SEGUNDA MEDITACIÓN
día tercero

 

Los misterios de la vida de Jesús

 

En la Catechesi tradendae se dice: «En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre... Catequizar es... descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios... que se cumple en ella [en la Persona de Cristo]» (citado en CIC 426).

El sentido y la finalidad de la Iglesia es esta comunión de vida con la Santísima Trinidad. Por eso, la pregunta de si Jesús fundó la Iglesia y, por tanto, la quiso, no puede responderse en primer lugar mencionando —por decirlo así— el «acta fundacional» de la Iglesia y señalando los procesos históricos de su fundación. La cuestión histórica acerca de la fundación de la Iglesia es importante. Pero tiene primacía sobre ella la cuestión sobre cómo Cristo comunicó su vida, sobre cómo hace partícipe de su vida: tal es la verdadera «fundación de la Iglesia» por Jesús.

Y de nuevo, para responder a esta pregunta nos vemos remitidos primeramente al misterio de la encarnación. En la Constitución pastoral Gaudium et spes hay una frase citada a menudo por el Santo Padre. Es una frase clave, de la máxima trascendencia: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22,2; CIC 521).

La encarnación del Hijo eterno es su comunicación fundamental de vida a la humanidad. Claro que esto no sucede como un automatismo, según temen algunos críticos de esta idea que se encuentra frecuentemente en los Padres.

Pero ¿en qué consiste la «comunicación de vida» de Cristo? ¿En qué consiste aquella «comunión de vida» que la Catechesi tradendae designa como finalidad de la catequesis? La Carta segunda de Pedro habla de que nosotros hemos sido hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4), y los Padres, siguiendo esta idea, han hablado de la deificación del hombre. El Catecismo (460) compendia esta idea con palabras de San Ireneo, San Atanasio y Santo Tomás de Aquino: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina se convirtiera en hijo de Dios» (San Ireneo). «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (San Atanasio). «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza para que, hecho hombre, hiciera dioses a los hombres» (SantoTomás de Aquino).

¿Y qué significa en concreto «deificar a los hombres» (o «hacer dioses a los hombres»)? Porque no puede tratarse de que nuestro ser de hombres sea «absorbido» en Dios. Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. San Máximo nos dice: El ser humano deificado, la deificación, no significa que nuestro ser de hombres se transforme, sino que la manera de nuestro ser de hombres se renueve. La naturaleza humana de Jesús no «se deífica» por la supresión de su ser de hombre, sino por su nueva manera de ser hombre: porque El en todo lo que hace y habla y es, es el HIJO. Su ser de hombre es, desde su misma raíz, «filial», no «servil».

El Concilio, en la Constitución Gaudium et spes, siguiendo directamente las palabras que acaban de citarse, formuló clásicamente esta nueva manera de ser del hombre: «[El Hijo de Dios] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22,2).

El Hijo de Dios ama con corazón de hombre. El amor eterno del Hijo plasma su corazón de hombre. El es como hombre «el Hijo amado» del Padre eterno. Somos hechos participes de la humanidad (del «ser de hombre») de Jesús. Nuestro lugar en el corazón de la Santísima Trinidad es el de ser partícipes de la condición de Hijo de Jesús; el de ser hijos en el Hijo. Para ello hemos recibido «en nuestro corazón el Espíritu de su Hijo que dama: “Abba”, es decir, Padre» (Gal 4,6).

Por eso, el llegar a ser Iglesia significa en lo más profundo: participar en la condición de Hijo que Jesús tiene. «Forma nuestro corazón según tu corazón» —esta petición aguarda de Dios un corazón «filial»—, así oramos al suplicar el crecimiento de la Iglesia. Llegar a ser Iglesia significa que «Cristo adquiere forma en vosotros» (Gál 4,19).

¿Y cómo sucederá esto? Mediante nuestra participación en los misterios de la vida de Jesús.

Es bien sabido que el Catecismo no presenta la vida de Jesús en forma de una reconstrucción histórico-crítica, sino en la perspectiva de los «misterios de la vida de Jesús», en la perspectiva en que los Padres de la Iglesia y también los maestros de la vida espiritual de la edad moderna, desde San Ignacio hasta la Ecole Francaise y finalmente hasta Dom Columba Marmion, leyeron e interpretaron la vida de Jesús. Es también la perspectiva que la liturgia misma nos sugiere, porque en las fiestas del Señor y en los acontecimientos de la vida de Jesús celebramos siempre también nuestra participación en esos misterios. La vida de Jesús debe llegar a ser nuestra vida, El en nosotros y nosotros en El.

El Catecismo formula algunos rasgos fundamentales que son comunes a los misterios de Jesús, e indica algunos caminos para que podamos participar en ellos.

En primer lugar, ¿qué entendemos por «misterios de Jesús?» Una determinada perspectiva de la vida de Jesús: El es verdadero Dios y verdadero hombre. Quien contempla la vida de Jesús con esta fe, ve en todas partes «los vestigios de su misterio más íntimo»: «Desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su Pasión y el sudario de su Resurrección, todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio... Su humanidad aparece así como “el sacramento”, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora» (CIC 515).

Los «misterios de la vida de Jesús»: esto significa que toda su vida es «sacramentum salutis».

El Catecismo desarrolla tres rasgos fundamentales que hay en esta «sacramentalidad» de la vida de Jesús:

 

1. «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar» (CIC 516). Por eso es tan importante meditar con atención la vida de Jesús, «embeberse» de los menores detalles, de las escenas, de los gestos y palabras de Jesús. Todo en la vida de Jesús se convierte así en el cumplimiento de su palabra:

«El que me ve a mí, ve al Padre» Jn 14,9).

Desde luego, esto presupone que, con el Concilio, confesamos llenos de confianza: «La santa madre Iglesia ha defendido siempre... que los cuatro Evangelios mencionados, cuya historicidad afirma sin cesar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos» (CoNc. VAT. II, Dei Verhum 19).

Tan sólo de esta manera es posible practicar aquella «aplicación de los sentidos», aquella «composición viendo el lugar», que San Ignacio recomienda para los Ejercicios (Ej., 47). Se ha señalado con razón que esta intensa meditación, aplicando los sentidos, de las escenas de la vida de Jesús significó un constante y fecundo impulso para el arte cristiano, que no se cansó (como se cansaría más tarde en nuestro siglo «crítico») de inclinarse para contemplar la vida de Jesús y meditarla (cf. A. BESANSON, L’image interdite. Une histoire intellectuelle de l’iconoclasme [París 1994], 246-248). La profunda desconfianza hacia la fidelidad histórica de los Evangelios, que ha ido creciendo desde hace 200 años, impide esta contemplación viva. Por otro lado, precisamente la crítica histórica ha enriquecido enormemente nuestro conocimiento intuitivo del tiempo y del espacio de Jesús, al revelarnos las raíces judías de sus gestos y palabras. ¿No sucede algo así como si El, por medio de la crítica, hubiera adquirido para nosotros mayor viveza, mayor actualidad, y como si El —me atrevería a decir— se hubiera «encarnado» más?

 

2. «Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo» (CIC 517). Su pobreza, su obediencia, su hambre y su sed, sus lágrimas por el amigo, sus noches de oración, su compasión por el hombre, todo en su vida tiene fuerza redentora. Por eso, redime y salva también la comunión con su vida. Por eso salva El a través de la Iglesia.

 

3. «Toda la vida de Cristo es Misterio de Recapitulación. Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera» (CIC 518). Santo Tomás desarrolló esta idea en su doctrina acerca de la gratia capitis: En todo cuanto Cristo vive y actúa, El es la cabeza de la nueva humanidad: «El es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,18).

Pero con esto entramos ya en las demás exposiciones del Catecismo: ¿Cómo se convertirá la vida de Jesús en nuestra vida? ¿Cómo lograremos participar en esa vida de Jesús?

En la encíclica Redemptor hominis dice el Santo Padre que «toda la riqueza de Cristo es para todo hombre y constituye el bien de cada uno»(CIC 519).

El Catecismo menciona tres caminos por los que Cristo quiere hacer que su vida sea nuestra vida: viviendo El su vida para nosotros, delante de nosotros y en nosotros:

 

1. «Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación “por nosotros los hombres y por nuestra salvación” hasta su muerte “por nuestros pecados” (1 Cor 15,3) y en su Resurrección “para nuestra justificación” (Rom 4,25). Todavía ahora, es “nuestro abogado cerca del Padre” (1 Jn 2,1), “estando siempre vivo para interceder en nuestro favor” (Heb 7,25)» (CIC 519).

La única razón de esta proexistencia de Cristo (para recoger aquí la expresión creada por el Prof. Heinz Schúrmann: Proexistenz «existencia en favor de») es su amor. San Juan de la Cruz, en su escrito Oración del alma enamorada, no exagera al sacar de ese pro me las siguientes conclusiones:

 «Míos son los cielos y mía la tierra. Mías son las gentes. Los justos son míos, y míos los pecadores. Los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mio y todo para mí».

 

No se expresa aquí una piedad individualista, sino el fundamento mismo de la Iglesia: ¡Cristo-nuestra vida!

2. «Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo» (CIC 520). La Encarnación significa: visibilidad de la salvación, que se hace palpable, audible, visible en la vida, la Pasión y muerte de Jesús. Por eso, forma parte siempre de la vida de la Iglesia el interés concreto por Cristo. De ahí que la Iglesia necesite siempre a los santos, en los que pueda «intuirse» a Cristo. En la imitatio Christi llegamos a ser partícipes de su vida: «Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15).

Para que lo exterior y lo interior concuerden, la vida de Cristo debe llegar a ser por entero nuestra vida:

3. «Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros... Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con El; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que El vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro» (CIC 521).

A continuación el Catecismo desarrolla un poco esta visión de los misterios de la vida oculta y pública de Jesús (CIC 522-667). Más aún: podríamos decir que todo el resto del Catecismo no es más que el desarrollo de esta perspectiva: en efecto, la liturgia y los sacramentos de la Iglesia son la continuación viva de lo que Jesús hizo «una vez para siempre» por nosotros: «Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque “lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios” (San León Magno)» (CIC 1115). También la tercera parte del Catecismo muestra ya en su título («La vida en Cristo») en qué perspectiva se contempla la moral cristiana. San Juan Eudes concreta las palabras de San Juan de la Cruz: Si Cristo es enteramente mio, entonces son míos también su corazón, su espíritu, alma, cuerpo, todas sus facultades. Yo debo utilizarlos para El, con El. En la lectura de la parte moral del Catecismo no habrá que perder de vista esta perspectiva: Os ruego que penséis que Jesucristo, Nuestro Señor, es vuestra verdadera Cabeza y que vosotros sois uno de sus miembros. El es con relación a vosotros lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Vosotros sois de El como los miembros lo son de su cabeza. Así desea El ardientemente usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de El (San Juan Eudes) (CIC 1698).

 

¡Alabado sea Jesucristo!