de Jesús. Al lado de su estructura legítima de poder existe el carisma que viene del Espíritu. El Espíritu Santo actualiza el mensaje de Jesús, no deja que en la comunidad impere el autoritarismo ni que en las celebraciones se imponga el ritualismo, ni que en la reflexión cristiana se caiga en la abominable repetición de fórmulas. En los sacramentos, particularmente en la eucaristía, se muestra la eficacia salvadora del Espíritu. El viene como gracia que diviniza nuestra vida y, por su actuación, las palabras de Cristo que instituyeron el sacramento eucarístico adquieren eficacia y traen a la santa humanidad de Cristo en medio de nosotros, bajo la forma de pan y de vino.

¿Qué sería de la sociedad y de las Iglesias si no surgieran los innovadores, las personas creativas, que tienen ideas nuevas, que inventan ritmos nuevos, que descubren nuevos caminos para la educación, la técnica, la agricultura, la política y la religión? Por esas obras del entramado social es como se manifiesta el Espíritu Santo, creador y dador de vida.


49. La relación única entre el Espíritu Santo y María

El Espíritu Santo fue enviado juntamente con el Hijo a la tierra para santificar a todas las criaturas y reconducirlas al seno de la Trinidad. ¿Quién acogió esta venida del Espíritu Santo? ¿A quién vino él personalmente y en total entrega? La reflexión teológica no ha precisado de forma clara este punto todavía. Sabemos ciertamente que el Espíritu está en la vida de todos los pobres y de todos los justos de la historia, que se encuentra más densamente en la comunidad de los fieles, que actúa particularmente en los sacramentos y que presta una asistencia infalible al Papa, cuando éste habla para toda la Iglesia, para expresar la fe de esta misma Iglesia de forma conscientemente vinculante para todos los fieles. Pero ¿nq podríamos concretar mejor la presencia personal del Espíritu en el tiempo, como lo hacemos y lo sabemos con referencia al Hijo? El Hijo fue acogido por la santa humanidad de Jesús: tal es la esencia del misterio de la encarnación, la unión inseparable e inconfundible entre la realidad humana y la realidad divina en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y hermano nuestro carnal. ¿No podríamos buscar también algo semejante en referencia con el Espíritu Santo? Efectivamente, la reflexión respetuosa de los cristianos puede elaborar una hipótesis (un teologúmeno) que no ofenda a las otras verdades de la fe y que avance en el conocimiento y en el amor de la santísima Trinidad. No se trata de ninguna doctrina oficial que pueda enseñarse en las aulas de la catequesis. Se trata de un esfuerzo, marcado por la unción y por el respeto, de ver más profundamente los misterios de Dios, que nos desafían siempre y que nos invitan a una penetración mayor. Expongamos esta hipótesis teológica.

Hay un texto de san Lucas que nos parece iluminador; hablándonos de María, dice: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño que nazca será santo y se le llamará Hijo del altísimo" (1,35). Aquí se dice que el Espíritu ha de venir sobre María, como vino de hecho. "Cubrir con su sombra" es la expresión bíblica para decir que el Espíritu planta su tienda en María, es decir, que tendría allí una presencia palpable (cf Ex 40,34-35). Con razón el concilio Vaticano II llama a María "sagrario del Espíritu Santo" (LG 53). La presencia del Espíritu en María la convierte en madre; transforma su maternidad de humana en maternidad divina. Por eso lo que nace de ella es "Hijo del altísimo". El concilio dice: "María es como plasmada por el Espíritu Santo y formada una nueva criatura" (LG 56). Decir que es "como plasmada por el Espíritu Santo" supone reconocer una relación única con la tercera persona de la santísima Trinidad. Se realiza entonces la mayor dignificación de la mujer, a semejanza de la del varón con Jesús. El varón y la mujer son imagen y semejanza de Dios, de la santísima Trinidad (Gén 1,27). Ambos participan de la divinidad, cada uno a su manera, pero real y verdaderamente. Nosotros, hermanos y hermanas de Jesús y de María, participaremos en unión con ellos, y de una forma propia a cada uno.

Lo masculino en Jesús fue divinizado por la encarnación del Hijo. ¿ Y lo femenino? ¿No tiene acaso la misma dignidad? Junto con lo masculino, ¿no es lo femenino imagen y semejanza del Dios-Trinidad? Convenía mantener el equilibrio querido por Dios, convenía divinizar también lo femenino. ¿No puede ser vista María como aquella en la que el Espíritu Santo mora, elevando lo femenino a lo divino?