SEGUNDA MEDITACIÓN
día cuarto
 

Mira la fe de tu Iglesia

 

La Iglesia, como dice el Concilio (LG 8; CIC 771), es «comunidad de fe, esperanza y amor». Entre todas las afirmaciones que se hacen de la Iglesia, ésta se halla en primer lugar. Meditaremos hoy acerca de la manifestación de la Iglesia por medio del Espíritu Santo. Podríamos considerar numerosos aspectos de este tema que se refieren a la manifestación pública de la Iglesia. El Concilio Vaticano menciona, por ejemplo, «su admirable propagación (de la Iglesia), su eximia santidad, su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, su unidad universal y su invicta estabilidad», propiedades —todas ellas— que constituyen «un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina» (DS 3013; CIC 812). Pero, dentro de la perspectiva global de estos ejercicios, el objeto de nuestra meditación no será tanto los signos exteriores, sino más bien el principio vital interno de la Iglesia.

Ahora bien, el «alma» de la Iglesia es el Espíritu Santo. «A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre si como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII, Mystici corporis; DS 3808; CIC 797).

El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo» (ibid., CIC 798).

Por eso, el cardenal Charles Journet, el gran teólogo de la Iglesia, llama al Espíritu Santo «l’âme incréée de l’Église», el alma increada, es decir, el alma divina de la Iglesia, mientras que al amor lo denomina «l’áme créée de l’Eglise», el alma creada de la Iglesia (síntesis de lo que se dice en: Théologie de l’Église, París 1958).

Entre todas «las acciones vitales y verdaderamente saludables» que el Espíritu Santo obra en la Iglesia y en sus miembros (CIC 798), destacan las virtudes teologales. «Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino» (CIC 1812). «Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano» (CIC 1813).

Por tanto, la «manifestación» decisiva de la Iglesia por el poder del Espíritu Santo reside en lo que los teólogos llaman la «vida teologal» en la fe, la esperanza y la caridad, que son aquellas virtudes divinas que nos hacen «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4), que nos llevan a «la comunión con Jesucristo» (CIC 426).

Así que las otras tres meditaciones de este día estarán dedicadas a las virtudes teologales. Claro que sólo podremos ofrecer unas cuantas sugerencias para la meditación personal, tomadas del amplio campo de la fe, la esperanza y el amor.

Comencemos por la fe.

«Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela. La Sagrada Escritura llama "obediencia de la fe" a esta respuesta del hombre a Dios que se revela» (CIC 143). Así es como el Catecismo «define» a la fe. Contra esta definición, que está tomada casi literalmente de la Dei Verbum 5, se ha objetado que es demasiado intelectual, demasiado voluntarista, que expresa muy poco la confianza. Tal vez se vea de hecho con poca claridad que el asentimiento del entendimiento y de la voluntad no es un simple resultado de los esfuerzos de la voluntad y del entendimiento. En el asentimiento, en el assensus, se trata de mucho mas: es una verdadera acción por la que Dios nos toca, es un contacto real, es una verdadera participación en Dios. Lo incomparable de las virtudes teologales es que «alcanzan» verdaderamente a Dios; que en ellas y por ellas surge una comunión de vida con el Dios vivo, con el Dios Trino y Uno. Por eso, las virtudes teologales son el «ambiente vital» de la Iglesia, si es que la Iglesia es realmente «el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (San Cipriano; CIC 810).

Por eso dice San Juan de la Cruz: «La fe nos da y comunica al mismo Dios» (Cántico espiritual, estrofa 11, declaración). Y por eso puede él decir también: «Cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios» (Subida del Monte Carmelo, libro II, cap. 9). Así se explica también por qué Santo Tomás de Aquino afirma que la fe es inchoatio visionis, el comienzo —todavía oscuro, ¡qué duda cabe!— de la visión beatífica de Dios (CIC 163; S.Tb. II-II, q.4, a.1). Porque así como ésta nos unirá completamente con Dios, así la fe nos une ya con El. Por eso, no hay diferencia esencial entre la fe y la visión; ambas nos unen con Dios; la fe, todavía en la oscuridad del camino terreno; la visión, en la claridad de la luz que no tendrá atardecer.

El gran regalo de los maestros del Carmelo a la Iglesia no es únicamente el de sus numerosos santos (¡tantos que un dominico podría sentirse celoso!), sino también la práctica de la oración, de la oración interior vivida y enseñada precisamente por esos santos. ¿Qué es la oración? Sencillamente «un contacto vivo con Dios», y este contacto lo adquirimos sólo mediante el acto de fe. Un gran maestro del Carmelo en nuestro siglo, el fundador del Instituto secular de Notre Dame de Vie, el P. Marie-Eugéne de l’Enfant Jésus (esperamos pronto su beatificación), emplea una imagen muy intuitiva para explicarnos lo que es la oraison: Tan infaliblemente como que mi mano se moja cuando la meto en el agua, es que mi alma toca a Dios cuando suscito el acto de fe. Cualquiera que sea mi estado fisico o psíquico, «yo sé —dice Santa Teresa de Jesús— que puedo ponerme en contacto con Dios por medio del simple acto de fe» (Camino de Perfección, cap. 28).

Ahora bien, es propio de las virtudes teologales el sustraerse a la experiencia humana. ¿Tengo la fe? ¿Tengo esperanza y amor? Esto no puede comprobarse por el sentimiento, por la experiencia psíquica. La vida divina está oculta para nosotros, pero no por eso es menos real. El P. Marie-Eugéne de l’Enfant Jésus dice: «Cualquiera que sea la percepción psicológica o la ausencia de percepción, al decir "Yo creo... en virtud de la autoridad de Dios", el alma hace un acto sobrenatural, la virtud de la fe ha entrado en acción» (fe veux voir Dieu, Ed. du Carmel 119881, 464).

Y el Catecismo: «El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos "a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos" (CoNc. VAT. 1, DS 3008)» (CIC 156).

Creer porque Dios es Dios, es decir, infinitamente digno de ser creído: tal es la razón de nuestra fe. Pero Dios mismo es quien nos concede graciosamente la posibilidad de creer: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige hacia Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (CIC 153).

Por este motivo es también expresión de la veneración de Dios, más aún, de la adoración, el creer en Dios, el confesar que El es verdaderamente Dios: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tim 1,12). Por eso es también muy importante que nuestra predicación invite a la fe teologal y hable de que esa fe es el alimento sustancial para los creyentes.

El Catecismo enseña como consecuencia de todo ello que debemos conceder a Dios nuestra Le: «La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero "la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural" (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Tb. II-II, q.171, a.5, obj. 3). "Diez mil dificultades no hacen una sola duda" (John Henry Newman)» (CIC 157).

Por eso, San Juan de la Cruz define la fe como «un habitus del alma, que es a la vez cierto y oscuro» (Subida del Monte Carmelo, libro II, cap. II).

«Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura: las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación» (CIC 164).

En tales pruebas nos volvemos hacia los testigos de la fe: a Abrahán, que creyó «esperando contra toda esperanza» (Rom 4,18), y principalmente a María, la cual, según palabras del Concilio, anduvo «la peregrinación de la fe» (LG 58, cf. CIC 165). En la meditación de los largos años de la vida oculta en la casa de Nazaret, en los que María «entró en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe», el Santo Padre habla de «cierta noche de la fe» de María, «por decirlo así, un "velo" a través del cual uno tiene que acercarse a lo invisible y vivir en intimidad con el misterio» (Redemptoris Mater 17). Santa Teresita del Niño Jesús habla ya expresamente de que Maria conoció «la noche de la fe» (en su último y más extenso poema —PN 54, estrofa 15— «Pourquoi je t’aime, ó Marie!»). El tema de que habla en este poema lo aprendió ella misma en los largos meses de «noche oscura». Entonces supo que puede haber una fe firme y serena junto a la más profunda oscuridad del alma. En los «Novissima verba» se refiere de Santa Teresita del Niño Jesús: «He leído un hermoso texto en las meditaciones de la Imitación de Cristo (de Tomás de Kempis): En el Huerto de los Olivos, Nuestro Señor disfrutaba de todas las delicias de la Trinidad, y sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero yo os aseguro que conozco algo de él, porque lo he experimentado yo misma».

Si la fe teologal es ese contacto vivo con Dios en el que surge una verdadera comunión de vida con Dios, entonces se comprende por qué la fe es necesaria para conseguir la vida eterna: «Sin la fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6). «Nadie, a no ser que "haya perseverado en ella [en la fe] hasta el fin" (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (CIC 161; cita del CONC. VAT. 1, DS 3012).

El conocimiento de nuestra debilidad nos obliga a implorar la gracia de la perseverancia en la fe. Pero más aún nos obliga a ello el anhelo de permanecer fieles al amor de Dios, de no traicionar la fidelidad de Dios: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tim 1,18-19; CIC 162).

Recuerdo mi encuentro con el cardenal Ignatius Gon Pin-mei, obispo de Shanghai, quien por su fidelidad al Papa había tenido que pasar treinta y dos años en prisión. Le conocí en su primer viaje a Roma y a Lourdes. Al final de la entrevista, el que entonces era anciano de 87 años dijo que sólo tenía una cosa que pedir a todos los presentes: «¡Orad por mí para que permanezca fiel en la fe hasta el fin!»

« ¡Señor, no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia!» En vista de los grandes peligros a los que nuestra fe está expuesta desde dentro y desde fuera, ponemos nuestra mirada en «la fe de tu Iglesia». «Nadie puede creer solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo... Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros» (CIC 166).

Claro que mi fe, nuestra fe, no es la mía, la nuestra, sino la fe de la Iglesia. La Iglesia dice «credo», y yo podré decirlo únicamente con ella. «La Iglesia es la primera que cree, y... así sostiene mi fe» (CIC 168). «Creo»: así habla la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y nos enseña a decir: «creo», «creemos» (CIC 167). Ella es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15).

¡Alabado sea Jesucristo!