FRANCISCO DE ASÍS

IGNACIO LARRAÑAGA OFMCap 


I. ASCENSO Y DECLINACIÓN DEL CARISMA

De cuando en cuando aparecen en la Iglesia personalidades 
dotadas de condiciones especiales, que despiertan a los dormidos, 
cuestionan y amenazan estabilidades consagradas, abren horizontes 
nuevos y trazan rutas inéditas. Son los carismáticos. Igual que en una 
aventura, el carismático se lanza solitariamente por geografías 
desconocidas para explorar senderos que nunca nadie había 
recorrido anteriormente. 

Su mensaje parece nuevo. No lo es sin embargo; pero va revestido 
de tal empuje y resplandor, que tenemos la impresión de estar ante 
un fenómeno nunca presenciado. Generalmente, el nuevo mensaje no 
hace referencia a contenidos doctrinales, ni a actos cultuales, ni 
siquiera devocionales; sino que enfatiza en una actitud existencial, 
algo así como en un nuevo estilo de vida; las exigencias del mensaje 
son pocas y esenciales, y van anunciadas en un tono urgente y 
absoluto. En nada se parece a una enseñanza racional o a un 
enunciado doctrinal, sino más bien lleva una fuerte carga vital y va 
directamente dirigida al corazón.

A veces el profeta se yergue como un ariete ante los muros 
institucionalizados y organizaciones religiosas; y pareciera amenazar 
con acabar con todo lo que pacientemente se había edificado hasta 
entonces. Se trata de un profeta agresivo. Otras veces, en cambio, el 
profeta influye por el fulgor de su vida y la plena concordancia entre lo 
que dice y hace. A este grupo pertenece Francisco de Asís.

El carisma nace y crece espontáneamente, impulsado por una 
fuerza que le viene desde dentro, se resiste a ser enmarcado en 
determinados cuadros y se escurre de las manos de quien quisiera 
asirlo o manipularlo. Es como una llama desprendida del leño, 
dinamismo puro, en perpetuo movimiento igual que la vida, hasta el 
punto de aparecer frecuentemente como carente de solidez.

En torno al carismático se congrega un grupo de seguidores, 
atraídos por su fuego; y generalmente sin propaganda, y hasta, a 
veces, en contra de su voluntad. Y así, el carismático se torna en 
padre y maestro; y con frecuencia, y sin proponérselo, en modelo de 
vida; y, de esta manera, el movimiento que se genera a su alrededor 
lleva un cuño muy personal, parece improvisado y hasta versátil, 
como que se resiste a ser aprisionado entre los moldes de una 
definición. Por eso, a la hora de precisar en qué está la originalidad 
de un carisma nos hallamos en duros aprietos y nos vemos forzados a 
echar mano, para expresarlo, de vaguedades, diciendo, por ejemplo, 
que es un estilo de vida.

El ímpetu del carisma tiende a debilitarse. Al desaparecer el hombre 
carismático, su movimiento pierde el empuje inicial, y va derivando 
progresivamente en formas cada vez más recargadas.

Los sucesores no se sienten seguros; porque el carismático, y sólo 
él, era la seguridad. El grupo, para defenderse, consolidarse y para 
sentirse idéntico a sí mismo, necesita definirse con precisión; se 
intelectualiza el carisma, se trazan rasgos de personalidad, perfiles 
específicos. El mensaje original es sofocado bajo el peso de 
preceptos y prohibiciones; y aquella simplicidad inicial va 
desdibujándose en un fárrago cada vez más complicado de 
comentarios e interpretaciones. Y así, piedra a piedra, la institución va 
inexorablemente hacia arriba, mientras el espíritu primitivo va 
desvaneciéndose hasta reducirse a un recuerdo lejano.

Esta es, un poco o un bastante, la historia del franciscanismo. Y 
símbolo de esto es esa basílica gigantesca de la Porciúncula, en Asís, 
cobijando –¿aplastando?– (salvaguardando también, es verdad) la 
humilde capillita de la Porciúncula, siete metros de largo y cuatro de 
ancho, cuna del franciscanismo y epicentro de aquella aventura 
evangélica.


Personalidad de contrastes

Lo que originó Francisco, más que una Orden, fue un movimiento. 
Llamémosle provisoriamente «franciscanismo». Y en este movimiento 
lo que gravitó sin contrapeso, más que un código de leyes o una 
declaración de principios, fue la persona misma de Francisco. 
Podríamos decir que las notas o rasgos que constituyen este 
movimiento se acaban con la muerte de Francisco. Ningún otro 
personaje, aparentemente influyente como Elías, Juan de Parma, 
Aimon de Faversham o Buenaventura, ningún acontecimiento 
histórico como la reforma de los Observantes (siglo XV), o de los 
Capuchinos (siglo XVI), agregaron nada fundamentalmente nuevo al 
Carisma franciscano. A veces pienso, pero no estoy seguro, que, 
quizá, la única persona que aportó al movimiento franciscano algo 
original fue Clara de Asís.

Un hombre concreto, Francisco, hijo de Pietro y de Pica, se puso en 
camino bajo el impulso del espíritu; y vivió una experiencia espiritual 
diferente. Esta experiencia fue cristalizando en un comportamiento 
concreto, muy radical, y muy diferente a los esquemas 
contemporáneos de vida religiosa.

Se le juntaron compañeros y siguieron viviendo juntos. A pesar de 
que algunos de estos eran más aventajados que Francisco en letras 
como Pedro Cattani, o en creatividad organizativa como Bernardo de 
Quintavalle, el motor y alma siguió siendo Francisco; y el movimiento 
fue fraguándose en el troquel de Francisco, a su estilo y medida. 
Nunca nadie se hizo problema de liderazgo ni de autoridad; 
simplemente, y con naturalidad, el movimiento era Francisco. Mientras 
él vivió nadie puso en duda este hecho, inclusive cuando renunció al 
cargo de Ministro General. Más aún: nunca fue tan apreciado y 
amado como en sus últimos años, cuando era simplemente el 
hermano Francisco. 

El movimiento tuvo un crecimiento asombroso, casi inexplicable en 
los normales parámetros sociológicos. A los pocos años eran varios 
millares los hermanos. Todo sucedió en el lapso de veinte años. En 
tan breve espacio de tiempo el movimiento nació, creció, se extendió, 
entró en crisis, conoció intentos de reorganización. Francisco presidió 
esta marcha más por el fulgor de su vida que por sus dotes de 
conductor. 

Francisco está, pues, en el origen y en el centro del movimiento. Si 
todo carisma, por definición, es personal, hay que marcar con 
particular énfasis este carácter personal en el caso del carisma 
franciscano.

Interesa, pues, tomar conciencia de los rasgos de la personalidad 
del Pobre de Asís, porque ellos influyeron –y siguen influyendo, para 
bien o para mal– en el movimiento franciscano. A ningún observador 
se le escapa que la Familia Franciscana sigue prolongando y 
arrastrando algunos rasgos negativos de la personalidad de 
Francisco: como una cierta desorganización, un cierto dejarse llevar 
de la alegre improvisación, un cierto descuido de la eficacia, un cierto 
personalismo... Interesa conocer al hombre Francisco.

No hay en este hombre superposición de la gracia sobre la 
naturaleza o dicotomías disgregadas. Al contrario, diríamos que san 
Francisco es una simple elevación o sublimación de Francisco de 
Asís. Casi diría que no cambió nada. Simplemente sus energías 
vitales cambiaron de rumbo, de objetivo.

Hubo solamente una gran revolución interior libertadora, una 
impetuosa salida de sí mismo deslumbrado por el resplandor del 
Altísimo, una gran marcha pascual en que saltaron los quicios, 
estallaron los centros de gravedad y se desataron las energías. 
Francisco fue eso sólo: un adorador. Como efecto de esto, las 
grandes energías que tenía de nacimiento quedaron liberadas y 
disponibles; y las fue proyectando sobre todos los olvidados de 
aquella sociedad, y todavía le quedaron simpatías para entregárselas 
a las piedras y al lobo, a las estrellas y a la muerte. No cambió nada. 
El camarada que animaba a la juventud de Asís como indiscutible rey 
de fiestas, no se hizo anacoreta, ni siquiera monje, sino que, con toda 
naturalidad y espontaneidad, dio origen a grupos de amigos y 
hermanos, pequeñas fraternidades en ambiente familiar. El que fue 
desprendido y espléndido en los días de su juventud, más tarde no 
tuvo dificultad en desapropiarse resueltamente de toda propiedad en 
el nombre del Evangelio. No sofocó nada. El que cantaba a las 
muchachas bajo las ventanas de Asís, siguió cantando al dolor, al 
viento y al fuego. 

* * * * *

El hombre de Asís es parcialmente conocido en el gran público, 
mejor dicho, es unilateralmente conocido. Le rodea una leyenda 
dorada del «mínimo y dulce», el santo encantador, poeta y profeta, el 
hombre de la aventura y de la locura. Son estas, y otras, las 
cualidades que lo hacen popular y moderno.

Pero eso es un lado. Hay también otros panoramas. Estamos ante 
una personalidad compleja, no sólo por los rasgos constitutivos sino 
por sus actitudes originales y completamente imprevisibles. Se 
aunaron en él, con toda naturalidad, elementos contrastados que 
normalmente no coinciden en una misma personalidad porque 
parecen excluirse: fue penitente con maceraciones que hoy nos 
espantan, y al mismo tiempo, disfrutó como pocos de los encantos de 
la creación. Echaba ceniza a la comida, para privarse del sabor; y en 
su agonía pidió unas golosinas de almendra que había traído la Dama 
Setesolios. Fue anacoreta en las montañas y peregrino en los valles. 
Nacido en la opulenta burguesía, vivió en las chozas y durmió en los 
pajares. Respetuoso hasta el escrúpulo de los derechos ajenos, no 
tuvo escrúpulos en hurtar uvas, fruta, nabos y lo que encontrara para 
los frailes hambrientos, y esto en varias oportunidades.

Habiendo llegado a la choza una mujer pobre mendigando algo, v 
no teniendo nada para darle, le dio lo único que tenía: el libro de 
rezos, sin importarle mucho el quedarse sin rezos. A unos bandoleros 
los conquistó para el Señor con pan, queso y cariño. Recibió a la 
muerte cantando, improvisando en su honor una «liturgia» 
caballeresca, como si se tratara de la dama de los ensueños. Para 
que los hermanos enfermos no tuviesen escrúpulo en comer carne en 
días de abstinencia, él mismo daba ejemplo comiendo con apetito, 
para así, disipar los escrúpulos de los hermanos.

Fue reverente con la jerarquía eclesiástica, pero se mantuvo 
reticente en seguir sus orientaciones pastorales. Sostuvo en este 
campo un misterioso juego de sumisión y resistencia: a pesar de 
ofrecer «obediencia y reverencia a la Santa Romana Iglesia», no 
compartió las grandes inquietudes de la Iglesia de su tiempo respecto 
a los albigenses y sarracenos. No consta que saliera de su boca una 
palabra en contra de los albigenses, ni se alistó en ninguna campaña 
en su contra, como era el deseo y la vehemente insistencia de 
Inocencio III y del Cuarto Concilio de Letrán. No cuestionó ni protestó 
contra esas consignas. Simplemente hizo caso omiso de ellas, sin 
duda pensando que la posición evangélica era otra.

La «pastoral» que diseña y presenta en la Regla Primera (1 R 16) 
sobre el modo de evangelizar a los sarracenos es diametralmente 
opuesta a las orientaciones sobre esta materia de la Iglesia de aquella 
época. Estuvo con los cruzados en el sitio de Damieta, es cierto, pero 
con unas intenciones muy diferentes y contrarias a las de los 
Cruzados, del Papa y de su Legado en aquella Cruzada, el Cardenal 
Pelagio. Y la prueba es que, una noche, se deslizó Francisco desde el 
campamento de los cristianos al campamento de los sarracenos (con 
peligro inminente de su vida), presentándose ante el sultán 
Malek-El-Kamel, expresándose en francés (provenzal), y hablándole 
del Evangelio del Amor y de la Paz. Y este episodio está consignado 
en fuentes extrafranciscanas.

Este mismo juego de resistencia y sumisión mantuvo con el 
Cardenal Protector, Hugolino, Cardenal de Ostia, a pesar de que, con 
gran reverencia, lo llamaba «mi Señor Apostólico», en aquellos 
turbulentos años de la «gran prueba» y gran combate por la defensa 
del ideal evangélico, años 1219-1223.

Hay, pues, en su personalidad y comportamiento grandes 
contrastes: independencia y dependencia; admirable espíritu de 
libertad por un lado, y sumisión al espíritu del Señor por el otro, y una 
obediencia radical y literal a la letra del Evangelio.

* * * * *

Los rasgos paternos y maternos confluyeron en Francisco a través 
de los cauces genéticos y armaron una personalidad vertebrada, 
original, rica y sobre todo hecha de contrastes. De su madre, la 
Madonna Pica, mujer sensible oriunda de la Provenza, tierra de 
rapsodas y trovadores, sacó Francisco la ternura y la emotividad, la 
compasión, fantasía y creatividad, la espontaneidad y la intuición, en 
fin, todos los sentimientos de delicadeza. De su padre, Pietro 
Bernardone, personalidad ambiciosa y notable mercader, heredó 
Francisco el espíritu caballeresco, la sed de gloria y ardor guerrero en 
su juventud, su temple de líder, su audacia y espíritu de aventura, así 
como su tenacidad cuando algo importante emprendía. 

* * * * *

Contra lo que se cree popularmente, Francisco posee una 
personalidad resuelta, fuerte e independiente. Desde los días de su 
juventud procede en todo momento seguro de sí mismo: «Quería ser 
el primero en la ostentación», dice su biógrafo contemporáneo, 
Celano; y agrega que toda la juventud de Asís «lo admiraba e 
imitaba» (1 Cel 2).

En su conversión no consulta con nadie: «Ponía gran interés en 
que nadie supiera lo que llevaba dentro y no consultaba más que a 
Dios acerca de su propósito» (1 Cel 16). Cuando su padre Pietro 
Bernardone lo demandó ante un tribunal eclesiástico, para que 
restituyera los bienes pertenecientes al viejo mercader, Francisco 
reaccionó de manera inmediata y dramática: «Llevado a la presencia 
del Obispo, no tolera demora ni vacilación. Más aún, no aguarda 
palabras ni pronuncia alguna, sino que, en el acto, se desnuda 
totalmente y lanza sus vestidos a su padre restituyéndoselos» (1 Cel 
115). Y una vez que se le juntan hermanos, «nadie me enseñaba lo 
que yo debía hacer; sino que el mismo Altísimo me reveló que debía 
vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14).

En cuanto ve claro lo que hay que hacer, jamás retrocede, nadie es 
capaz de desviarlo y cualquiera oposición lo consolida en su 
resolución. En los meses de su conversión, ni las furias de su padre, 
ni las lágrimas de su madre, ni las burlas de su hermano fueron 
capaces de desviarlo del camino emprendido. El día en que el viejo 
mercader lo encerró en el calabozo, entre empujones, palabrotas y 
azotes, dice el narrador contemporáneo que el «joven salió de todo 
esto más decidido que nunca en sus propósitos» (1 Cel 73).

Desde que recibió la revelación personal de que el Evangelio, sólo 
y todo, tenía que ser la inspiración y legislación de la nueva forma de 
vida, ninguna autoridad eclesiástica consiguió doblegar su voluntad, 
ni hacerlo desistir de su idea. El Obispo quiso convencerlo de que 
aceptara unos pequeños terrenos, para que los hermanos pudieran 
trabajar en ellos y así ganarse la vida honradamente. Francisco le 
respondió: si tuviéramos propiedades, necesitaríamos armas para 
defenderlas; queriendo decir que toda propiedad es potencialmente 
violencia.

Fuese Francisco, con sus compañeros, a Roma para recabar de la 
Santa Sede la aprobación de la Regla. Los encuentros preliminares 
fueron con el Cardenal más influyente del Palacio Leteranense, Juan 
de San Pablo. Este prelado quería convencer a Francisco de que no 
se embarcara en una nueva fundación, sino que, más bien, se 
adaptara a las estructuras experimentadas de Órdenes antiguas. Y 
dice el narrador que Francisco «rechazaba con toda humildad» estas 
sugerencias (1 Cel 33).

Con Inocencio III, personalidad de gran empuje y alto corazón, 
necesitó Francisco tres audiencias, según recientes estudios 
históricos; y, en su presencia y ante el pleno del Colegio Cardenalicio, 
Francisco necesitó desplegar toda su apasionada inspiración, 
recurriendo, inclusive, a alegorías y parábolas, para conseguir, al fin, 
una aprobación tan sólo verbal.

Más tarde, en los años de la gran prueba, resistió una y otra vez al 
Cardenal Protector, Hugolino, en una serie de problemas candentes: 
en lo referente a los estudios; sobre si podían tener, o no, 
propiedades, conventos o bibliotecas; si los hermanos debían llevar, o 
no, cartas apostólicas que los acreditaran como católicos; si los 
hermanos debían aceptar, o no, prelacías y sedes episcopales: «Pido, 
pues, Padre, que no les permitáis de ningún modo ascender a 
prelacías para que no los domine la vanidad» (2 Cel 148).

Estos rasgos firmes de personalidad y esta seguridad de sí mismo 
lo llevarán, en momentos, a ciertas vehemencias temperamentales y 
actitudes autoritarias, contrarrestadas, eso sí, por su enorme 
capacidad de humanismo y empatía. En el clímax más alto de la gran 
prueba invocó la maldición del cielo contra el Provincial de Lombardía, 
Juan de Staccia, por construir, en la ausencia de Francisco, un 
Studium en Bolonia; y obligó a los hermanos allí residentes a 
abandonar en el acto el sólido recinto. Es de saber que nunca quiso 
poseer casas ni conventos para los hermanos, sino sólo chozas; y en 
esto se mantuvo firme hasta el final, originando, naturalmente, un 
formidable problema de organización para sus sucesores.

En uno de los momentos más desolados, estando gravemente 
enfermo en la cama, y habiendo sido informado de las audacias e 
innovaciones de los intelectuales, llegó a perder completamente el 
control e, incorporándose, dijo: «¿Quiénes son estos que quieren 
arrancar la Orden de mis manos? Cuando vaya al Capítulo van a ver 
quién soy yo» (2 Cel 188).

Hay que precisar, sin embargo, que muchas de estas actitudes de 
fuerza las tuvo Francisco en la época de aquella profunda crisis, en 
que se trabó (¡él que no había nacido para luchar!) en un sombrío y 
áspero combate por la defensa del ideal primitivo, crisis que los 
cronistas contemporáneos llamaron agonía. Los excesos se debieron, 
pues, en una buena parte, a su afán de fidelidad al ideal que el Señor 
le había revelado; y, en parte también, al hecho de ser 
temperamentalmente sensible y, por ende, impulsivo. Es aquel 
misterioso y eterno juego en que no se sabe dónde acaba la gracia y 
dónde comienza la naturaleza.

* * * * *

En su rica personalidad, y en contraste con lo dicho hasta aquí, 
Francisco posee también, y sobre todo, una sensibilidad poco común, 
algo así como una corriente de simpatía para con todas las cosas, 
que le hacía distinguir perfecta y simultáneamente (como si dispusiera 
de un radar mágico de mil oídos y mil ojos) el movimiento de cada 
insecto, el frescor o tibieza del aire, las formas y colores de los 
líquenes, hongos, musgo, insectos, batracios; sentía, sobre todo, 
ternura o piedad por las criaturas pequeñas e indefensas.

Y todo esto, a su vez, derivó en aquella sensibilidad artística y, 
sobre todo, en aquella inmensa empatía o capacidad de entrar en el 
mundo del otro, y participar y compartir el drama, el sufrimiento y las 
esperanzas de los demás. Todo esto, sin embargo, no fue tan sólo 
rasgo de personalidad, sino un amplio juego de la gracia y de la 
naturaleza de una admirable combinación armónica.

Metido ya en el proceso de su conversión, comenzó a «sentir la más 
tierna compasión hacia los pobres» (2 Cel 5); más aún, quiso 
experimentar la condición de pobre trocando su indumentaria de 
burgués por la de un mendigo; sentándose, escudilla en mano, en las 
escalinatas de la basílica constantiniana de San Pedro del Vaticano 
para pedir limosna (2 Cel 8).

La empatía deriva siempre en comprensión que, al fin, no es otra 
cosa que mirar al hermano desde él mismo. En la cabaña de 
Rivotorto, y a media noche, un hermano comenzó a gemir, 
desfallecido de hambre. Francisco hizo levantar a todos, para que 
acompañaran al hermano hambriento a consumir las pocas aceitunas 
y nueces que quedaban en la cabaña, y todo en un ambiente de 
fiesta. Después, siempre a media noche, le hizo reflexionar en el 
sentido de que las medidas de cada cual son diferentes y que cada 
uno debe llevar en cuenta sus propias limitaciones.

El narrador nos dirá que «su finura y nobleza de sentimientos lo 
hacían sumamente deferente, dando a cada uno el trato que le 
correspondía» (1 Cel 57). Y, en otra parte, dice que «demostraba 
cabal mansedumbre en el trato con todos, aviniéndose 
provechosamente con los temperamentos más diversos» (1 Cel 83).

Este bagaje de ternura lo volcaba preferentemente sobre los 
débiles, inseguros y acomplejados. El hermano Riccerio era de esa 
clase de personas que fácilmente tejen suposiciones, y gratuitamente; 
sufren, diríamos, de manía persecutoria. Se le metió, pues, en la 
cabeza que Francisco no lo quería; y por esto vivía sombrío y triste. 
Enterado del caso, Francisco le escribió una auténtica carta de amor: 
«... Hijo mío; por favor, quita de tu mente esos pensamientos. Has de 
saber que te quiero muchísimo. Más aún, te quiero más que a los 
demás. Ven a visitarme y te convencerás que es verdad lo que te 
digo...».

Por aquellos días, fray León, secretario y compañero inseparable, 
se dejó llevar de la aprensión de que Francisco le había retirado su 
afecto. Francisco, sensible como era, percibió lo que sucedía, y le 
escribió, con su mano llagada, una preciosa bendición que aún en 
nuestros días se usa entre nosotros.

Para tratar a los hermanos difíciles, ya cuando la fraternidad era 
muy numerosa, Francisco propuso a los ministros un amplísimo arco 
de insistencias basadas en la paciencia y en la mansedumbre. Pero al 
final llegó a la conclusión de que en la base de toda rebeldía subyace 
un problema afectivo. Los difíciles son difíciles porque se sienten 
rechazados. Por otra parte, sabía qué difícil es amar a los no 
amables; y que no se les ama precisamente porque no son amables; y 
cuanto menos se les ama, menos amables son, y que si hay algo que 
pueda sanar al rebelde, es precisamente el amor.

En sus últimos años lanzó la gran ofensiva del amor. A un ministro 
provincial, que se quejaba de la rebeldía de algunos hermanos, le 
escribió esta carta de oro, verdadera carta magna de la misericordia: 
«... Ama a los que te hacen esto. Ámalos precisamente en esto... y en 
esto quiero conocer si amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si 
procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que 
hubiere pecado, se aleje jamás de ti, después de haber contemplado 
tus ojos, sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si 
no la busca, pregúntale tú si la quiere. Y si mil veces volviere a pecar 
ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor».

* * * * *

En términos psicológicos diríamos que Francisco poseía un carácter 
primario. Llama la atención la instantaneidad con que pone en 
práctica, no sin cierta precipitación y a menudo sin reflexionar mucho, 
cualquiera sugerencia que él estime proveniente de lo alto. Teme las 
coartadas de la razón y las prudencias de la carne. No se siente bien 
con las lucubraciones intelectuales que fácilmente tienden a minimizar 
o desvirtuar las exigencias de la Palabra.

En los últimos años, cansado de tantas interpretaciones, epiqueyas 
y atenuantes, que los intelectuales provenientes de Oxford, París y 
Bolonia hacían sobre el Evangelio y la Regla, el Pobre clamaba: «A la 
letra, a la letra, hermanos; sin glosa, sin glosa». «Así como me dio el 
Señor decir y escribir pura y simplemente la Regla y estas palabras (el 
Testamento), del mismo modo quiero que las entendáis simplemente y 
sin glosa, y las guardéis con obras santas hasta el fin.» La 
instantaneidad va, pues, acompañada de concretez.

Cubierto con el escudo blasonado, pertrechado de yelmo, espada y 
lanza, mil sueños de gloria bailándole en el alma, rodeado de la 
juventud más dorada de Asís, iba Francisco hacia los campos de 
batalla de Appulia, para combatir a favor de los ejércitos del Papa. Al 
pasar por Espoleto oyó en sueños estas palabras: «Vuelve a Asís y 
allí se te dirá lo que tienes que hacer»; y al día siguiente regresó a 
Asís, así le calificaran de cobarde y desertor sus compañeros, sin 
importarle los comentarios de la ciudadanía o el ridículo en que 
quedaban él y sus padres.

En los días de su conversión entró Francisco en la arruinada capilla 
de San Damián. Después de orar largo y concentrado, fijos los ojos 
en el Cristo bizantino, oyó claramente estas palabras: «Francisco, 
repara mi iglesia.» Y, pensando que se trataba de restaurar los muros 
ruinosos, volvió a su casa; sin comer, cargó en su caballo los paños 
más vistosos y se fue a Foligno a venderlos, para, con su importe, 
poder comprar el material de construcción. Al día siguiente ya estaba 
convertido en un flamante albañil. No perdía el tiempo en interpretar 
las palabras de Cristo, sino que ponía todo su afán en traducirlas 
inmediatamente en práctica.

Fue probablemente el día más decisivo de su vida: el día en que 
sintió que sólo y todo el Evangelio había de ser la norma y la fuerza 
de su movimiento. Al escuchar el día de San Matías, en la capilla de la 
Porciúncula, el Evangelio de la Misión apostólica, Francisco, golpeado 
súbitamente y arrebatado por la novedad del texto, exclamó: «Esto es 
lo que buscaba. Esto es lo que quería. Esto es lo que ansío realizar 
con toda mi alma» (1 Cel 22). ¿Qué manda mi Señor Jesucristo?, se 
preguntó; ¿que no se lleve calzado? Se sacó los zapatos y los arrojó 
sobre un matorral. ¿Qué más manda el Señor?, ¿que no se lleve 
bastón?; y agarró el bordón de peregrino y lo tiró lejos. Se desprendió 
también de la túnica de ermitaño y la lanzó debajo de un arbusto. 
Tomó un rudo saco, lo cortó, lo confeccionó en forma de cruz con 
capuchón, se ciñó con una simple cuerda; y, santiguándose, salió al 
mundo, dirigiéndose a Asís, distante cinco kilómetros; en el camino 
comenzó a saludar como manda el Señor: «El Señor os dé la Paz»; 
subió las empinadas calles de la ciudad y comenzó a predicar junto a 
las columnas del pórtico del templo de Minerva. En este día, así tan 
simplemente, quedó sellada su vocación evangélica y la de sus 
seguidores.

Muy pronto se le juntaron los dos primeros compañeros: Bernardo y 
Pedro. Francisco no sabía qué hacer con ellos, pues no tenía plan 
alguno ni programa de vida. Les dijo: Mañana iremos a la iglesia de 
San Nicolás, y el Señor nos mostrará qué debemos hacer. A la 
mañana siguiente, llegados a la iglesia, permanecieron largo tiempo 
en oración. Luego Francisco se aproximó al altar con reverencia; y, no 
sin cierta solemnidad, abrió tres veces el misal, sometiendo la 
importante cuestión, con sorprendente ingenuidad y con la simplicidad 
de la fe que traslada montañas, al juicio de Dios, que el mundo llama 
azar. La respuesta del Señor fue clara: quien quiera seguirlo, debe 
vender todo; para el camino no debe llevar nada; ha de negarse a sí 
mismo, tomar la cruz y seguirlo. Francisco, mirando a los aspirantes 
dijo: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla, y la de cuantos 
quisieren convivir en nuestra compañía; id, pues, y cumplid cuanto 
habéis oído» (TC 28 y 29). Salieron de la iglesia, llegaron al bien 
abastecido almacén de Bernardo, y repartieron toda la mercancía 
entre los necesitados.

Y así, en la medida en que iban presentándose los problemas, fue 
solucionándolos bajo la orientación de la Palabra, entendida 
literalmente y radicalmente ejecutada. Esa fue su posición ante el 
Evangelio: una literalidad ingenua o una ingenuidad radical, texto y 
contexto, el espíritu y la letra, todo junto, vivido por una personalidad 
marcada por la concretez y la instantaneidad.

Y, es fácil imaginar: esta postura ingenua y radical frente a la 
palabra de Jesús, en la época en que Francisco era él solo y 
enseguida un grupito de incondicionales, dio por resultado una de las 
aventuras evangélicas más hermosas en la historia de la Iglesia. Pero, 
como puede imaginarse, también cuando muy pronto los hermanos 
fueron millares, esta simplicidad evangélica desencadenó un 
formidable problema de organización. No es de extrañar que, más 
tarde, los intelectuales y prudentes llegados de París y Oxford, se 
trabaran en aquel conflicto doloroso con el Pobre de Asís, aunque lo 
amaran y veneraran sobremanera. Este es otro aspecto digno de 
destacarse: Francisco tuvo adversarios, pero nunca enemigos. Los 
que se le opusieron y tanto le hicieron sufrir, lo amaron 
entrañablemente al mismo tiempo.

Dentro de su rasgo general de concretez, el hombre de Asís tenía 
también la tendencia instintiva de «plastificar» las verdades, 
dramatizándolas no pocas veces como en una obra teatral, echando 
mano frecuentemente de la alegoría y la parábola. Era, diríamos, un 
artista nato; como dicen: «El más santo de los italianos y el más 
italiano de los santos». Durante un sermón ante Honorio III y toda la 
Curia Romana, el entusiasmo desbordó a Francisco y comenzó a 
bailar (2 Cel 72). A veces «representaba en la predicación 
entremezclando sus palabras con mímica y gestos enardecidos» (2 
Cel 207). Recuérdese también el primer Nacimiento representado en 
Greccio unos años antes de morir.


II. NOVEDADES Y MOMENTOS ALTOS

Nunca fue el Hermano aquel tipo de intelectual que antes de 
ejecutar un plan, lo elabora mentalmente: las abstracciones las 
reduce a fórmulas prácticas, y éstas, a su vez, a prescripciones y 
determinaciones, acabando por concretar todo en una legislación. Al 
contrario, fue el tipo existencial que no se preocupa de pensar sino de 
vivir. Solamente eso: vivir simplemente y plenamente, teniendo como 
única inspiración y guía el Evangelio.

La legislación que más tarde dio Francisco a los hermanos no fue 
otra cosa sino una codificación de lo que se había vivido hasta 
entonces. Los Capítulos tuvieron inicialmente esa finalidad: los 
hermanos, llegados de todas partes del mundo, se congregaban, en 
Pentecostés, en la Porciúncula. Se encontraban, fraternizaban, 
revisaban las normas que se habían dado en el Capítulo anterior, 
analizaban cómo les había ido durante el año; por los resultados 
juzgaban de su practicidad; según los resultados también, los incluían 
en el proyecto de vida o los excluían; el Capítulo daba nuevas normas 
para experimentarlas durante el año entrante. Y así nació la «forma 
de vida» franciscana. La Regla nació de la vida.

Ahora bien, la vida se resiste a ser aprisionada entre los moldes de 
una definición. Es muy difícil, por no decir imposible, esquematizar un 
carisma, cuando el carisma, como en este caso, es eminentemente 
una persona y una vida. Trataremos, no obstante, de decir algo, 
resaltando algunos elementos que, por llamar de alguna manera, 
llamaremos novedades.

La primera y radical novedad fue la «revelación» que recibió 
Francisco, en el sentido de que él y su grupo debían vivir «según la 
forma del santo Evangelio». La historia fue la siguiente.

Después del tira y afloja entre las insistencias de Dios y las 
resistencias del joven Francisco; después que éste pasó 
columpiándose entre los reclamos de Dios y los reclamos del mundo, 
la visitación divina de la Noche de Espoleto dejó a Francisco 
definitivamente golpeado y herido. Busca la soledad para estar con 
Dios; convive con los leprosos y mendigos; restaura las capillas 
arruinados; vive situaciones ásperas con su padre hasta entregarle 
incluso sus vestidos, quedándose desnudo, y experimentando así el 
misterio de la pobreza, de la libertad y de la alegría; vive altas y 
profundas experiencias divinas en las soledades de los bosques.

Habían pasado dos años. Había sido hasta ahora un caminar de 
sorpresa en sorpresa, provisoriamente, por las vías de la fidelidad. 
Llama la atención la soledad completa en que había hecho este 
recorrido, un hombre, por otra parte, tan comunicativo. No consultó a 
nadie. No recorrió caminos trillados. No se hizo monje ni sacerdote ni 
cenobita. Dios lo lanzó a la oscuridad completa, a la incertidumbre 
completa para abrir rutas desconocidas. Pero, ¿qué rutas? Esperaba 
algo, pero no vislumbraba nada. De pronto la revelación, por muy 
esperada que fuese, surgió inesperadamente. 

En la capillita restaurada de la Porciúncula, el 24 de febrero, 
escuchó Francisco el Evangelio del día, el de la misión de los Doce: 
«Id y predicad. No llevéis dinero ni provisiones ni zapatos ni bastón, 
etc.» Francisco quedó impresionadísimo, como si nunca hubiera oído 
esas palabras; como si el mismo Jesús las hubiera pronunciado 
expresamente para él. Estaba estremecido, como cuando los profetas, 
en los tiempos bíblicos, recibían una revelación. Después de la misa, 
llevó al celebrante al fondo del bosque, le pidió una explicación sobre 
las palabras oídas; el celebrante se la dio y, agitando los brazos y 
como iluminado, dijo: «Esto es lo que buscaba; era esto lo que 
ansiaba; y este programa pondré en práctica hasta el fin de mis días» 
(1 Cel 22).

No tenía conocimientos precisos sobre lo que eran específicamente 
las otras Órdenes, sino una vaga e instintiva impresión. Por lo que 
había visto en los monasterios del Subasio y San Verecondo, 
Francisco sabía intuitivamente que no era esa forma de vida a la que 
el Señor le llamaba. Y al oír, en este día, el Evangelio, grita: esto sí, 
esto es lo que yo buscaba.

Hasta su muerte, consideró Francisco este acontecimiento como 
una revelación expresa del Señor para él y su grupo. Incluso unas 
semanas antes de morir, hace referencia a este día: «Y una vez que 
el Señor me dio hermanos, nadie me enseñaba lo que yo debía hacer, 
sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma 
del santo Evangelio» (Test 14).

Desde este instante, en que inicia la inmediata puesta en práctica 
de las palabras del Señor, quitándose los zapatos y la túnica; hasta 
que, veinte años después, en su agonía acaba celebrando la Cena 
del Señor, Francisco no fue otra cosa sino la fidelidad caballeresca a 
la revelación de este día, mimetizando los gestos del Señor, «pisando 
sus pisadas», cumpliendo literalmente sus palabras.

Cuando los hermanos fueron ya doce, y deseando ser aprobada 
esta forma de vida por la Santa Sede, intentaron aproximarse «a los 
pies de la Santa Romana Iglesia». Les informaron, sin embargo, que 
no era posible tal aprobación, sino en base de una legislación 
concreta, una especie de documento base. Francisco encomendó a 
dos hermanos la tarea de extractar del Evangelio aquellos textos que 
fueron sangre y vida desde el primer momento, y colocarlos en un 
cierto orden, y envolverlos en unas normas de vida, pocas y 
simplicísimas, armando una especie de estructura rudimentaria. El 
narrador dice estas palabras: «La forma de vida y Regla primitiva, 
aprobada por Inocencio III (1209), constaba principalmente de citas 
del santo Evangelio, ya que la perfección evangélica era la única 
anhelada por Francisco. Sólo insertó entre ellas unas pocas normas 
absolutamente indispensables para la buena marcha de la 
comunidad» (1 Cel 32).

Con esta Reglita («Regula»), de unos cuatro o cinco pequeños 
capítulos, se presentaron ante Inocencio III. La intención de Francisco, 
por encima y más allá del documento, era que el Evangelio mismo 
fuera declarado como única inspiración y legislación de la nueva 
forma de vida. En su fuero interno no era necesario que el Papa 
aprobara esta Reglita, sino que la confirmara, porque se trataba de 
cumplir toda la Palabra de Jesús. De parte de Francisco era una 
especie de cortesía el presentarse ante la Santa Sede, para que el 
representante refrendara la Palabra del Representado. 

Así lo entendieron en la Curia Romana Lateranense. Los 
cardenales y el Papa mismo objetaron esa forma de vida como utopía; 
estaban de acuerdo en que un grupito de idealistas podría ponerlo en 
práctica, pero nunca una fraternidad numerosa. El que rompió todas 
las vacilaciones y reservas fue el cardenal Juan de San Pablo que, 
tomando la palabra, dijo: si negamos la autorización a este hombre 
diciendo que es imposible de practicar esta forma de vida, entonces 
seamos consecuentes: también el Evangelio es utopía. Y les 
concedieron la autorización verbal, ad experimentum.

Allá mismo comenzó a vivirse la hermosa gesta evangélica, que 
duró unos quince años. El grupo fue creciendo aceleradamente. 
Aquella Reglita no servía para poner orden en la masa 
aceleradamente creciente y tan heterogénea. Se imponía una 
legislación más estructurada y menos evangélica. Francisco resistió 
varios años a esta sugerencia, afirmando que no hay más Regla que 
el «Evangelio de nuestro Señor Jesucristo». Y ahí se originó y se 
consumó la historia más apasionante y dramática por la defensa del 
Evangelio, historia que hundió a Francisco en aquella «agonía» de 
unos cuatro años.

Las circunstancias, los ministros y el Cardenal Protector 
presionaron de tal modo al Pobre que, llegada la primavera de 1221, 
subió el Hermano a las alturas bravías de Fonte Colombo, en el valle 
de Rieti, y redactó la Regia llamada no-bulada (1 R). Los intelectuales 
esperaban un documento estructural y realista. Se equivocaron. Esta 
Regla era, y es, una apasionada invocación y provocación a 
responder al Amor, documento en el que Francisco vuelca 
completamente y sin inhibiciones los ideales alimentados v retenidos 
desde la Noche de Espoleto, sin cuidar mucho las reglas gramaticales, 
con 96 textos evangélicos, haciendo caso omiso de los avisos de los 
intelectuales y sin tener para nada en cuenta las normas 
redaccionales de una legislación. Desde luego, pocos hombres habrá 
tan inútiles como Francisco (profeta y poeta) para redactar un texto 
legislativo.

La Regla no-bulada era un desafío para los que querían nuevos 
rumbos. Los ministros e intelectuales, sin embargo, no perdieron la 
cabeza, y procedieron con suma sagacidad, dando largas, sin aceptar 
ser provocados por los idealistas. Consiguieron que no se aprobara la 
Regla, y encargaron al Cardenal Protector de que, en adelante, 
tratara personalmente con Francisco todo lo referente a la legislación. 
El Cardenal, con una actuación paciente y dilatada, fue persuadiendo 
al Pobre en el sentido de que un documento legislativo, para ser 
aprobado por la Santa Sede, necesitaba concisión y precisión.

De nuevo, pues, subió el Pobre a las alturas de Fonte Colombo, y 
redactó otra Regla que, por lo visto, tampoco fue del agrado de los 
ministros e intelectuales, porque «se les extravió». Con infinita 
paciencia y dolor, con una tristísima noche oscura en el alma, subió 
de nuevo el Hermano a los roquedales de Fonte Colombo y, siguiendo 
las orientaciones de Hugolino, escribió la Regla oficial de los 
Hermanos Menores, que más tarde fue aprobada; una Regla breve y 
concisa según las indicaciones recibidas, sin apelaciones ni 
efusiones, con una drástica reducción de los textos evangélicos (de 
96 textos de la otra Regla, sólo quedaron seis), doce breves 
capítulos: más o menos el documento que querían los ministros. Pero 
aun así nadie pudo impedir que, en el encabezamiento y en el final del 
documento, estampara vigorosamente, como una protesta, aquellas 
palabras: «La regla y vida de los hermanos menores es esta: guardar 
el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en 
obediencia, sin nada propio y en castidad» (2 R 1 y 12).

Pocas veces, en la historia de la Iglesia, se ha dado una batalla tan 
llena de grandeza, pasión y aspereza por la defensa del ideal 
evangélico.

* * * * *

Para Francisco el Evangelio no es el «libro de los cuatro 
evangelios». Es el mismo Jesucristo, quien alcanzó plenamente al 
hombre de Asís, y éste se dejó seducir e invadir. Cuando Francisco 
habla de la «observancia del Evangelio», sobreentiende «pisar las 
pisadas» de Jesús, repetir en su vida la disposición interior, criterios 
de vida, consejos y mandatos, hacer lo que Jesús hizo.

El Evangelio no es, pues, para el Hermano una abstracción 
doctrinal o una intelectualización teórica, como sucede muchas veces 
ahora que está de moda el Evangelio. Es comprometerse a fondo y 
bajo todas las consecuencias prácticas con Cristo Jesús. Más aún, es 
apostar por Cristo.

Pero de este Jesucristo se le grabaron a fuego ciertos rasgos. A 
unos carismáticos los sedujo el Cristo Maestro y Doctor; a otros, un 
Cristo contemplando en las montañas; a otros, un Cristo sanando 
enfermedades y derramando bondad en los necesitados; a otros, un 
Cristo real y transhistórico. Al Pobre de Asís le impactó vivamente el 
Cristo pobre y humilde, con todo aquello que implicara 
desapropiación, desnudez, Kenosis. Y, como hombre sensitivo y 
concreto, lo estremecieron de manera particular los misterios que 
gráficamente expresan ese despojo, como son Belén y Calvario. 
Muchas cosas mandó hacer Jesús, pero a él le impactaron de manera 
especial los consejos apostólicos que exigían privación y desnudez.

Y de esta perspectiva cristológica nace la novedad general del 
carisma franciscano, una perspectiva (Cristo pobre y humilde) que 
nadie había advertido hasta entonces, al menos con tanto 
entusiasmo. De aquí también se originaron, con toda naturalidad, los 
rasgos peculiares o novedades del franciscanismo: la opción 
preferencial por los marginados de aquella sociedad: leprosos, 
mendigos, asaltantes de caminos y pecadores; el modo de entender 
la tensión autoridad-obediencia; eficacia o ineficacia apostólica; la 
interdependencia entre la fraternidad y la pobreza; el trabajo y el 
apostolado de la presencia. Y aunque nunca se preocupó de dar 
testimonio de pobreza, como nosotros, su preocupación apasionada y 
casi obsesiva fue siempre ser pobre como Jesús. Para la opinión 
pública, la novedad más relevante del franciscanismo es la pobreza.

Ahora, ¿por qué le impactó precisamente este Cristo pobre? 
Probablemente debido, en primer lugar, a su carácter sensitivo; en 
segundo lugar, por respirar, en su entorno, una piedad popular 
centrada en un Cristo humanado y doliente; y también, debido al 
hecho de haber vivido una de sus primeras y más fuertes experiencias 
espirituales con el Crucifijo de la ermita de San Damián. 
Efectivamente, estando todavía en el siglo, la imagen de Cristo 
crucificado penetró como centella en su alma, grabándosele a fuego y 
para siempre en la substancia primitiva de su espíritu; el tiempo nunca 
lograría cauterizar esa herida. Aquí comenzaba la peregrinación que 
habría de culminar sobre las rocas del Alvernia. Y, según san 
Buenaventura, esta escena puso el sello definitivo de la devoción 
franciscana.

Tres años antes de partir a la Casa del Padre, y tres meses antes 
de su estigmatización, la enfermedad tenía al Pobre de Asís 
arrinconado contra las cuerdas en el rincón de la cabaña de la 
Porciúncula. Ni siquiera podía moverse. Los hermanos le propusieron 
y se ofrecieron para leerle algunos fragmentos evangélicos, cosa que 
en otros tiempos tanto le emocionaba, para, de esta manera, mitigar 
sus dolores. Y, ante la extrañeza de todos, respondió el Hermano: 
«No, no hace falta. Conozco a Cristo Pobre y Crucificado y eso me 
basta» (2 Cel 205).

He aquí la síntesis de un ideal: una persona, Cristo; y éste, pobre y 
crucificado. Para Francisco no hay motivos para ser pobre, ni siquiera 
las ventajas que deja la libertad, la disponibilidad o la transparencia 
fraterna. El único motivo es éste: Cristo, siendo rico, se hizo pobre. 
Siempre que Francisco quiere sintetizar ante los hermanos el ideal de 
su vida, enarbola esta frase: «Seguir la vida y la pobreza del Altísimo 
Señor Jesucristo».

Desde los días de Dante la opinión pública sabe que no ha habido 
caballero andante que haya rendido a la dama de sus sueños tanta 
devoción y culto, como Francisco a la Dama Pobreza. Desde el 24 de 
abril de 1209, en que se desprende de la túnica y del calzado, hasta 
el 3 de octubre de 1226, en que manda que lo despojen de toda ropa 
y lo coloquen desnudo sobre la tierra desnuda para morir, Francisco 
de Asís fue sencillamente eso: un caballero que guardó altísima 
fidelidad a su Dama, «Nuestra Señora la Pobreza».

Un par de días antes de morir, Francisco envió a Clara y a las 
Damas Pobres (así llamaba caballerosamente a las Clarisas) unas 
palabras de despedida, a modo de testamento, que probablemente 
fueron las últimas palabras que dictó: «Yo, el hermano Francisco, 
pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo 
Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, y perseverar en ella hasta 
el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en 
esta santísima vida y pobreza. Y estad alerta para que de ninguna 
manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de 
quien sea.»

* * * * *

Hoy día, a partir del proceso de renovación conciliar, dentro de la 
familia franciscano se ha llegado a considerar la fraternidad como 
novedad o elemento constitutivo de su carisma, en el mismo nivel que 
la pobreza-humildad, que, entre nosotros, recibe el nombre de 
minoridad. Sería, pues, la fraternidad la novedad constitutiva, 
juntamente y en el mismo nivel que la minoridad. En una palabra, 
Hermano Menor constituiría la identidad carismática franciscano.

Dudo que Francisco tuviera conciencia explícita de esto. Es posible 
que se haya rescatado este valor por mirar la historia primitiva desde 
nuestra óptica tan sensible a los valores fraternos. De todas formas, 
las reiteraciones de Francisco, en sus escritos, son 
incomparablemente más insistentes sobre la pobreza que sobre la 
fraternidad; si bien, para un hombre existencial, más importancia tiene 
la vida misma que los escritos; y está a la vista que la vida de la 
primera generación se concretizó y se desplegó en forma de grupos 
humanos; no eran conventos sino hogares.

Si analizamos el género de vida de la generación primitiva, caemos 
enseguida en la cuenta de que el franciscanismo nació y creció en 
fraternidad, porque nació en la pobreza. Los hermanos nacieron como 
itinerantes: no tenían conventos ni monasterios; en el mejor de los 
casos, tenían chozas. Necesariamente tenían que ser pequeños 
grupos. En las chozas no tenían celdas independientes; todo era 
común, compartido, sin privacidad, abierto; la cabaña hacía las veces 
de dormitorio, refectorio, capilla. El modelo añorado de vivienda 
franciscana fue el tugurio de Rivotorto, donde transcurrió, aunque 
fugazmente, la época de oro del franciscanismo (1 Cel 42).

Naturalmente, en las chozas estaban los hermanos necesariamente 
intercomunicados. Era normal que los hermanos vivieran, no en el 
silencio y disciplina monacal, sino en una amplia y estrecha 
interrelación; y que, inevitablemente, cada grupo se transformara en 
una familia, como en un cálido hogar en que no hay mío y tuyo, en 
que todo es común: el alimento y la oración, los encantos y los 
conflictos, las crisis y las alegrías. Por ser pobres, nacieron como 
hermanos. Por lo demás, donde estaba Francisco, dada su 
personalidad, nacía en su entorno el clima de espontaneidad, calor y 
comunicación. Por eso, aún hoy, se atribuyen al franciscano ciertos 
matices hogareños como sencillez, cordialidad...; son un eco lejano de 
aquel clima familiar en que nació.

Este es, pues, el salto: de la pobreza a la fraternidad. Allí donde los 
miembros de una comunidad se bastan para todo y no tienen 
necesidades, es imposible generar un clima de hogar. El tener las 
necesidades satisfechas, resguardada la privacidad con una celda 
cómoda, asegurada la mesa y bien surtido el ropero, todo eso hace 
que, inevitablemente, los hermanos se replieguen hacia un 
individualismo solitario y autosuficiente.

En el caso del carisma franciscano, más que los principios 
doctrinales fue la vida misma la que abrió los cauces fraternos. Donde 
hay una necesidad, viene la ayuda del otro. La pobreza crea 
necesidades; y para solucionarlas, se abren los hermanos, unos a 
otros. Este género de vida se vivió en nombre del Evangelio en los 
primeros tiempos; y más tarde, casi al final, se codificó.

Francisco, siguiendo las «órdenes» de Jesús, comienza por un 
mandato drástico y lapidario: «Los hermanos no se apropien nada 
para sí, ni casa ni terreno ni cosa alguna» (2 R 6, 1). Pocas veces en 
tan pocas palabras se ha encerrado tanta revolución y tanta carga de 
profundidad. La permanente inestabilidad de los ocho siglos de 
historia franciscana, tantas reformas y cismas y luchas fratricidas se 
deben a estas palabras.

La propiedad da al hombre la sensación de seguridad; es apoyo 
psicológico y garantía de poder. Al no tener ninguna propiedad, el 
hombre queda como flotando en la inseguridad, vestido de debilidad y 
orfandad. ¿A quién acudir, dónde apoyarse para no sucumbir bajo el 
peso de la desolación? Francisco imagina a los hermanos caminando 
por el ancho mundo sin monasterios ni conventos ni hogar; y les dice 
que «dondequiera que estén o se encuentren unos con otros, 
manifiéstense mutuamente domésticos entre sí» (2 R 6,7).

He aquí la idea, y la palabra, genial: domésticos; esto es, la 
fraternidad hará las veces de casa. Manifestándose abiertos unos a 
otros, acogedores unos de otros y, de consiguiente, familiares entre 
sí, esta apertura-acogida fraterna hará las veces de hogar y de patria, 
supliendo ampliamente las ventajas de la consanguinidad. La 
seguridad (y cobijo) que a otras personas les da una casa confortable 
o un sólido monasterio, en el caso de los Hermanos Menores se la 
dará el calor fraterno.

Está bien. La casa es una necesidad primaria. Pero hay otras 
necesidades: comida, vestido, eventuales enfermedades. ¿Cómo 
solucionarlas? El dinero abre todas las puertas. Pero Francisco les 
ordena terminantemente: «Mando firmemente a todos los hermanos 
que de ningún modo reciban dinero por sí mismos o por sus 
intermediarios» (2 R 4,1). ¿Qué hacer, entonces? Otra vez Francisco 
dará el admirable salto de la pobreza a la fraternidad: «Manifiéstense 
confiadamente el uno al otro sus necesidades» (2 R 6,8). He aquí los 
hermanos abiertos unos a otros: unos para dar y otros para recibir; 
unos para exponer sus necesidades y otros para solucionarlas. Y así, 
tan simplemente, provoca Francisco el éxodo pascual, la «salida» 
hacia el otro.

Así, sin grandes teologías ni psicologías, Francisco lanza a los 
hermanos a la gran aventura fraterna en el campo de la pobreza. 
Desde el punto de vista evangélico, el capítulo VI de la Regla (2 R 6) 
puede considerarse como una manera sumamente original de 
organizar la vida, porque une en perfecto maridaje los dos grandes 
valores evangélicos: la pobreza y la fraternidad.

Francisco les da consejos para «cuando van por el mundo» (2 R 
3,10), lo que no es referencia a unas salidas esporádicas desde los 
lugares en que viven, sino que se refiere a su condición habitual de 
itinerantes. Supongamos, pues, que cuando van por el mundo en 
grupos de tres, a uno de ellos se le lastima el pie. Los otros dos 
vuelven por necesidad al herido para ayudarlo: el uno va en busca de 
agua o de lienzo, el otro lo cuida y lo cura. Más tarde, supongamos, 
una fiebre alta se apodera de otro hermano; detienen la 
peregrinación; los otros dos se preocupan, le entregan el cuidado 
como una madre, y su tiempo, día y noche, hasta que el enfermo 
recupera la salud. En una palabra, todos están salidos de sí y vueltos 
al otro.

Francisco imagina lo peor: que uno de los hermanos cae 
gravemente enfermo mientras van por el mundo. ¿En qué hospital, en 
qué enfermería internarlo? No tienen casa, ni hospital, ni enfermería, 
ni dinero para internarlo. ¿Qué hacer? Francisco viene a decir: la 
fraternidad será (hará las veces de) la enfermería: «Los otros 
hermanos deben servirlo como quisieran ser servidos ellos mismos» 
(2 R 6,9). Esto es: el cuidado fraterno «es» el hospital.

Por ser pobres, se necesitan. Al necesitarse, se ayudan y se aman; 
y al amarse, son felices; y todo, al «ir por el mundo». Y así, estos 
grupos se constituyen ante los ojos del mundo en señal indiscutible y 
profética de la potencia libertadora de Dios, que obliga a las gentes a 
concluir que Jesús está vivo. Y así, tan sencillamente, aparece un 
nuevo y estupendo apostolado: el testimonio evangélico del amor 
fraterno «para que el mundo crea».

Así, pues, la fraternidad es, tal como hoy se opina unánimemente 
en la familia franciscano, una novedad constitutiva del franciscanismo; 
no por las insistencias doctrinales de su fundador, sino porque los 
primeros hermanos nacieron como familias itinerantes.

* * * * *

La pobreza introdujo otra novedad en el estilo de vida de los 
Hermanos Menores: el trabajo comenzó a ser apostolado, apostolado 
de presencia.

Todavía cuando eran cuatro o cinco los compañeros que se habían 
agregado a Francisco, en el primer año, se sustentaban los hermanos 
pidiendo limosna de puerta en puerta. Muy pronto la ciudad de Asís 
comenzó a inquietarse y, más tarde, a irritarse en contra de los 
hermanos, por tener que alimentarlos. Las quejas llegaron a oídos del 
obispo Guido. Éste aconsejó a Francisco conseguir unos pequeños 
terrenos para que los hermanos trabajaran allí honradamente y así 
ganarse el sustento diario, y no hacerse gravosos a la ciudad.

El Pobre le resistió con el Evangelio en la mano. Guido no insistió. 
Francisco y los hermanos reflexionaron sobre la manera de conjugar 
la pobreza evangélica y el sustento de cada día. No había caminos, 
había que abrirlos caminando. Llegaron a la conclusión de que el 
trabajo tenía que ser el medio normal de sustento. Pero, ¿dónde 
trabajar? Los hermanos no tenían ni tendrían terrenos propios. ¿Y 
entonces? La conclusión se imponía por sí misma: trabajo a salario en 
heredades ajenas. He aquí otra de las novedades introducidas por 
Francisco, con tanta naturalidad, a nombre de la pobreza evangélica; 
una verdadera revolución en las estructuras de la vida religiosa de 
aquel entonces. Casi sin pretenderlo, casi sin darse cuenta, Francisco 
conseguía dos altas finalidades: el sustento de cada día y la 
presencia profético de los hermanos en medio del pueblo de Dios, 
particularmente entre los trabajadores.

Y así se vivió en los primeros años. Encontramos a los hermanos 
empleados en la más variada diversidad de actividades según las 
épocas y los lugares: traían agua potable desde las vertientes hasta 
las aldeas; en los bosques cortaban troncos para madera o para leña; 
se dedicaban a enterrar muertos, sobre todo en tiempos de epidemia; 
remendaban zapatos, tejían cestas, pulían muebles; según las 
épocas, ayudaban a los campesinos en la recolección de cereales, 
fruta, aceituna, nueces, uvas, recibiendo como salario especies del 
mismo género que ayudaban a recolectar; más tarde, en otras 
latitudes, los encontramos entre los pescadores y marineros, 
manejando pesados remos o redes de pesca; los encontramos, 
inclusive, en las cocinas de los señores feudales (2 Cel 161 y 178; 1 
Cel 25; TC 41 y 68; 1 Cel 18 y 21; TC 22 y 24).

Al entrar en la Fraternidad no se aislaban de su ambiente original; 
al contrario, consideraban su antigua profesión como el campo normal 
donde debían ejercer su apostolado. «Los hermanos, dondequiera 
que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros, no sean 
mayordomos o capataces, ni estén al frente de las casas en que 
sirven... sino sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan 
en la misma casa» (1 R 7,1-2).

Al salir al mundo para predicar, no descuidaban el trabajo manual. 
Era normal que los hermanos ayudaran en la labranza de los 
campesinos durante el día y, al atardecer, anunciaran la Palabra en la 
plazoleta de la aldea a los mismos compañeros de trabajo y a todo el 
pueblo. Iban de dos en dos por aldeas y ciudades, descalzos, sin 
cabalgadura, sin dinero, sin provisiones, sin protección ni morada fija. 
Al anochecer se retiraban a alguna ermita o leprosería para orar y 
descansar. En algunas oportunidades pedían hospitalidad en los 
monasterios. Casi todos eran jóvenes, pobres y felices; fuertes y 
pacientes, austeros y dulces. No maldecían contra la nobleza ni contra 
el clero. Se mezclaban preferentemente entre la multitud de enfermos, 
pobres y marginados (1 Cel 22, 88, 89; 2 Cel 155 y 78).


III. LA ORDEN FRANCISCANA, HOY

Hoy la Orden Franciscana en poco o nada se diferencia de las otras 
órdenes. Más aún, unos 25 años después de la muerte de san 
Francisco, la Orden Franciscana no se parecía en nada al ideal 
soñado por Francisco y vivido en la primera década; y los Hermanos 
Menores poco se diferenciaban de los dominicos o agustinos, salvo 
en el hábito. Se dio, pues, rapidísimamente un desmoronamiento 
vertical de la fisonomía primitiva en nombre de la organización y de 
una mayor eficacia en el servicio eclesial, clericalizándose la Orden, 
organizando los estudios al estilo de los dominicos, construyendo 
grandes edificios, y así los antiguos itinerantes acabaron por 
instalarse definitivamente.

Con una bula y otra bula conseguidas de la Santa Sede (cuando 
Francisco había «prohibido terminantemente», nada menos que en el 
Testamento, pedir tales bulas o privilegios), las grandes exigencias 
evangélicas fueron evaporándose como por encanto en medio de una 
áspera lucha entre los idealistas y los realistas (realismo), con 
predominio, por supuesto, de estos últimos. Con las bulas en sus 
manos y en lucha cerrada contra el clero secular (al principio unidos 
con los dominicos y más tarde en colisión con ellos), consiguieron los 
Hermanos Menores instalarse en el centro de las ciudades, organizar 
el culto, rivalizando con los párrocos.

San Buenaventura, con su prestigio y autoridad, confirmó y 
consolidó este status, y así... hasta hoy. Pero no se crea que la familia 
franciscana ha vegetado tranquilamente en esta instalación burguesa. 
Los idealistas y realistas han seguido luchando sañudamente en el 
seno de la familia hasta nuestros días, dando origen a cismas, 
llamadas reformas y escisiones de todo color. Francisco ha sido 
espina clavada en el corazón de la Orden: desafía, incomoda y nunca 
la deja en paz.

Los idealistas dijeron y dicen que somos traidores a los ideales de 
san Francisco; que el Pobre de Dios está allá arriba y nosotros aquí 
abajo. Rompamos con la instalación y regresemos a las montañas; 
desnudémonos de las seguridades y vivamos desapropiados entre los 
marginados, simplemente amándonos y amando. Los realistas 
respondieron y responderán que estamos bien así; que ya estamos 
sirviendo a la Iglesia con nuestras parroquias; que desde nuestros 
conventos ya impartimos la Palabra y la Salvación; que somos útiles a 
la Iglesia con nuestras instituciones; que es necesario tener en 
consideración las necesidades de la Iglesia; que, en fin, tenemos que 
ser realistas.

Lo que aparece evidente es que los tiempos en que vivió Francisco, 
y aun los posteriores, no estaban maduros para asumir y desplegar 
en gran escala los ideales del Pobre de Asís. Los tiempos que 
nosotros vivimos, en cambio, sí lo están.

LARRAÑAGA-IGNACIO

........................
Francisco de Asís, en Manresa 54 (1982) 217-238.