La tensión "letra/Espíritu" en algunos sectores de la vida de la Iglesia


Examinemos ahora algunos sectores determinados e 
importantes de nuestras vidas cristianas, en los que el Espíritu 
Santo puede contribuir a ilustrar, e incluso a rectificar, nuestras 
mentalidades y actitudes practicas. Estas rectificaciones las vería 
yo bien resumidas en el pasar de la letra al espíritu: sea en la 
lectura de las Escrituras, en el ámbito de la ley y de la moral, en el 
de los ritos sacramentales e incluso en las relaciones 
autoridad/obediencia en la Iglesia.

La dialéctica «LETRA/ESPIRITU»,
en la lectura de las ESCRITURAS
El principio es sencillo y tradicional: por el Espíritu entramos en 
el movimiento de las Escrituras (en su espíritu) y en su sentido 
profundo, dejando atrás la pura letra textual. Porque el Espíritu 
inspira, es decir, proporciona el soplo de vida, guía y mantiene en 
ese proceso vivo de la Revelación: tanto al que escribe (legislador, 
profeta, sabio, salmista) y, al mismo tiempo, como al que escucha. 
Ahora bien, rara vez se subraya este último aspecto: del Espíritu 
depende que se escuche rectamente la palabra de Dios; hay una 
«inspiración de la escucha»: «¿Por qué no comprendéis mi 
lenguaje? -pregunta Jesús a los judíos- Porque no podéis 
escuchar mi Palabra. Vuestro padre es el diablo y queréis cumplir 
los deseos de vuestro padre» (Jn 8,42-47, passim).
Y el Espíritu gula siempre nuestra lectura hacia una fidelidad 
viva y creadora: en la libertad de los hijos, no en la docilidad servil 
a unas directrices.
En este campo, el principio absoluto no podría ser simplemente 
la obediencia incondicional a la autoridad (de la Iglesia, quiero 
decir), sino ante todo la búsqueda apasionada de la verdad junto 
con los otros creyentes que se mantienen a la escucha del Espíritu 
La buena actitud no consiste en preguntarse: «¿Qué es lo que 
debo creer con respecto a tal página de la Biblia? ¿Como hay que 
entenderla? ¡A la Iglesia le corresponde decírmelo!». Más bien 
consiste en preguntarse esto otro: «¿Cuál es hoy para mi la 
verdad de tal página bíblica, la verdad que me haría vivir? 
Busquémosla juntos apasionadamente» En última instancia, todos 
los cristianos, cada cual según lo que él es (lo mismo autoridades 
que «soldados rasos» del pueblo de Dios), debemos entrar en la 
escuela de la Escritura. En efecto. todos son «enseñados por el 
Espíritu»; todos -doctores y «pobres», jerarquía y fieles, cada uno 
según su función, competencia y carisma- se ayudan mutuamente, 
en comunidad de fe, para llegar a «la verdad completa» (Jn 
16,13), a la que nunca aprisionará ninguna interpretación, aunque 
sea oficial.
«Fidelidad viva y creadora» no sólo significa cierta libertad ante 
las lecturas oficiales, sino también cierta reserva respecto del 
sentido literal del texto inspirado. De lo contrario, se cae en la 
lectura fundamentalista a que nos hemos referido más arriba: en 
ese caso, la lectura es verdaderamente «letra muerta que mata».
Pero más en general sin llegar a esos limites tan extremos, 
hasta no hace mucho aún prevalecía en no pocas mentalidades 
esta concepción bastante rudimentaria de la Escritura: para cada 
pasaje del Libro sagrado existiría un sentido único, que seria su 
contenido; eso es lo que había que buscar porque era preciso, 
muy determinado y a la vez misterioso; en resumidas cuentas, ese 
sentido lo tendría detenido un único intérprete (la autoridad, 
resumiendo en ella a la Iglesia); sentido que seria celosamente 
mantenido (entendiendo por esta expresión: fijado, amurallado, 
encerrado) por esa autoridad. ¿Quién no ve que esto seria 
recortar las alas al texto inspirado y privarle de toda fuerza viva y 
creadora?
Afortunadamente, ése no es el verdadero estatuto de la 
Escritura. Y la exégesis actual nos muestra que, en el fondo, la 
Biblia fue compuesta mediante continuas relecturas: esas 
relecturas fueron comúnmente practicadas, como por instinto, por 
la gente del Antiguo Testamento, simplemente por pensar que se 
encontraban ante un texto vivo, y así llegaron a hacer reescrituras. 
A este respecto es muy instructivo el prólogo del Sirácida 
(Eclesiástico). Dice su traductor: «Muchas e importantes lecciones 
se nos han transmitido por la Ley, los Profetas y los otros que les 
han seguido (...). Mas como es razón que no sólo los lectores se 
hagan sabios, sino que puedan también otros amigos del saber 
ser útiles a los de fuera, tanto de palabra como por escrito, mi 
abuelo Jesús (Jesús ben Sirac = el Sirácida), después de haberse 
dado intensamente a la lectura de la Ley, los Profetas y los otros 
libros de los antepasados y haber adquirido un gran dominio en 
ellos, se propuso también él escribir algo en lo tocante a 
instrucción y sabiduría», (Sirácida, prólogo, v. 1 a 12, passim).
El ejemplo más hermoso de estas relecturas y nuevas 
escrituras de la Biblia, según el movimiento y el espíritu de ellas y 
en el Espíritu, es el Nuevo Testamento: una relectura de todo el 
corpus de las Escrituras, realizada a la luz del acontecimiento 
Jesús (cf. Lucas 24,25-27; 44-46).
Pero no debemos pensar que ahora los cristianos no tenemos 
ya otra cosa que hacer que dormirnos sobre el texto y sus lecturas 
oficiales. También nosotros debemos inscribirnos en ese 
movimiento de relectura (y de escritura), no para rechazar e! 
sentido de las Escrituras (tal como fue aclarado de manera 
definitiva en Jesucristo), sino para mantener el texto abierto y con 
su carácter de productor de sentido; en una palabra, para 
conservarlo vivo. Las actuales ciencias del lenguaje han aclarado 
recientemente este fenómeno general de cultura válido para todo 
texto rico y profundo: «El libro que sostengo con la mano izquierda 
me hace ir escribiendo con la derecha (...). Leer es tejer el texto 
de uno mismo en las entrelineas, en los márgenes y en los 
espacios blancos del texto leído» (A. Fossion).
BI/RELE-REESCRITURA: Esto es más cierto aún tratándose de 
la lectura de la Biblia: «Leer las Escrituras es ponerse bajo la 
inspiración que hizo que fueran escritas, y ser uno mismo incitado 
a hablar y escribir: el Libro es inspirado por inspirar sin fin otros 
testimonios». «La comunidad de los creyentes que leen/escriben 
asegura una posterioridad al texto testamentario y le hace 
fructificar. La lectura/escritura aporta un suplemento. ¿No puede 
verse en esto la asistencia del Espíritu a toda la Iglesia, y el 
cumplimiento de las palabras de Jesús: Mucho podría deciros 
aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu 
de la verdad, os guiará hasta la verdad completa?» (A. Fossion).

La dialéctica «LETRA/ESPIRITU» 
en la práctica de la LEY
Este segundo aspecto va unido al precedente, pues la letra de 
que se trata aquí es, entre otras, la de la Ley de Moisés A ella 
aludía San Pablo en su célebre fórmula: «Nos capacitó (Dios) para 
ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del 
Espíritu. Pues la letra mata, mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). 
La letra es la utilización totalmente legalista de los preceptos de 
Moisés separados, en cierta manera, de su mantillo vital: en 
tiempo de Jesús y de Pablo, esta práctica era frecuente en 
algunos medios del judaísmo. Si se desea, en cambio, una 
interpretación muy interior y que sea fuente de vida de la Ley, 
basta con acudir a la jugosa meditación de los 176 versículos del 
salmo 119. De todas formas, hay una dialéctica viva que debe 
entrar en funcionamiento: «El texto sin el Espíritu mata; pero el 
Espíritu sin el texto estaría afónico» (T. O. B., nota o, p. 531).
Santo Tomás de Aquino definió perfectamente el estilo nuevo 
de toda la moral neotestamentaria, cuando escribió: «Lo mas 
importante en la ley del Nuevo Testamento, y en lo que consiste 
toda su virtud, es la gracia del Espíritu Santo dada con la fe en 
Cristo. Así pues, la nueva ley consiste principalmente en esa 
misma gracia del Espíritu Santo otorgada a los fieles de Cristo».
Entra aquí todo el inmenso campo de la moral. No se puede 
pensar en recorrerlo en su totalidad con unas cuantas lineas. 
Intentemos simplemente señalar el papel del Espíritu: consiste en 
orientarnos hacia una moral de exigencia y, a la vez, de libertad. 
La carta de esta exigente libertad se encuentra en Gálatas: 
«Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis 
de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos 
por amor los unos a los otros (...). Si sois conducidos por el 
Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5,3-18). Para Pablo, está muy 
claro que la libertad que él preconiza -y que es un «fruto del 
Espíritu»- es la que vivió Cristo, «hombre libre». Si es cierto que 
Pablo ya no está sometido a la ley (la que mata), sin embargo se 
preocupa de puntualizar: «No estando yo sin ley de Dios sino bajo 
la ley de Cristo. (1 Cor 9,21). Soy libre en el Espíritu porque Cristo 
vino a asegurarme que soy amado por el Padre, y que no estoy 
bajo la mirada recelosa, inhibidora y vindicativa de un Dios 
maníaco de las ordenanzas; sino que ese Dios me incita y abre al 
amor, lo mismo que Jesús. Así soy liberado de mis 
agarrotamientos y de mis miedos, desviado de mí mismo y de mi 
preocupación «legalista» por ser justo, por hacer un buen papel; y 
para despertarme a la entrega y al servicio.
«El texto sin el Espíritu mata», decíamos en la traducción 
ecuménica de la Biblia (T. O. B.),que añadía en seguida: «pero el 
Espíritu sin el texto estaría afónico». Digamos, pues, que no está 
afónico el Espíritu, ya que el texto que él hace que leamos, la 
partitura que nos interpreta, es la vida histórica de Jesús, el 
evangelio incesantemente actualizado y vivo

La dialéctica «LETRA/ESPIRITU»
en los ritos sacramentales
Todo está íntimamente relacionado: el ritualismo, que a veces 
ha coexistido como un «parásito» con la práctica sacramental, en 
el fondo es una forma del «imperio de la ley», que acabamos de 
comunicar: «manantiales de vida» se han convertido en 
«obligaciones morales» y en objeto de minuciosas 
reglamentaciones. Diré simplemente que en liturgia, como en otras 
cosas, el Espíritu Santo no está por la anarquía; pero tampoco es 
bueno asfixiar la acción litúrgica (sobre todo la eucaristía) con 
meticulosas y rígidas reglamentaciones. Por eso, es posible que 
algunas advertencias recientes sobre la letra de la ley (litúrgica), 
por su machaconería de «¡las normas, las normas!» no produzcan 
los efectos esperados, y más bien tengan peligro de irritar a los 
cristianos abiertos pero fieles, sin que por otra parte logren 
remediar los verdaderos abusos. Yo estaría de acuerdo con las 
severas expresiones de Rey-Mermet: «En materia de uniformidad 
litúrgica hay demasiada puntillosidad. Esto puede constituir un 
confortable entretenimiento. ¿Por qué antes que en esto no se es 
exigente en lo relativo a la conversión evangélica? Se persigue a 
eucaristías cuya sencillez e improvisación no hubieran molestado a 
San Pablo ni al Señor. Por el contrario, se celebran demasiadas 
misas cuyos asistentes se conforman perfectamente a un sistema 
económico que es negación de la participación, hasta el punto de 
que el mismo San Pablo se negarla a reconocer en ellas la cena 
del Señor... ¿Qué piensa de esto el Espíritu?»
No insistamos en estos aspectos negativos. Más bien 
alegrémonos de ver muy reafirmado y de modo muy explícito el 
lugar del Espíritu Santo en todo acto sacramental. Recuerdo 
simplemente esto: 

—La vuelta a la estima de las epiclesis eucarísticas 
(invocaciones del Espíritu), que vienen a recalcar que únicamente 
por el Espíritu llega el memorial a ser presencia viva de Cristo. 
Gracias al Espíritu, el «presidente de la eucaristía» no es un mero 
«funcionario de lo sagrado», dotado de «poderes» misteriosos y 
cuasimilagrosos para «producir» el cuerpo y la sangre de Jesús: 
«Si la Palabra pronunciada como memorial en el relato de la 
institución obra lo que dice, lo hace en cuanto apoyada por el 
Espíritu (...). Solamente en el Espíritu puede pronunciarse el relato 
de la institución (anamnesis) ministerialmente, sacramentalmente, 
como Palabra del mismo Cristo».

—Aparte de la eucaristía, también podrían leerse, en el nuevo 
ritual de la penitencia y de la reconciliación, las recientes formulas 
de la absolución Recuerdo sobre todo la fórmula extensa; he aquí 
lo que se refiere al Espíritu Santo en esta proclamación trinitaria: 
«Nuestro Señor Jesucristo, que (...) infundió el Espíritu Santo en 
sus apóstoles para que recibieran el poder de perdonar los 
pecados, os libre, por mi ministerio, de todo mal y os llene de su 
claridad para que proclaméis las hazañas del que os llamó a salir 
de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa»

Concluyamos con los obispos franceses refiriéndose a todos los 
sacramentos: «En toda celebración sacramental, invocamos al 
Espíritu Santo para que él haga eficaz para nosotros la Palabra de 
Dios y produzca el acontecimiento de nuestro encuentro con 
Cristo».
También estoy convencido de que el rechazo del ritualismo de 
carácter un poco «mágico», (de eficacia cuasiautomática), rechazo 
debido al redescubrimiento del papel del Espíritu en los 
sacramentos, representa una importante contribución al 
ecumenismo.
Testimonio de esto es el documento reciente (1979) del grupo 
de Dombes: L'Esprit Saint, I'Eglise et les Sacrements. He aquí dos 
o tres afirmaciones de este texto común (emanado de teólogos 
protestantes y católicos), que son particularmente significativas: 
«La obediencia de la comunidad eclesial a la orden de Cristo y su 
invocación al Espíritu Santo, manifiestan que la eficacia de la 
liturgia no tiene nada de «mágico». «Gracias al Espíritu, la acción 
sacramental de la Iglesia realiza lo que significa. Las palabras que 
la integran no son meros enunciados de unos hechos consumados 
o de unas promesas; crean una situación nueva en la oración y la 
fe de la Iglesia. Pues si los sacramentos tienen hombres como 
ministros, también tienen como principio al Espíritu Santo». «El 
Santo Espíritu impide que el sacramento caiga en el error y la 
servidumbre de una relación de posesión y de poder, de 
dominación y de dependencia ajena a él por naturaleza». «El 
Paráclito, el suplicante paralelo de Cristo y de los cristianos, libra a 
los sacramentos de toda tentación de magia, haciendo de él como 
una oración que le pide al Padre otorgue a las palabras de la 
Iglesia la misma eficacia de las palabras de Jesús»

La dialéctica «LETRA/ESPIRITU», 
en las relaciones autoridad/obediencia
El Espíritu Santo es maestro de la obediencia libre, responsable 
y adulta; la de los hijos y los amigos, no la de los criados o los 
esclavos
Se han podido cometer errores de interpretación (no 
forzosamente inocentes) acerca de la obediencia de Jesús. Jesús 
siempre obedeció a la verdadera voluntad de Dios, reconocida no 
forzosamente en su traducción deformada por sus depositarios 
oficiales y titulares: fue la suya una obediencia al estilo de los 
profetas; «critica» habría que decir, a veces con significativas 
transgresiones, para que el espíritu de la ley triunfara sobre la 
letra aplicada mecánicamente. Es la obediencia responsable de 
quien aceptó una misión y tiene que averiguar, en lo concreto de 
las situaciones, cuál es la voluntad del Padre, es decir, qué es lo 
mejor, en cuanto a medios y oportunidad, para cumplir esa misión, 
y hacerlo dentro de la fidelidad al «impulso del Espíritu».
Vuelvo a hablar de cierto modo de actuar que ha venido siendo 
bastante general en la Iglesia, por parte de la autoridad, sólo para 
señalar la escasa confianza que tal actuación ha depositado en el 
Espíritu, y la excesiva utilización que ha hecho, en ocasiones, de la 
reglamentación, la vigilancia y una situación de cuasitutoría: «El 
catolicismo, escribe Congar, con una valoración excesiva del papel 
de la autoridad y una rápida inclinación jurídica a restablecer el 
orden de la regla impuesta y la unidad en la uniformidad, ha 
desconfiado, al menos en la época moderna, de las expresiones 
del principio personal. Ha desarrollado un sistema de vigilancia 
que ha resultado eficaz para mantener una línea y un marco de 
ortodoxia, pero al precio de una marginación y, con frecuencia, de 
una reducción al silencio de personas que tenían no poco que 
decir» (op. cit., II, p. 27). Olvido del Espíritu, es cierto. Esto no 
quiere decir que la autoridad deba ser puesta en duda o abolida; 
pero sí que hay una manera específicamente cristiana de 
ejercerla: precisamente facilitándole al Espíritu un espacio de 
libertad. De tal manera, por ejemplo, que si el requerimiento que 
hace el magisterio a la simple obediencia de los fieles a sus 
consignas no llevara emparejada (o escasamente) una llamada a 
una reflexión común, tal requerimiento no sería un procedimiento 
saludable: el efecto que produce es anestesiar las conciencias y 
convertir a los cristianos en unos asistidos y menores de edad a 
perpetuidad.
Marcel Légaut habla de «religión de apelación» y de «religión 
de autoridad», contraponiendo ambos conceptos Esta doble 
expresión caracteriza bastante bien la desviación que se ha 
producido: de la libertad evangélica, libertad filial en el Espíritu 
(«Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad», 2 Cor 
3,17), a una sociedad cristiana muy enmarcada, sometiendo al 
Espíritu Santo a una estrecha vigilancia: «Durante demasiado 
tiempo, el cristianismo ha venido contentándose con la condición 
psicológica de unos auditorios mudos y pasivos que, en nombre 
de la docilidad, han permanecido crédulos y faltos de espíritu 
critico, manteniéndose muchas veces pueriles espiritualmente, a 
pesar de una buena voluntad sin fisuras y de una profunda 
piedad»
Numerosas señales no equivocas, especialmente a partir del 
Vaticano II, indican que la manera de funcionar, en nuestra Iglesia, 
la dualidad autoridad/obediencia va evolucionando 
profundamente, sin duda por la presión de los tiempos 
(mutaciones en la sociedad), pero también a impulsos del Espíritu; 
por lo demás, ¿no son también llamadas del Espíritu los signos de 
los tiempos?

El Espíritu del Resucitado 
suscita la misión
Al margen ya de toda la dialéctica «letra-espíritu», finalizaré con 
una reflexión acerca de la misión: otro sector de la vida de la 
Iglesia en que el Espíritu puede modificar nuestro modo de mirar 
las cosas.
La enseñanza del Nuevo Testamento es clara: son inseparables 
resurrección de Jesús, don del Espíritu que hace que se recuerde 
a Jesús y envío con una misión como fue enviado Jesús. El 
Espíritu suscita libertades adultas y responsables al servicio de un 
amor gratuito, eficaz y realista, sobre todo para con los más 
pobres, a fin de continuar la misión de Cristo.
Dentro de este contexto de misión -y no en la clave de la moral 
individual- hay que volver a leer el famoso capitulo 8 de Romanos. 
La Traducción ecuménica de la Biblia (T. O. B.), pone este titulo: 
«Liberación por el Espíritu»; para amar y producir los frutos del 
Espíritu es necesario liberarse de la carne. Pero a condición de no 
equivocar el sentido de la contraposición carne/espiritu. 
«Carne»: es todo hombre en su fragilidad, sin establecer la 
distinción cuerpo/alma. En este primer sentido Pablo nos habla de 
Jesús «nacido según la carne» (Rm 1,3), y Juan, de que «la 
Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Traduzcamos: tomó nuestra 
condición humana condenada a la fragilidad y a la muerte. Más 
tarde se modificó el significado de la palabra «carne», viniendo a 
significar también la condición humana gravada con la carga del 
pecado (Rm 8,3). Y finalmente, para Pablo, en su célebre 
contraposición carne/espiritu, la «carne» será todo el hombre 
cuando sigue sus propios deseos, su espíritu propio y no el 
Espíritu de Dios; cuando todo el hombre y no sólo el cuerpo y los 
sentidos se opone a Dios: «las obras de la carne» (/Ga/05/19) o el 
«vivir según la carne» (/Rm/08/13) no son, pues, sinónimo de 
«pecados de la carne», en el sentido sexual que más tarde 
adquirió indebidamente esta expresión. (Ver lista de las «obras de 
la carne», en Ga 5,19-21). Acerca del significado de la palabra 
«carne», puede acudirse a la excelente nota g) de la Traducción 
ecuménica de la Biblia (T. O. B.).
CZ/SENTIDO: También hay que volver a colocar en un 
contexto de misión y de servicio la ascesis, el sufrimiento, el 
desasimiento, la renuncia y la cruz, para que sigan siendo 
saludables y no degeneren en masoquismo; y en ese mismo 
contexto de misión hay que volver a colocar también las pruebas y 
persecuciones que aguardan al hombre de las Bienaventuranzas y 
al predicador del Reino. Xavier Léon-Dufour mostró claramente la 
unión que existe entre sufrimientos, persecuciones y misión, en la 
vida de Jesús y en la de Pablo. «La mortificación por la 
mortificación no la buscan ni Pablo ni Jesús. En el caso de Pablo, 
sobreviene por razón de su fidelidad al mensaje que se le habla 
encargado proclamar. La cruz, el sufrimiento y las persecuciones 
carecen de valor en si mismas: únicamente lo tienen porque son 
consecuencia de la proclamación del Evangelio».
Creo igualmente que el Espíritu Santo puede ayudarnos a unir 
misión y libertad. En todo apóstol tendrán que encontrarse las 
siguientes condiciones: firmeza en su propia fe, voluntad de dar 
testimonio de ella y de irradiarla, valor para hablar, sin 
avergonzarse, de lo que le hace vivir, esperar y comprometerse; 
pero todo esto ha de ir compaginado con el respeto más absoluto 
a la libertad de los demás: la libertad del acto de fe ha sido 
vigorosamente recordada por el documento conciliar sobre «la 
libertad religiosa».
Se trate de la misión de «plantar la Iglesia» aquí y allí o de 
cualquier otro empeño apostólico (catequesis, educación cristiana, 
etc.), nunca es lo esencial bautizar, hacer personas que 
practiquen o piensen debidamente; sino ir impregnando poco a 
poco con el espíritu del Evangelio (gratuidad, amor autentico 
exento de exclusivismo y discriminación), a cuantos podamos 
contactar sin intención alguna de proselitismo. Toda actitud 
indiscreta, toda presión, palanca o manipulación serÍa un 
contrasentido con respecto a la fe: «Está, por consiguiente, en 
total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de 
imposición por parte de los hombres en materia religiosa» 
(Declaración sobre la libertad religiosa n.° 10).
La revista Lumiere et Vie (137, p. 60), refiere el testimonio 
aducido por el Padre Serge de Beaurecueil, «misionero» en 
Afganistán: «De paso para Kabul (antes de la invasión soviética), 
un obispo que venía de no sé qué parte exclamaba: «¡Qué país 
más cerrado! ¡En él es imposible toda conversión!...». A lo que yo 
le respondí: «Monseñor, entre los países musulmanes que 
conozco, Afganistán me parece que es uno de los más abiertos y 
respetuosos con el proceder de cada cual, siempre que no se 
cause escándalo. Mire, hace años que vengo tratando de 
convertirme, sin que nadie vea inconveniente en ello; ¡todo lo 
contrario!». «¡Desde luego!, pero no es eso lo que quiero decir. 
Aquí es imposible hacer bautismos». Pero, ¿cómo hacerle 
comprender que el problema no es convertir, bautizar a la gente, 
sino convertirse con los demás para entrar juntos en el Reino de 
Dios? Complementariedad, convergencia, interacción fraterna en 
el amor para responder al llamamiento multiforme e imprevisible 
del Espíritu». Aun admitiendo que Serge Beaurecueil hubiera 
interpretado mal lo que acaso no pasaba de ser una ocurrencia 
simplista, no deja de ser significativa la anécdota.

«EI Espíritu del Señor todo lo mantiene unido» (Sab 1,7)
Como conclusión a estas reflexiones sobre nuestra vida 
cristiana vivida bajo el signo del Espíritu, e inspirándome en un 
texto de la Sabiduría en el que se afirma que Dios asegura la vida 
y la cohesión del universo por su Espíritu, diría yo lo siguiente:
La señal de que nuestras vidas se mantienen en una gran 
fidelidad al Espíritu es que éste hará que mantengamos juntos» 
elementos, valores o actitudes aparentemente opuestos Por 
ejemplo:

—los valores de paz, unidad y comunión (que son «frutos del 
Espíritu»); pero junto a ellos, respeto de las diferencias, rechazo 
de los malentendidos o de las unanimidades equivocas alcanzadas 
en medio del entusiasmo, durante una asamblea fogosa;

—la fidelidad, el sentido de la tradición; pero al mismo tiempo, la 
aceptación de lo nuevo y lo inesperado: en una palabra, la alianza 
entre la «memoria» y las «raíces» por un lado y, por otro, la 
audacia, el ímpetu y la inventiva;

—el sentido de la institución, no sólo como necesaria sino 
también como beneficiosa; y aquí denunciaría yo cierta manía de 
denigrar sistemáticamente todo lo que tiene carácter de 
«instituido», manía destructora que denota complejos mal 
resueltos o ajustes personales de cuentas; pero a la vez, la 
relativización de la institución, no morderse la lengua a este 
respecto, negarse a sacralizar la institución (recuérdese lo dicho 
más arriba acerca de las relaciones autoridad-obediencia);

—la actividad apostólica y la contemplación, la aventura 
espiritual y el compromiso personal;

—los valores comunitarios y también los personales No hay 
duda de que la vida cristiana se vive comunitariamente, en unión, 
en Iglesia; pero se requiere un acto de conversión personal, 
consciente y plenamente libre Por otra parte, no se debe confundir 
lo comunitario con lo gregario. El grupo fervoroso (piénsese en los 
grupos de Renovación, entre otros), puede ayudar a entablar, 
mantener y dirigir una oración o una conversación; pero aquí 
también es preciso repetir que toda presión indiscreta y toda 
manipulación se pagan con el desengaño, pues no respetan la 
libertad del acto de fe o los caminos espirituales de cada uno.
Tal es la acción unificadora ejercida por el Espíritu.

ANDRE FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE 35
Santander-1985Págs. 133-152