Ateísmo moderno y cristianismo:
la afirmación del hombre como lugar de encuentro

1. Planteamiento: de la comprensión al encuentro

El ateísmo es, teológicamente, el gran problema de nuestro tiempo. Y no sólo es un problema grande, sino que se presenta como un problema que va en aumento. Es además un fenómeno nuevo. Porque, propiamente, en la Antigüedad no había ateísmo. Sin excluir la posibilidad de algún caso de ateísmo individual, no se daban ateos. Podía haber gente crítica con la religión, incluso gente «irreligiosa»; pero, aun así, los más notorios -un Epicuro o un Lucrecio, por ejemplo- daban por supuesta la existencia de Dios o de los dioses.

El ateísmo propiamente dicho es algo que empieza con la ilustración. Tan sólo a partir de ella comienza a haber hombres que, razonando y por principio, montan su vida sobre la negación de Dios. Por eso, decíamos, se trata de un fenómeno nuevo. Pero de una fuerza tremenda, tanto cualitativa como cuantitativamente. En efecto, por un lado, marca de manera muy profunda a una buena parte de la cultura occidental; por otro, desde que empezó no ha dejado de avanzar en el mundo a ritmo acelerado, de modo que hoy se extiende a millones de personas.

Esto no puede dejar de suscitar una gran pregunta: si Dios existe y está con nosotros para salvarnos, ¿qué sucede para que haya tantos hombres que lo niegan, que no lo ven ni lo sienten de ningún modo e incluso -¡trágica paradoja!- lo consideran como enemigo? Una pregunta que llegó a obsesionar al gran teólogo que fue Karl Rahner y que no puede dejar tranquilo a ningún creyente que de verdad viva el gozo inmenso de la salvación en la fe.

Evidentemente, un fenómeno de tal calibre está exigiendo de nosotros un esfuerzo de comprensión. Comprenderlo, en primer lugar, para aprender, porque algo tan grande, tan importante y tan profundo no ocurre porque sí. Tiene que haber razones muy serias de fondo. Comprenderlo, también, para aportar. Porque si, a pesar de todo el peso y todas las razones del ateísmo, nosotros estamos convencidos de que Dios es la salvación del hombre, tenemos que buscar la manera de aportar al mundo nuestro testimonio. Tenemos que hacer brillar nuestra luz, por endeble y pobre que sea, como orientación fraternal en eso que Martin Buber llamaba «el eclipse de Dios», en el mundo moderno.

Tal esfuerzo de comprensión puede tomar dos direcciones distintas: una de tipo teórico y otra que busca el contacto con la experiencia. La primera es importante; de hecho, provocó y provoca muchos estudios y teorías. La tendremos en cuenta, como es natural. Con todo, le dedicaremos una consideración rápida y meramente orientativa. Nos interesa más una confrontación desde la experiencia; es decir, una confrontación que, más que al juego de las ideas y conceptos, atienda a la intención de fondo, a los intereses vitales y a los motivos profundos que están en la base del ateísmo, alimentando su inquietud y confiriéndole su fuerza.

Contra lo que muchas veces se piensa, no son las ideas claras y distintas, sino estas intuiciones oscuras, pero nutricias y vivenciales, las que gobiernan las conductas y deciden las actitudes. Ahí es donde, después del breve discurso teórico, pretende concentrarse nuestra reflexión.

2. Hacia una comprensión teórica

a) Los primeros intentos

1. El Ateísmo va unido, sin duda, a una gran crisis de la cultura occidental. Crisis de la que la religión no está ausente. Incluso hay quien pretende ver en el abandono de Dios la causa casi única y total de la crisis de Occidente. Visión claramente exagerada, porque en la aparición del mundo moderno confluyen, con toda evidencia, muchos y muy profundos factores. Lo cual no significa que se deba ir a parar a la postura contraria: la de banalizar el factor religioso, como si Dios fuera un factor más o menos adjetivo que, simplemente, se evaporó con el progreso de la historia y el avance de la cultura.

Resulta obvio que entre el todo y la nada está la evidencia de que se trata de un factor muy serio a tener en cuenta, porque, para bien o para mal, lo religioso influye de un modo profundo en la configuración de la persona y la sociedad humanas. Recuérdese, si no, el terror metafísico de Nietzsche, el gran proclamador de la «muerte de Dios»:

«¿Dónde está Dios?, exclamó (el loco). ¡Yo os lo voy a decir!: ¡Lo hemos matado nosotros: vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos podido beber todo el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué es lo que hemos hecho al soltar a la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente hacia atrás, hacia el lado, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No andamos errantes como por una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del espacio vacío? ¿No hace más frío? (...) ¡Dios permanece muerto! ¡Y hemos sido nosotros los que lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos nosotros, los más asesinos de los asesinos?»2.

Pero esta convicción de la seriedad constituye tan sólo un primer paso. Sobre él se impone la búsqueda diferenciada, el sopesar las razones; en una palabra, la discusión y el diálogo. De hecho, la teología siempre ha sentido esta necesidad y ha ido elaborando, en el transcurso del tiempo, diversos modelos de comprensión.

2. Hubo, como era de esperar, una etapa inicial de choque frontal, como una especie de reacción adolescente. Desde fuera se acusaba al cristianismo y, consiguientemente, a Dios de ser los responsables del atraso, la opresión y el oscurantismo de la humanidad. Y desde dentro se contestaba con aquella imagen del ateo que, en el fondo, era un malvado por el mero hecho de no creer en Dios. No tener fe equivalía a ser una mala persona, alguien de quien se puede esperar cualquier cosa. En este sentido tendía a interpretarse aquella frase de Dostoievski -tal vez legítima en algún contexto, pero muy peligrosa en sí y a ser usada con mucha precaución y respeto-: «si Dios no existe, todo está permitido»3.

Desgraciadamente, tal actitud todavía pervive en alguna gente -y en los últimos tiempos de la vida española levanta en exceso su dogmática cabeza-, pero resulta evidente que tiende a desaparecer. Para cualquiera resulta hoy evidente que no es sin más la fe o la increencia la que decide de la honestidad de una persona. Entre los ateos, como entre los cristianos, puede haber personas excelentes; como las puede haber perversas entre unos y otros. Con toda probabilidad, todos conocemos a personas, incluso amigos íntimos, que, siendo ateos, llevan una vida ejemplar. Desde luego, un cristiano actual que no acepte las calificaciones sumarias de su fe tampoco puede descalificar a nadie -y menos condenarlo- porque se confiese ateo.

Por eso la teología seria lleva años buscando la superación de toda solución simplista al respecto. El conocido título de un libro de Roger Garaudy, «Del anatema al diálogo», marca perfectamente la nueva actitud.

3. ATEO/EXPLICITO ATEO/IMPLICITO CREYENTE/EXPLICITO CREYENTE/IMPLICITO:

Un primer paso -que recuerdo vivamente de mis primeras aproximaciones al tema, leyendo al P. de Lubac- fue dado a base de distinguir entre lo explícito y lo implícito: alguien puede considerarse explícitamente ateo y, con todo, ser implícitamente creyente; y viceversa: un creyente explícito puede ser un ateo implícito. ¿Qué significa esto? En definitiva, una idea muy corriente y sencilla: puede haber personas que en su convicción teórica nieguen a Dios, pero que en su vida, en sus actitudes y en su conducta lo estén afirmando. Y al revés: puede haber personas que confiesen a Dios con los labios, pero que lo nieguen con su vida real.

Una idea que, por lo demás, no tiene nada de nuevo: «no todo el que dice "¡Señor, Señor!" entrará en el Reino de los cielos», dice ya el evangelio de Mateo (7,21). Se comprendió muy bien desde el principio que lo decisivo no es la cabeza, sino el corazón. Las ideas están muy condicionadas por el ambiente, la educación, los malentendidos, la presión social... Más que negar a Dios, lo que mucha gente niega es una idea de Dios: dada su concepción teórica del mundo, su experiencia vital o sus encuentros con personas religiosas, piensa que no puede aceptar a Dios, que éste no existe o que sería perjudicial para el hombre. Pero ello no significa que muchas veces, a la hora de vivir, de situarse a fondo ante los demás y de montar decisivamente su existencia, no esté respondiendo a la llamada profunda de su ser y, en ella, a ese Dios que en teoría se ve llevado a negar.

b) El «cristianismo anónimo»

Estas ideas recibieron una importante profundización en la conocida teoría del cristianismo anónimo de Karl Rahner4.

1. Para comprenderlo debidamente, acaso sea necesario prescindir de la denominación, que, de entrada, puede parecer un «imperialismo» pretencioso, haciendo que el otro sea lo que él no pretende ser: «aunque no quieras ser cristiano, lo eres de todos modos, sólo que anónimamente, sin saberlo». En tal caso, él podría -con toda razón- responder también lo mismo: el buen cristiano sería, a su vez, un «ateo anónimo»...

Pero entrar en ese juego significaría desconocer totalmente la intención de Rahner. Lo que él busca es justamente lo contrario: no tomar la propia postura como un privilegio exclusivo, sino reconocerle al otro -en apariencia excluido o autoexcluido- el mismo derecho a la salvación y a participar en la misma realidad, a pesar de las distintas teorías. En definitiva, desde la propia convicción de lo que es bueno y significa bondad en el hombre, Rahner no le quiere negar esa bondad ni ese bien a aquel que, siendo ateo en sus ideas, muestra ser bueno en su vida. (Por eso estoy seguro de que Rahner aceptaría que un ateo, desde su propia convicción y con propósito simétrico, le llamase a él «ateo anónimo»...).

El gran y humanísimo teólogo que fue Rahner parte de un hecho fundamental: no hay más que un mundo real, y en él existe la única humanidad histórica, que está llamada-sin excepción de ningún tipo- a la salvación de Dios. Pero la llamada divina no es un flatus vocis, una mera palabra externa que deje al hombre intocado. Todo lo contrario: afecta a la raíz más profunda de cada hombre, marca decisivamente su ontología y, por lo tanto, sus posibilidades y los dinamismos que determinan su destino.

Este hecho decisivo él lo denominó, con ayuda de la terminología heideggeriana, el existencial sobrenatural, por el que la existencia de cada persona está real y dinámicamente llamada a realizarse en la plenitud sobrenatural de la salvación de Dios. Más concretamente: toda persona que viene al mundo está siempre «trabajada» por la gracia que, inscrita en su ser, le hace posible acoger libremente la salvación o, lo que es lo mismo, realizarse plenamente con la ayuda del Señor, que le llama a la comunión con El. Más concretamente aún: esa gracia es cristiana, pues no hay -ni ha habido ni habrá- otra salvación real que la realizada por Dios en Cristo.

2. La gran cuestión, ahora, es: ¿cómo y cuándo responde el hombre a esta llamada y realiza las posibilidades de esta gracia? Quedará todo reducido al juego de la confusión externa y estarán excluidos de esto los miles de millones de hombres que nunca oyeron hablar de Cristo o que, por diversas circunstancias, no comprendieron su mensaje?

Rahner buscó la solución en lo profundo. Si realmente el mundo histórico en el que vivimos es un mundo salvado y, por lo mismo, traspasado por la gracia de Cristo, los dinamismos de esta gracia están trabajando y empujando por dentro a todo hombre hacia una mayor realización, hacia una mayor apertura al hermano, hacia una más honda y decidida aceptación de la Transcendencia. Y en la medida en que una persona acoge esos dinamismos profundos, que son ya movimientos de la gracia, está respondiendo a Dios.

CR/ANONIMOS: Por lo tanto, una persona que en el fondo de su ser siente la llamada de la justicia y se juega la vida por ella, aunque teóricamente se declare ateo, en definitiva -dice Rahner- está acogiendo la gracia de Cristo y viviendo de ella. El hombre que procura ser honesto en la vida, porque en las raíces de su ser percibe la llamada a la honestidad, a los grandes valores que marcan la dirección de la dignidad y la fraternidad humanas, ese hombre, al responder a ellos, está en realidad respondiendo a la concreta y personal llamada de Dios en Cristo. Sin distinguir la voz de Dios y sin reconocer el rostro de Cristo, está siendo cristiano.

Cuanto más se piensa, más convence esto. Sencillamente consiste en darse cuenta de que toda la realidad está traspasada y trabajada por el amor salvador de Dios. Por tanto, quien responda a las profundidades de la realidad está respondiendo a ese amor, aunque no lo sepa él mismo y aunque niegue a Dios en teoría. Porque, en el fondo, lo que entonces niega es un ídolo: niega aquello que le dicen que es Dios o que él piensa que es Dios, pero que no lo es, porque el Dios real y verdadero es aquel que, más hondo que todas las deformaciones y todos los malentendidos, le está llamando desde dentro a una mayor y más auténtica humanidad.

3. También aquí conviene recordar que estas ideas no son nuevas. En realidad, el Evangelio está sembrado de su presencia: «"Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber..." "Os aseguro que cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis"» (Mt/25/37/40). Desde aquí cabe leer todo lo anterior: desde la parábola del samaritano hasta el vaso de agua que se da al más pequeño.

Y sólo quien carezca de sensibilidad para lo más genuinamente humano puede pensar que aceptando esta concepción se deprecia la fe con nombre expreso y el amor con rostro concreto. Es cierto que, una vez lograda, nada hay que pueda sustituir la experiencia del encuentro consciente con el amor personal de Dios. Pero la íntima grandeza de esa experiencia no se hace a base del desprecio o la exclusión de los demás: su gozo auténtico pertenece al saberla también compartida de algún modo por tantos hombres que en el esfuerzo de su vida lo buscan realmente, aunque sea «a tientas» (Hech 17,27). Por eso, también, esa experiencia, persuadida de que para todos es válido que Dios, «en realidad, no está lejos de cada uno de nosotros, puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17,28), no puede menos de anunciarles -no como mera negación de lo que ya tienen, sino como un plus de felicidad- la dicha del nombre y la intimidad del rostro.

c) Cristianismo y secularización

1. En una dirección distinta, y profundizando algún aspecto, van las interpretaciones que toman como base el tema de la secularización. Tuvieron mucha vigencia en los años sesenta, con el descubrimiento o, mejor, con la intensificación de la conciencia de la autonomía del mundo. El impulso había partido de Dietrich Bonhoffer en sus incitantes cartas desde la cárcel5. Pero fue sobre todo F. Gogarten quien, a partir de Bonhoffer, intentó dar una explicación del ateísmo no como algo totalmente ajeno a la fe, sino como algo en definitiva provocado por ella o, si se quiere, por el cristianismo6.

No interesa entrar ahora en sutilezas. Pero tampoco resulta difícil captar lo que se quiere decir. No es casual que el ateísmo irreligioso sea un fenómeno típicamente occidental, en el preciso ámbito del cristianismo. Fue éste el que lo hizo posible. Y lo hizo no por sus defectos, sino por sus virtudes. En definitiva, por sus ideas de creación y de encarnación.

La creación, al marcar la diferencia radical entre Dios y el mundo, hizo posible una progresiva y consecuente desacralización7. Nada hay divino fuera de Dios. En la naturaleza puede manifestarse lo divino, pero ella es radicalmente profana: de ahí la lucha bíblica contra los cultos de la fecundidad y, en general, contra los ídolos. Tampoco la historia, con su orden político y su estructura social, es divina: la salida de Egipto mostró que el hombre puede y debe romper la autoridad que se autosacraliza; y toda la predicación profética nos educó en la conciencia de que las estructuras sociales no son algo sagrado, sino entregado como tarea a la libre responsabilidad del hombre.

La encarnación, por su parte, nos enseñó que todo tiene un valor positivo: la realidad mundana y el trabajo del hombre en ella valen también en sí mismos y poseen una densidad específica. En definitiva, el cristianismo creó las condiciones de posibilidad de una concepción verdaderamente mundana del mundo. El hombre acaba descubriéndose tan autónomo y tan dueño de sí mismo y de su destino que incluso puede -confundiendo los planos- acabar negando a Dios.

Esto tuvo, ciertamente, su contestación. H. Blumenberg8, por ejemplo, escribió una obra en tres densos tomos que tituló, de modo programático, «La legitimidad de la Edad Moderna». En ella trata de mostrar que la tesis anterior incurre en un reduccionismo religioso. Según él, el hombre moderno se hizo tal justamente porque logró liberarse de la tutela de la religión afirmándose contra Dios y conquistando su autonomía frente a la fe y frente al dominio de la Iglesia.

2. Una polémica a todas luces difícil y sin solución definitiva. Se trata de un problema denso e intrincado, con muchos factores en juego. Difícilmente resulta plausible una explicación lineal o monocausal. Con todo, no parece posible negar, en ninguna hipótesis, la importancia del factor religioso. Y en todo caso, para nosotros -que no podemos seguir profundizando en esta dirección- resulta aleccionador.

ATEISMO/CRITICA-FE: Por distantes que aparezcan en la superficie, los grandes fenómenos acostumbran a tener muy ricas conexiones en la profundidad. No ya sólo en el sentido positivo que veíamos en Rahner. También en sentido negativo y por contraste, como señalara Hans Urs von Balthasar en «El problema de Dios en el hombre actual»9, un libro algo antiguo, pero todavía absolutamente recomendable. El ateísmo, en su misma negatividad, puede ser una gran oportunidad para la fe; puede incluso ser una medida de la Providencia para que el cristiano, asumiendo la critica atea, comprenda que Dios es siempre mucho más grande -«Dios siempre mayor»- que las ideas que nosotros nos hacemos de EI. La critica de los ateos puede ayudarnos a romper los esquemas en que tantas veces encadenamos y deformamos la idea de Dios.

Una idea, esta última, que sería interesante y hasta fascinante perseguir. Personalmente, me impresiona cada vez más la capacidad que tenemos nosotros, los hombres religiosos, para «apoderarnos» de Dios, reduciendo la grandeza infinita de su ser y la generosidad sin limites de su amor a las estrechas medidas de nuestra comprensión. Sin el permanente aguijón de la critica atea, sin la insistencia -muchas veces injusta y dolorosa, pero siempre «alertante» sobre los puntos sensibles- de sus acusaciones, no sabemos dónde acabaría la imagen santa de Dios, entregada tanto a los miedos, a las pulsiones y al narcisismo de nuestro subconsciente individual como a la ritualización, al control y al dominio de nuestra institucionalización eclesial.

Pero ya queda dicho que no es el camino teórico10 el que más nos preocupa. A partir de él, preferimos adentrarnos ya en la experiencia, buscando el encuentro en los niveles más profundos y definidores.

3. Hacia un encuentro en la experiencia

a) Lo positivo por debajo de la negación atea

Vamos, pues, a preguntarnos no por las ideas de los ateos, sino por los motivos e intenciones profundas que dieron origen a esas ideas. Como decíamos al comienzo, es imposible que un fenómeno de este calibre, que prosigue su marcha conquistando a millones de personas, no tenga en su base algo muy serio y muy real. Hacia ahí pretendemos, de algún modo, acercarnos ahora.

Por debajo de un cambio tan formidable respecto de la religión y, consiguientemente, del propio destino humano, no puede haber una simple actitud perversa, ni siquiera una mera conclusión teórica. Tiene que haber algún tipo de experiencia positiva, porque solamente lo positivo puede mover de verdad el esfuerzo continuado y la actitud vital de tantos hombres.

Claro que el ateísmo trajo también muchas cosas negativas. Nadie puede captar mejor que el creyente auténtico lo que significa privar al hombre de los profundos veneros de humanidad, amor y esperanza que manan de la experiencia de Dios. Pero reducirse a lo negativo seria ceguera. No cabe reducir -como lo hizo el en tantas otras cosas admirable Guardini- la historia del Occidente moderno a una (pura) decadencia a causa del abandono de Dios11. Aunque no sea más que porque la Edad Moderna trajo también el nacimiento de la ciencia, el emerger profundo de la subjetividad humana, la revolución social, con la búsqueda efectiva de una mayor igualdad, libertad y tolerancia entre los hombres... La mezcla que en todo esto hay de equivocaciones, abusos, errores y fracasos es también evidente; pero eso constituye el lote de toda actividad de los hombres, sin exceptuar la del cristianismo. No otra cosa significa la presencia del «pecado» en la historia. Presencia que, con todo, no elimina la certeza de la «gracia».

Pues bien, resulta indiscutible que el mejor camino consistirá en intentar descubrir qué es aquello que, en positivo, está moviendo al ateísmo o, mejor, a los ateos. Hay muchas probabilidades de que ahí logremos encontrar la experiencia profunda que está en su base y que, confrontándola con la experiencia cristiana, podamos descubrir una amplia superficie de contacto y de encuentro. Por debajo de las discusiones, los antagonismos, las acusaciones y los resentimientos, acaso nos espere un lugar más humano en el que poder entendernos.

b) El nacimiento de un mundo nuevo

Situados ya en esta perspectiva, preguntémonos ahora: ¿Qué pasó? Como diagnóstico global, cabe hablar del choque de dos mundos. En la Edad Moderna nace un mundo nuevo, y no sólo desde el punto de vista religioso.

A partir del Renacimiento se produce un redescubrimiento de la Antigüedad, un nuevo sentimiento de la dignidad y la subjetividad del hombre. Por algo se habla de «humanismo»: el hombre inicia un nuevo estudio y conocimiento de sí mismo que, por contraposición -al situar frente a si a la naturaleza, objetivándola-, hace nacer la ciencia, con la enorme revolución que ello provoca en el mundo. Gracias a los descubrimientos, se produce una asombrosa ampliación geográfica de la Tierra; y gracias a la astronomía, una verdadera explosión en la estructura y las dimensiones del universo. Todo lo cual va originando un modo radicalmente nuevo de pensamiento: critico, causal, histórico, práctico... La filosofía «moderna» supone una auténtica revolución en el modo de situar al hombre ante el mundo.

Cada vez caben menos dudas de que, sobre todo a partir de la Ilustración, la humanidad está entrando en una era nueva, probablemente no menos nueva que la que sobrevino con la revolución neolítica. Algo en lo que aún estamos (en sentido riguroso, no creo en la post-modernidad). Los descubrimientos científicos, las revoluciones políticas, los movimientos ecológicos... están aún en la onda que allí se originó: en el fondo, para bien o para mal, se están sacando las consecuencias de los principios entonces inicialmente asentados. Una nueva era, un nuevo mundo y, claro está, una nueva sensibilidad, un nuevo pensamiento, una nueva cosmovisión.

Tal novedad no se podía producir sin choque y confrontación con todo lo anterior. Acaso tengamos aquí la mejor clave para lograr algo de claridad acerca de nuestro problema.

c) El cristianismo en el choque entre dos paradigmas

Si no totalmente, por lo menos en muy gran medida el ateísmo moderno es la consecuencia del choque entre dos mundos culturales: el antiguo y el moderno. De suyo, la fe no tendría por qué verse involucrada en tal proceso. Pero ello seria únicamente si la fe viviera «en estado puro», separada de la cultura y de las instituciones del grupo humano que la sustenta. En la realidad, la fe vive siempre inculturada, esto es, vertida en los moldes mentales, en los hábitos psicológicos, en los modos prácticos e institucionales; en una palabra, en la cultura de sus fieles. Cuando se produjo el tránsito a la Modernidad, la fe cristiana estaba inculturada en el mundo mental heredado de la Patrística y de la Escolástica y en el mundo institucional heredado de la época constantiniana. Es decir, estaba justamente fundida con la cultura que ahora se veía cuestionada desde sus mismas raíces. Acudiendo a la terminología elaborada por T.S. Kuhn para explicar las «revoluciones científicas»12, nos encontramos ante el choque de dos paradigmas, esto es, de dos constelaciones de creencias, valores, usos y técnicas. Cuando eso sucede, hay dos alternativas. La primera: que el viejo paradigma logre asimilar los datos y experiencias nuevas sobre los que se apoya el nuevo paradigma que trata de imponerse; ello significa que se transforma a sí mismo y que, mediante tal transformación, mantiene su validez. Pero se da también la segunda alternativa: que el viejo paradigma se resista al cambio o, sencillamente, que no sea capaz de asimilar los nuevos datos; entonces acaba siendo desplazado por el paradigma emergente, produciéndose así una «revolución científica».

En una buena parte de la cultura occidental fue esto segundo lo que sucedió en el encuentro entre el cristianismo y la modernidad: para muchos, el mundo nuevo que emergía no podía ser asimilado por la vieja cristiandad, la cual quedó desplazada por un nuevo paradigma cultural que, de ese modo, se convirtió en una de las principales fuentes del ateísmo.

La gran pregunta es, naturalmente, si las cosas tenían que suceder así. ¿No podía haberse dado la primera alternativa? ¿No pudo el cristianismo transformarse lo suficiente como para asimilar los nuevos datos y seguir manteniendo su validez? De hecho, para muchos -entre los que, en definitiva, nos encontramos nosotros- el cristianismo siguió siendo válido. Y aun cuando eso no siempre sucede sin conflicto, y muchas veces se da incluso una cierta esquizofrenia cultural, hoy comprendemos muy bien que tal posibilidad debió ser la normal.

Lo comprendemos porque la distancia histórica nos permite distinguir claramente dos cosas que entonces, todavía muy cercanos a los acontecimientos - «al pie del faro no se ve», gustaba decir Bloch-, resultaba muy difícil separar: por un lado, la fe como experiencia y, por otro, su interpretación en un determinado contexto cultural. Distinción que aún hoy -tan educados y escarmentados por nuestra cultura critica- ofrece sus dificultades, aparte de que, por lo general, como ya hace años observaba E. Schillebeeckx,13, sólo pasado el cambio se puede ver con facilidad. Así, sólo desde nuestra concepción científica del mundo nos es dado comprender fácilmente que el significado de la «ascensión» de Jesús no tiene nada que ver con un físico «subir» a un cielo que aún para Santo Tomás constituía un espacio real.

Ahora, teniendo en cuenta esa distinción, resulta claro que se pudo, y acaso se debió, evitar el enfrentamiento. Los teólogos debieron darse cuenta de que, con la modernidad, lo que en principio se cuestionaba no era la fe, sino la cultura en la que la fe estaba involucrada.

Lo que los nuevos descubrimientos científicos -casos de Copérnico y Galileo- o históricos -critica bíblica- obligaban de suyo a cambiar era tan sólo la interpretación teológica de la experiencia cristiana, no la experiencia misma. De hecho, ya Santo Tomás había realizado algo muy semejante al acoger la inmensa novedad que era la filosofía de Aristóteles (algo mucho más revolucionario de lo que se piensa: el obispo de París condenó proposiciones tomadas de la Suma Teológica). Y desde Dilthey, Cassirer y Gursdorf sabemos que la intención inicial de los ilustrados no era abolir la religión cristiana, sino comprenderla en la nueva situación y llevarla a la nueva universalidad del espíritu humano.

Verdaderamente, el destino de Occidente y del cristianismo sería muy distinto si entonces se hubiera hecho esta distinción, es decir, si los cristianos hubieran tenido el coraje de revisar sus interpretaciones y los innovadores la prudencia de no extrapolar sus datos. Pero mejor que muchas disquisiciones será ver reflejado esto en un ejemplo.

d) El ejemplo de la critica biblica14

Es bien sabido que con la ilustración surgió una manera radicalmente nueva de leer la Biblia. Con ligeras variantes, tanto en el pueblo como en la teología se partía anteriormente del supuesto de que lo escrito en ella estaba «dictado» por Dios. Debía, por tanto, ser tomado a la letra en todos sus detalles: nada literalmente falso ni nada que hubiera, en definitiva, que interpretar. Que el mundo fue creado en seis días, o que en el paraíso había una serpiente; que Josué hizo detenerse al sol, o que Dios había mandado exterminar a ciudades enteras...

De repente, con la ilustración, empieza a hacerse una nueva lectura de la Biblia. Como libro real que es, se le aplican los métodos histórico-críticos: se examina cada libro, se comparan unos con otros, se confrontan sus noticias con los datos más seguros de la historia profana... Era claro que una lectura literal resultaba imposible y llevaba al absurdo. Moisés no pudo escribir el Pentateuco, por ejemplo, y el mundo tenía mucho más que seis mil años, según habría que deducir de la Biblia (Bossuet pensaba que la creación tuvo lugar el año 4004 antes de Cristo; y un escriturista, nada menos que vicecanciller de Cambridge, se sintió capacitado para precisar más: exactamente ese año, a las nueve de la mañana del 23 de octubre, viernes, naturalmente...)15. En el Antiguo Testamento había claros influjos -a veces literales- de otros libros muy anteriores y pertenecientes a otros ámbitos culturales (si Dios «dictaba», no necesitarla copiar, desde luego).

El enorme cambio que todos estos datos introducían de pronto tenía que provocar, por fuerza, una crisis tremenda. Porque, además, esto se aplicó enseguida a los evangelios: tampoco ellos se podían tomar a la letra. A ese nivel no era posible casar unos evangelios con otros; ni siquiera era factible escribir por orden y con datos ciertos una vida de Jesús. El impacto fue tan fuerte que, en la introducción a su refutación de Reimarus, cuenta Semmler que en Alemania muchos pastores no sabían qué predicar y muchos seminaristas dejaron el seminario y se marcharon a casa16.

Se trataba de un caso típico de «choque de dos paradigmas» que afectaba al núcleo mismo del cristianismo. La manera literalista de leer la Biblia no quería aceptar los nuevos datos, porque, de entrada, parecía que negaban la inspiración y la revelación; en definitiva, el carácter divino de la Escritura. Por su parte, muchos de los que aceptaban los nuevos descubrimientos partían del mismo presupuesto: había que negar la Escritura, porque estaba caduca y no era compatible con la cultura. Una alternativa nada hipotética, sino muy real, sufrida por muchos en carne viva. Fue tal vez la crisis más honda de la teología en el mundo occidental.

Pero no todos entraron en ese juego. Hubo quienes iniciaron un proceso distinto: aquellos que, desde la fe, quisieron «ver», aceptando antes que nada que los datos son datos. Gracias a ellos fue posible ir comprendiendo. Si los datos demostraban que la Biblia no podía ser tomada a la letra, que la historia tal como allí se cuenta no es muchas veces exacta, que había tipos muy diferentes de narración y diversos géneros literarios, ...todo eso debía ser aceptado aunque obligase a una profunda y acaso dolorosa revisión del propio paradigma. Poco a poco fue apareciendo, por ejemplo, que si las narraciones del Paraíso no son aceptables en su literalidad, constituyen, sin embargo, un género literario en el que a través de una expresión mítica se transparentan experiencias muy profundas en las que se nos empieza a revelar el designio fundamental de Dios en la creación del hombre y su actitud frente al mal.

Supuso mucho coraje y mucho valor reestudiar la Escritura y repensar la propia comprensión de la misma. Pero gracias a ello nació la critica bíblica auténtica. Asumida con honestidad -ino sin sus mártires!- y hecha desde dentro del cristianismo, trajo consigo la renovación no sólo de nuestra idea de la revelación y la inspiración, sino también de nuestra imagen de Dios y de Cristo y, en definitiva, de toda la teología. La fe en la revelación bíblica tuvo que despojarse de su viejo paradigma interpretativo para revestirse del que le imponía la nueva cultura. Pero no se perdió, sino que, por el contrario, salió purificada y profundizada. Algo que cualquiera de nosotros puede comprobar: la visión que un cristiano tiene hoy de la Biblia es mucho más «fina» y profunda y hasta mucho más «divina» -justamente por ser más «humana» - que la que era posible antes de los nuevos modos y métodos de su estudio.

Con el problema del ateísmo sucede prácticamente lo mismo.

La experiencia moderna aportó datos reales que no se podían negar. Si son reales, lo que se impone es «verlos» dejando que cuestionen nuestra concepción de Dios, para que la modifiquemos en lo que sea necesario. No se trata, claro está, de modificar la fe en Dios, y mucho menos de modificar a Dios. Repitamos: se trata tan sólo de modificar nuestras ideas acerca de Dios, nuestra imagen de Dios. Igual que no se trataba de negar que la Biblia sea Palabra inspirada, portadora de revelación, sino de revisar nuestra concepción de lo que son la inspiración y la revelación.

El ejemplo mostró que, cuando se tiene el humilde coraje de modificar la propia interpretación, la fe sigue firme y, normalmente, se purifica, se profundiza y se engrandece. En definitiva, se trata -contra lo que a muchos podría parecer a primera vista- de «ser honestos para con Dios», rompiendo nuestros ídolos a fin de que, aceptando los nuevos datos, dejen paso al Dios siempre mayor.

Pero todas estas reflexiones no han abandonado aún el terreno de un planteamiento formal: hablan de la posible estructura del encuentro y de la necesidad de abrirse a las aportaciones del ateísmo. Partíamos de que el mejor modo de lograrlo era buscar el contacto con su experiencia profunda. Intentémoslo.

4. La intención profunda de la modernidad

a) Dios como rival del hombre

¿Qué es, pues, lo que está en el fondo de la modernidad? ¿Qué experiencia de fondo es la que promueve el movimiento de la ilustración, confiriéndole tal fuerza que llega a revolucionar el mundo entero?

Empecemos por el aspecto negativo. Si interrogamos al ateísmo moderno acerca de lo que niega en la religión y de por qué se siente obligado a rechazar a Dios, la respuesta más probable es que tiene la impresión de que la religión y, dentro de ella, Dios impiden el desenvolvimiento de una plena y auténtica humanidad. Existe un convencimiento difuso de que la afirmación de Dios lleva a la negación del hombre. El hombre se siente amenazado por Dios en el ejercicio de su libertad y de su razón. Todos recordamos la famosa frase de Ludwig Feuerbach: «para enriquecer a Dios debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, el hombre debe ser nada»17.

Este fantasma -Dios como el gran vampiro de la humanidad- constituye, sin lugar a dudas, la raíz más fuerte y profunda del ateísmo. El hombre moderno fue sintiendo la religión como enemiga de su progreso, de su autonomía y, en definitiva, de su felicidad. Incluso a priori cabria esperar algo de esto: si el hombre niega a Dios, tiene que haber una razón, la cual, en última instancia, consiste en creer que Dios le hace daño. No se precisa más. Si una persona es atea, es porque en el fondo le parece que vive más feliz si Dios no existe.

Pero ¿por qué sucedió esto? ¿Por qué, si Dios se presenta en el cristianismo como salvación, el hombre moderno acabó percibiéndolo como rival opresor? Para buscar la respuesta prescindamos ahora de lo que pueda haber de desmesura adolescente provocada por el optimismo ingenuo de un mundo nuevo, y dejemos también de lado la tendencia del hombre a absolutizarse a sí mismo por los complejos caminos del narcisismo inconsciente o por los más expeditos de la voluntad de poder. Concentrémonos ahora en lo que fue el choque central y la motivación expresa: fijémonos en lo que constituye nuestra responsabilidad histórica como cristianos.

Aparece entonces que la conducta de las iglesias contribuyó decisivamente a crear esa falsa impresión, ese enorme y trágico equívoco. De un modo inmediato, por su obstinada y fatal oposición a los progresos y descubrimientos que fueron marcando el paso de la modernidad: la ciencia astronómica y la revolución biológica, la filosofía del sujeto y la historia crítica, la revolución social y la psicología chocaron duramente con la ideología eclesiástica. Y de un modo más profundo, la negativa a replantearse a fondo la comprensión de la fe ante las exigencias del nuevo paradigma presentó a la religión como indisolublemente vinculada a un marco pasado y autoritario, impermeable al nuevo talante critico y opuesta a la búsqueda de una nueva libertad, tanto individual como social, tanto científica como religiosa y política.

Esto tuvo unos efectos devastadores. Y la razón estriba en que situaba a la religión justamente en el lado opuesto a lo que fue el otro aspecto -el positivo- de la experiencia que sustenta a la modernidad.

b) La autonomía del hombre como valor primordial

Si hubiera que escoger una palabra, un motto, para calificar lo que se muestra como el núcleo mismo de la experiencia moderna, la elección parece clara: autonomía. Este concepto expresa perfectamente el aspecto objetivo, que consiste en que los diversos sectores de la realidad se van emancipando de la dirección y tutela de la religión para descansar, de modo cada vez más decidido, en sí mismos. Y expresa también el aspecto subjetivo: el creciente sentirse el hombre dueño de sí, marcándose sus propios objetivos y dándose, desde su convicción intima, sus propias normas. La autonomía aparece, así, como la experiencia básica que vertebra y anima todo el movimiento de la modernidad. Intentemos verlo un poco más en detalle.

1. Empecemos por el mundo físico. Lo nuevo de la ciencia fue que descubrió de repente la densidad y la solidez del mundo; que éste valía por sí mismo; que tenía unas leyes propias, regulares y constantes que explicaban su actividad sin necesidad de recurrir a fuerzas externas (demoníacas, angélicas o divinas). Hay una anécdota del gran astrónomo Laplace según la cual, después de la publicación de uno de sus grandes libros, fue recibido por Napoleón; al preguntarle éste, extrañado, cómo era que no nombraba para nada a Dios, Laplace contestó: «Sire, no necesito esa hipótesis». Y tenia razón. Para construir sus cálculos sobre las órbitas planetarias o para elaborar su teoría sobre el origen del sistema solar no necesitaba hablar de Dios ni de los ángeles ni de la teología. Lo que le interesaba era saber matemáticas, observar con cuidado los movimientos de los astros y estar dotado de agudeza científica.

Si se tiene en cuenta que todavía Santo Tomás de Aquino pensaba que los astros estaban hechos de una materia incorruptible, completamente distinta de la terrestre, y que eran movidos por inteligencias de tipo angélicos, puede intuirse la enorme revolución que lo que acabamos de decir suponía. Donde antes, con toda espontaneidad, se veía la acción directa de Dios o de fuerzas celestes, ahora se ve una naturaleza que marcha por sí misma, sometida a una legalidad matemáticamente calculable. Donde antes se veían continuas intervenciones divinas, ahora se ven leyes científicas constantes y regulares. Hegel, siempre tan sensible para captar el sentido profundo de los cambios históricos, observa que «fue para los hombres como si Dios crease ahora por primera vez el sol, la luna, las estrellas, las plantas y los animales; como si las leyes fuesen establecidas entonces por vez primera».

2. Experiencia nueva, es también expansiva. Porque no sucede sólo en el dominio de las ciencias naturales. Lo mismo pasó en el mundo social. La experiencia de la Revolución Francesa -fruto ya de este movimiento, que ella aceleró de modo definitivo- dejó literalmente asombrados a los grandes espíritus de la época. La anterior había sido una sociedad en la que todo venia dado; en la que quien nacía hijo de rey era, automáticamente y «por la gracia de Dios», el encargado de gobernar a los demás; en la que quien nacía noble, noble sería con todos los privilegios; y quien plebeyo, plebeyo quedaría con todas las cargas..., porque así era el orden social, porque eso era «lo que Dios quería», porque así lo sancionaba la mentalidad cultural o lo sacralizaba la convicción teológica.

Y de repente se descubre que no: que la sociedad funciona como el hombre la hace funcionar; que es posible organizarla racionalmente; que conviene repartir la riqueza y la libertad; que deben gobernar no los que nacen con sangre azul, sino los que demuestren capacidad e inteligencia.

Ni siquiera el desgraciado horror que luego provocó la Revolución pudo borrar la sensación de que algo absolutamente nuevo se producía en la humanidad: el hombre se daba cuenta por vez primera de que somos nosotros quienes organizamos la sociedad, que también ésta obedece a unas leyes y que no hay que acudir inmediatamente a Dios para gobernarla. También aquí hay un cambio asombroso, y también Hegel lo expresa de modo magnifico: «Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se apoyase sobre su cabeza y edificase la realidad conforme al pensamiento»19. La revolución social, los derechos del hombre y el espíritu democrático no harán más que sacar las consecuencias de esta nueva situación.

3. Pero el proceso va a alcanzar también a la intimidad del hombre, poniendo al descubierto la autonomía de la ley moral. Las normas de la conducta humana ya no llegan, sin más, de una autoridad externa, como algo a aceptar por simple imposición autoritaria. El hombre las descubre con su cabeza, las encuentra dentro de sÍ mediante el sentido moral. También ellas ofrecen regularidad y consistencia internas. Sin entrar ahora en problemas de fundamentación última, aparece que también para construir todo un sistema moral se puede prescindir de la «hipótesis Dios». Fue Kant quien dio aquí magistral expresión al asombro de la nueva experiencia al decir que dos cosas le llenaban cada vez más de admiración y respeto: «el cielo estrellado encima de mí y la ley moral dentro de mí»20. La altura y la profundidad unidas en una simetría regular, como visibilizando la fuerza, la amplitud y la densidad de la nueva situación.

Si verdaderamente se quiere comprender el mundo moderno, tanto en sus grandezas como en sus miserias, es preciso bajar a esta experiencia. Experiencia que está todavía en marcha y que constituye el más decisivo humus nutricio de sus actitudes y dinamismos. Para nuestra consideración, encierra acaso la clave más luminosa y, como dijimos, la mejor posibilidad de encuentro.

c) El ateísmo como «negación de la negación»

Visto desde esta perspectiva, el ateísmo cobra un nuevo rostro. No aparece primariamente como una negación de Dios, sino ante todo como una preservación del hombre. Responde al interés radical de la modernidad y al nuevo sentimiento de lo humano que ella provoca, apareciendo primariamente como la protesta visceral contra un mundo obsoleto que, con sus imposiciones autoritarias y su inercia institucional, impedía el crecimiento del hombre o, en palabras de Kant, su acceso a la «mayoría de edad». Se trata de una rebelión vital contra todo lo que, oponiéndose al brote de la nueva experiencia, daba la impresión de negar al hombre la conquista de las posibilidades descubiertas.

Por eso no puede extrañar que la sospecha fuese la marca fundamental de la reacción frente a todo lo anterior, Dios y la religión incluidos. Ni es casual que algunos de los máximos exploradores de los «nuevos continentes» que configuran la modernidad reciban el nombre de «maestros de la sospecha»21. También de la sospecha religiosa. Con todo, y bien mirado, eso no era más que la cara negativa del empeño positivo: conquistar para el hombre todas las dimensiones de lo humano. La constante era la afirmación; la variable, la negación. En definitiva, considerado en lo mejor de sí mismo y en su intención más genuina, el ateísmo se nos aparece como «negación de la negación», es decir, como lucha contra todos aquellos factores que -con razón o sin ella- parecían negaciones de lo humano. Lo cual, traducido en positivo, significa -por aquello de que dos negaciones afirman- que su interés fundamental era la afirmación de lo humano.

No quisiera dar la impresión de una visión ingenua y angelical del problema. Todos sabemos que en el ateísmo hay mucho más que esto: hay también la soberbia radical del hombre que no quiere aceptar sus limites -hybris, decían los griegos-; hay odios y, acaso, resentimientos, hay voluntad de poder y dimisiones éticas. Pero ¿es que eso no se da en todo lo humano? ¿No se da también en la historia de la Iglesia, de la ecclesia peccatorum?

No se trata, evidentemente, de que lo ignoremos, sino de superarlo hacia el fondo. Se trata, reconociendo todo esto, de tener el coraje -alguna vez hay que atreverse a superar la listeza miope de los «ayudas de cámara de la historia» - de mirar lúcidamente en dirección al conjunto y discernir, por debajo de los abusos y deformaciones, la intención auténtica que lo mueve. Eso es lo que le pedimos a toda visión seria de la historia del cristianismo, y por eso nos desagradan tanto las descalificaciones que, apoyándose en abusos y miserias reales, se niegan a reconocer la pureza de intención original y la grandeza humana de sus realizaciones históricas.

Desde esta actitud -única verdadera y auténticamente humana- se ponen por nuestra parte las bases para un encuentro genuino, sin resentimientos ni agresividades innecesarias.

Primero, porque entonces en los ataques del ateísmo no se ve tanto lo que a nosotros nos pueda molestar o parecer ofensivo para Dios, cuanto lo positivo que a través de esa negatividad se está buscando para el hombre. Por ejemplo, ante la acusación de que la religión infantiliza psicológicamente o aliena sociológicamente, no se mirará lo falso que ahí se nos dice acerca del Dios de Jesús, sino el interés que se manifiesta en preservar la responsabilidad adulta o en eliminar la opresión y la miseria social.

Con lo cual, en segundo lugar, podemos recibir un impulso inapreciable para purificar nuestra comprensión de la fe. Porque la verdad es que, si la fe evangélica auténtica llama a la libertad adulta y a la lucha contra toda opresión, nuestras versiones teórico-prácticas de la misma dan sobrado pie a esas acusaciones. Resistirse sistemáticamente a toda critica puede parecer celo por la gloria de Dios; pero, de ordinario, indica el narcisismo de quien no quiere renunciar a las propias concepciones y la inseguridad de quien no se atreve a abrirse al proceso inacabable de «dejar a Dios ser Dios», exponiéndose a que, una detrás de otra, se le vayan rompiendo sus imágenes.

5. El encuentro entre ateísmo y cristianismo

a) Apertura mutua en la común defensa del hombre

Esto último ya está indicando que seria una superficialidad y significaría no haber entendido nada si se viera en esa actitud una especie de entreguismo de la fe o una cobarde instalación en la ambigüedad. Todo lo contrario: sólo quien parte de una confianza básica puede tener el coraje de arriesgarse; sólo quien se cimenta firmemente en la experiencia de la fe es capaz de correr el riesgo de la crítica y, si procede, de la reinterpretación. Y por lo mismo, sólo una postura de ese tipo puede propiciar un diálogo auténtico: aquel que se abre de verdad suscita automáticamente la apertura en el otro; nada hay que «obligue» más a la libertad que el auténtico ofrecimiento de otra libertad.

Dicho de modo más directo: exponerse honestamente a la critica del ateísmo es el único modo de lograr que el ateísmo se exponga también a la critica del cristianismo. Pero resulta que además, con esa actitud se crea la única posibilidad real de un encuentro auténtico. Tanto a nivel subjetivo (porque sólo en el respeto y en la apertura a lo mejor del otro cabe esperar respeto y apertura para lo mejor de uno mismo) como a nivel objetivo (porque desde el diagnóstico antes elaborado aparece un evidente espacio de encuentro: la afirmación de lo auténtica y verdaderamente humano). Es en este punto donde, para acabar, deberemos concentrarnos ahora.

Las reflexiones anteriores no sirvieron únicamente para comprender mejor el ateísmo; también salió ganando nuestra comprensión del cristianismo. Nada ayudó más que la critica moderna de la religión a redescubrir algo fundamentalisimo en la experiencia cristiana de Dios: que su revelación y su presencia en nuestra historia no tienen otro sentido que el de nuestra salvación. Salvación en su doble valencia: negación de toda negación del hombre y positiva afirmación de todo lo humano. ¿Qué otra cosa significan el perdón y la redención, por un lado, y la creación y la encarnación, por el otro? San Ireneo de Lyon lo expresa de forma insuperable ya en el siglo ll: «gloria Dei, vivens homo», la gloria de Dios es el hombre en la plenitud de su vida22.

Si los cristianos logramos demostrar, con nuestra teoría y nuestra práctica, que Dios es la máxima negación de toda negación del hombre, entonces se abre un terreno estrictamente común en el que podemos encontrarnos con la búsqueda más honda de los no creyentes. Porque coincidimos en lo fundamental: la defensa del hombre y de sus posibilidades.

Coincidencia en la búsqueda que, ciertamente, no significa, sin más, coincidencia en los medios y en el diagnóstico. Pero quien sea consciente de la turbulenta historia de las relaciones mutuas y de lo inmenso de la tarea común, sabrá que eso no es poco. Significa pasar de verdad, con gigantesco paso, «del anatema al diálogo», de la pugna a la colaboración, de perder fuerzas unos hombres contra otros a sumarlas a favor de todos los hombres.

Casi no nos atrevemos a hacer afirmaciones de tal calibre, porque irremediablemente cobran un aire de utopía idealista. Con todo, un realismo más profundo tiene sus motivos para la esperanza. La modernidad es relativamente nueva, y el gran malentendido histórico por el que, para muchos, Dios apareció como enemigo del hombre no va a ser eterno. Personalmente, no renuncio a esperar que, por diversos caminos, la sensibilidad moderna acabará haciendo la experiencia -o aproximándose más a ella- de que Dios no niega al hombre, sino que lo afirma.

De hecho, hoy para ningún teólogo serio, lo mismo que para ningún cientitico sin prejuicios, tiene validez relevante el malentendido que oponía ciencia y religión o, en un ejemplo más concreto y de ayer, cristianismo y evolución. La teología politica y la de la liberación, por su parte y pese a todos los pesares, están demostrando que una superación paralela está teniendo lugar en el frente más candente: el de cristianismo y revolución social. En este sentido, un libro como el de Bertrand Russell, «Religión y Ciencia»23, que muchas veces puede resultar molesto y hasta irritante, constituye en definitiva una fuente de optimismo. El aluvión de malentendidos que allí se aducen contra un posible entendimiento se convierte, por su misma inverosimilitud actual, en argumento a favor: si en tan poco tiempo se eliminó tanto argumento de auténtico desecho, ¿qué no sucederá dentro de unos años?

b) Juntos, frente al fracaso de la ilustración

Dejemos a un lado las esperanzas de largo horizonte. Ni siquiera hagamos depender de ellas nuestro discurso. Concentrémonos en los pasos reales y en los procesos parciales que de hecho están aconteciendo, y aconteciendo en los dos bandos, de manera que cabe afirmar que está produciéndose un acercamiento real o, por lo menos, que se están creando las condiciones de posibilidad para el mismo.

Si hasta aquí hemos operado a partir de lo mejor de la modernidad-de su experiencia de base y de su intención profunda-, ahora, con idéntica sinceridad, debemos considerar también sus límites. Hoy ya no resulta posible negar que el optimismo inicial era una ilusión: hay un fracaso de la modernidad que no la anula como tal -por mucho que digan ciertos agoreros-, pero que le quita cualquier pretensión de totalidad.

Lo que ya Hegel denunciara muy al comienzo24 se hizo evidencia empírica: la negación de la Transcendencia con la intención de afirmar al hombre, lo que realmente hizo fue privarle de su profundidad, laminando su espíritu en un pragmatismo superficial que amenazaba con reducirlo a puro objeto. Para una mirada en profundidad, todos los esfuerzos por absolutizar al hombre no consiguieron conjurar el fantasma del nihilismo: la «muerte de Dios» aparece como arrastrando inevitablemente la «muerte del hombre».

En una consideración más práctica, se impone la constatación de que los proyectos parciales están, todos ellos, en una crisis profunda: aquellas experiencias que parecían asegurar la autonomía del hombre lo amenazan con la más radical heteronomía. Detrás de la ciencia y de la técnica se levanta el espectro de la ruina ecológica y el holocausto atómico. El ideal de igualdad, libertad y fraternidad, que tenía que hacer de todo hombre un ciudadano, fue acaparado por el ideal burgués, que proclama su autonomía sobre el hambre y la explotación de dos terceras partes de la humanidad. La libertad exacerbada a norma absoluta de si misma fue proclamada «pasión inútil» en el existencialismo, y declarada muerta en el estructuralismo.

Pero sería mezquino, además de estúpido, alegrarse por este «fracaso», que, en definitiva, es también el nuestro. Constatarlo sólo tiene sentido como sentimiento solidario de una frustración común y como llamada a contribuir con la experiencia propia a una tarea que es de todos. Tarea que el pensamiento filosófico lleva ya tiempo realizando desde presupuestos puramente racionales: el descubrimiento de la «dialéctica de la llustración»25, en el sentido antes aludido -conversión de la razón emancipadora en «razón instrumental»26 que amenaza con esclavizar al hombre-, lleva a criticarla.

Eso es lo que Horkheimer llamó la «ilustración de la llustración»27: no negar sus descubrimientos ni su intención, pero sí criticar su optimismo excesivo, su estrechamiento de la razón, con la consiguiente instrumentalización de la naturaleza y del hombre y el acaparamiento fáctico de la libertad y el progreso en favor de unos pocos privilegiados. Tal es la gran apuesta de la humanidad actual.

c) La «cristonomía» como aportación cristiana

En ella tiene que inscribirse la aportación específica de los creyentes, que consiste, ante todo, en reconvertir nuestra imagen de Dios en la medida en que, como reconoció el Vaticano II, ella es, «en parte no pequeña»28, causante del ateísmo moderno, al velar con sus defectos e insuficiencias el verdadero rostro de Dios y sus posibilidades emancipadoras para el hombre. Pero eso no puede reducirse a lo meramente negativo: hay que transformar el viejo paradigma teológico, de modo que pueda acoger, de verdad y no por pura acomodación o por estrategia del momento, las nuevas experiencias del hombre.

En realidad, la teología está caminando en esta dirección. Paul Tillich, por ejemplo, sitúa -comprendiendo y señalando sus limites- el énfasis moderno en la autonomía como paso intermedio entre la heteronomía de una religión caducada en sus formas y la teonomia de la auténtica experiencia, que es preciso recuperar.

MORAL/ALIENACION. Quiere esto decir que el hombre moderno se rebeló contra un Dios que aparecía como legislador externo, encarnado en una Iglesia que se oponia al progreso e imponiendo una ley opresora. ¿No es cierto que muchos cristianos viven aún de este modo los mandamientos y la moral? Como algo que oprime y estrecha la existencia, como una dura carga que provoca rebeldía subterránea y deseo subconsciente de eliminación: «¡Qué bien si Dios no existiera; cuántas cosas podría hacer que ahora no puedo, porque no me deja...!» Eso es la heteronomía. Y contra ello se rebeló la modernidad, levantando la bandera de la autonomía.

MDTS/INTERIORIDAD: Pero la autonomía puede ser el infierno si está privada de su profundidad. La teonomía quiere, justamente, conciliar ambos polos: la ley de Dios no es algo ajeno al hombre, sino la manifestación de su propia y más auténtica profundidad. Recuérdese que Tillich define a Dios como «the ground of Being»29: el fondo, el fundamento del Ser. Con su ley no puede tratar, por lo tanto, de imponernos heterónomamente normas externas arbitrarias, sino de todo lo contrario: el Evangelio trata tan sólo de llevarnos al fondo de nosotros mismos, de ayudarnos a descubrir la ley íntima y profunda de nuestro ser auténtico. Si ya San Agustín dijo que Dios nos es «más intimo que nuestra más honda intimidad», la teonomia no es más que «la razón autónoma unida a su propia profundidad».

Creo que Tillich está dando con la clave del nuevo planteamiento. Sólo que, personalmente, preferiria no hablar, sin más, de «heteronomia» para aludir al cristianismo previo a la Edad Moderna. Parece injusto: heterónoma resulta tan sólo la supervivencia al cambio cultural -probablemente esto era lo que quería decir Tillich-; pero para los que antes vivían en aquella figura del cristianismo, ésa era su cultura, y no se sentían alienados en ella. La ley de Dios no era necesariamente sentida como ajena al propio mundo, como algo heterónomo. Esta sensación es histórica: consecuencia del cambio cultural.

Por eso, para esa época, prefiero hablar de ontoteonomía, aludiendo con ello a que la idea de Dios estaba demasiado mediatizada por la vieja ontología, llevaba dentro demasiado Platón y demasiado Aristóteles. Tal denominación no necesita ser peyorativa, sino meramente descriptiva de un momento histórico. La secuencia, entonces, se convertiría en: ontoteonomía-autonomía-cristonomía.

Con esto último aludimos a la necesidad de ver a Dios a través de Cristo, para recuperarlo en su verdadero rostro y hacer su presencia en la sociedad moderna. En todo caso, lo que se quiere decir es independiente de estas disputas terminológicas.

d) El Dios de Jesús, lugar de encuentro para la afirmación del hombre

¿Qué se quiere decir, pues? Que la crisis del cristianismo en la Edad Moderna brinda también una ocasión magnífica para redescubrir a Dios. A Dios tal como se nos aparece en Jesús, tal como se nos revela definitivamente en Cristo (cristonomía). Por algo sentimos tan vivamente -es algo que está marcando lo más profundo de la teología actual- la necesidad de volver al Evangelio, a la escuela de Jesús de Nazaret: ser de nuevo sus «discípulos».

Hacerlo significa superar la mera confrontación teórica y teológica para entrar en contacto con una experiencia: la experiencia de Jesús y de su Dios. En ella podemos redescubrir con nueva fuerza al Dios que es Creador y que es Padre, que viene a nuestra vida para salvar y hacer libres, para apoyar y afirmar. Y, más allá de nuestros fallos y debilidades, podremos remitir a los demás al Evangelio que nos juzga a nosotros y que salva a todos. Renunciando al narcisismo de las propias posturas, todos podemos avanzar juntos al contacto con una experiencia que nos sobrepasa.

EV/AFIRMACION-DE-H: En concreto, hoy la gran salida, al mismo tiempo humilde y enérgica, consiste en decirle al ateísmo que mire al Evangelio: a ver si se puede seguir afirmando que Dios, tal como aparece en Cristo, niega al hombre. Porque en Cristo lo que encontramos es justamente la máxima afirmación del hombre: no hizo otra cosa que defender al hombre; sobre todo, defender a aquel que los otros negaban. Esa fue su asombrosa novedad: Jesús se opone frontalmente a todos los que, en nombre de cualesquiera pretendidos valores, sobre todo religiosos, convertían al pobre, al enfermo, al pecador, en no-hombre. Recuérdese la escena de la pecadora: cuando los demás la quieren aniquilar como persona y como mujer, él es el único que la defiende. Y en la defensa de aquellos a quienes los demás querían reducir a no-hombres, dio literalmente su vida.

Realmente, la sospecha moderna contra Dios, clavada por Feuerbaeh en la misma puerta del ateísmo -hombre pobre, porque Dios rico-, se deshace al topar con la figura de Cristo. Propiamente, parece que San Pablo quisiera anticipar la acusación cuando escribe: «...pues conocéis la obra del amor de Nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros os hicierais ricos con su pobreza» (2 Cor 8,9).

En resumen: por debajo de los enfrentamientos, dificultades y discusiones, existe un terreno capital de encuentro entre ateísmo moderno y cristianismo. Desplazando la primacía de las ideas y bajando al nivel fundamental de la experiencia, encontramos: 1°, que en el fondo del ateísmo moderno está el interés por la autonomía del hombre y, como consecuencia, la negación de toda negación de sus posibilidades; 2º, que ahíi confluye con la intención más profunda de la experiencia cristiana: Dios como afirmación radical del hombre, expresable hoy «cristonómicamente» acudiendo a su manifestación concreta en la vida de Jesús.

El diálogo y el avance reales son posibles si criticamos dejándonos criticar; si ofrecemos nuestra experiencia al tiempo que reconocemos la que los otros nos ofrecen como auténtica «profecía externa». De un modo más autorizado y sintético lo expresó Pablo Vi en el discurso de clausura del Vaticano II, al decir en la más alta y limpia ocasión para un encuentro entre el cristianismo y el mundo moderno: «Para conocer al hombre (...) es necesario conocer a Dios» y «para conocer a Dios es necesario conocer al hombre»30

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA: CREO EN DIOS PADRE
El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre
Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997

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1. M. BUBER, El eclipse de Dios, Buenos Aires 1970.

2. F. NIETZSCHE, La gaya ciencia (ed. K. Schlechta, 11, p. 127).

3. Cf. las lúcidas y profundas reflexiones de L. KOLAKOWSKI, Si Dios no existe... Sobre Dios, el pecado y otras preocupaciones de la llamada filosofía de la religión. Barcelona 1985.

4. «Cristianismo anónimo»: cf. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, pp. 159-167 y 177-188. Cf. también el estupendo comentarIo de J.A. de la PIENDA, El sobrenatural de los cristianos, Salamanca 1985, pp. 87-189.

5. D. BONHOFFER, Resistencia y sumisión, Barcelona 1971.

6. F. GOGARTEN, Verhangnis und Hoffnung der Neuzeit, Stuttgart 1958.

7. Se ha hecho clásica la explicación que del proceso da H. COK, La ciudad secular, Barcelona 1968.

8. H. BLUMENBERG, Die Legitimistat der Neuzeit, Frankfurt a.M. 1966.

9. H.U. von BALTAHASAR, El problema de Dios en el hombre actual. Madrid 1966 (2ª ed.); el original es de 1956.

10. Sobre el ateísmo y el problema de Dios, cf. principalmente: G. GlRARDI (ed.), El ateísmo contem- poráneo (5 vols.), Madrid 1971; H. KUNG, ¿Existe Dios? Madrid 1979 (3ª ed.), E. JUNGEL, Dios como misterio del mundo, Salamanca 1985.

11. R. GUARDINI, «El ocaso de la Edad Modema», en Obras I, Madrid 1981, pp. 33-163 (el original es de 1950).

12. T.S. KUHN, La estructura de las revoluciones científicas México 1971.

13. E. SCHILLEBEECKX, «El concepto de verdad», en Revelación y Teología, Salamanca 1968, pp. 270-271.

14. Sobre el problema de fondo, cf. A. TORRES QUEIRUGA, A revelación de Deus na realización do home. Vigo 1985.

15. El dato lo da B. RUSSELL, Religión y Ciencia, México 1973 (4ª ed.), pp. 38-39.

16. El dato lo da H. KUNG, La encarnación de Dios. Barcelona 1974, pp. 32-33.

17. L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo Salamanca 1975, p. 73.

18. Cf. Summa Theologica 1, q. 70, a.3.

19. G.W.F. HEGEL, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, Madrid 1974, pp. 682 y 692.

20. 1. KANT, Kritik der praktischen Vernunfi, A 288; ed. W. Weischedel, Bd. 7, 1978 (2ª. ed.), p. 300.

21. Denominación dada por P. RICOEUR en De l'interprétation. Essai sur Freud. Paris 1965, pp. 40- 44.

22. S. IRENEO, Adv. Haer. IV, 20, 7 (=Sources Chretiennes 100/2, 648: cfr. el rico ensayo de O. GONZALEZ DE CARDEDAL. La gloria del hombre, Madrid 1985).

23. Cit. en nota 15.

24. Cfr. una clara y sucinta exposición en R. VALLS PLANA, Del Yo al Nosotros. Lectura de la "Fenomenologia del Espiritu", de Hegel. Barcelona 1971, pp. 266-286.

25. Cfr. M. HORKHEIMER y Th.W. ADORNO, Dialéctica del lluminismo, Buenos Aires 1969.

26. Cfr. M. HORKHEIMER, Critica de la razón Instrumental, Buenos Aires 1969. Cfr., sobre todo este tema, J.M. MARDONES, Teología e ideología, Bilbao 1979.

27. Cfr. resumen del tema en W. KASPER, Introducción a la fe, Salamanca 1976, pp. 27-31.

28. Gaudium et Spes, n. 19.

29. P. TILLICH. Teología Sistemática I, Barcelona 1972, pp. 99-142 (la cita, en la p. 116).

30. PABLO Vl, «Discurso de clausura» (7 de diciembre de 1965), n. 16.