T E X T O S

1.

FE/ATACADA. LBT-EXPRESION.

Hay que respetar las implicaciones históricas de la tradición jacobea, de las que una y  fundamental es la referencia cristiana.

Querámoslo o no, guste o deje de gustar, y para bien o para mal -que cada cual retenga  lo que razonablemente decida- nadie puede poner en duda la presencia del cristianismo en  nuestro pasado y la influencia del hecho cristiano en nuestro singular modo de ser como  pueblo y conjunto de pueblos. Aunque sólo fuera por eso, es decir, por respeto a la historia,  a la tradición y a la cultura, ya sería suficiente para exigir un mayor tacto en el tratamiento  de la religión y de la Iglesia. Pero no es sólo eso. Pues el cristianismo, y su peculiar modo  colectivo de ser -la Iglesia- sigue presente y operativo en nuestro presente.

Resulta, por ello, de mal gusto, y discutible el que con el pretexto de la libertad de  expresión, se incuben fobias y se propaguen blasfemias, tratando de ridiculizar y vituperar  los sentimientos legítimos de un sector de ciudadanos que se confiesan católicos. Y ello, no  precisamente por respeto a la religión (que no cabe esperarlo de quien no la tiene), sino por  respeto a todos los ciudadanos, que eso sí que deberían tenerlo y se les debe exigir.

La libertad nunca es libertad para matar, sino para convivir. La libertad de expresión no es  patente de corso para insultar a los demás, sino la oportunidad de manifestar el respeto por  todos. Y la democracia no es una forma de no dejar vivir a nadie en paz, sino el modo de  hacer posible la paz y la vida de todos y con todos a pesar de todo (diferencias,  sentimientos, opiniones, creencias...). 

EUCARISTIA 1987, 35


 

2. V/SENTIDO.

UNA RAZÓN PARA VIVIR

Decía un famoso psicoanalista de Brooklyn: "Estoy harto de padres que llegan a mi consulta, lamentándose de que no saben qué les pasa a sus hijos (pasotas, drogadictos, delincuentes...). Han sido capaces de dar todo a sus hijos, incluso de comprarles un coche o ponerles un apartamento, pero no han sido capaces de darles una razón para vivir".

Y esa parece ser la causa profunda que subyace en tantos problemas que plantea la juventud actual. Los fenómenos hyppies, pasotas, del porro y de la heroína, el gamberrismo subliminal y la delincuencia pandillera, están gritando a voces la insensatez de nuestra sociedad. Porque esta civilización ha sido capaz de producir a montones (¡no de distribuir bien!) toda suerte de medios de locomoción, de artefactos y maquinitas electrónicas, de electrodomésticos y electro-despachos, ropas y bisutería, quincalla y alimentos asépticamente enlatados...: pero no es capaz de ofrecer lo único necesario, lo que verdaderamente importa. Todo eso que atiborra grandes almacenes e hiper y supermercados... ¿para qué? La gente se está muriendo -aparte del escándalo de los que mueren de hambre- de puro asco, más que de otra cosa. Y es porque falta una razón para vivir, para luchar y trabajar y estudiar y fatigarse y sacrificarse. Falta algo que dé sentido a la insoportable rutina de producir y consumir o de estudiar para ser un buen productor y un mejor consumidor. Algo que nos ponga a salvo de este círculo vicioso que hastía la vida y envenena la convivencia.

Falta una razón para vivir. Una razón, no una idea, ni siquiera unas verdades como puños, ni una doctrina perfecta. Todo eso no es más que idealismo. La única razón para vivir es el otro, cualquier otro, todos los otros. Porque lo único que puede dar razón y consistencia a la vida humana es el hombre. Y no sólo mi familia, ni mis amigos, ni los de mi región o los de mi nación, que todo eso resulta a la larga inhumano, es decir, pretexto contra los otros y, por tanto, contra los hombres. Lo que da sentido a la vida es la humanidad, el humanismo, la disponibilidad, el servicio y el amor al hombre, a todos.

EUCARISTÍA 1982, 37


 

3.

"no desfallezcáis perdiendo el ánimo" (Hb/12/04).

Desde estas páginas, en números anteriores, se ha reflexionado sobre la situación en la que se encuentran el hombre y la mujer de hoy en relación con la oración. Pero decir "hombre y mujer hoy" no es suficiente sin añadir que hablamos de lo que se suele entender por Occidente. Hablamos de un tiempo de crisis, del final de un milenio en el que, casi repentinamente, sin saber cómo, el futuro ha desaparecido, Acaso exista pero no está en nuestras manos el construirlo. Podrá ser bueno o aciago pero no sabemos cómo acceder a él. Y, sobre todo, no nos animamos a pensarlo porque estamos cansados.

El cansancio es el talante más paradójico de unos tiempos que parecen tenerlo todo y que podrían conseguir lo que no tienen. Pero sucede que, como Pedro y sus amigos, hemos echado y echado las redes con un resultado muy magro y no hay ninguna palabra que nos anime a echarlas de nuevo. Habíamos soñado y los sueños no se han cumplido. Sabíamos cómo alcanzar el arcoiris pero nuestras recetas, estaban erradas. De modo que hemos decidido que el presente nos invada. "No hay ninguna oportunidad pero aprovéchala". En su aparente paradoja, esta sentencia de la tarjeta postal ácrata es de un cínico pragmatismo.

Cansados para programar el futuro, nos resignamos a exprimir el presente aprovechando la oportunidad que no hay en lugar de alumbrar oportunidades nuevas.

Pero esta situación parece oponerse frontalmente a un espíritu cristiano que es seguimiento, camino hacia el futuro. Un creyente es siempre alguien que marcha, camina, construye. "Te llamarán tapiador de brechas, restaurador de moradas en ruinas", había dicho Isaías (58,12). Y la carta a los Hebreos narra la pasión que recorre a los creyentes, tan ajena al cansancio: "Derribaron murallas, subyugaron reinos, ejercieron la justicia, cerraron la boca de los leones, apagaron la violencia del fuego" (11,23). Apasionados e inmunes a la fatiga, los seguidores de Jesús han querido no olvidar la recomendación a los Hebreos: "No desfallezcáis perdiendo el ánimo" (12,4).

El consejo de la Biblia no es una amonestación cargada sobre todo de buenas intenciones. La Biblia conoce bien que hay tiempos en los que los horizontes parecen cerrarse y en los que no queda ya ánimo para luchar. El Libro sagrado no quiere ocultar que también a los creyentes ataca la tentación del desánimo porque sus historias no lo son de superhombres. Muestra eso sí, que incluso en esos momentos, y precisamente en ellos, es posible dirigirse a Dios. Y aún más: que, aun si ni siquiera nos quedan fuerzas para desear la ayuda, el Espíritu es quien alienta en nosotros con sus gemidos callados.

-Elías y la muerte

Hay ocasiones en las que la vida se halla en situación extrema, en las que el ser humano pierde el gusto por vivir. La asechanza del mal es a veces, demasiado fuerte, excesiva la carga de la injusticia. En esos momentos el horizonte se oscurece y las luces interiores se apagan.

No hace tantos años que en Europa se han vivido situaciones semejantes y la nueva guerra ha vuelto a producirlas. En todo el mundo son millones los que así viven cotidianamente. Y hay también entre nosotros muchas situaciones individuales teñidas de oscuridad. Elías se encontró una vez en esa situación, atenazado por el desánimo y sin otra salida que la muerte. Combatir por el Dios verdadero no ha sido sino fuente de persecuciones y Elías ha llegado al limite de su cansancio. Las fuerzas no le dan sino para tumbarse y acoger una muerte que se percibe bienhechora. Echado bajo un arbusto musita una oración que es oración de muerte: "Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres".

Esta ofrenda radical no es aceptada y para poder rechazarla con razón, Dios ofrece pan y vino al caminante que ha arrojado la toalla: "Levántate y come, que te queda un camino demasiado largo" (1R/19/07). Pero la comida no basta. Si ella puede dar vigor al cuerpo, falta el soplo que reanime el espíritu. Elías lo recibe a la puerta de la cueva de Horeb. Allí pasa ese "ligero susurro de aire" que es el espíritu de Dios. Ahora el Señor puede ya decir, seguro de ser oído: "Anda y vuelve a emprender tu camino" (v.15).

Moisés y la desesperanza

Entre los creadores de pueblos, entre los fundadores de religiones tendrá siempre Moisés una plaza. El ha visto arder una llama que no se apaga y su tirón le ha sacado de su dorado retiro. Se ha opuesto al Faraón y a sus argumentos, los eternos argumentos del poder. Ha sabido vencer a la fuerza del mar y a las amenazas del desierto. Ha sabido sobre todo luchar por el Dios único e invisible frente a todos los dioses múltiples y visibles, tan a mano, tan insidiosos.

En todas las ocasiones su fuerza ha sido mayor que la de los adversarios, a pesar de haber reconocido, como un niño, que no sabía hablar. Pero la fuerza de Dios era su fuerza y la palabra de Dios su palabra.

Y sin embargo ni Dios mismo puede frente a la voluntad de los seres humanos. El Dios que ha mostrado su poder en el Sinaí, muestra también su impotencia donde manda la voluntad del hombre. El Dios poderoso nada puede frente a un pueblo elegido de dura cerviz cuyo convencimiento es inestable y la perseverancia nula. En una ocasión tiene que empuñar las armas e infligir a su pueblo un castigo severo (Ex 33,28). Pero ni ese duro castigo es suficiente y al fin no tiene más remedio que llegar a una conclusión desoladora: "Es una nación de pocos alcances, no tiene entendimiento" (Dt 32, 28).

Enfrentado a la dureza de corazón, inerme ante la falta de esperanza, a Moisés no le queda sino la renuncia, el abandono. Ha puesto en juego su vida por un grupo que no se lo merecía. Y, sin embargo, no es ésta su actitud. "Se volvió, pues, Moisés al Señor y dijo: ¡Ay! este pueblo ha cometido un gran pecado...¿Querrás, a pesar de todo, perdonar su pecado? Si no, bórrame del libro que has escrito" (Ex 32, 32). Una oración conmovedora, la oración de la solidaridad. Moisés no cede a la tentación de alejarse de los inconstantes sino que se reconoce uno de ellos y sólo así su voluntad poderosa, hecha débil, podrá salvar a todos.

-Jesús y la voluntad de Dios

Jesús pasará en su vida trances parecidos a los de los dos personajes anteriores. Por eso la tradición ha visto en él al nuevo Moisés y al nuevo Elías. Como uno y otro, Jesús tiene que padecer por su entrega a la voluntad de Dios. Como ellos ha de sufrir el descorazonamiento ante la escasa respuesta: "¡Ah! si en este día conocieras tú también el mensaje de la paz; mas ahora está oculto a los ojos" (Jn 19,42). "Cuántas veces quise reunir a tus hijos, la manera que la gallina reúne a sus pollos bajo las alas y tú no quisiste" (Mt 23,37).

Y cuando la muerte está cerca, cuando se hace claro el cercano abandono de los que hasta hace poco le seguían, Jesús siente una angustia que le lleva a sudar sangre. No es únicamente la angustia ante la pérdida de la vida, puesto que es El quien la entrega y nadie se la quita, sino una congoja hecha de abatimiento y desencanto.

La única salida posible de ese pozo oscuro está en la oración y Jesús se entrega en las manos del Padre: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22,42). El Hijo rendido de cansancio se acurruca en el regazo de la voluntad del Padre y allí encuentra el calor necesario para seguir adelante. Como en el caso de Elías, queda mucho camino que recorrer, porque es el camino que lleva de la muerte a la vida. Sólo conducido por la mano del Padre el cansancio puede convertirse en alivio y descanso. Igual que el propio Padre descansa al atardecer del día séptimo, Jesús descansa, entregándola, al atardecer de su vida. Sabe que alguien la tomará a su cargo, la conservará y cuidará de ella ya para siempre.

-Alimento, solidaridad, oración

Cada uno de los personajes anteriores es nuestro antepasado. Su historia nos ha sido contada para que se convierta en nuestra propia historia. Como en ellos -y sin duda más que en ellos- nuestra vida de fe se ve amenazada por el cansancio, por la propia fatiga del camino y porque, hijos de nuestro tiempo, compartimos el de una época carente de horizontes. Al leer las historias de Moisés, Elías y Jesús nos reconocemos en su peripecia.

Pero el texto bíblico muestra también la salida de la aporía. No es posible seguir si no tomamos alimentos; no es posible seguir con todos si no nos identificamos con los más débiles, con los más claudicantes; no es posible seguir por el camino de Dios si no nos entregamos en sus manos y no recibimos su soplo vivificante. La oración es el lugar en el que se pide y se recibe ese Espíritu "consejero de bienes y consolación de tristezas y penas" (Sab 8,9). Que frente a las sombras de un horizonte oscuro, comunica una sabiduría "más bella que el sol, que supera las constelaciones de las estrellas (7,28). "Velad y orad para no caer en la tentación del cansancio, nos dice el Señor. Porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil" (Mt/26/41).

C .F.B.
CUADERNOS DE ORACIÓN, 115


4.

CUERPO/IDENTIDAD 
El cuerpo no es el sepulcro del alma, como pretendía el helenismo. No es solamente la barca 
de la que el alma es el barquero. El cuerpo es más que un compañero en el camino. El dualismo 
surge continuamente en la historia del pensamiento y de las actitudes humanas. Tal vez porque 
parece la forma más sencilla y convincente de explicar la interna división del hombre que quiere 
una cosa y, sin embargo, se siente impulsado a realizar lo que no quiere. A pesar de ello, los 
dualismos no ofrecen una respuesta total al problema del hombre al subrayar excesivamente la 
separación entre el cuerpo y el alma.
Es necesario redescubrir la integración del cuerpo en la identidad del hombre: una tarea 
siempre laboriosa pero magnífica para la comprensión del hombre y para la educación moral. Es 
necesario comprender que el cuerpo nos lleva al descubrimiento y la realización de nosotros 
mismos. Por el cuerpo llegamos a la maduración de nuestra conciencia y al hallazgo de nuestra 
identidad.
El cuerpo, además, nos lleva a la experiencia del mundo en el que vivimos y del mundo que 
tenemos que edificar y plasmar. La experiencia corporal de las cosas es siempre un 
misterio de cercanía y de desgarro. Gracias a nuestra presencia corporal, el mundo es un 
mundo humano, las cosas se convierten en símbolo y ofrenda y reciben el milagro de la 
autotrascendencia. Por otra parte, el cuerpo es esa parte privilegiada de mundo que 
observamos desde fuera y sentimos desde dentro: «Es, por tanto, la vía que nos conduce al 
adentro de todo», como escribía Lanza del Vasto.
Por otra parte, el cuerpo es la llave mágica que nos abre al encuentro con los otros. El 
cuerpo es expresión y lenguaje, tanto de acogida como de rechazo, de comunión como de 
desdén. El cuerpo percibe y realiza el misterio de la ausencia y de la presencia. La 
sabiduría popular ha plasmado esta experiencia ancestral en adagios que vinculan el amor 
a la mediación corporal, presencial: «Ojos que no ven, corazón que no siente», «Lejos de 
los ojos, lejos del corazón». Somos para los demás una «presencia» a través de nuestra 
corporeidad. Y somos para los demás ofensa y desplante cuando les ofrecemos nuestra 
ausencia corporal. Negar a otro el saludo, la presencia, la cercanía corporal, es negarle el 
amor.
Espacio del descubrimiento de mí mismo, de las cosas y de los demás, el cuerpo es por 
fin la mediación imprescindible en el encuentro con Dios. Desde la postración de Moisés 
ante la zarza ardiente hasta la experiencia teresiana del corazón traspasado por el amor, la 
vivencia fascinante y tremenda de la cercanía del misterio no puede por menos de afectar a 
la dimensión corporal del hombre. Pero la respuesta adorante y suplicante, por muy subida 
que sea, tampoco puede prescindir de la corporeidad. Ya Tertuliano nos decía con una 
frase preñada de hondo sentido cristológico: «La carne es el quicio de la salvación». Si 
Dios quiso ofrecer a este mundo la salvación, lo hizo aceptando nuestra carnalidad, 
viviendo la aventura de ser carne y hombre, aceptando la aventura arriesgada y osada de 
pasar por el vericueto de la corporeidad humana.
Por eso la Sagrada Escritura presenta el cuerpo humano con infinita dignidad. Es fruto de 
la atención creadora de Dios. Con rasgos antropomórficos se nos dice que Dios lo modela 
con mimo de alfarero (Gn 2,7). Y es fruto de la sabiduría afectuosa del Dios que lo modela, 
como reconoce Job en una plegaria que parece un alegato ante el creador de la carne: 
«Tus manos me han plasmado, me han formado, ¡y luego, en arrebato, me quieres 
destruir!» (Job 10,8).
El cuerpo humano es, en consecuencia, una constante ocasión para la alabanza y la 
contemplación maravillada: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno 
materno. Te doy gracias porque me has escogido portentosamente, porque son admirables 
tus obras», o «porque soy un prodigio», como se encuentra en otros manuscritos (Sal 
139,13-14
).
Es cierto, sin embargo, que la Escritura ve al cuerpo humano en toda su ambigüedad. 
Camino de gracia es también camino de tentación. Es el hombre corporal el que come de 
un fruto del paraíso (Gn 3) o se prosterna ante un becerro de oro en las estepas del Sinaí 
(Ex 32). El cuerpo es símbolo de las opciones del hombre y de su fidelidad a la elección de 
Dios, pero es también símbolo de las opciones contra Dios. Algo de eso nos indica la 
historia paradigmática de Sansón. Cuando el hombre se mantiene fiel al proyecto de Dios, 
su mismo cuerpo se halla integrado en esa opción; pero cuando el hombre abandona a 
Dios, que es su fuerza, el forzudo no puede evitar su innata disgregación y debilidad (Jue 
16, 17.28).
Ambivalente como es, expresión de entrega o de rechazo, el cuerpo humano alcanza en 
el Nuevo Testamento su máxima finalización y glorificación. Aquí la carne se convierte en el 
medio de la salvación, es asumida por el Hijo de Dios. La Palabra se hace carne y 
tangibilidad, presencia corporal (Jn 1,14).
Si el cuerpo es el camino de la luz y de la gracia, como parece sugerir el prólogo de Juan, 
el cuerpo de Jesús se nos presenta como reflejo y presencialización de sus íntimos 
sentimientos. Jesús se cansa, mira con afecto o con enojo, y todo eso se percibe en su 
rostro (Mc 10,21.23; Mc 3,5; Jn 4,6). Y, finalmente, como signo sacramental de su entrega 
por los suyos "y por muchos", ofrece su propio cuerpo (Lc 22,19). Hasta la experiencia 
pascual de la resurrección no puede prescindir de la corporeidad. El Tomás que pide tocar 
el cuerpo del resucitado nos recuerda que no hay luz sin cruz, que no hay resurrección 
gloriosa sin el paso por la corporeidad crucificada: el glorificado es el mismo que el 
crucificado (Jn 20, 27). El nos ha redimido y ha redimido nuestra experiencia corporal desde 
su experiencia corporal, y al resucitar en su cuerpo ha glorificado nuestra corporeidad.
De ahí que, en consecuencia, el cuerpo del hombre entre en el marco de las mediaciones 
de la salvación. Santificado por la gracia sacramental en el bautismo, incorporado a la 
entrega del Cristo en la eucaristía, elevado a la categoría de signo del amor y de la 
fidelidad en el matrimonio, es ungido y acompañado por la oración al entrar en el mundo 
misterioso del dolor.
FLECHA-JR._QUEHACER.Pág. 69 ss.)


5.

El voluntariado 

La Iglesia ha de ser "samaritana" para todos los hombres y mujeres que sufren y esperan 
que alguien pase a su lado y se pare para ayudarle. Esa manifestación de la Iglesia, como 
servidora de la humanidad doliente, hace de ella portadora de buenas noticias para 
aquellos a los que se acerca. Sus palabras son más creíbles, la salvación y la gracia que 
actualiza y celebra parece más auténtica y la fraternidad que viven entre sí los cristianos 
llama más la atención. 
Cualquier cristiano mínimamente informado sabe que el servicio de la caridad pertenece 
a la esencia misma de la vida de la Iglesia. Es importante que cada creyente vaya 
descubriendo que una exigencia fundamental de su escucha de la Palabra de Dios, de su 
oración y de su vida sacramental es la de ponerse a disposición de los demás. Un modo 
adecuado de hacer esto es colaborando personalmente con nuestro tiempo en favor de los 
más pobres; especialmente a través de la acción de Cáritas, que es el cauce privilegiado 
del servicio de la caridad en la Iglesia. Las comunidades cristianas han de saber ofrecer a 
los laicos, y en especial a los jóvenes, ámbitos de cooperación en estas tareas 
socio-caritativas. Para esto no hay más que estar muy atentos a las muchas necesidades 
que hay a nuestro alrededor y darle forma a nuestro servicio en el voluntariado. 

AMADEO Rodríguez


6. LIMOSNA

Los pobres a quienes damos limosna, ¿qué son, sino nuestros portaequipajes, que nos ayudan a traspasar nuestros bienes de la tierra al cielo? Los entregas a tu portaequipajes y lleva al cielo lo que le das. «¿Cómo -dices- lo lleva al cielo? Estoy viendo que los consume en comida». Así es precisamente como los traslada, comiéndolos en vez de conservarlos. ¿O es que te has olvidado de las palabras del Señor? Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino. Tuve hambre y me disteis de comer. Y, Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Si no despreciaste a quien mendigaba en tu presencia, mira a quién llegó lo que diste: Cuando lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,34.35.40). Lo que tú diste lo recibió Cristo; lo recibió quien te dio qué dar; lo recibió quien al final se te dará a sí mismo.

San Agustín
Sermón 389


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