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Disenso dentro de la fraternidad

La mejor posibilidad democrática para América Latina es el juego de varios partidos a diferencia del bipartidismo de EE.UU., tantas veces presentado como el mejor modelo democrático pero que, en los hechos, acaba restringiendo las opciones políticas a ligeras variantes de un mismo modelo. Y es que la riqueza de la democracia —como expresión que es de la vida misma— consiste en una variedad de matices correlativa a la realidad de diversos sectores de una misma sociedad capaces de aportar sus experiencias en un contexto de pluralidad y de respeto en función de una complementación o, bien, de un compromiso resultado de una negociación que acabará beneficiando, sin duda, a la colectividad.

Sucede, empero, que la negociación como actividad política —y humana, en términos generales— ha caído en un cierto descrédito por haber adquirido, arbitrariamente, la calidad de sinónimo de debilidad o, pero aún, de renuncia a las convicciones propias quizá por la tendencia dominante y excluyente inherente en muchas ocasiones a los proyectos humanos, llevando como consecuencia la pérdida de posibilidades de enriquecimiento y de consenso, y, más todavía, de encuentro entre contrarios capaces de convivir y de trabajar en una realidad plural orientada hacia un mismo fin.

Ante esta realidad, conviene recordar y analizar uno de los primeros intentos de negociación y consenso entre grupos encontrados que se dio en nuestro Occidente cristiano y que se conserva en el capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles, donde se da cuenta del primer Concilio de la Iglesia.

Aunque la difusión del Cristianismo en la cuenca del Mediterráneo comenzó en el año 34 d.C. (Hch 11,19), se puede considerar la fundación de la comunidad cristiana de Antioquía en el año 37 como el detonante de la expansión de la Iglesia. Es precisamente en Antioquía donde los discípulos de Jesús de Nazaret reciben por vez primera el nombre de cristianos (Hch 11,19-26), de Antioquía también parten Pablo y Bernabé a su primer viaje misionero (Hch 13; 14) y en Antioquía se generan los problemas que originan el Concilio de Jerusalén. En ésta ciudad, tal vez la tercera en importancia en el Imperio Romano y particularmente cosmopolita en su población y en su pensamiento, es donde se adhirieren  al cristianismo los llamados paganos o gentiles que encuentran innecesario someterse a la ley judía, que tiene como signo la circuncisión, además de pagar el costo social y económico que supone la conversión a la Iglesia: pasar a formar parte de una minoría, discriminada tanto por los mismos gentiles como por los judíos, pero donde se vive un verdadero futuro de esperanza.

Y son, justamente, las condiciones para la conversión y la admisión de los gentiles al Cristianismo las cuestiones que se discuten en el Concilio de Jerusalén. Vale subrayar que en éste asunto está en jugo el considerar al Cristianismo como una forma de praxis judía o bien como una praxis religiosa autónoma ó, expresado de otro modo, entender al Cristianismo como una estructura cerrada o como una casa abierta.

En Jerusalén se encuentran, pues, tres tendencias: la conservadora o cerrada, representada por Santiago, que considera preciso ser judío como condición para ser cristiano (Hch 15,1; Ga 2,12), apoyada en la experiencia judía de Palestina que ve con malos ojos la práctica judía helenística por considerarla relajada y dispuesta a ceder a influencias y costumbres paganas; la tendencia liberal o abierta, representada por Pablo, judío helenista él mismo, que pugna por una apertura total a partir de las experiencias vividas en la fundación de la Iglesia de Antioquía y del primer viaje misionero, donde ha constatado de primera mano las dificultades que tendría el cristianismo en tanto siga sometido al judaísmo; y por último la tendencia moderada o central, representada por Pedro que, también por experiencia, fluctúa entre la herencia judía propia y la universalidad intrínseca a la causa de Jesús de Nazaret (Mt 10,5; 15,24; 28,19; Hch 10). Finalmente la asamblea llega a un compromiso en el que, al tiempo que se abre la posibilidad de conversión a los gentiles se les pide conservar una vinculación mínima al judaísmo: “La resolución [...] se orienta, ante todo, a asegurar la idea ya aceptada de que no hay que imponer la ley a los paganos convertidos; pero, al mismo tiempo, pretende facilitar la necesaria convivencia real entre los diversos miembros de la comunidad, sea cual sea su proveniencia” (J. Roloff. “Hechos de los apóstoles”, Madrid, 1984).

Valdría la pena leer, cuando menos, el trabajo de Jürgen Roloff  arriba citado para captar la magnitud de la polarización entre las tendencias representadas en el Concilio de Jerusalén, y comprender cabalmente que, si se llega a un acuerdo consensuado, éste es posible únicamente porque los participantes están supeditados a una causa común que los trasciende: la causa de Jesús de Nazaret, el Reino de Dios. Causa que, para ser más preciso, no solamente crea un nexo común sino una verdadera fraternidad: “«¿Quién es mi madre y mis hermanos?» Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»” (Mc 3,33-35).

Ahora bien, según se desprende de una lectura atenta de los Evangelios, de los Hechos y de todo el Nuevo Testamento, la fraternidad no equivale a la dilución de las diferencias legítimas en una unanimidad utópica y desabrida sino que más bien consiste en la capacidad de convivir dentro del conflicto, la fraternidad evangélica no se traduce en la represión, en aras de la uniformidad, de esa característica tan humana y tan enriquecedora que es el disenso sino en la posibilidad de lograr una síntesis y un consenso por medio de la negociación manteniendo la pluralidad, como es el caso de estos primeros cristianos entre los que, a pesar de la decisión tomada, continuaron las disensiones (Ga 2,11-21), pero ya con una referencia sólida para dirimirlas: la fraternidad cristiana, entonces, no es tanto la homogenización a costa de la supresión de la diferencias, sino la capacidad de crear un referente común y con valor trascendente al cual someter, así sea provisionalmente, lo individual propio sin renunciar a ello, cosa casi imposible sin la conciencia de que la realidad de cristiano consiste en supeditar —no renunciar, insisto— lo individual a la causa de Jesucristo, según sea entendida por la comunidad de acuerdo a las circunstancias.

Vale, pues, preguntarse el porqué se haya excluido tanto el concepto como el intento de praxis de la fraternidad en el ámbito sociopolítico actual, más si se recuerda que junto con la igualdad y la libertad la fraternidad fue una de las tres demandas primeras de la Revolución Francesa, que ha sido en buena parte de Occidente referencia obligada para el pensamiento político moderno.

Quizá haya que atribuirlo a algunos residuos del pensamiento liberal-positivista que pretendió excluir del mundo laico todo valor que no fuese sujeto a comprobación y envió al desván de los recuerdos románticos una serie de categorías humanísticas que, está visto, vienen a resultar indispensables más que nunca hoy, cuando la tecnificación y su culto deshumanizan los procesos sociales reduciéndolos a datos, cifras y estadísticas.

Así, frente a la economía de mercado que intenta reducir las relaciones entre personas y países —y ya en buena medida lo consigue— a un mero intercambio economicista, ante lo que parece la debacle de la actividad política en su más noble sentido, la recuperación de la fraternidad como referencia y elemento para la construcción de una alternativa distinta de relaciones socioeconómicas se vuelve deber impostergable, urgente precisamente de la Iglesia en tanto que pertenece a sus esencias fundacionales e históricas, pero también de todos cuantos —creyentes o no— aspiren a un futuro cualitativamente mejor, distinto de la grisura uniforme que ofrece la globalización.