INTRODUCCIÓN

La santísima Trinidad es nuestro programa de liberación

¿POR QUÉ nos ocupamos hoy de la santísima Trinidad? Creer en un solo Dios constituye ya una gran dificultad. ¡Cuánto más creer en tres personas que son un solo Dios! ¿Vale la pena creer en Dios? ¿Qué ganamos con ello? ¿Qué cambia en nuestra existencia el hecho de decir con toda sinceridad: creo en Dios, creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, siempre juntos y en comunión de vida y de amor?

Estamos convencidos de que vale la pena creer en Dios. Con ello queremos expresar la convicción de que no es la muerte la que tiene la última palabra, sino la vida; no es el absurdo el que gana la partida, sino el sentido pleno. Decir creo en Dios significa: hay alguien que me rodea, que me abraza por todas partes y que me ama; él me conoce en lo mejor de mí mismo, en el fondo del corazón, en donde ni la persona amada puede penetrar; él conoce el secreto de todos los misterios y la dirección de todos los caminos. No estoy solo en este universo abierto con mis interrogantes, para los que nadie me da una respuesta satisfactoria. El está conmigo, existe para mí y yo existo para él y delante de él. Creer en Dios quiere decir: existe una última ternura, un último seno, un útero infinito, en el que puedo refugiarme y tener finalmente paz en la serenidad del amor. Si esto es así, vale la pena creer en Dios. Esto nos hace ser más nosotros mismos, potencia nuestra humanidad.

Pero no basta acoger la existencia de Dios. ¿Cómo vive Dios? ¿Cómo es? Aquí es donde entra la santísima Trinidad. Creemos que Dios no es soledad, sino comunión. El uno no es lo primero, sino el tres. Primero viene el tres. Luego, debido a la relación íntima entre los tres, viene el uno como expresión de la unidad de los tres. Creer en la Trinidad significa: en la raíz de todo lo que existe y subsiste hay movimiento, hay un proceso de vida, de extroyección, de amor. Creer en la Trinidad significa: la verdad está del lado de la comunión y no de la exclusión; el consenso traduce mejor la verdad que la imposición; la participación de muchos es mejor que el dictado de uno solo. Creer en la Trinidad implica aceptar que todo se relaciona con todo, formando un gran todo; que la unidad resulta de mil convergencias y no de un factor solamente.

Nosotros nunca vivimos; siempre convivimos. Todo lo que favorece la convivencia es bueno y vale la pena. Por eso vale la pena creer en ese modo comunitario de la existencia de Dios, de la forma trinitaria de Dios, que es siempre comunión v unión de tres.

No necesitamos responder a la cuestión: ¿Cómo se relaciona ese Dios-Trinidad con los hombres? Es algo evidente. El nos incluye a todos y nos sobrepasa con su comunión. Pero ¿cómo se relaciona con la utopía de los pobres y de los oprimidos? Estos casi siempre han sido vencidos y convencidos por los poderosos de que son débiles y de que no pueden vencer. Pero, a pesar de todo, viven, dormidos y despiertos, el sueño de una humanidad sin oprimidos ni opresores. Los oprimidos son los verdaderos portadores de esperanza, ya que son los únicos que viven de la esperanza y necesitan de ella para seguir resistiendo y buscando la liberación. ¿Qué es lo que desean finalmente los pobres? Quieren algo más que el pan, la casa y el trabajo. Quieren una sociedad que se organice de tal forma que todos con su trabajo puedan ganarse el pan y construir su casa. Y esa sociedad solamente se levantará cuando logre estructuras sobre la participación del mayor número posible de sus miembros, dispuesta a superar las desigualdades sociales, proponiéndose respetar las diferencias y decidir la realización de la comunión entre todos y con el destino trascendente a la historia.

En este contexto de búsqueda es donde la Trinidad gana especial importancia. En ella encontramos realizado de forma definitiva nuestro programa liberador. En efecto, en ella hay diferencia y distinción, hay igualdad y perfecta comunión y hay unión de personas hasta el punto de que son una sola realidad divina, dinámica y en eterna reproducción. Mirando hacia la Trinidad sacamos las oportunas consecuencias para nuestra realidad social con vistas a su trasformación. Considerando nuestros anhelos, especialmente el de los oprimidos, descubrimos en la Trinidad su concreción utópica, su convergencia final más allá de nuestra propia imaginación.

Vale la pena creer en la Trinidad y en un Dios-comunión, porque un Dios semejante se compagina con lo más excelente de nuestra naturaleza y no se opone a nuestras búsquedas más fundamentales. Al contrario, sale a nuestro encuentro y se ofrece a sí mismo como su plena realización.