LA IGLESIA, FUNDADA

EN LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

 

 

PRIMERA MEDITACIÓN
día tercero

 

Y la Palabra se hizo carne

 

«“Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gál 4,4-5). He aquí “la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1): Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: El ha enviado a su “Hijo amado” (Mc 1,11)» (CIC 422).

Con estas palabras comienza el Catecismo el capítulo sobre Jesucristo.

Si es verdad que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (CONC. VAl. II, GS 22,1), ¡entonces habrá que decir eso mismo, y mucho más, del misterio de la Iglesia! Toda la luz de la Iglesia procede de Cristo. Con esta certidumbre comienza la primera frase de la Constitución dogmática del Concilio sobre la Iglesia: Lumen gentium cum sít Christus..., «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf. Mc 16,15)» (CoNc. VAT. II, LG 1).

Cristo es el centro; El es el sol de justicia; la Iglesia tiene únicamente la luz de Cristo, al igual que la luna sólo puede reflejar la luz del sol, según una comparación usada frecuentemente por los Padres (cf. H. RAHNER, Mysterium Lunae, en In., Synzbole derKirche [Salzburgo 19641, 91-173). Tal es la situación de la Iglesia en el tiempo de su peregrinación, durante el cual ella ansia permanere cum Sole (Sal 71,5 según la interpretación de San Agustín), permanecer junto a Cristo, que es el sol, y olvidarse de todas las fatigas de la peregrinación.

Si consideramos la situación actual de la Iglesia, nos preguntamos —llenos de preocupación— si la primera frase de la Lumen gentium se ha realizado de veras suficientemente. ¿A la Iglesia se la contempla de veras suficientemente a partir de Cristo y se la ve orientada hacia El? ¿Se la contempla en su ser en El? ¿No se habla demasiado acerca de la Iglesia? ¿La Iglesia no se ha ocupado demasiado de sí misma? El cardenal Ratzinger formuló ya este diagnóstico en el Sínodo extraordinario de 1985 (Synode extraordinaire. Célébration du Vatican II [Cerf, París 19861, 428-430). Cuanto más vuelva la Iglesia su rostro hacia Cristo, tanto más hará que resplandezca la luz de Cristo, y ella florecerá en su belleza.

Hay otro fenómeno que es motivo de preocupación. Llama la atención cada vez más la ausencia de Cristo en el lenguaje de la Iglesia. Hay programas enteros de pastoral con planes bien definidos, modelos para la acción, directrices, sin que se mencione una sola vez el nombre de Cristo. Algunos exigen que se hable menos de Cristo y más de Dios, para que no resalten tanto las diferencias con las demás religiones monoteístas.

Esta tendencia estuvo preparada por largos años de sigilosa erosión de la fe en la verdadera Divinidad de Cristo, y con ello en la verdadera encarnación del Hijo de Dios. Pero lo que la Iglesia es en su ser más intimo, eso lo recibe enteramente de Cristo. Al misterio de la Iglesia nos acercamos a través de la puerta de Navidad. Claro que sucede también lo inverso: el camino hacia el portal de Belén, hacia «el tabernáculo de Dios entre los hombres», lo encontramos Únicamente en la comunión de los que caminan en la fe: «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre», dice San Cipriano (CIC 181).

En realidad, Cristo y la Iglesia son una sola cosa. El Catecismo cita la maravillosa, sencilla y clara respuesta de Santa Juana de Arco, a quien sus jueces-teólogos pretendían sugerir que ella era quizás fiel a Cristo, pero no fiel a la Iglesia: «De Jesucristo y de la íglesia, me parece que es todo uno y que no es necesario hacer una dificultad de ello» (CIC 795).

Así que el día de hoy estará dedicado a la meditación de Cristo y de la Iglesia.

Volvamos al texto que sirvió de punto de partida, y con el que el Catecismo introduce la confesión de fe en Cristo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4,4-5).

En esta confesión central de fe en Cristo, formulada por San Pablo, encontramos los elementos de las cuatro meditaciones de este día:

 

1.     «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer»: el misterio de la encarnación será nuestro primer tema.

2. El envío del Hijo nos concederá gratuitamente la adopción de hijos. De la forma concreta de la condición de hijos tratará la segunda meditación: acerca de los misterios de Jesús.

3. El envío del Hijo tiene como finalidad un «nosotros», la creación de una comunión, la Iglesia. Cuando meditemos el Super hanc petram de Mt 16,18, lo haremos con la mirada puesta en esta fundación de la ekklesía como comunlon.

4. Finalmente se trata del «rescate» de los que se hallan bajo la ley: se trata de la redencion. Ecclesia ex latere Christi será el tema: la Iglesia nace «del costado de Cristo».

 

En las grandes festividades en muchos templos de mi país, también en la catedral de San Esteban, se interpretan y se cantan las denominadas «misas orquestadas». No hay ninguna de ellas, sea de Mozart o de Haydn, Schubert o Bruckner, que no se haga especialmente fervorosa y tierna cuando llega el «Et incarnatus est» del Credo, como si la música misma quisiera postrarse de rodillas y adorar: «Venite, adoremus!»

Ahora que nos aproximamos al año jubilar de la encarnación, nuestros pensamientos y oraciones deben también hincarse de rodillas y adorar el misterio de la Navidad. Con motivo del año jubilar, tal vez sea posible introducir de nuevo uníversalmente el gesto de postrarse de rodillas, en el Credo, cuando se pronuncian las palabras «et incarnatus est». En el Catecismo se halla el hermoso «texto breve» (CIC 563), que procede de un maestro espiritual —al que no mencionaremos aquí— de nuestro siglo: «Pastor o mago, nadie puede alcanzar a Dios aquí abajo sino arrodillándose ante el pesebre de Belén y adorando a Dios escondido en la debilidad de un niño» (M.-E. GRIALOU, Ich will Gott schauen [Friburgo de Suiza 19931, 96).

En primer lugar es la razón la que tiene que postrarse en adoración: la razón unida con la voluntad, con todo el corazón. ¡Qué exigencia se impone a la razón! La condición de Jesús de ser Dios y Hombre (la teandria de Jesús) no sería conciliable ni con la divinidad de Dios ni con la humanidad del hombre: así argumentaba hace algunos años un grupo de teólogos ingleses (J. HJCK, The Myth of God Incarnate). Se trataría aquí de una manera mítica de hablar. Y esta manera de hablar no enunciaría necesariamente verdades históricas. Seria también mítico el hablar de la concepción virginal de Jesús. Mítico, igualmente, el sepulcro vacío y la verdadera corporeidad del Resucitado. Pero entonces la Iglesia ¿qué realidad va a tener como misterio divino-humano?

Pocos años después del acontecimiento de Pascua, los cristianos cantan un himno —Pablo lo trasmite en la Carta a los Filipenses— en el que Cristo no sólo es adorado como preexistente en forma de Dios y en forma de siervo, igual a nosotros, obediente hasta la muerte, sino que a Cristo se le declara expresamente digno de adoración, y se dice que todas las criaturas del cielo, de la tierra y de debajo de la tierra deben hincarse de rodillas ante él. Y esto se afirma con palabras que, en el Antiguo Testamento, en Isaías (45,23), se refieren expresamente a la adoración de Dios. Este sigue siendo el gran obstáculo, el tropezadero para los judíos creyentes (y para los musulmanes).

El exegeta dominico, de origen judío, P. Francois Dreyfus, escribe a propósito: «Tiene uno que haber experimentado por sí mismo el camino espiritual de San Pablo para medir la enorme dificultad que supone para un judío ortodoxo la fe en el misterio de la encarnación... Tan sólo más tarde, a la luz de la fe, se descubre que la Trinidad y la encarnación no están en contradicción con el dogma monoteísta de Israel» (Jésus savait-il qu’il était Dieu? [París 19841, 63).

«Creed en Dios y creed también en mi» Jn 14,1): ¿Qué persona será capaz de decir tal cosa de si misma, a no ser en un delirio de grandeza y arrogancia? ¿Qué persona podrá decir de sus propias palabras: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35)? Ante la santidad de Jesús, Pedro se reconoce pecador y cae de rodillas en adoración (Lc 5,8); ante Jesús se postra el ciego de nacimiento y confiesa su fe Jn 9,38). Expresa también adoración el nombre con que los discípulos se dirigen a Jesús, a quien llaman el Señor (CIC 446-45 1). Son inseparables la fe en un solo Dios, el Padre, y la fe en un solo Señor, Jesucristo (1 Cor 8,6).

«La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana» (CIC 463).

Tan sólo en actitud de fe adoradora, la razón que busca podrá recibir la luz con la que comience a resplandecer y esclarecerse el misterio de la encarnación. Y entonces este misterio adquiere su maravillosa luminosidad que esclarece todas las cosas humanas y divinas: el misterio del hombre y el misterio de la Iglesia.

Hay dos textos del Concilio que exponen de manera especial la constitución «divino-humana» de la Iglesia. El primero se halla en el articulo segundo de la Constitución sobre la liturgia. En la liturgia se expresa el misterio de Cristo y «la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia, cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2; CIC 771).

El segundo texto es de suma importancia. Forma parte de las declaraciones centrales del Concilio Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia. Este texto, construido sutilmente, esboza con cuatro pares de conceptos la amplitud de los arcos de tensión que constituyen la única Iglesia del «único Mediador Cristo»: La santa Iglesia es al mismo tiempo «la comunidad de fe, esperanza y amor» y el «organismo visible», establecido por Cristo en la tierra y sustentado por El; la Iglesia es a la vez una «sociedad dotada de órganos jerárquicos» y «el Cuerpo Místico de Cristo»; es a la vez «el grupo visible» y «la comunidad espiritual»; es, finalmente, «la Iglesia de la tierra» y «la Iglesia llena de bienes del cielo».

Y ahora la conclusión: estos pares de conceptos «no son dos realidades distintas. Forman, más bien, una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano» (LG 8; CIC 771).

Con prudencia sigue formulando el Concilio:

«Por eso, a causa de esta analogía nada despreciable, (la Iglesia) es semejante al misterio del Verbo encarnado. En efecto, así como la naturaleza humana asumida está al servicio del Verbo divino como órgano vivo de salvación que le está indisolublemente unido, de la misma manera el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo, que le da vida para que el cuerpo crezca» (LG 8).

La humanidad de Cristo es, según una imagen empleada a menudo por los Padres y por Santo Tomás, el «órgano vivo de salvación» de la Divinidad de Cristo. En la prolongada lucha de los primeros siglos por la recta confesión de fe en Cristo, los concilios afirmaron que «en El (en Cristo) la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida» (GS 22,2). La humanidad de Cristo no es un instrumento pasivo; Cristo tiene un alma humana, entendimiento y voluntad, tiene un corazón humano: «Nos ha amado a todos con un corazón humano» (CIC 478).

En analogía con ello, la Iglesia no es un instrumento pasivo, sino que es un «organismo social» animado por el Espíritu Santo, con todos los dones humanos de sus miembros, con toda la cooperación humana de los individuos y de las comunidades, de tal manera que la Iglesia «está al servicio del Espíritu que le da vida para que el cuerpo crezca» (LG 8,1). Cristo sustenta a la Iglesia «incesantemente», incluso como este organismo visible. Pero, a diferencia de Cristo mismo, la Iglesia debe crecer todavía en El, debe buscar «sin cesar la conversión y la renovación» (LG 8,3). Cristo está consumado, pero la Iglesia «continúa su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (San Agustín, citado en LG 8,4), y no obstante lleva en si toda la gloria de Cristo como su amada esposa que es; nigra sum sed formosa, «soy morena, pero hermosa, muchachas de Jerusalén» (Cant 1,5).

San Bernardo lo comenta así: «¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestisima y un aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén... Si os disgusta la morena, contemplad con admiración a la hermosa (si horretis nigram, míramini et formosam)» (CIC 771, con excepción de la última frase). Lo que la esposa es, ella se lo debe por entero al esposo. El misterio de aquélla tiene su fundamento en el misterio de éste. Pero la puerta que conduce al misterio de Cristo es la Navidad: «Et Verbum caro factum est». Si adoramos incansablemente este misterio, crecerá en nosotros el sentido para entender el misterio de la Iglesia. Nos ayudará para ello el hincamos de rodillas al pronunciar «et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est».

 

¡Alabado sea Jesucristo!