CREO EN DIOS PADRE

I. Visión general del dogma trinitario

La Trinidad es uno de los tres "misterios" fundamentales del cristianismo. Misterio que significa aquí, no enigma indescifrable, sino apertura, hecha sobre la Realidad inagotable del Amor.

Con la Encarnación, la Trinidad es la doctrina que hace del cristianismo una religión original.

En cuanto "doctrina" ("un solo Dios en tres personas distintas"), la Trinidad no se encuentra en la Biblia. El Vocabulario de teología bíblica no tiene la palabra Trinidad. La Biblia no habla de Dios y sobre todo de Dios en sí. Deja a Dios hablarnos y en estas relaciones con nosotros es cuando Dios se revela poco a poco.

Lo que encontramos en el Nuevo Testamento, primero en Jesús y luego en la Iglesia primitiva, es la experiencia espiritual de las tres personas. La "definición" dogmática vendrá luego en los concilios de la Iglesia patrística (del siglo III al siglo VI). La "definición" dogmática de la Trinidad viene dada con frecuencia en los términos filosóficos de los siglos III y IV: "Una sola naturaleza divina, tres personas distintas por sus relaciones recíprocas." O bien se toman simplemente los términos del Nuevo Testamento: "El Dios único existe como Padre, Hijo y Espíritu."

La precisión aparente de los términos teológicos (sacados del Nuevo Testamento o de los Concilios) puede crear una ilusión: ante todo, hay que recordar con fuerza que siempre se habla de Dios con incorrección. En cierto sentido el lenguaje poético sería quizá el mejor para hablar de la Trinidad: el lenguaje poético no tiene la pretensión de describir y se contenta con evocar. Por eso no nos lleva a la tentación de tomar las palabras por la realidad. Es el caso en que no debemos recordar el proverbio chino: "Cuando el dedo muestra la luna, el imbécil mira al dedo." No seamos demasiado imbéciles. Hablar, pues, de la Trinidad, es necesariamente farfullar.

Además, las fórmulas afirmativas ("Dios—Trinidad, es...") no son quizá las mejores para prolongar en nuestro tiempo la enseñanza tradicional sobre el misterio de Dios. Las fórmulas negativas ("tal fórmula sobre la Trinidad, no es eso"), son probablemente más útiles: son más respetuosas con el misterio de Dios y expresan más modestamente el papel de la autoridad doctrinal de la Iglesia. La autoridad doctrinal de la Iglesia (Papa y obispos) se contenta generalmente con precisar los límites extremos de la interpretación cristiana. Es una "definición" en el sentido de "fijar los límites". Para la Trinidad lo mismo que para la Encarnación o la Resurrección, encontraremos interpretaciones humanistas o simbólicas de las verdades cristianas (por ejemplo: La foi d'un incroyant de F. Jeanson). Son muy interesantes pero salen de los límites de la interpretación de la fe cristiana. En otro tiempo, la autoridad doctrinal de la Iglesia lanzaba el anatema sobre estas interpretaciones desviacionistas. Ahora, toma la buena costumbre de declarar con calma: esto está fuera de las "definiciones" cristianas. Lo que quiere decir, además, que dentro de las "definiciones", de las "fronteras", hay varias interpretaciones cristianas posibles.

Para el misterio de la Trinidad, una fórmula negativa en términos de mojones límites, podría ser una fórmula de este género: "No hay tres Dioses pero Dios no tiene una sola cara."

II. Por parte de la Biblia

El punto de partida es la fe feroz en un solo Dios, jamás representable, radicalmente diferente de los hombres. Cuando los profetas nombran a Yahvé hablan de "Aquel que es" por sí mismo y que no necesita de nadie. Contrariamente a los dioses paganos enredados en sus historias de familia, Yahvé no tiene mujeres, ni hijos ni antepasados. No tiene incluso necesidad de culto. El culto que Yahvé prefiere es la alegría de un corazón convertido a la vida ("La gloria de Dios es la vitalidad del hombre").

El verdadero nombre de Dios es, pues, "Yo soy". El nombre de "Padre" se le atribuye en la Biblia con muchas precauciones a causa de los posibles equívocos nacidos de las religiones paganas. En estas, el título de "hijo de Dios" se utilizaba con frecuencia para designar a los reyes, a quienes se creía engendrados o adoptados por los dioses. De golpe en Israel se dirá también con precaución que el rey es "hijo de Dios". Esto no querrá decir mucho más que "goza de un favor particular de Dios". Y hasta en el Nuevo Testamento, este título de "Hijo de Dios" significará la mayor parte de las veces: "El Enviado de Dios, el Mesías." Nada más. Solamente más tarde en la vida de la Iglesia el título de "Hijo de Dios" tendrá, aplicado a Jesús, el sentido fuerte que le damos hoy: "Hijo engendrado del Padre."

Por tanto, Dios es por sí mismo, pero habla a los hombres. La Palabra de Dios, la Sabiduría de Dios van a adquirir cada vez más importancia en el pensamiento judío. Dios se comunica a los hombres, les da parte de su Espíritu. El Espíritu de Yahvé va a tener cada vez más su puesto en los últimos siglos del Antiguo Testamento

FE-BIBLICA: La revelación de este Dios único, totalmente independiente y tan dispuesto a darse, hizo estallar en el corazón de los creyentes la adoración y la acción de gracias. La adoración, es decir, el silencio estupefacto, pero sin terror, la palabra suspensa, impotente a fuerza de alegría ante la Paciencia, la Ternura, el resplandor de Bondad filtrada a lo largo de la historia. De golpe el mundo se ilumina de Belleza como un rostro bajo un impulso de bondad. El hombre se detiene y encuentra que es bueno vivir. La acción de gracias, es decir, la acogida de este Amor, la certeza de que mi verdadero sitio está aquí bajo este sol, con el corazón abierto como una mano tendida. La luz rebota sobre mí. La sed me ha conducido a la fuente y mi corazón se ha hecho fuente (Jn 7, 37-38).

Tales son los dos componentes originales de la fe bíblica hacia el Dios-Padre, el Dios-Origen. Frente a la afirmación de una existencia independiente, una fe desinteresada.

Llega Jesucristo. Jesús insiste mucho sobre la paternidad de Dios. Dios tiene un amor paternal inimaginable. Dios se da sin ninguna reserva, es un amor que perdona, es decir, que recrea, un amor sin límites ni cálculos. Tal es el mensaje de las parábolas del Reino (el festín, el tesoro, el Hijo pródigo, los trabajadores de la viña, etc.).

D/TERNURA: Y Jesús añade: "De todas maneras para comprender a Dios, miradme a Mí". Sus palabras, su vida, sus maneras de hacer son reflejo del Misterio indescriptible. En particular Lc 10, 22: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo." Jesús se llama a Sí mismo "el Hijo". Aparentemente no se fiaba de la expresión "Hijo de Dios" que, en el espíritu de sus contemporáneos designaba el Mesías, pero el Mesías-Rey. "Su realeza no era de aquí abajo", por eso, Jesús prefiere el simple título de "Hijo" o más frecuentemente el de: "Hijo del Hombre". Este último título evoca las visiones del profeta Daniel: un hombre de origen misterioso que va a establecer el Reino de Dios sobre la tierra. Pero el simple término "Hijo" corresponde, en boca de Jesús, a la apelación familiar que daba a Dios "Abba", es decir Papá. Para Jesús, Dios es la Ternura en su estado puro, el Don total sin ningún rasgo de egoísmo, la voluntad inmensa de que el otro viva, sea feliz, plenamente él mismo (cf. el Hijo pródigo). Pero si Dios es así hacia nosotros, es que él es así en sí mismo. El es puro amor que se da.

Y Jesús se nos presenta en el Evangelio como el puro reflejo (reflejo reflejante, acogedor y transmisor de la luz) de este Don. Un reflejo muy consciente, muy vivo, muy personal (hasta el punto que Jesús podrá sentirse abandonado, alejado de Dios). La palabra tradicional de Verbo (en San Juan) expresará la misma realidad: En sí mismo, Jesús es el Hijo, aquel que vive de cara a Dios.

La experiencia de la mirada puede aproximarnos a esta relación Padre-Hijo. Yo existo porque alguien me ha mirado, me mira y porque yo he respondido a su mirada entregándole la mía. Hay miradas inquisitivas, miradas armadas que, inmediatamente, ponen en guardia. Pero hay una, dos, algunas miradas que para cada uno de nosotros son miradas portadoras de vida. Llegan a nosotros, desarmadas, sin otro derecho que aquel que nosotros les demos. Porque no traerán la luz más que si nosotros les abrimos la puerta. La alegría del don está unida a la alegría de la acogida. La sed de un niño de ser mirado y la dicha que sube de sus ojos cuando es verdaderamente el amor el que le mira. Pero la especie de vértigo que se apodera de aquel que ofrece su mirada, como si de esta caída de ojos la ternura fuese a fluir inagotable, es algo indescriptible.

Jesús parecía vivir así, mirado por Dios y mirando a Dios, capaz de ser atravesado, sin ningún miedo por esta Mirada, dirigida sin ninguna aprehensión a esta Ternura absoluta. Está suspendido en Dios, en estado de acogida. Y la alegría de su ser es el diálogo con Dios, diálogo que fluye de la fuente y se expande apaciblemente.

En realidad, la tentación ("la prueba") en la vida de Jesús recaerá sobre esta relación con el Padre. La tentación se dirigirá a la misión de Jesús: un Mesías-Rey o un Mesías humillado. Pero a través de la misión es toda la simplicidad de la relación de Jesús con Dios lo que se ataca. Satanás propone a Jesús el poner condiciones al diálogo con Dios. Jesús se niega porque la menor desconfianza en el amor pervierte el amor. El Otro me mira, yo creo que su Mirada es la simplicidad misma, la debilidad misma, la pura Pobreza del Amor que dice con tanta humildad: "Te amo." Y que la única respuesta posible es dejarse llevar sin resistencia, sin condiciones.

San Juan, al transmitirnos las confidencias de Cristo, le hace decir: "Es menester que yo me vaya para que venga el Espíritu." Y la experiencia de base de la comunidad cristiana primitiva será la experiencia del Espíritu.

Los nombres bíblicos del Espíritu son nombres comunes de las cosas: viento, soplo, respiración, vino, fuego, etc. En San Juan, capítulo 3, Jesús dice que no se puede detener al Espíritu, ni localizarlo, ni describirlo. Es una fuerza que se apodera de un ser y lo transforma, un poder que invade, se difunde por todas partes y conduce hacia lo que es más profundo, lo más verdadero y lo más sólido. Es una vitalidad que viene del interior, de lo mejor que hay en nosotros mismos: "Vosotros lo conocéis porque mora en vosotros" (Jn 14, 7). En los Hechos de los Apóstoles, vemos también al Espíritu como fuerza que empuja hacia adelante con audacia, imaginación y además con fidelidad. Los discípulos que conocieron a Jesús no cesan de reproducir, de copiar, de imitar. Aunque haya que innovar con respecto al Maestro, tienen conciencia de seguir espontáneamente las huellas de Jesús. Ninguna inquietud sobre su fidelidad: tienen el Espíritu de Jesús, les basta con dejarse guiar por este soplo, a la vez Espíritu de Dios y Espíritu de Cristo. No se alinean en torno a unas consignas, siguen una inspiración.

III. Nuestros problemas de cristianos modernos

No son de orden filosófico como en los siglos III y IV. En aquella época se luchaba, al parecer, en los muelles de Alejandría por afirmar o negar que el Hijo era igual al Padre. Igual o parecido era la gran cuestión de la Iglesia del tiempo. Nuestras cuestiones sobre la Trinidad son más bien de dos clases:

a) ¿Cómo vivir de este Misterio? Y más radicalmente

b) ¿Qué he de hacer con este Misterio?

a) La primera dificultad, espiritual, podría expresarse grosso modo así: ¿A quién hablar? En este misterio de la Santísima Trinidad, en medio de estas tres personas, tengo la impresión de volver las espaldas a alguien. Puesto que se trata de un problema de vida espiritual, hay que ponerse en guardia, creo yo, para no hacer teorías. Hay que partir de nuestra experiencia espiritual y tratar de expresarla, por ejemplo, con las palabras de que se sirven la amistad y el amor.

En la vida espiritual, la primera experiencia es la del Espíritu. Mientras no haya esta experiencia se puede hablar de discusión, de documentación, de reflexión, pero no de vida propiamente espiritual, es decir, de búsqueda comprometedora de Dios. El Espíritu es el que pone en marcha y realiza la vida de la fe. Nos empuja hacia adelante o bien nos arrastra hacia las profundidades, como se quiera. Nos hace ir a buscar lejos, hasta el origen de todo. Rompe en nosotros los diques del miedo, de la superficialidad para que pase la corriente, para que no nos detengamos en ruta, para que nos apasionemos por cuanto hay de mejor, ya sea la verdadera justicia, ya la verdad clara o el amor desinteresado.

Es el Espíritu el que nos hace interesar por Jesús en profundidad, el que nos une íntimamente a El aun cuando la Palabra de Dios para algunos de nosotros, parezca carente de sentido. '¡Jesús es algo fundamental para mí." Decía San Pablo: "Si alguno dice: Jesús mi Señor, éste está bajo la influencia del Espíritu."

La experiencia del Espíritu es, pues, la base de toda vida espiritual. Pero siguiendo el ejemplo de la liturgia, el cristiano no se dirige al Espíritu o muy raras veces. Se deja llevar por él o hacia el Padre o hacia el Hijo. Yo me permito decir: importa poco. La experiencia del Padre, más fácil a los temperamentos llamados "religiosos" o "místicos", es la alegría de estar en la Fuente, anclado en el Ser, de conocer o de alcanzar el Comienzo o Principio de todo. Pero es el Padre, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. No quiero mirarle más que por el Hijo y en el Hijo, de lo contrario caigo en la idolatría (se encontrará este punto en "Creo en Jesucristo Hijo de Dios").

JC/PERSONALIDAD: La experiencia del Hijo es la pasión por este hombre tan perfectamente equilibrado, totalmente El mismo y totalmente abierto a los otros, tan original y tan descentrado. Ahora bien, la vida enseña que la acogida espontánea es el signo de una acogida interior a algo o a alguien que nos supera. Para tener las manos tan abiertas, es que se ha aceptado a Otro que las suelta. Por lo que respecta a Jesús, esto es en todo caso evidente: el amor del prójimo deriva en línea recta de la contemplación de Dios. Mirar a Jesucristo es por tanto tarde o temprano mirar a aquel que no cesa de ver: el Padre. Pararse en Jesús por Jesús sería otra forma de idolatría. Nos uniríamos a Jesús en su psicología, psicología personal o psicología de grupo. No se estaría interesado por el Jesús real, el que nos empuja "por todas partes".

De esta manera, en la práctica, la experiencia del Padre y la del Hijo son inseparables, a condición de que realmente se quiera dirigirse a ellos y no solamente a una imagen deformada de Dios (sin Jesucristo) o a una imagen deformada de Jesús (sin Dios). Por esto mismo, importa poco saber si es mejor dirigirse en la plegaria al Padre o al Hijo. Hay que dejarse llevar verdaderamente y aceptar ser interpelado por otras formas de oración.

b) Nuestra segunda dificultad de cristianos modernos es una cuestión de principio: ¿En qué me afecta este dogma de la Trinidad?

La respuesta más espontánea es mostrar que la Trinidad no es absurda. De ninguna manera. Si Dios es amor, nosotros humanos tenemos que ver mal que Dios pueda estar solitario. El amor es intercambio, don, acogida. Dios es amor en sí mismo, y no solamente con relación a nosotros mismos, los hombres. En el misterio de la Trinidad descubrimos que es tan divino recibir como dar. Y descubrimos también que el verdadero amor no se encierra en el diálogo, sino que es apertura hacia Otro (el Espíritu). Descubriremos que el amor es no solamente don y acogida sino que es unión, comunión. La trinidad humana (hombre—mujer—niño) aparece como un reflejo del misterio divino.

Pero esta reflexión me parece insuficiente. Parece admitir el misterio de Dios porque me encuentro en él. Ciertamente, si yo soy imagen de Dios, toda verdad sobre Dios es también verdad sobre el hombre. Pero no puedo medir a Dios a la medida de mi experiencia. Si el misterio de la Trinidad me desconcierta, tanto mejor. Si la invitación a participar de esta vida divina me parece inverosímil, es un buen signo.

Se trata, en efecto, de hundirse en este misterio, de dejarse atrapar por el Espíritu hacia la contemplación del Padre por el Hijo y del Hijo por el Padre. El que refunfuñara ante este "punto de partida" tendería a demostrar que le importa tanto Dios como el cielo encima de su cabeza. Es bonito, es poético, da a mi vida una dimensión de infinito. Pero Dios sigue siendo un satélite para mí, es un Dios a mi servicio. La vida cristiana por el contrario, empuja al creyente a ponerse en órbita en torno a Dios, tal como se le revela en Jesucristo. Y, contrariamente a lo que se piensa, la vida mística no nos libra de la pesadez terrestre. Nuestra posición frente a la doctrina de la Trinidad es, pues, una prueba de la seriedad de nuestro compromiso para con Dios.

PAUL GUERIN
YO CREO EN DIOS
Las palabras de la fe, hoy
Edic. MAROVA. MADRID 1978, págs. 23-32

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LIBROS UTILIZADOS PARA ESTE CAPITULO

Vocabulario de teología bíblica. Artículos: "Dios", "Padre", "Hijo de Dios", "Espíritu".

François VARILLON, "Un abrégé de la foi catholique", Les Etudes, octubre de 1967.