TERCERA MEDITACIÓN
día tercero

 

Y sobre esta roca...

 

La Iglesia es inseparablemente ambas cosas: comunidad espiritual y organismo visible, constituido aquí sobre la tierra. El organismo visible, que al mismo tiempo es comunidad espiritual, tiene una historia concreta, que a su vez tiene unos antecedentes históricos enteramente determinados. «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde bacía siglos en las Escrituras» (CoNc. VAT. II, LG 5; CIC 763).

«El germen y el comienzo del Reino son el “pequeño rebaño” (Lc 12,32) de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor. Constituyen la verdadera familia de Jesús» (CIC 764).

A esta comunidad Jesús mismo le da una regla de vida, un cierto orden, una tarea.

El mismo es indudablemente su centro: su Palabra, su Instrucción, y sobre todo su Persona. Lo que jamás ningún rabí había pretendido para sí, eso constituye en el caso de Jesús el punto de partida de su comunidad. «Tú sígueme» (Mc 1,17; 2,14). En el círculo de los discípulos de los rabinos, el centro lo ocupa la Torá; en este caso el centro es Jesús. Los discípulos de la Torá se buscan, ellos mismos, su maestro. Aquí, en cambio: «No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero» (Jn 15,16).

Jesús mismo enseña a su «familia», al círculo de sus discípulos, una nueva manera de vivir y actuar (cf. Mt 5-6). Les da una oración nueva y propia, el Padrenuestro (Lc 11,2-4).

De su encargo de reunir a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15,24), de su misión de buscar «la oveja perdida» (Lc 15,4-7), Jesús habla en imágenes y parábolas, todas las cuales contienen algo así como una «eclesiología implícita»: por ejemplo, la imagen de las bodas, del campo de labranza de Dios, de la red de pescar (Mc 2,19; Mt 13,24.47). Lo que Jesús anuncia en imágenes y parábolas, comienza ya a realizarse de manera muy concreta en la comunidad que él congrega en torno suyo. El Catecismo dice:

«El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como Cabeza; puesto que representan a las doce tribus de Israel, ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén» (CIC 765).

¿La Iglesia, pues, se fundamenta sobre el ministerio? ¿No es, en grado mucho mayor, una comunión de vida con Cristo? El Catecismo dice a propósito: «En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por “la caridad que no pasara jamás” (1 Cor 13,8), es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). “Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en la función del “gran misterio” en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo” (Mulieris dignitatem 27). María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesta como la “Esposa sin tacha ni arruga” (Ef 5,27). Por eso, “la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina” (Mulieris dignitatem 27)» (CIC 773).

Esta distinción es muy útil. La jerarquía, como todo el ordenamiento sacramental e institucional de la Iglesia, pertenece al orden de los medios. La finalidad de todos los medios es y debe ser únicamente la santidad, «que es el Misterio de la Iglesia». Por eso, María es la quintaesencia de todo lo que la Iglesia es en esencia. De ahí también la diferencia esencial, tan importante, aunque a menudo entendida erróneamente, entre el sacerdocio universal y el sacerdocio jerárquico (LG 10): el primero pertenece al orden del fin: la nueva vida en Cristo, el nuevo nacimiento del agua y del Espíritu Santo. El sacerdocio ministerial pertenece a los medios que el Señor ha dado a su Iglesia para que alcance este fin.

Ser sacramento de Jesucristo, es decir, ser medio e instrumento, «siervos de Jesucristo», tal es la tarea del ministerio en la Iglesia. Pero así como la Iglesia en su totalidad (en LG 8) fue definida como «órgano vital de la salvación» de Cristo, así también habrá que decir que aquellos a los que Cristo ha llamado a su ministerio deben ser instrumentos vivos.

A las personas concretas a las que Jesús llama para que le sigan, y a las que él escoge con soberana libertad («llamó a los que él quiso»: Mc 3,13), «los constituye como Doce» (Mc 3,14), con su autoridad creadora, con la cual El es también el Creador de Israel, más aún, el Creador del mundo. Son llamados no para desempeñar un servicio neutro, sino para ser introducidos cada vez más profundamente en una total comunidad de destino con Cristo. Marcos dice que Jesús los llamó y los constituyó como Doce «para que estuvieran con El» (Mc 3,14). Aquí van creciendo e identificándose cada vez más con las dos dimensiones de su futuro ministerio apostólico: ser Iglesia como comunión con El, y ser a la vez encargados, enviados con la autoridad de Cristo: «para que estuvieran con El y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios» (Mc 3,14). Su ministerio apostólico estará sustentado enteramente por ese «estar-con-El». Y, así, la promesa de Jesús al final, en Galilea, será el comienzo de la misión mundial: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo» (Mt 28,20).

Por eso, el camino de los discípulos —que un día serán los apóstoles— con Jesús, su estar-con-El, es inseparablemente ambas cosas: el ministerio visible con autoridad y encargo, y al mismo tiempo, a diferencia de ello pero en forma inseparable, ser la comunión espiritual en fe, esperanza y amor con Cristo. Así que en el ministerio se refleja el misterio de la vida.

Despierta incesantemente extrañeza y asombro el ver con qué sinceridad y veracidad los Evangelios refieren que los discípulos no eran «alumnos ejemplares» en la escuela del Maestro. ¿No es uno de los argumentos más sólidos en favor de la credibilidad histórica de los Evangelios el ver con qué franqueza y sin disimulos se habla de los fallos y de la incomprensión de los apóstoles? ¡Y qué espejo de pastores para nosotros, que les estamos siguiendo! Del externo «estar-con-Jesús» de los comienzos al «estar-en-Cristo» de San Pablo, hay un largo camino.

La «escuela de los discípulos» de Jesús, como quien dice su «scuola di Communitá», es tema inagotable de meditación. Ofreceré algunas sugerencias para nuestra meditación de hoy. Sobre todo el evangelista San Marcos señala lo «tardos que eran los discípulos para entender». Esta rudeza se refleja sobre todo en la falta de fe, en la falta de «amor pastora lis» y en las discusiones sobre los primeros puestos y las dignidades. Las tentaciones de los pastores siguen siendo las mismas hasta el día de hoy.

 

1. Mencionaremos como primer ejemplo la escena que se narra en Mc 6,3 0-44. Jesús invita a los discípulos a embarcarse con él para ir a un lugar solitario, a fin de descansar un poco. Pero las multitudes se enteraron y llegaron al lugar antes que ellos. «Al desembarcar, vio Jesús un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). El amor pastoral de Jesús atrae a las multitudes; su corazón de pastor no piensa en el propio descanso, sino en aquellas ovejas sin pastor. En contraste con ello, los discípulos: «Como se hacía tarde, los discípulos se acercaron a decirle: El lugar está despoblado y ya es muy tarde. Despídelos para que vayan a los caseríos y aldeas del contorno y se compren algo de comer» (Mc 6,35-36). ¡Despídelos! Lo que parece ser una preocupación por aquellas personas es la preocupación por el propio descanso, el temor a las complicaciones, y aunque sea auténtica preocupación por las personas, no es una preocupación que haya pasado por la escuela de Jesús: «¡Dadíes vosotros de comer!» (6,37). El contraste entre estas dos frases tiene que dolernos en el corazón: «¡Despídelos!—¡Dadles vosotros de comer!» Deben ser elementos de nuestro examen de conciencia. Precisamente en el caracter espontáneo de esta reacción de los discípulos se ve claramente lo poco que el espíritu de Cristo había penetrado en su manera de pensar y sentir.

 

2.     En otra ocasión distinta parecen invertirse los papeles: Jesús actúa duramente y sin misericordia. Y los discípulos, en cambio, llenos de compasión. Jesús se encuentra en la región pagana de Tiro y Sidón. Una mujer pagana llega a él y exclama: «¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija vive maltratada por un demonio. Jesús no le respondió nada» (Mt 15,21-23). Jesús aparece como una persona dura y nada acogedora. Es diferente la reacción de los discípulos: «Pero sus discípulos se acercaron y le decían:

—Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros» (15,23). Pedían a Jesús que ayudara a aquella pobre mujer. Claro que en la oración causal delatan ellos cuál era su verdadero motivo: «porque viene gritando detrás de nosotros». Les resulta muy desagradable la escena que estaba haciendo aquella mujer con sus gritos, que no les deja en paz, y además en una región extranjera y pagana. La conducta de Jesús es, al parecer, más dura aún. Sin mirar siquiera a la mujer, dice:

«Dios me ha enviado sólo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel» (Mt 15,24). Le disguste o no, aquella mujer queda fuera de su «esfera de competencia». Y parece que la dureza de Jesús se intensifica aún más: «Pero ella fue, se postro ante Jesús y le suplicó: —¡Señor, socórreme! El respondió: —No está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perrillos» (15,25-26). No es posible hablar con mayor dureza: se rechaza a la mujer como a «perra pagana». Pero entonces se llega al momento critico, en el que van a cambiar las cosas. «Es cierto, Señor», dice la mujer pagana, «pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (15,27). «Entonces Jesús le dijo: —¡Mujer, qué grande es tu fe! Que te suceda lo que pides. Y desde aquel momento quedó curada su hija» (15,28). La conducta de Jesús era dura sólo en apariencia. Desde el primer momento, él descubrió en aquella mujer un gran corazón, una gran disposición para creer. Con su actitud de rechazo, Jesús provocó la intrepidez de la fe de la mujer. ¡Qué grandioso es que Dios mismo, que el Hijo de Dios, se asombre de la fe de una persona y exclame: Mujer, qué grande es tu fe! Aunque Jesús, al exterior, aparenta una actitud de rechazo, se vuelca plenamente sobre aquel encuentro. Sitit sitire El tiene sed de que ella tenga sed de El (CIC 2561). Jesús tiene sed de la fe de aquella mujer, lo mismo que en el encuentro con la samaritana. En cambio, los discípulos están obtusamente obsesionados por sus propias preocupaciones. ¡Qué «espejo de confesión» para nosotros, para que examinemos nuestra «compasión» y veamos si no se trata quizás del deseo de que nos dejen en paz, de evitar simplemente complicaciones, de que no vengan gritando detrás de nosotros, y de que no nos hagan escenas! ¿Arde en nosotros la sed de la salvación de los hombres, la sed de que crean, de que su corazón se haga más grande en las pruebas? ¿Qué aspecto tiene nuestro amor pastoralis al verse reflejado en esta escena?

 

3. Una breve escena, que vuelve a ser todo un espejo de confesión: «Llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Jesús, al verlo, se indignó y les dijo:

—Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis... Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos» (Mc 10,13-16).

El evangelista no refiere por qué los discípulos regañaban a la gente y la increpaban. ¿Querían proteger a Jesús de aquella gente molesta y lograr que le dejaran en paz? ¿O pensaban quizás que era indigno del Maestro el que trajeran niños a su presencia? ¡Los niños no iban a entender ni palabra de sus enseñanzas! Lo importante es que el evangelista, con sencillez y sinceridad, refiere también la indignación de Jesús por la conducta de sus discípulos.

Otra vez unas palabras, una escena, que pueden ser para nosotros un espejo de confesión:

«No se lo impidáis», ¡dejadlos venir a mí!

Tres escenas que muestran lo que sabemos (o debiéramos saber) muy bien: ¡cuántas veces somos nosotros, los apóstoles y sus sucesores, los que impedimos que la gente venga a Jesús!

Meditaremos brevemente otras dos escenas; nos introducirán más profundamente en el drama del pecado de los pastores, un drama que conocemos ya tristemente en el Antiguo Testamento.

 

4.     Todo sucede después de la Transfiguración del Señor. El ha dicho por segunda vez a los discípulos que es preciso que El sufra y sea muerto, pero que al tercer día resucitará. «Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: —¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante» (Mc 9,33-34).

Jesús anuncia su Pasión. Ellos hablan sobre quién es más importante y a quién le van a corresponder los primeros puestos. Es difícil comprender de dónde nace ese embotamiento de los corazones. Nadie le hace preguntas, nadie le consuela ante lo inminente de su Pasión, como sería la reacción sencilla de un corazón. No, sino que se nos refiere: «Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle» (Mc 9,32). De nuevo: ¡benditos sean los evangelistas, que supieron conservar este fiel espejo! Pero ¡qué impresionante es ese silencio ante Jesús, un silencio que le deja solo! ¡Y las conversaciones que los discípulos mantenían por el camino, unas conversaciones que giraban únicamente en torno a sus propios intereses! ¿Cómo podían apartar la mirada y despreocuparse de la Pasión de Jesús? ¡Y qué grande es el amor de Jesús hacia aquellos a quienes él ha elegido para que estén con él, y que, a pesar de todo, están muy lejos de él con sus corazones y sus pensamientos!

 

5. Hasta dónde llega ese amor de Jesús, lo vislumbraremos por una escena que, en cierto modo, se desarrolla en el lugar santísimo, en el cenáculo, en la noche en que él fue entregado. «¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros!» (Lc 22,15). En aquella noche singularísima en la que Jesús obsequia con su testamento, para que nosotros lo celebremos en su memoria hasta que él venga de nuevo; en la que él ha lavado los pies a sus discípulos y les ha ofrecido Su cuerpo y Su sangre, el mayor don de Su amor, «se produjo entre ellos una discusión sobre quién debía ser considerado el más importante» (Lc 22,24). Pero en esa hora no brota de los labios de Jesús una sola palabra de reproche. Sino que les dice: «Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas, y los que tienen autoridad reciben el nombre de bienhechores. Pero vosotros no debéis proceder de esta manera. Entre vosotros el más importante ha de ser como el menor, y el que manda como el que sirve. ¿Quién es más importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,25-27).

El Señor es el sirviente, incluso con sus discípulos que no entienden, que son de poca fe (Mc 4,40), que son duros de corazón (Mc 6,52; 8,17). Jesús no los condena, no los rechaza, sino que les hace venir a sí. Y en esa hora, después de esta escena bochornosa, les dice una de las más impresionantes palabras, que deben considerarsee como la institución del ministerio apostólico: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas». ¡Qué poco gloriosa fue esa perseverancia!, pero el Señor sabe también que ellos, al menos, tuvieron y tienen la voluntad de perseverar, a pesar de todos sus fallos. Por eso, «yo os hago entrega de mi dignidad real que mi Padre me entregó a mi para que comáis y bebáis a mi mesa cuando yo reine, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,28-30).

Entonces precisamente, en la hora en que todos los apóstoles se iban a descarriar y abandonarle, Jesús confirma a Pedro en su ministerio. Y entonces también Pedro recibe la promesa de que, gracias a la oración del Señor en favor suyo, su fe no vacilará (Lc 22,31).

«Super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam» (Mt 16,18): la roca es ante todo la fe en que Jesucristo es el Hijo del Dios vivo (CIC 424). La roca es Cristo mismo. Tan sólo por el poder y por la palabra de Jesús, es Pedro también la roca.

El ministerio es el medio instituido por Cristo para que pueda alcanzarse la finalidad de la Iglesia. La indignidad del ministro «no impide a Cristo actuar» (CIC 1584). Esta inconcebible humildad del Señor de que quiera servirse de nosotros para la edificación de su Iglesia es la que debe conmover a nuestros embotados corazones de apóstoles y debe moverlos a derramar lágrimas de arrepentimiento (Lc 22,61-62): «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo» (Jn 21,17).

 

¡Alabado sea Jesucristo!