CAPÍTULO 8

La persona del Hijo: Misterio de comunicación y principio de liberación


40. ¿Quién es el Hijo? La comunicación eterna

Al lado del Padre y en eterna comunión con Él está el Hijo. El es la total expresión del Padre. El Padre se reconoce en el Hijo, en su eternidad y en su misterio de ternura. El Hijo muestra la distinción en Dios y, al mismo tiempo, la comunión. Por eso el Padre y el Hijo están siempre juntos, conociéndose, reconociéndose y entregándose mutuamente. Para llevar la creación a su plenitud, pasando por la redención, el Hijo se encarnó. Por su encarnación se nos reveló el misterio de comunión que es el Dios trino. Ya lo hemos considerado: en medio de las personas, actuando de forma liberadora, el Hijo nos revela al Padre; el dinamismo transformador que irradiaba de él significaba la presencia del Espíritu Santo. ¿Cómo Jesús de Nazaret, aquel hombre pobre y solidario con todos los que sufren, nos reveló a la segunda persona de la santísima Trinidad, el Hijo? Si tomamos los evangelios tal como están escritos, no es difícil percibirlo: el Hijo está allí con toda su presencia densa, como revelador de los secretos del Padre, como mediador de la plena liberación para todos, empezando por los pobres, en la fuerza del Espíritu que habita en él. Sin embargo, los textos actuales del Nuevo Testamento recogen, además de las palabras y de las prácticas de Jesús, las reflexiones que las primeras comunidades cristianas hicieron sobre el acontecimiento Jesús. Actualmente no es fácil distinguir entre lo que procede del Jesús histórico y lo que se deriva de sus seguidores. Lo importante reside en el hecho de que tanto Jesús como las reflexiones de los primeros cristianos atestiguan con claridad que estamos ante el Hijo de Dios. Este Hijo de Dios plantó su tienda en medio de nuestra miseria.

En primer lugar, Jesús se muestra Hijo de Dios en la oración. Invoca siempre a Dios como Abba, papá querido. El que llama a Dios Padre suyo es porque se siente su Hijo. Nos enseñó también a nosotros a llamarlo Padre y a vernos como hijos e hijas y, por tanto, como hermanos y hermanas entre nosotros. En segundo lugar, Jesús se comporta como Hijo del Padre. Asume la representación del Padre: así como el Padre trabaja hasta ahora, también el trabaja (Jn 5,17). Así como el Padre es misericordioso, también lo es él: perdona los pecados, convive con los pecadores y les da la certeza del perdón del Padre. En tercer lugar, obedece al plan del Padre, que es la instauración del Reino, hasta la muerte, incluso cuando se ve tentado; resiste con fidelidad frente a todas las persecuciones; e incluso desde lo alto de la cruz, en el mayor abandono, se entrega confiado al Padre.

En el entusiasmo que provoca entre el pueblo, en su coraje por superar las tradiciones caducas, en la vida que suscita por donde pasa, deja entrever que el Espíritu habita en él y que así también lo revela al mundo. De este modo Jesús es el Hijo del Padre en el Espíritu y también nuestro hermano mayor y mejor.

La lógica de las manos es más convincente que la lógica de las palabras. Para revelarse como Hijo del Padre eterno, Jesús prefirió la práctica a la gramática. Realizó gestos liberadores, perdonó pecados y resucitó muertos. Más que decir: "Yo soy el Hijo de Dios"; Jesús se portó como el Hijo de Dios.


41. El Hijo eterno del Padre eterno en el Espíritu Santo

¿Quién es el Hijo eterno en sí mismo? La fe nos dice que es el unigénito del Padre, de la misma sustancia que el Padre. No es creado, sino "engendrado sin comienzo y sin principio", "subsiste en el Padre desde toda la eternidad y para toda la eternidad". Permanece para nosotros en la penumbra del misterio la manera con la que el Padre "engendra" al Hijo, sin ser por ello anterior a él, ya que el Padre y el Hijo son coiguales e igualmente eternos. Lo que podemos decir con toda certeza es que el Padre y el Hijo viven en la misma naturaleza-comunión. Son distintos para poder entregarse mutuamente y vivir una comunión eterna. San Juan dice que el Hijo es la Palabra. Expresa toda la realidad del Padre. Pablo afirma que es "imagen de Dios (Padre) invisible" (Col 1,15). Todo el carácter misterioso de Dios se comunica y se manifiesta en el Hijo. El es la inteligencia del misterio compartido por las tres divinas personas. Por eso, el Hijo es por excelencia la revelación y la comunicación divina, tanto dentro de la Trinidad como dentro de la creación. Todo lo que el Padre tiene se lo da al Hijo. Excepto el hecho de que el Padre es Padre. El Hijo recibirá también del Padre la capacidad de espirar al Espíritu Santo. El Padre y el Hijo juntos permiten la aparición del Espíritu Santo. Cuando usamos estas expresiones de "generación", "espiración", "dar origen", "permite la aparición", hemos de confesar inmediatamente nuestras insuficiencias; no son palabras adecuadas, ya que dan la impresión de sucesión y de causalidad, siendo así que todo ocurre en la dimensión de la eternidad, en donde no hay comienzo ni fin. Por eso es importante que acentuemos la simultaneidad de los divinos tres. Los tres coexisten y están en comunión entre sí eternamente. En ellos subsiste siempre la perijóresis, es decir, la interpenetración de vida, de donación y de amor. Entonces podemos decir: el Hijo, al ser "engendrado" por el Padre, recibe simultáneamente al Espíritu Santo, que descansa sobre él y se une siempre a él. En virtud de esto, el Hijo y el Espíritu Santo vienen juntos hacia la creación, a fin de llevarla a su plenitud y liberarla integralmente. Junto con el Espíritu Santo, el Padre se relaciona y se revela al Hijo. Y el Hijo, junto con el Espíritu Santo, descubre la innascibilidad del Padre y nos la revela a nosotros.

El Hijo está encarnado dentro de nuestra historia. Con eso confiere un carácter de hijo y de hija a todas las criaturas, especialmente a las humanas. En cierta forma, ahora que el Hijo resucitado está de regreso dentro de la Trinidad, algo de nuestra naturaleza ha quedado eternizado y ha sido hecho definitivamente partícipe de la vida de comunión y de amor eternos. Si él es el Hijo del Padre unido al Espíritu, nosotros somos hijos e hijas en el Hijo, y todos somos hermanos y hermanas en virtud del mismo Espíritu.

Por muy siniestra que pueda parecer la trayectoria humana, hay algo de ella que ha sido absolutamente preservado y radicalmente realizado: la santa humanidad de Jesús, asumida por el Hijo eterno e introducida definitivamente en el seno de la Trinidad. Hay algo nuestro, de nuestro corazón, de nuestro deseo infinito, que por Jesús está para siempre a salvo.


42. Lo masculino y lo femenino del Hijo, nuestro hermano

El Génesis nos revela que somos imágenes y semejanzas de Dios en cuanto que somos varones y mujeres (Gén 1,27). Esto supone reconocer que las raíces últimas de nuestra realidad personal, tanto masculina como femenina, se encuentran en el misterio del mismo Dios. Las personas divinas no son sexuadas. Están más allá de estas determinaciones creadas. Pero los valores y dimensiones que se comunican a través de lo masculino y de lo femenino son también valores divinos. En virtud de esta consideración, podemos pensar en la dimensión femenina y masculina de cada una de las personas divinas. En Jesús encontramos la integración perfecta de lo femenino y de lo masculino. Primeramente de lo masculino, ya que Jesús no fue mujer, sino varón. Pero como todo varón, él incluía también dentro de su realidad la dimensión femenina, que expresó perfectamente. Todo el dinamismo de Jesús, su capacidad de decisión en favor de los pobres, primeros destinatarios de su mensaje; su coraje al enfrentarse con las oposiciones y con la misma muerte, revelan su dimensión masculina, presente también en la mujer, pero de forma distinta. Lo femenino expresa la dimensión de ternura de la existencia humana, masculina y femenina; el cuidado, la misericordia, la sensibilidad ante el misterio de la vida, especialmente con los que tienen menos vida; la interioridad en la oración. Los relatos evangélicos nos presentan a Jesús como alguien que había integrado el anima (dimensión femenina) dentro de su animus (dimensión masculina). Primeramente elabora una relación profundamente humana y tierna con las mujeres que pasan por su camino, varias de las cuales son discípulas suyas (Lc 10,38-42). Siempre toma la defensa de la mujer desamparada, como la adúltera, la mujer siro-fenicia que pide ayuda, la samaritana, la mujer encorvada y la que sufría hemorragias.

Con actitudes muy femeninas se inclina sobre los pobres que encuentra en su camino; se llena de compasión (se conmovían sus entrañas) frente al pueblo abandonado (Mc 6,34), no esconde las lágrimas cuando se entera de la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,35). De forma muy femenina dice que quiso juntar a los hijos de Jerusalén como una gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas y ellos no quisieron (Lc 13,34).

Esta dimensión femenina de Jesús pertenece a su humanidad. Esta humanidad fue asumida hipostáticamente por el Hijo eterno. Esto significa que algo de lo femenino ha quedado divinizado para siempre. La mujer está también llamada a participar de la vida de eterna comunión y a encontrar en cada una de las personas de la santísima Trinidad un prototipo para sus anhelos de perfección y de crecimiento.

Todo ser humano tiene dentro de sí la dimensión femenina y masculina, tiene ternura y vigor. Es un desafío de la vida el integrar estas dos dimensiones de tal forma que seamos plenamente humanos, siendo así un reflejo de Dios. Jesús asumió e integró dentro de sí lo masculino y lo femenino. El Hijo eterno, encarnado en él, santificó y divinizó para siempre estas dos dimensiones.


43. La misión del Hijo: liberar y hacer a todos hijos e hijas

El Hijo fue enviado al mundo por el Padre junto con el Espíritu Santo. El no solamente ilumina a todas las personas que vienen a este mundo (Jn 1,9), sino que nos visitó en nuestra propia carne, haciéndose hermano nuestro en nuestra situación de pobreza y de opresión. ¿Cuál es el sentido último de la venida y de la misión del Hijo entre nosotros? ¿Cuál es la intención del eterno? Hay dos corrientes que, históricamente, se han disputado la mejor interpretación. La primera corriente parte del credo, que dice: "Por nuestra salvación (el Hijo) bajó del cielo y fue concebido del Espíritu Santo". En esta visión la encarnación se debió al pecado de la humanidad que nos separaba de Dios. El pecado ocupa aquí todo el centro. En función de la redención de este pecado, el Padre nos envió a su propio Hijo. Nos preguntamos: ¿Es digno de Dios dejar que el pecado ocupe un puesto tan central? ¿No es acaso Dios y su gloria el centro de todo? Debido a estas preguntas, la segunda corriente parte de otra comprensión basada en el prólogo de san Juan, en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses y en algunas afirmaciones de la epístola a los Hebreos. Allí se afirma que "todo fue hecho por él (el Verbo), y sin él nada se hizo" (Jn 1,3). San Pablo dice que el plan de Dios es "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Por eso mismo podía decir también que "absolutamente todo fue creado por él y para él" (Col 1,16), y que "todo lo sometió bajo sus pies" (Heb 2,7-8). En otras palabras, la encarnación no es una solución de emergencia para reconducir la creación a su dirección primitiva, de la que se había derivado. La encarnación del Hijo pertenece al misterio de la creación. Sin la venida del Hijo todo se quedaría sin cabeza, esto es, sin un último sentido y sin una última coronación.

Nos parece que esta segunda corriente interpreta mejor los misterios divinos en consonancia con la propia glorificación divina. El Hijo verbifica, es decir, hace participar de su naturaleza de Verbo a todo el universo, hace a todos los seres de la creación, incluso a los infrahumanos, hijos e hijas. Por causa del pecado de los hombres, que contaminó también las relaciones con la naturaleza, la encarnación se dio bajo la forma de humillación y no de gloria; pero esta modalidad no cambia en nada la esencia del plan de la santísima Trinidad de incluir en su comunión al universo entero.

Esta visión se encuadra mejor en una comprensión realmente divina de la creación. Como ya vimos, al proyectarse en el Hijo y revelarse en él, el Padre proyecta y revela también a los imitables posibles de sí mismo y de su Hijo, que podrían ser creados algún día. En este sentido, ya dentro de la santísima Trinidad está la creación como proyecto. Está la santa humanidad de Jesús, con la capacidad de acoger la plena comunicación del Hijo, cuando fuera enviado a entrar dentro de nuestra historia. Y él vino. Con ese acontecimiento comienza nuestro fin bienaventurado: ¡Estamos ya dentro de la santísima Trinidad!

Todo lleva las marcas del Hijo porque todo fue hecho en él, con él y para éL El sapo que está en medio del camino, la estrella del cielo, la partícula atómica son filiales porque están en el Hijo. Son también nuestros hermanos y hermanas. Y ésa es la razón por la que los respetamos y amamos como a nosotros mismos.