CUARTA MEDITACIÓN
día primero

 

Dios realiza su designio: la divina Providencia (CIC 302)

 

En el año 1273, un año antes de su muerte, Santo Tomás de Aquino predicó en Nápoles, en su dialecto local, unos sermones sobre el Credo (Collationes in symbolum apostolorum). Su sermón sobre el primer artículo de la fe comienza con las siguientes palabras: «Lo primero de todo lo que los fieles están obligados a creer es que existe un solo Dios. En primer lugar hay que retener bien lo que esa palabra “Dios” significa. Significa tanto como “Soberano y Rector” de todas las cosas. Por tanto, creerá en Dios aquel que crea que todas las cosas de este mundo están regidas y dirigidas por El. Pero el que piense que todo sucede por casualidad, ese tal no cree que hay un solo Dios».

Creer en Dios y creer en su Providencia son cosas inseparables. Creer en el Dios creador no es posible sino cuando se cree, al mismo tiempo, que El es el «Soberano y Rector» de su creación. Pero lo de ser soberano y dirigir significa: conducir hacia el fin. Dios conduce a la creación hacia su fin, hacia su consumación: hacia la universalis Ecciesia apud Patrem (LG 2), hacia la perfecta comunión de los justos con el Dios Trino y Uno. «Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacía esta perfección» (CIC 302).

«Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó», dice el Concilio Vaticano 1

(CIC 302).

Junto al tema de la resurrección corporal, difícilmente habrá una doctrina de fe que la teología y la proclamación cristiana primitiva haya tratado tan intensamente como el tema de la divina Providencia. El mundo antiguo conoce, en el mejor de los casos, una providencia divina general. Pero le resulta extraña la idea de que la Deidad se preocupe de lo individual, de lo concreto. Y, sobre todo, constituye una tara la creencia en un fatum, en un hado, que está por encima de los dioses y de los hombres, un hado del que nadie es capaz de escapar. Muy diferente es el testimonio unánime de la Escritura: «La solicitud de la divina Providencia es con creta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (CIC 303).

Santo Tomás formula esta verdad de manera clara y distinta: «Así como no puede haber nada que no haya sido creado por Dios, así también no puede haber nada que no esté sometido a su gobierno» (S.Th. 1, q.103, a.5). Tal es indudablemente la prueba decisiva de la fe en la creación: el aceptar que la creación, en su totalidad y en cada una de sus partes, se halla en todo tiempo y de manera totalmente directa en manos de Dios: «¡Nuestro Dios está en los cielos, todo lo que quiere lo hace!» (Sal 115,3).

La fe en la absoluta soberanía de Dios es infinitamente consoladora. Todos los santos estaban profundamente impregnados de ella. El Catecismo nos ofrece dos testimonios, de las dos doctoras de la Iglesia, las únicas (hasta ahora). Uno de ellos son unas palabras de Santa Catalina de Siena: «Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin» (CIC 313). El otro es el famoso poema del consuelo de Santa Teresa de Jesús:

Nada te turbe, / Nada te espante

Todo se pasa, / Dios no se muda

La paciencia todo lo alcanza, ¡ quien a Dios tiene

Nada le falta, / Sólo Dios basta (CIC 227).

 

No sabemos quién es Dios, pero sabemos que El existe. No sabemos cómo dirige las cosas la Providencia divina, pero si sabemos que Dios lo conduce todo a su fin.

No conocemos de antemano los caminos de la Providencia de Dios, pero ninguno de nuestros caminos queda fuera de su Providencia. El papa Pío XII dijo en el año 1955 ante unos historiadores: «La Iglesia Católica sabe que todos los acontecimientos suceden según la voluntad o la permisión de la divina Providencia, y que Dios alcanza sus fines en la historia».

Esta verdad maravillosa y esencial de la Providencia soberana de Dios vamos a meditarla ahora desde tres aspectos, todos los cuales constituyen praefigurationes de la Iglesia:

a) La causalidad primera de Dios—las criaturas como causas segundas.

b) La Providencia y la oración.

c) La Providencia y el sufrimiento.

 

 a)     Dios obra todo—sus criaturas obran, también ellas

 

La santa a quien el papa Pío XI calificó como «la mayor santa de los tiempos modernos», y que quizás sea declarada doctora de la Iglesia (son ya veinticinco las conferencias episcopales que se lo han pedido al Papa), Santa Teresita (Santa Teresa de Lisieux), dice: «Dios no necesita a nadie (...) para hacer el bien en la tierra» (Ms. C, 3v).

Pero dice también: «Al poderoso Dios le gusta mostrar su poder sirviéndose de la nada» (LT 220 / 24.02.1897). Dice: «Jesús no necesita a nadie para llevar a cabo su obra» (LT 221 / 19.03.1897), pero dice también: «Jesús se sirve de los instrumentos más débiles para obrar milagros» (LT 201 /1.11.1896).

Dios actúa soberanamente. Para El no hay nada imposible (cf. Lc 1,37; Mt 19,26). Pero la criatura ¿será capaz de obrar algo? ¿O Dios será la causa única, universal, operante por sí sola? Con esta cuestión estamos tocando la razón más profunda de la dignidad de la criatura, especialmente de la dignidad humana, pero también la cuestión acerca del fundamento de la Iglesia y de su actividad.

La respuesta de Santo Tomás es de máxima importancia: Dios da a las criaturas no sólo el que ellas sean, sino también el que ellas actúen, cada una según se especie. Precisamente en esto se muestra el carácter incomparable y la magnificencia de la actividad de Dios como creador: en poner un «ser con entidad propia», y en sustentar esa entidad propia en su ser y en su devenir. «Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por si mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio»

(CIC 306).

Esto se expresa de manera especial en la libertad humana, que es una maravilla de la creación divina. Pablo dice: «Esforzaos con santo temor en lograr vuestra salvación. Que es Dios quien, más allá de vuestra buena disposición, realiza en vosotros el querer y el actuar» (Flp 2,12s). ¡Qué paradoja! ¡Nosotros debemos actuar porque es Dios quien actúa en nosotros! Desde el punto de vista de la pura razón, no se puede resolver ese entrelazamiento de la libertad divina y de la libertad humana. Y, sin embargo, hay accesos para comprenderlo.

Uno lo encontramos en el Catecismo en un lugar sorprendente: en la tercera parte, en el capítulo sobre la sociedad humana. Allí leemos:

«Dios no ha querido retener para El solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la Providencia divina» (CIC 1884).

«El gobierno (gubernatio) es tanto más perfecto cuanto mayor es la perfección que aquel que gobiema (gubernator) comunica a los que son dirigidos por él». Y Santo Tomás explica: Es mejor un maestro que no sólo enseña a sus alumnos, sino que los convierte además en maestros de otros. Esto quiere decir: la actividad de Dios como Creador y su Providencia son perfectísimas allá donde producen criaturas que sean lo más semejantes posible al Creador (S.Th. 1, q.103, a.6). Nos hallamos de nuevo en la doctrina acerca de la imagen de Dios.

Podemos expresarlo también de la siguiente manera: Dios se goza de que sus criaturas desplieguen su propia actividad. La Providencia de Dios muestra su perfección allá donde crea «providentes». En la criatura creativa resplandece darísimamente el Creador. El Creador no llega a ser más grande cuando sus criaturas se hacen más pequeñas. Contra esa equivocada «exaltación» de Dios, dice Tomás de Aquino: «Aquel que reduce la perfección de las criaturas, reduce la perfección del poder de Dios. Aquel que no reconoce que las criaturas tengan actividad propia, está pecando contra la bondad de Dios» (Summa contra gentes 3, 69).

 

Por el contrario, aquel que se goza de la actividad de las criaturas, de su perfección, está alabando con ello al Creador y a su Providencia. El gozo sencillo por una buena comida, el asombro por lo bien logrado de un trabajo manual, la profunda satisfacción por el éxito de la propia actividad, la emoción por un gesto de desinteresada generosidad: en todo ello resplandece, démonos cuenta conscientemente o no, la magnificencia del Creador en la actividad de sus criaturas. El que conozca el gozo de esta manera de ver las cosas, sabrá de qué estoy hablando. El sabor de este gozo es inconfundible. La Iglesia es mater et magistra de tales gozos, siempre que vive aceptando plenamente su condición de criatura y no se avergúenza de sentir alborozo por su fe en el Creador.

El gran peligro de nuestro tiempo es la obtusa insensibilidad, que no es capaz ya de sentir semejante gozo.

Creer en el Creador significa también creer en las cosas grandes que El espera de sus criaturas. Me parece a mí que la crisis más profunda que hay en la Iglesia consiste en que no nos atrevemos ya a creer en las cosas buenas que Dios obra por medio de quienes le aman (cf. Rom 8,28). A esa poca fe intelectual y espiritual, la tradición de los maestros de la vida espiritual la llaman acedia, hastío espiritual, un «edema del alma» —como lo

llama Evagrio— que sumerge al mundo y a la propia vida en un lúgubre aburrimiento y que priva de todo sabor y esplendor a las cosas. Esa tristeza, que hoy día corre tanto por la Iglesia, procede principalmente de que no accedemos con generosidad de corazón a lo que Dios nos pide y no queremos que se nos utilice como colaboradores de Dios (1 Cor 3,9) en todo lo que somos y en todo lo que hacemos. No existe mayor autorrealización de la criatura que ese hecho de estar siendo utilizada enteramente.

 

 b)     La Providencia y la oración

 

Dios no sólo nos cree capaces de libertad y de actuar por nosotros mismos, sino que además nos pide algo más grande de lo que en realidad somos capaces de hacer. Dios nos exige que colaboremos en sus obras, muy por encima de nuestras capacidades.

Citaremos una vez más a Santa Teresita, que expresa esta idea con incomparable claridad:

 

Un día en que pensaba qué es lo que yo podría hacer por la salvación de los hombres, unas palabras del evangelio me mostraron una luz viva. En una ocasión dijo Jesús a sus discípulos, al mostrarles los sembrados que estaban ya maduros: «Levantad la vista y mirad los sembrados, que están ya maduros para la siega» (Jn 4,35); y un poco más tarde: «La mies es abundante, pero los obreros son pocos. Rogad por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37s). ¡Qué misterio! ¿Acaso Jesús no es omnipotente? Las criaturas ¿no son propiedad de quien las creó? ¿Por qué, entonces, dice Jesús: «Rogad al dueño de la mies que envíe obreros»? ¿Por qué.. Jesús nos tiene un amor tan incomprensible que quiere que participemos con él en la salvación de los hombres? El no quiere hacer nada sin nosotros. El Creador del universo está aguardando la oración de un alma pequeña y pobre para salvar a los demás, que fueron rescatados lo mismo que aquélla al precio de su propia sangre (LT 135 / 19.08.1892).

 Por medio de nuestras acciones y obras somos capaces de cooperar con la Providencia de Dios. Por medio de nuestra oración podemos cooperar para que Dios obre algo todavía más grande de lo que nosotros somos capaces de lograr. «El no quiere hacer nada sin nosotros, pero El quiere hacer algo más grande por medio de nosotros y con nosotros».

Blaise Pascal dice en sus Pensées (695/513):

«¿Por qué Dios instituyó la oración? Lo hizo primeramente para comunicar a sus criaturas la dignidad de la causalidad...» En su extensa quaestio sobre la oración explica Santo Tomás: De algunas cosas podemos disponer nosotros porque se hallan en nuestro poder. Pero otras cosas de las que no podemos disponer somos capaces de realizarlas si las imploramos de Dios, que puede más que nosotros. Por eso, la oración de súplica es para Santo Tomás la forma primordial de la oración. Es expresión de que somos necesitados, de que dependemos de Dios. Pero es también el reconocimiento de que Dios es capaz realmente de hacer lo que nosotros le imploramos. Por eso, en la oración de súplica hay siempre un factor de adoración, de alabanza y de acción de gracias a Dios.

Mencionemos de nuevo a Santa Teresita. Pienso en su oración por aquel a quien ella llama «mí primer hijo», por Pranzini, el triple asesino, cuya conversión suplica ella a Dios; más aún: de cuya conversión está segura con plena confianza en «la misericordia infinita de Jesús». Sin dar señal alguna de arrepentimiento Pranziní se dirige a la guillotina, cuando de repente coge con fervor el crucifijo y besa por tres veces las llagas de Jesús. Teresa del Niño Jesús, fortalecida por esta señal implorada en la oración, se siente movida con vehemencia por el anhelo de «salvar almas» (Ms. A, 45v-46v).

Así que la oración de esta santa para colaborar en el plan salvifico de Dios conseguirá más que sus propias acciones. Dios quiere que nosotros cooperemos. «El Creador del universo aguarda la oración de un alma pobre y pequeña para salvar a los demás...».

 

 c)     La Providencia y el sufrimiento

 

Recuerdo la reunión extraordinaria del sínodo de obispos en el año 1985 —en esa reunión expresó el Santo Padre el deseo de que se redactara el Catecismo—, cuando el día 28 de noviembre el anciano cardenal Tomasek tomó la palabra. Terminó su intervención con las siguientes palabras:

 Hemos de trabajar por el reino de Dios, lo cual es mucho; pero es más todavía orar por el reino de Dios; hemos de sufrir con Cristo crucificado en favor del reino de Dios. ¡Eso sí que es todo!

 Cuando hubo terminado de hablar, se levantaron todos espontáneamente y aplaudieron al testigo de la fe.

 

Trabajar, orar y sufrir: ¡en este orden! Tocamos el misterio del sufrimiento, de la cruz. ¿Por qué el sufrimiento es «el principio del fin» de la cooperación en el reino de Dios, en la realización del plan de Dios? ¿Qué papel desempeña en ese plan el mal, la maldad, el sufrimiento? ¿Cómo penetró en la creación de Dios, que era buena? ¿Cómo lo permitió Dios? ¿Y por qué el camino hacia la Iglesia, como meta de los caminos de Dios, pasa por la cruz? Esta pregunta impulsará incesantemente nuestra meditación durante los próximos días. Terminemos este primer día, consagrado al plan divino de la creación como praefiguratio de la Iglesia, con unas palabras del cardenal Jean Daniélou: «Dios nos creó únicamente para hacernos partícipes de su bienaventuranza. Si Dios no nos hubiera creado para hacernos participar eternamente de su vida, no habría justificación de la existencia, el mundo sería absurdo. Tan sólo con la fe en el plan del amor divino, encuentra el mundo su sentido. El mundo halla su única justificación en el hecho de que, en Jesucristo, está destinado a la bienaventuranza. Tal es la respuesta a todas las objeciones de los que dicen: “Un Dios bondadoso no habría creado un mundo tan lleno de miseria y de tragedias”. Pablo responde que Dios, a través de todo ello, busca y construirá irrevocable y definitivamente la ciudad de sus hijos, una ciudad inundada por la luz trinitaria» (J. DANIÉLOU, Gebet als Quelle christlichen Han delns [Linsiedeln-Friburgo 19941, 123).