EL «DIOS CRUCIFICADO»

EL MODERNO PROBLEMA DE DIOS Y LA HISTORIA TRINITARIA DIVINA

La controversia en torno a la existencia de Dios y a las funciones de la fe en él ha intranquilizado, en los últimos años, a numerosos cristianos, que se encuentran desorientados entre tópicos tales como «Dios ha muerto» o «Dios no puede morir». Por eso, en la lucha por una nueva Iglesia y una nueva sociedad, algunos han excluido simplemente el problema de Dios. Pero tras la crisis político-social de la Iglesia late una crisis cristológica: ¿sobre quién se apoya, en definitiva, la cristiandad? Esta pregunta oculta, a su vez, el problema mismo de Dios: ¿cuál es el Dios que motiva la existencia cristiana: el crucificado o los ídolos de la religión, clase o raza? Sin una nueva certeza en el ámbito de la fe cristiana no podrá existir una credibilidad universal de la Iglesia. Después de las controversias de los últimos años, y de manera sorprendentemente nueva, han surgido en el seno de las diversas confesiones tendencias convergentes del pensamiento teológico que nos permiten vislumbrar una nueva doctrina cristiana acerca de Dios. Partiendo de estos datos iniciales, trataré de seguir profundizando.

I

El pensamiento va precedido por el sufrimiento. El problema de Dios surge en lo más profundo del hombre a partir del dolor por la injusticia en el mundo y por el desamparo en el sufrimiento. Son muchos los movimientos y las luchas sobre los que se concentra la historia: luchas por el poder, lucha de clases, luchas raciales, etc. Pero cuando se busca la categoría exacta de la historia universal habrá que encontrarla, tras todos aquellos movimientos y pugnas, en la «historia de la pasión del mundo». En la posesión se distinguen los hombres de los hombres, pero en la pobreza son todos solidarios. En lo positivo se separan los hombres de los hombres, pero en lo negativo son todos iguales. La experiencia y la percepción del dolor en y del mundo nos conduce más allá del teísmo o del ateísmo. Ante el sufrimiento en este mundo es imposible creer en la existencia de un Dios todopoderoso y lleno de bondad que «todo lo rige magníficamente». Una fe que justifica el sufrimiento y la injusticia del mundo y no protesta contra ellos es inhumana y aparentemente satánica. Pero, por otra parte, la protesta contra la injusticia pierde toda energía si cae en un trivial ateísmo para el que todo quedase reducido a este mundo y a su situación concreta. El airado aliento del clamor está sostenido por la nostalgia del «enteramente Otro». Es, como dice Max Horkheimer, «la nostalgia de que el asesino no debería triunfar sobre su víctima inocente». Es la nostalgia irrenunciable de justicia. Sin la pasión por la justicia en el mundo y por aquel que, en definitiva, es su garante, no puede darse un sufrimiento consciente por causa de la injusticia. De esta forma, mientras el sufrimiento pone en cuestión la idea de un Dios justo, la nostalgia de la justicia y de aquel que es su garantía pone, a su vez, en tela de juicio el sufrimiento, convirtiéndolo así en sufrimiento consciente. Más allá del teísmo y del ateísmo, el sufrimiento y la protesta contra él nos conducen al problema de la teodicea: Si Deus iustus, unde malum? Si en la pregunta de ¿por qué el sufrimiento? al estímulo lo llamamos «Dios», a su vez en la pregunta sobre Dios —an Deus sit?— el estímulo es el sufrimiento. El teísmo tradicional responde a esta doble pregunta con la justificación de este mundo como «mundo de Dios». Este mundo, tal como es en realidad, es un espejo de la divinidad. Pero una respuesta así no es posible. El espejo está roto. Por ello una respuesta tal implica idolatría.

El ateísmo tradicional suprime las bases en las que se apoya la pregunta por Dios a partir del sufrimiento. «La única disculpa de Dios es que él no exista» (Stendhal y Nietzsche). Irónicamente, la no existencia de Dios se convierte en disculpa ante una creación frustrada. Pero esto significa en la práctica: si el hombre se deshabitúa a las preguntas absolutas acerca del sentido último y la justicia, acabará dándose por contento y habituándose a la deficiencia de las circunstancias.

La teología crítica, así como el ateísmo crítico, coinciden en el sufrimiento como marco de la pregunta por la justicia. Cristianos críticos, al igual que ateos críticos, se encuentran en la lucha contra la injusticia y su sanción religiosa en este contexto de solidaridad práctica. Pero, a nivel de la historia de la pasión del mundo, ¿qué significa el recuerdo de la historia de la pasión de Cristo? Antes de que podamos responder a esta pregunta habremos de esclarecer lo que la historia de la pasión de Cristo significa para el ser mismo de Dios y, por tanto, para la fe cristiana en Dios. Un Dios que reina en un trono celeste, en una felicidad indiferente, resulta algo inaceptable. Por ello, ¿no deberá la teología cristiana hacerse eco nuevamente de la antigua cuestión del teopasquismo: ha sufrido el mismo Dios? Y es que un Dios incapaz de sufrir, ¿no sería también un Dios incapaz de amar y por ello más pobre que cualquier hombre? Pero, a su vez, un Dios que sufre, ¿qué puede significar para los hombres sufrientes más allá de una confirmación religiosa de su dolor?

La teología cristiana sólo puede plantearse la historia de la pasión del mundo superando la ilusión teísta y la resignación atea cuando se ha planteado la historia de la pasión de Cristo y ha llegado a reconocer el ser de Dios en la muerte de Jesús en la cruz. Sólo cuando se llegue a esclarecer lo que ha sucedido entre el Jesús moribundo y «su» Dios podremos deducir lo que este Dios significa para los atribulados y desamparados de esta tierra.

II

¿Por qué ha muerto Jesús? Fue condenado según la ley como blasfemo a causa de su nuevo mensaje sobre la justicia misericordiosa de Dios, así como por su solidaridad con los injustos y los que están fuera de la ley. Fue crucificado por la potencia romana de ocupación como un revoltoso contra la pax romana y sus dioses. Murió, finalmente, en el desamparo de Dios; del Dios y Padre cuya venida había anticipado y atestiguado en palabras y acciones hasta entonces inauditas. De este modo, Jesús, en este último sentido, murió a causa de su Dios y Padre, por el que fue abandonado. En este punto del desamparo del Hijo de Dios por parte del mismo Dios se concentra el interrogante cristiano acerca de Dios y el sufrimiento; interrogante que la teología tradicional esquivó la mayor parte de las veces. Como uno de los testigos más antiguos, nos cuenta Marcos que Jesús no murió con una muerte fácil y espectacular, sino que su final tuvo lugar entre clamores y lágrimas. Según Mc 15,37, murió Jesús con un grito inarticulado. Mc 15,34 lo describe con las primeras palabras de Sal 22: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Para completar la paradoja, según Marcos, al clamor de Jesús por el abandono de Dios responde el centurión pagano con la confesión de la filiación divina. ¿Cómo se puede entender esto? La tradición posterior se ha sentido evidentemente escandalizada por la interpretación de Marcos y ha descrito el clamor de Jesús con piadosas expresiones. Algunas variantes del texto occidental de Marcos dicen: «Dios mío, ¿qué tienes que reprocharme?». Lucas sustituye la expresión del abandono con palabras de la oración judía vespertina tomadas de Sal 31,6: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Juan dice, por motivos teológicos, «todo está consumado» (19,30). Se puede admitir que el texto de Marcos, siendo el más difícil, es el que más se aproxima a la realidad histórica.

Cuando dos afirman lo mismo, el contenido de las afirmaciones no tiene por qué ser igual. Por eso es falso interpretar el clamor de Jesús en el mismo sentido de Sal 22, mientras que es, en cambio, correcto el interpretar Sal 22 a partir del sentido de Jesús. En él, las palabras «Dios mío» se refieren al Dios de la alianza de Israel, y el término «yo» de la persona desamparada al justo sufriente, que reclama la fidelidad de Dios a su alianza. Pero, en Jesús, la exclamación «Dios mío» comprende todo el contenido global de su nuevo mensaje sobre el reino cercano, de gracia y liberación, así como de su propia vida dentro de aquella cercanía de Dios que le hace hablar siempre y exclusivamente de «mi Padre». De este modo, su desamparo se convierte en un desamparo muy particular. El que le abandona no es sólo el Dios de la alianza de Israel, sino su Dios y Padre. En consecuencia, el «yo» del desamparo no es ya únicamente el de un interlocutor en la alianza, sino el yo del Hijo. No obstante, el carácter jurídico de la acusación contra Dios se mantiene. El clamor de Jesús, como el del salmista, nada tiene que ver con una «consoladora desesperación», sino que es una llamada a la fidelidad de Dios en razón del mismo Dios. El salmista se querella contra la fidelidad de Dios en su alianza para con el justo. Jesús se querella también, pero de la unidad del Padre con él, el Hijo. Con su muerte no sólo está en juego la fidelidad de Dios, sino la divinidad de Dios mismo, cuya cercanía y paternidad ha anunciado él. Por eso, con estas palabras, se querella Jesús contra su propio ser en su especial relación con el Padre, en la cual él es el Hijo. Se puede, por tanto, entender Sal 22, en boca de Jesús, de esta manera: «Dios mío, ¿por qué te has abandonado?». En consecuencia, este abandono en la cruz ha de ser estrictamente entendido como un acontecer entre Jesús y su Dios. La cruz es, en este aspecto, un acontecimiento que tiene lugar entre Dios y Dios.

¿Por qué, después de Pascua, fue objeto de tradición el desamparo de Jesús en la cruz? Como es sabido, existió un entusiasmo por parte de la comunidad primitiva, para la cual la cruz sólo representaba un escalón o un paso más, aunque superado, hacia aquella gloria que se creía experimentar ya con la presencia del Espíritu. Frente a este entusiasmo de la comunidad primera, Pablo y Marcos subrayan y recuerdan la importancia permanente de la cruz del Señor resucitado. La fe cuanto más conducía al sufrimiento por el mundo irredento, tanto más descubría la importancia de la crucifixión de la persona escatológica de Cristo. La Pascua no convierte, por tanto, a la cruz en un peldaño o en un paso ya superado, sino que la cualifica como acontecimiento salvífico. Sólo a la luz escatológica de la fe en la resurrección se convierte la cruz en un misterio teológico que deja de serlo si se la considera históricamente, porque muchos profetas así acabaron. La teología de la cruz en Pablo y Marcos tiene como presupuesto la fe pascual y es su contenido concreto. Pero ¿cómo puede Dios mismo ser desamparado por Dios y padecer y sufrir y morir en su Hijo?

III

El teísmo cristiano cae, en este punto, en una aporía muy característica. La nueva literatura de la historia de los dogmas, tanto protestante como católica, está de acuerdo en que el hecho del desamparo de Jesús (derelictio Jesu) constituyó la dificultad central de la cristología de la primitiva Iglesia. Es verdad que en la adoración del Crucificado por parte de la Iglesia inicial existió una «religión de la cruz». Ignacio pudo hablar, aún no reflejamente, del «sufrimiento de mi Dios» (Rm 6,3), del que él mismo será imitador en el martirio. Pero la reflexión teológica no estaba en situación de identificar el ser mismo de Dios con el sufrimiento y la muerte de Jesús. La dificultad intelectual provenía del antiguo concepto de Dios, según el cual Dios es imperecedero, inmortal e incapaz de sufrimiento, mientras el hombre es efímero, mortal y capaz de sufrir. Por otra parte, influía la antigua nostalgia de salvación, según la cual consistía ésta en la divinización y la divinización equivalía a inmortalidad y permanencia. El mismo Cirilo de Alejandría, que acentuó al máximo la unidad divino-humana de Cristo, tuvo que dar una nueva interpretación al desamparo de Jesús: el desamparo de Cristo no es su propio desamparo, sino el de la humanidad. Todo aquel que afirme que Cristo personalmente ha sido vencido por el temor y la debilidad, ha excluido la confesión de su divinidad. Pero ¿es que resulta realmente imposible referir el sufrimiento de Jesús al ser mismo de Dios?

Nicea afirma, con razón, frente a Arrio, que Dios no es mudable como lo es la criatura. Pero esto no constituye una afirmación absoluta, sino sólo comparativa. Dios no está sometido a coacción alguna por parte de lo que no sea Dios mismo. Lo cual no quiere decir que Dios no sea libre para alterarse a sí mismo o para hacerse alterable por otro. De la afirmación relativa de su inalterabilidad no se deduce, sin más, la consecuencia de su inalterabilidad absoluta.

D/SUFRE: Contra los monofisitas de Siria había mantenido la primitiva Iglesia la impasibilidad de Dios. En contraposición al sufrimiento pasivo, conocía ella únicamente una incapacidad esencial de sufrimiento. Pero existe un tercer estrato intermedio: el sufrimiento activo, el sufrimiento del amor, la apertura libre que se deja afectar por el otro. Si Dios fuese, bajo cualquier concepto, incapaz de sufrir sería también incapaz de amar, como el Dios de Aristóteles, que es amado por todos, siendo él incapaz de amor. Pero quien es capaz de amor es también capaz de sufrimiento, pues está abierto al sufrimiento que entraña el amor, permaneciendo sometido a él en virtud de ese mismo amor. Dios no sufre como la criatura, por indigencia, sino que, por la plenitud de su propio ser, ama y sufre también en virtud de la libertad de su amor.

Las distinciones del teísmo entre el ser divino y el humano son importantes hacia el exterior, pero nada nos dicen sobre las relaciones íntimas entre Dios y Jesús, así como entre el Hijo y el Padre; por eso no pueden ser aplicadas al acontecimiento de la cruz como algo que acaece entre Dios y Dios. El humanismo cristiano cae, en este punto, en una aporía semejante: ve en Jesús al perfecto hombre de Dios, quedándose con su impecancia ejemplar como demostración de «la conciencia siempre inconmovible de Dios» por parte de Jesús; de manera parecida también la muerte de Jesús sólo podría ser considerada como la perfección de su propia fe u obediencia, pero no como desamparo por parte de Dios. En lugar de la incapacidad de sufrimiento por parte de la naturaleza divina (apatheia), aparece entonces la inmutabilidad (ataraxia) de la conciencia divina de Jesús. De este modo, basta el desplazamiento del antiguo axioma de la inmutabilidad de Dios al plano de «la vida interior de Jesús». Las aporías continúan siendo las mismas. Pero si, por fin, pasamos al humanismo ateo centrado en la figura de Jesús, desaparece totalmente el problema que va implicado en el grito de la muerte. Si no existe Dios, tampoco pudo Jesús, en definitiva, haber muerto abandonado por Dios. El grito de la muerte como dirigido a Dios sería entonces algo totalmente superfluo.

Toda teología cristiana responde, en última instancia, al clamor de la muerte de Jesús y explica, consciente o inconscientemente, por qué Dios le ha abandonado. También el ateísmo responde a esta pregunta, pero lo hace de tal manera que intenta sustraerle todo fundamento para liberarse de ella. Pero el clamor de Jesús en su muerte es más poderoso que la mejor respuesta teológica. Por eso en la cruz todas las respuestas teológicas se convierten en referencias provisionales a la venida de aquel Dios que puede ser la única respuesta.

IV

El lenguaje cristiano acerca de Dios tiene que realizarse en la conciencia y en la plena presencia del desamparo de Jesús por Dios en la cruz, y sólo en ellas puede encontrar su justificación. O bien la cruz es el fin cristiano de toda teología o el comienzo de una teología específicamente cristiana. El lenguaje cristiano acerca de Dios se convierte, en la cruz de Cristo, en un lenguaje trinitario sobre la «historia de Dios», y debe distanciarse, en consecuencia, de todo monoteísmo, así como de todo politeísmo y panteísmo La situación central del Crucificado es lo específicamente cristiano en la historia universal, así como la doctrina de la Trinidad es lo específicamente cristiano en la doctrina sobre Dios. Ambas cosas están íntimamente implicadas. «No son las escasas fórmulas trinitarias del Nuevo Testamento el fundamento escriturístico para la fe cristiana en el Dios uno y trino, sino el testimonio ininterrumpido de la cruz; y la expresión más concisa de la Trinidad es la acción divina de la cruz, en la que el Padre permite al Hijo ofrecerse a sí mismo por medio del Espíritu»

Tomamos el contenido exegético para esta tesis de las afirmaciones de abandono de la teología paulina. La palabra griega que lo expresa (paradidomi) tiene, en la historia de la pasión de los evangelios, una resonancia claramente negativa y significa traicionar, entregar, abandonar, sacrificar o matar. En Pablo aparece este sentido negativo en Rom 1,18ss, en la exposición que él hace del abandono de Dios para con el hombre ateo. La culpa y el castigo coinciden: los hombres que abandonan a Dios son abandonados por él y «entregados» al camino que ellos mismos han elegido: los judíos a su legalismo y los paganos a su idolatría, y unos y otros al acicate de la muerte. Pablo introduce un cambio de sentido en las fórmulas del parédoken (o «entregó») cuando presenta el abandono de Jesús, no en el contexto histórico de su vida, sino en e] contexto escatológico de la fe. Dios «no ha perdonado ni a su propio Hijo, sino que le ha entregado por todos nosotros. ¿Cómo, si estamos juntos con él, no nos dará todo por gracia?» (Rm 8, 32). En el desamparo histórico del Crucificado contempla Pablo desde una perspectiva escatológica aquella entrega del Hijo por el Padre en favor de los hombres ateos y abandonados de Dios. Pero cuando, en este contexto, Pablo destaca al «Hijo propio» de Dios sus afirmaciones comprenden también la entrega misma del Hijo al Padre (aunque ésta no se realice de igual manera ni dentro de un esquema patripasiano). Jesús sufre la muerte en el desamparo de Dios. Pero el Padre sufre la muerte del Hijo en el dolor de su amor. Si el Hijo es entregado por el Padre, el Padre padece su abandono por el Hijo. Kazoh Kitamori lo ha llamado acertadamente el «sufrimiento de Dios».

Dado que la muerte del Hijo es algo distinto de este sufrimiento del Padre, no se puede hablar de «muerte de Dios» en el sentido del teopasquismo. Para comprender la historia de la muerte de Jesús abandonado por Dios como un acontecer que tiene lugar entre su Padre y él como Hijo es preciso hablar en esquemas trinitarios, dejando a un lado, en este primer momento, el concepto general de Dios. En Gál 2,20 aparece la fórmula parédoken con Cristo como sujeto («... el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí»). Según esto, no sólo el Padre entrega al Hijo, sino que el Hijo se entrega también a sí mismo. Lo cual hace referencia a una comunión de voluntades entre Jesús y su Padre en el momento de su separación total por el desamparo de Dios en la cruz. Ya Pablo había interpretado como amor el acontecimiento del desamparo de Cristo por Dios. Lo cual reaparece en la teología de san Juan (3,16). Y la primera carta de Juan ve centrada, en este acontecimiento del amor en la cruz, la existencia de Dios mismo: «Dios es amor» (4,16). Por eso, en la terminología posterior, se puede hablar, en relación con la cruz, de una homousía o consustancialidad del Padre con el Hijo, y viceversa. En la cruz, Jesús y su Dios y Padre se hallan distanciados al máximo por el abandono y al mismo tiempo se hallan en la más estrecha unión por la entrega. Pues del acontecimiento de la cruz entre el Padre que abandona y el Hijo abandonado procede la entrega misma, es decir, el Espíritu.

Si se quiere interpretar el acontecimiento de la crucifixión de Jesús en el marco de la doctrina de las dos naturalezas, dispondríamos solamente del concepto del Dios único y de la naturaleza divina, y desembocaríamos en graves paradojas. En la cruz clamaría entonces Dios a Dios. En consecuencia, en este y sólo en este momento «Dios habría muerto» y, al mismo tiempo, no habría «muerto». Además, si contamos únicamente con el concepto de Dios, siempre estamos inclinados a adscribirlo al Padre, refiriendo entonces la muerte a la personalidad humana de Jesús, con lo que la cruz es «vaciada» de la divinidad. Pero si, en este primer momento, prescindimos ya de dicho concepto de Dios, tendremos que hablar de personas en el marco mismo de las circunstancias peculiares de este acontecimiento concreto. El Padre es el que abandona y entrega. El Hijo es el abandonado, entregado por el Padre y también por sí mismo. De esta realidad histórica procede el Espíritu del amor y de la entrega, que conforta a los hombres desamparados. Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intratrinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, 1) ya no es posible una comprensión no teísta de ]a historia de Cristo: 2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y 3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios «sobre nosotros», al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz. El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada «Dios». Con la palabra «Dios» se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá «contar» y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La «historia de Dios» es así la historia de la historia del hombre.

V

En la historia cristiana, el Dios de los pobres, de los enfermos, de los oprimidos y de los esclavos fue siempre el Cristo paciente, perseguido y oprimido, mientras que el Dios de los ricos y de los poderosos fue y sigue siendo el Pantocrátor. Pero ¿qué significa para la historia de la pasión de este mundo el conocimiento del Dios en forma de siervo, del Hijo de hombre paciente y crucificado?

Quien sufre sin límites comienza siempre creyendo que ha sido abandonado por Dios. Quien en su dolor clama, mezcla fundamentalmente su voz al unísono con el clamor de Jesús en su muerte. Pero entonces Dios no es sólo el interlocutor oculto por el que el hombre clama, sino en el más profundo sentido el Dios humano que clama en él y con él y que se presenta con su cruz por el hombre allí donde éste enmudece en su tormento. Quien sufre no protesta sólo contra su destino: sufre porque vive, y está vivo porque ama. Quien ha dejado de amar, ha dejado también de sufrir; para él, la vida se ha convertido en algo indiferente. Cuanto más ama el hombre, tanto más vulnerable es, ya que el hombre es vulnerable en la medida en que es capaz de felicidad, y viceversa. Esto podría ser calificado como la dialéctica de la vida humana. El amor vivifica y hace mortal. La vitalidad de la vida y la mortalidad de la muerte se experimentan en ese interés por la vida que llamamos amor. El Dios teísta es pobre. No puede sufrir porque no puede amar. Pero el ateo que protesta, vive a su vez en una situación desesperada: desemboca en el sufrimiento porque ama; pero, al mismo tiempo, protesta contra el sufrimiento, y por ello contra el amor, que le arrastra hacia el sufrimiento. ¿Cómo puede uno, a pesar de la desilusión y de la muerte, permanecer en el amor? La fe que surge de aquel acontecimiento de Dios en la cruz no responde a la pregunta del sufrimiento con una explicación teísta de por qué tiene que ser así; pero tampoco responde con un mero gesto de protesta, sino haciendo retornar al amor desesperanzado a su propio origen: «Quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,17). Allí donde los hombres sufren porque aman, Dios sufre en ellos. Allí donde Dios ha sufrido la muerte de Jesús, demostrando así la fuerza de su amor, encuentran también los hombres la fuerza para soportar el aniquilamiento y para «aferrarse a lo mortal» (Hegel). Hegel llamaba a todo esto la vida del espíritu: «La vida del espíritu no es la vida que se atemoriza ante la muerte y se conserva pura de la devastación, sino que las soporta y permanece en ellas». Quien llega al amor y, a través del amor, al sufrimiento, experimentando la mortalidad de la muerte, entra también en la «historia de Dios». Si reconoce que su abandono ha sido superado en el abandono de Cristo, puede permanecer en el amor, en comunión con la entrega de Cristo. Para Hegel, la comprensión trinitaria de Dios hacía posible únicamente el conocimiento de la cruz de Cristo como «historia de Dios»: «Esto es, para la comunidad, la historia de la aparición de Dios; esta historia es historia divina, a través de la cual ha llegado a la conciencia de la verdad. A partir de aquí surge la conciencia y el conocimiento de que Dios es uno y trino. La reconciliación en Cristo, en la que se cree en y por Cristo, no tiene sentido alguno si Dios no es conocido como el uno y trino». El acontecimiento de la cruz se convierte, para la fe liberada y amorosa, en una historia de Dios que abre futuro, cuyo presente se llama reconciliación con el dolor del amor y cuyo futuro es el amor en su propio mundo, libre ya de angustia y opresión. La historia de la pasión del mundo ha sido asumida en la «historia de Dios» a través de la historia de la pasión de Cristo. «En este sentido, Dios es el gran compañero, el que sufre en confraternidad, el que comprende» (Whitchead). Desde el punto de vista de la Trinidad, Dios es tan inmanente a la historia como trascendente al mundo; él es (expresado con una imagen insuficiente) en cuanto Padre trascendente, en cuanto Hijo inmanente y en cuanto Espíritu apertura previa de un futuro a la historia. Si comprendemos a Dios así, entenderemos nuestra propia historia, la historia del sufrimiento y de la esperanza de la humanidad, como «historia de Dios». Más allá de la sumisión teísta y de la protesta atea, es ésta la historia de la vida, porque es la historia del interés por la vida, la historia del amor.

J. MOLTMANN
CONCILIUM 1972
JUNIO nº 76. Págs. 335-347