SAN FRANCISCO DE ASÍS
O EL ABSOLUTO DEL EVANGELIO EN LA CRISTIANDAD*


IVES M. CONGAR, O.P. 


Es útil o, podríamos decir, necesario, para comprender la 
originalidad y el mensaje de san Francisco, conocer la situación 
histórica y social de ese período del siglo XII al siglo XIII en el que él se 
sitúa: representarse, en definitiva, su Sitz im Leben (su medio 
ambiente vital), si tal expresión puede aplicarse a quien se nos 
aparecerá como el que ha sido, en estado puro, el peregrino del 
Absoluto. Si evocamos el estado de cosas en esa época, no es para 
fijar en ella a Francisco –precisamente él había salido de ella–, sino 
para percibir con mayor relieve su paso original.

Francisco nació en septiembre de 1182 y recibió en el bautismo el 
nombre de Pablo. Al mismo tiempo que en la vida, entraba en una 
sociedad netamente caracterizada por dos rasgos principales.

1.º Esta sociedad estaba estructurada según una jerarquía de 
«estados» o de «órdenes» estables, cada uno de los cuales tenía sus 
deberes y sus derechos, sus obligaciones y sus privilegios, honores o 
prerrogativas. Cada uno tenía su función, y podría decirse incluso, un 
firme sentimiento: el culto de la unidad que anima a toda la Edad 
Media, no entrañaba ningún deseo de uniformidad: por el contrario, 
es el sentimiento y el culto de la distribución orgánica de las tareas, 
según cierta clasificación, lo que comportaba en principio tres grandes 
categorías, en el interior de cada una de las cuales se distinguían, 
eventualmente, diversos subgrupos. Existían los orantes, los hombres 
de la plegaria, sacerdotes y clérigos: a veces se les ha comparado a 
las ovejas; luego, los bellatores o defensores, guerreros, caballeros y 
príncipes, que han sido comparados a los perros; y por fin, abajo 
–aunque podría decirse mucho mejor: en la base–, los laboratores, 
que se comparaban a los bueyes: el bajo pueblo de los obreros, 
agricultores, artesanos, comerciantes... Los mercaderes, que durante 
mucho tiempo habían sido ampliamente despreciados y apenas 
considerados como cristianos, adquieren mayor importancia y son 
cada vez más estimados en una sociedad que pasa netamente a una 
economía de dinero e intercambio. Esta misma progresión les permitía 
también acceder a la cultura. Naturalmente el ideal del caballero 
ocupa un lugar de elección, pero son ya evidentes algunos signos de 
oposición del pueblo bajo, al pueblo alto: los dos héroes de nuestra 
historia, Francisco Bernardone y Clara Scifi, fueron mezclados, en 
cierto modo, a la lucha del pueblo contra los castillos.

El sentimiento de clase y de jerarquía era tan fuerte que se 
manifestaba incluso en la Iglesia y en la vida religiosa, sobre todo en 
las comunidades de mujeres, donde las funciones del ministerio no 
transformarán, como en los hombres, la diferencia de condiciones 
sociales (1). Sería equivocado interpretar los hechos según nuestros 
sentimientos modernos, igualitarios e individualistas. La Edad Media 
veía en todo ello el valor orgánico de una familia ordenada. Las 
mismas comunidades franciscanas conocerán una distribución de las 
funciones en: predicadores, orantes y trabajadores.

2.º En esta sociedad jerarquizada y estable, existía lo que hoy 
llamamos una clase ascendente, la de los artesanos y comerciantes. 
Se podría llamar a esta época «el siglo de la lana» (2). Es sabido 
cómo los movimientos espirituales laicos, expresamente 
antieclesiásticos, del siglo XII, surgieron de modo masivo entre los 
«tejedores», y que el nombre de este oficio se convirtió en una de sus 
designaciones y casi en sinónimo de «herético» (3). Eran obreros de 
la lana, pero también negociantes de lana o tejido. Estos últimos 
formaban una clase burguesa rica, dedicados a negociar en ferias 
lejanas; esto les llevaba a viajar, lo cual comportaba tanto el uso del 
dinero y de las letras de cambio, como una ampliación de sus 
perspectivas. El padre de Pablo, Pedro Bernardone, pertenecía a esta 
clase: era el hombre más rico de Asís. Había viajado por Francia y 
este país era el de las ambiciones de su elevación social; a 
consecuencia de estos viajes, en los que se había enriquecido, 
cambió el nombre de su hijo Pablo por el de Francesco, del mismo 
modo que, en ciertas épocas, la burguesía moderna ha dado a sus 
hijos nombres ingleses –el «chic» inglés: «un sucedáneo prudente de 
la partícula»... (4). Pedro Bernardone se había casado con una 
provenzal, que enseñó a Francisco a hablar en francés. Mientras que, 
para el padre, Francia era el país de la promoción de la riqueza, a 
Francisco le gustaría hablar en francés para mendigar y cantar en 
francés en los momentos entusiastas en los que vivía al máximo su 
ideal de pobreza (5).

La clase ascendente, a la que pertenecía el padre de Francisco, 
estaba colmada de ambiciones y del sentimiento de su propia 
elevación. Pedro Bernardone había destinado a su hijo para 
sucederle; había orientado su educación y sus gustos hacia ese fin, 
con cierta inclinación hacia las costumbres caballerescas.

Esta inclinación es la que impulsaba naturalmente a Francisco. De 
no haber tenido lugar el encuentro personal con Cristo, 
indudablemente hubiera salido de la condición de mercader por la 
puerta de la aventura. Pero la aventura que lo condujo a Perusa le 
hizo caer prisionero, luego enfermo, y, después de intentar una 
segunda aventura militar, desembocó finalmente, a través de una 
conversación profunda, en otra aventura totalmente distinta, la de la 
santidad. En el seno de ese mundo jerarquizado, del que posee el 
gusto por los fastos algo ostentosos, donde ocupa una situación de 
riqueza, y en el que ha hecho todo lo necesario para conseguir el 
éxito. Francisco, a partir de sus veintitrés años (1205) comienza a 
convertirse, es decir, a darle la vuelta a todo su sistema de 
referencias y los principios de apreciación de las cosas. En una 
palabra, pasará a una búsqueda y una afirmación de la pura relación 
vertical con Dios. La expresión es perfectamente geométrica. Me 
excuso por emplearla, pero no he encontrado otra más adecuada. Por 
ello la utilizaremos más de una vez en este estudio.

Veremos de qué modo y hasta qué punto Francisco se libera 
totalmente de toda la trama bien definida, asegurada, ordenada, de 
las relaciones horizontales que constituían la sociedad terrestre, 
incluso la eclesiástica, para vivir de modo exclusivo, sin transacción 
alguna, la relación vertical del hombre con Dios, con toda su pureza e 
intensidad. Su plegaria, su grito, que nos refiere Bartolomé de Pisa, 
«¡Mi Dios y mi Todo!», no será solamente un grito de amor y de 
fervor: definirá exactamente el nuevo estatuto de su vida.

El mundo de comienzos del siglo XIII era ciertamente un mundo 
religioso. Pero la relación exclusivamente religiosa, de la que habla el 
Evangelio, que no se interesa por nada más, era vivida según unas 
coordenadas determinadas, es decir, en una situación social o 
eclesiástica, en el plano horizontal de las relaciones con los hombres 
y con las cosas. Francisco vivirá esa relación religiosa, la vertical de 
nuestra referencia a Dios, en estado puro.

Su liberación de todo vínculo social y de todo montaje terrestre, se 
operó a través de sucesivas aproximaciones que representaron, para 
Francisco, una ocasión de descubrimiento espiritual, una nueva 
apertura a una llamada y a una donación más radicales. Fue, en 
primer lugar, la enfermedad subsiguiente a su cautiverio de Perusa, y 
por la que Joergensen comienza su relato. Acto seguido, la expedición 
de caballería interrumpida por un sueño: ¿por qué abandonar al 
dueño y no seguir más que al vasallo? Si existe un soberano, ¿para 
qué desviarse del camino real? Es, por fin, el beso al leproso.

Hay en nuestras vidas un momento en que se nos ofrece la 
ocasión, o se nos dirige la invitación a realizar un acto por el que, si 
aceptamos esa onerosa llamada, nos sobrepasaremos a nosotros 
mismo abandonándonos a un porvenir oscuro, cuyas exigencias o 
consecuencias eventuales nos espantan. Por pequeño que sea, en sí 
mismo, el acto que se nos pide, lleva consigo la aceptación y el 
programa de nuestro futuro, o la negativa de una renuncia total y de 
una conversión radical.

No se debe poetizar el beso al leproso. A Francisco no le gustaba 
en absoluto la suciedad. Él mismo dice en su testamento, redactado 
veinte años más tarde, en su lecho de muerte, y que comienza 
precisamente con este episodio, que los leprosos le disgustaban 
profundamente. Si bien atraído ya por la vida de la soledad con Dios, 
tenía todavía apego a la mundanidad y el lujo. El beso al leproso no 
se presentó en su vida como un gran impulso de amor, sino como una 
victoria sobre su voluntad, e incluso como la realización de la regla 
que Dios le había comunicado en la plegaria: contradecir sus gustos, 
tomar como placer aquello que le repugnaba. Se trataba de cavar los 
cimientos de todo el edificio vaciándose de sí mismo, de su gusto y 
voluntad propias, a fin de presentarse vacío y disponible a la voluntad 
de Dios sólo.

La liberación de todo vínculo social y todo montaje terrestre se 
declaró definitiva y escandalosamente en 1207, en el episodio entre 
Francisco y su padre. Francisco, que había comenzado a dirigir sus 
pasos hacia Dios, llevaba todavía una vida mundana y dispendiosa. 
Su padre quería nuevamente la posesión de una suma de dinero que 
le había entregado y que la prodigalidad de Francisco podía usar con 
insensatez. Se dirigió al obispo de Asís, el cual recibió al padre y al 
hijo en audiencia. Francisco salió un instante, luego entró despojado 
de sus vestidos, no llevaba puesto más que su cilicio y sostenía el 
dinero con una mano y los vestidos con la otra. Lo depositó todo ante 
el obispo, y declaró: «¡Escuchad todo lo que tengo que decir! Hasta 
ahora he llamado padre a Pedro de Bernardone; pero ahora le 
devuelvo su oro y todos los vestidos que he recibido de él. En lo 
sucesivo no diré ya padre a Pedro de Bernardone, sino únicamente: 
¡Padre nuestro, que estás en los cielos!» (Leyenda de los Tres 
Compañeros [TC] 20).

Los lazos más decisivos que condicionan a un hombre son así 
desatados, no queda sino la dependencia vertical con el Padre que, 
con palabras del Sermón de Jesús sobre la montaña, cuida de las 
flores del campo y los pájaros del cielo. La pobreza toma aquí un valor 
religioso absoluto, e incluso, teologal, en cierto sentido. Francisco 
lleva, a partir de entonces, una vida de mendigo. Sin embargo, no se 
trata propiamente de austeridad, ni tampoco, en aquel momento, de 
imitación de Jesucristo y los Apóstoles, sino de la condición radical, 
simple y total, necesaria, para vivir únicamente de Dios y hacia Dios, 
en la dependencia inmediata y absoluta de su bondad. Por ello no 
insistiremos tanto sobre la pobreza como desnudez, como si Francisco 
la hubiera buscado por sí misma, menos todavía sobre cierto aspecto 
romántico de ella, cuya realidad es cierta, por otra parte, sino, 
especialmente, sobre el valor de la pobreza como condición de una 
relación religiosa absolutamente pura, íntegra, exclusiva, que es, en el 
fondo, el de la fe viva.

Tal será, en efecto, la religión de san Francisco.

Ella lo conduce, en primer lugar, a renunciar a la determinación de 
sus actos por razones provenientes de sí mismo o del mundo, o por 
cualquier cosa que no sea expresión de la voluntad de Dios, hic et 
nunc (aquí y ahora). A partir de su conversión, Francisco es invadido 
por un inmenso deseo de conocer la voluntad de Dios: a menudo 
ruega por ello. Se deja determinar por inspiraciones o palabras 
interiores, probando así a Dios su disposición de dar todo lo que a él 
atañe. Cuando no conoce positiva y actualmente la voluntad de Dios, 
está como indeterminado. Se le ve entonces consultar los Evangelios 
para obtener de ellos una respuesta (1 Cel 92-93; TC 25-29): un 
gesto que podría ser, ya superstición, ya falaz renuncia de nuestro 
esfuerzo de decisión, si no tuviera por contexto un propósito, 
perseguido y mantenido eventualmente contra sí mismo y hasta el 
heroísmo, de abandonarse pura y totalmente a Dios sólo, en la fe y en 
la esperanza. El día de la fiesta de san Matías, el 24 de febrero de 
1209, Francisco asiste a la misa de la capilla de la Porciúncula, y oye 
el Evangelio del día. Lo oye, y no solamente con los oídos del cuerpo 
y de la inteligencia: son unas Palabras dichas para él: «No llevéis oro 
ni plata ni cobre en vuestro cinto, ni alforja para el camino, ni dos 
túnicas, ni sandalias, ni bastón...» (Mt 10, 7-19; 1 Cel 22). Francisco 
había recibido de Dios la regla de su vida; Deus mihi revelavit, dirá, 
Dios me hizo comprender...

Cuando faltaban las indicaciones directas de Dios, Francisco lo oía 
hablar a través de los hombres. Interrogaba a los demás. Dios nos 
alcanza también por mediación de nuestros hermanos. Un día, 
habiendo llegado con el hermano Maseo a una encrucijada, Francisco 
no sabía qué camino tomar: él no iba a ninguna parte sino a donde 
Dios quisiese que fuese. Pidió entonces al hermano Maseo que 
cerrara los ojos y girase sobre sí mismo: el camino ante el que se 
detuviera, sería el de la voluntad de Dios... (Florecillas I, 10).

Esta disposición que, repitámoslo, sólo es posible en un absoluto de 
fe y de desapropiación de sí mismo, llevaba a Francisco a someterse 
a la voluntad de Dios que se expresaba, no solamente a través de las 
palabras y de los hombres, sino a través de toda criatura. Ya que 
recibía la creación entera del Padre, como una manifestación de su 
voluntad: era una hija de Dios, una palabra de Dios. Las Fioretti 
(Florecillas) nos han hecho familiares más de una escena 
encantadora de las que frecuentemente no se retiene más que su 
poesía. Porque había poesía en Francisco, pero también otra cosa, 
que era el elemento teologal: Francisco veía todas las criaturas como 
hijas del Padre; le eran, efectivamente, fraternas. Francisco hablaba 
de los pájaros, del fuego, del sol..., de la misma muerte, como de sus 
hermanos y hermanas, pero en el sentido teológico más fuerte de la 
palabra, y no solamente en virtud de una poesía amable.

Los amaba en sí mismos, pero no exactamente por sí mismos: los 
amaba con el amor con que amaba a Dios. Lo mismo sucedía con los 
hombres. Ninguna cualidad o situación humana determinaba su 
actitud en un sentido o en otro respecto a ellos, sino únicamente lo 
que le parecían ser desde el punto de vista de la voluntad de Dios. 
Así escribía en su Regla: «Todo hombre que viene a los hermanos, 
amigo o enemigo, ladrón o bandido, deberá ser recibido con bondad» 
(1 R 7).

Esta manera de considerar todas las cosas, es lo que determinó 
igualmente la actitud de Francisco respecto a todo lo que puede 
representar para el hombre un «poseer». El dinero, en primer lugar, 
pero también los libros, la ciencia, la respetabilidad: son tantos los 
recursos con los que el hombre puede contar en lugar de Dios, 
evitando así tener que recurrir a Él y dirigirse sólo a Él. El «apego» al 
«poseer» es presentado por Nuestro Señor como la contradicción 
misma de la fe en Dios, que consiste en apoyarse en Él (6), y es, para 
san Pablo, una idolatría, un desconocimiento de Dios (Col 3,5; Ef 5,5). 
También Francisco, con su manera de empujar el literalismo hasta el 
extremo, y traducirlo en gestos concretos, sólo quiere contar con Dios, 
tener únicamente lo que Dios le dé en cada instante: nada si nada 
quiere darle. Francisco aplica esta regla incluso en su predicación, y a 
veces queda cortado sin tener nada que decir.

Francisco sabe también que al destruir el verdadero y pleno 
sentimiento de la paternidad de Dios, el deseo de poseer, de tener 
algo personal, arruina el sentido de la verdadera y total fraternidad. 
Le decía a un hermano que quería tener un salterio: «No, hermano, 
porque cuando tengas un salterio, querrás tener un breviario, y 
cuando tengas un breviario, te sentarás en un púlpito como un gran 
prelado, y le dirás a tu hermano: ¡Tráeme mi breviario!» (Espejo de 
Perfección 4).

Esta religión del absoluto de la Fe, que no quiere tener más apoyo 
que Dios y tiene en él una confianza total, hace intrépido a Francisco; 
lo lleva a no contar en absoluto con las contingencias y prudencias 
humanas. El episodio más significativo y, en todo caso, el más 
espectacular, es el que marca la expedición de Francisco a Tierra 
Santa, y a Egipto, después del Capítulo general de 1219. Ante 
Damieta, Francisco, llevando con él al hermano Iluminado, abandona 
el campo de los Cruzados y se presenta en el campo musulmán para 
predicar el Evangelio al Sultán.

Se ofrece, incluso, a soportar la prueba del fuego con los 
sacerdotes musulmanes. ¿Acaso no había encontrado dos corderos 
en el momento de franquear el no man´s land (la tierra de nadie) 
entre los dos campos? ¿Acaso no avanzaba con la fuerza de la 
Palabra del Señor?: «Os envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 
10,16; Lc 10,3; LM 9,7-8).

* * * * *

La experiencia lo atestigua hoy todavía: cuando un hombre realiza 
de manera auténtica esta pura relación vertical con Dios, que 
encontramos en Francisco de Asís, cambia o crea algo en el orden de 
las relaciones horizontales. Podríamos evocar el caso de Gandhi. 
Parece que al encontrar una perfecta coincidencia con Dios, un 
hombre de plegaria y de fe encuentra también una coincidencia con 
los hombres y sus necesidades. Reencuentra los hombres, las 
relaciones humanas, pero desde Dios. Interviene nuevamente en los 
asuntos humanos, pero rebasándolos y aportándoles una posibilidad 
nueva.

Ante todo, una posibilidad de paz. Francisco, que de hombre rico y 
pródigo se había convertido en mendigo, en su propia ciudad, y 
provocando la burla de los demás, consiguió instaurar la paz entre el 
pueblo bajo y el pueblo alto, entre los minores y los majores (9 de 
noviembre de 1210) (7). «¡Bienaventurados los pacíficos porque 
serán llamados hijos de Dios!». Debería hacerse un estudio sobre el 
papel pacificador que ejercieron las Órdenes Mendicantes en los 
siglos XIII y XIV, e incluso en el siglo XV. Cuando aparece un hombre 
que está más allá de las querellas de los hombres, absolutamente 
puro y transparente, puede cumplir esa función de mediador y 
pacificador: fuera de eso, no puede querer el lugar de otros, puede 
solamente amonestarles, suplicarles, ponerlos ante el espejo de su 
propia verdad: su libertad permanece intacta, es ella la que finalmente 
decide, y, a veces, rechaza...

Siguiendo una línea análoga, Francisco cumplió un papel en la 
reforma de la Iglesia. Él no pretendió, en absoluto, reformar. En sus 
labios, bajo su pluma, no se encuentra una sola palabra de crítica. No 
acusa al sistema para reformarlo. Pero aportó tal ejemplo, un aire tan 
distinto, que algo había de suceder en el mismo sistema. Francisco 
tuvo conciencia de ello cuando en Roma se encontró en presencia de 
los grandes intereses de la Iglesia: «Dios nos ha llamado para ir en 
ayuda de la santa Fe, y para auxiliar tanto a los clérigos como a los 
sacerdotes de la Iglesia romana» (Espejo de Perfección 10).

Desde el momento en que hay un hombre de plegaria, un hombre 
de Dios, desde que un hombre realiza la relación religiosa auténtica 
con Dios, otros hombres vienen y lo siguen: se forma una comunidad. 
Esto es lo que sucede muy pronto alrededor de Francisco. Muy 
pronto, porque el aire estaba como saturado de aspiraciones a la vida 
evangélica y a la pobreza. Cuando nace Francisco, hacía tres años 
que Valdo había pasado no lejos de Asís, durante su viaje a Roma, 
adonde iba a solicitar del Papa Alejandro III y del concilio de Letrán la 
aprobación de su propósito de vida evangélica. Los movimientos de 
evangelismo y pobreza, la aspiración a una verdadera conversión 
cristiana –aquello era la «Penitencia»– (8), ejercían por todas partes 
un atractivo extremadamente vivo. Los cátaros, francamente 
heréticos, eran numerosos en Italia al norte de Roma, y se 
encontraban a la cabeza del Común de Asís desde 1203. Pero la 
irradiación de Francisco explica por sí sola la calidad de los que 
fueron atraídos por él. El hermano Bernardo de Quintavalle y los otros 
primeros hermanos, de nombre inolvidable: Rufino, Maseo, Junípero, 
León, Iluminado, Pacífico... Es también Guillermo Divini, «el rey de los 
versos»: oye predicar a Francisco cuando él pensaba en algo 
totalmente distinto, se une a él después de su predicación y le suplica: 
«¡Hermano, llévame lejos de los hombres y entrégame a Dios!» (2 Cel 
106; LM 4,9). Es el conde Rolando de Cattani (o de Chiusi), que dio el 
Alverna a Francisco, el que le decía después de un sermón: «Padre, 
deseo poder hablar un poco con vos de la salvación de mi alma» 
(Florecillas II, 1).

Una comunidad –más todavía: ¡toda una sociedad!– se forma así 
alrededor de Francisco. Será muy numerosa en poco tiempo: en el 
Capítulo de las Esteras en 1221, solamente doce años después de la 
completa conversión de Francisco, se contaban cinco mil hermanos 
(cifra que los historiadores actuales dejan en tres mil, pero que es ya 
bastante elocuente) (9).

Sin embargo, no era verdaderamente una Orden religiosa.

Si lo fue es porque no hubo otro remedio. Era preciso dar un 
estatuto a aquella fraternidad de hombres, y el Cardenal Hugolino fue 
a Perusa a presidir el capitulo de 1217: encuentro inevitable del 
Derecho y la Inspiración... Pronto la Iglesia romana hace evolucionar 
la fraternidad de penitentes de Asís hacia una forma regular de 
Orden. Sin embargo, y en la medida en que podía prevalecer y 
realizarse la idea de Francisco, no era posible pensar en una Orden. 
Una Orden pertenecía a lo sociológico: Francisco lo había 
abandonado. Él se situaba en el terreno o al nivel del hombre 
evangélico, de una antropología escatológica. Si él era el creador de 
una Orden, era propia y esencialmente en el sentido de una escuela o 
una sucesión de hombres entregados al puro Evangelio y al Reino de 
Dios. Es un hecho que ha suscitado y ha dejado una doble 
posteridad, que san Buenaventura se aplica a reunir: la Orden 
franciscana y el espiritualismo de los hombres de los últimos tiempos. 
Evidentemente, la situación eclesiológica de aquéllos y de éstos no 
era idéntica...

¿Qué estatuto de conversión al Evangelio ofrecía Francisco a sus 
hermanos? Nada de «conventos», sino «lugares», ermitas con 
cabañas de ramas y tierra, y una capilla pobrísima. Un conformismo 
con las reglas de la Iglesia: los que eran clérigos debían recitar el 
Oficio (fueron los franciscanos quienes crearon el Breviario). Pero, en 
general, se permanecía ajeno a las ideas y las costumbres corrientes 
sobre lo que debe ser una «Orden». Al principio, la organización se 
limitaba al mínimo. Francisco deseaba «lugares» de tres o cuatro, 
donde dos fuesen «madre», y se ocuparan del exterior, mientras que 
uno o dos fueran «hijos» y llevaran una vida puramente contemplativa 
(Regla para los eremitorios).

Sin embargo, cuando los hermanos comenzaron a ser numerosos, 
se hizo necesaria la organización. Desde el momento en que existía 
una comunidad, ya fuera una fraternidad, era preciso prever y 
organizar cierto número de relaciones horizontales, concretar fines, 
determinar ciertas reglas, incluso, ciertas obligaciones, tener locales 
comunes, fijar las atribuciones de los superiores, la forma de 
designación, etc. Desde el momento en que Francisco aceptaba 
recibir hermanos y consideraba la posibilidad de entrar en el 
movimiento de la vida eclesial, sabía que debería admitir un mínimo 
de organización, y él aceptó esta perspectiva. Pero permanecía ajena 
al movimiento más profundo de su alma, a su genio. Él mismo se 
sentía rebasado por el problema (10). Él lo remite a la Iglesia romana, 
en la persona del cardenal Hugolino, amigo suyo y de santo Domingo, 
llamado a ser, poco más tarde, Gregorio IX y, como tal, a canonizar a 
Francisco menos de dos años después de la muerte de éste (11).

No se trata de que Francisco no tuviera en absoluto una plena 
conciencia de su papel de fundador y legislador: la tuvo, por el 
contrario, e intentó cumplir esta función hasta el fin. Escribió más que 
santo Domingo, del que no poseemos una sola página que sea 
estrictamente personal, y ni una línea autógrafa, mientras que existen 
cerca de veinte textos y tres documentos autógrafos de san 
Francisco. Pero al leer los textos legislativos que nos quedan de él, 
debe reconocerse que, si bien están llenos de su espíritu, no eran 
aptos para organizar y regular un gran cuerpo de manera eficaz. 
Apenas alcanzan a precisar, en una 
serie de breves capítulos, diversos puntos de la «forma Evangélica», de ese 
comportamiento evangélico cuya fórmula encontramos en la letra del Evangelio, y que el 
movimiento de conversión o penitencia lleva a seguir identificándose a ella.

Pero ¿era practicable siempre y en todos los casos esa letra? Cada vez que se ha 
intentado socializar un ideal de pobreza absoluta, se ha reconocido que no. Lo mismo 
sucederá con el Padre de Foucauld en Nazaret, en 1896-99. La Curia romana se aplica a 
organizar algo que sea practicable. Asimila la Fraternidad a una Orden, con obligación de 
un noviciado y una jurisdicción propia (12). Modifica los textos de Francisco y no deja más 
que vestigios del primitivo designio (13): la Segunda Regla, en 1221, corrige la de 1209, 
limita la mendicidad y los ayunos, y organiza las funciones de 
gobierno.

Francisco partió para Oriente a comienzos del verano de 1219; no 
volvió hasta julio de 1220. El año anterior el hermano Elías 
Bombarone se había convertido en vicario de la Orden y adquirido 
desde entonces una influencia creciente. Apoyado por el conjunto de 
ministros, iba deliberadamente a llevar el juego de una adaptación a 
las exigencias de lo horizontal... El hermano Elías dejó pura y 
simplemente de lado la Regla escrita por Francisco: la perdió el mismo 
día... (14). Se eliminaron incluso varias cosas que expresaban, 
incontestablemente, el corazón y el pensamiento de Francisco (15).

Dirá Francisco: «¿Quiénes son los que se han atrevido a 
separarme de mis hermanos?» ¿Qué hace cuando se da cuenta de lo 
que sucede?

Francisco, seguido por los hermanos que habían venido a él desde 
los primeros años, se retira a la soledad para poder vivir en ella de 
acuerdo con el absoluto de su ideal. No únicamente por amor a la 
soledad, sino para permanecer plenamente fiel a sí mismo, tal como lo 
había dispuesto la luz de Dios.

Por otra parte, Francisco no se cansa de afirmar y se esfuerza por 
salvar los derechos de la forma Evangelii, de la pura referencia a 
Dios, de la absoluta libertad respecto a todo poseer y a las 
dimensiones horizontales de la existencia. En 1225, quería introducir 
en la Regla el artículo siguiente: «Cuando los ministros no se 
preocupen de velar para que los hermanos puedan observar la Regla 
en todo su rigor, se concederá permiso a los hermanos para seguir 
esta Regla, incluso contra la voluntad de los ministros» (cf. 
Joergensen, p. 312). Él mismo aplicaba concretamente esta 
disposición a los hermanos que recurrían a él. Le escribe al hermano 
León: «De cualquier modo que te parezca, hazlo con la bendición de 
Dios y con mi consentimiento. Y si es útil para tu alma o sea para tu 
consuelo y quieres venir a mí, podrás venir siempre, León...». La 
apertura es significativa... En su testamento, redactado entre mayo y 
septiembre de 1226, y cuya autenticidad es incontestable, dice 
Francisco: «Ordeno a todos los hermanos no solicitar jamás privilegio 
alguno de la Corte romana, ni directamente ni por intermediario, ni 
para una iglesia ni para un convento, ni siquiera para poder predicar, 
ni con el fin de escapar a las persecuciones. Si no se les recibe, 
deben marcharse y retirarse a otra parte para hacer penitencia, con la 
bendición de Dios». Francisco permanecía fiel a su inspiración: hacía 
de ella, en todo momento, la norma de vida de sus hermanos; 
transigía al mínimo con las componendas de un sistema social. 
Interrogado con respecto a la regla proyectada por el hermano Elías, 
y que era muy mitigada en la cuestión de la pobreza, respondió que él 
quería permanecer fiel a la vocación que Dios le había dado de seguir 
a Cristo en su pobreza, pero que si el Papa la aprobaba, ¡se podía 
seguir la regla del hermano Elías!

Todo esto plantea, con toda su fuerza, la cuestión de la actitud de 
Francisco respecto a la Iglesia, la de su postura como reformador, la 
del modo como justificaba su conformismo riguroso a las 
determinaciones de la autoridad pontificia.

En este aspecto como en los demás, Francisco tampoco crea un 
sistema; sin duda, ni tan siquiera se preocupó de formular una 
solución completa de manera teórica y satisfactoria para el espíritu. 
Afirmó simultáneamente dos resoluciones, con una continuidad 
inquebrantable de una manera cada vez más clara:

Por una parte, seguir íntegramente la llamada a observar la forma 
Evangelii sin comentarios acomodaticios, sine glosa (16). Ya que la 
forma Evangelii, por una parte, y su vocación a observarla sine glosa, 
por otra, provenían igual y directamente de Dios. El Señor había 
hecho comprender a Francisco que aquel debía ser su camino (17). 
Recordemos aquí que la Edad Media reconocía y honraba 
expresamente lo que nosotros llamaríamos un derecho de la 
conciencia, y que entonces se llamaba la ley del Espíritu Santo, lex 
Spiritus Sancti, que eventualmente ocupaba el lugar de la lex 
canonum (18). El derecho a seguir una llamada interior estaba 
formalmente inscrito en las disposiciones del mismo Derecho. Nadie lo 
discutía, por otra parte, y el papado lo respetaba religiosamente.

Francisco afirmaba además, con la misma fuerza, con palabras y 
actos, un respeto absoluto al sacerdocio, a la Iglesia, a la autoridad 
romana. En este punto, se separa totalmente de las corrientes de 
evangelismo y de pobreza de orientación antieclesiástica, que 
jalonaban la historia del siglo XII y los comienzos del XIII (19). En sus 
labios abundan las fórmulas y en su vida los gestos de veneración 
hacia los sacerdotes, los sacramentos, la Eucaristía, la Iglesia 
romana, el Papa. Había, a sus ojos, y si se nos permite volver una vez 
más a nuestra comparación espacial, una horizontalidad en la que se 
encontraba, como incorporada, la vertical más absoluta. Encontramos 
una actitud semejante en san Antonio de Cantorbery, quien, 
intentando regular su vida y su acción de acuerdo con una perfecta 
«teonomía», consideraba que las decisiones pontificias traducían 
ciertamente esta misma teonomía (20). Pero Francisco conserva, 
como signo propio, una nota de literalismo, de ingenuidad, y también 
de poesía grave y fresca, que le dará su encanto inigualable.

Así, no nos asombra ver las fórmulas que enuncian el aspecto más 
divino y absoluto de la vocación de Francisco y de su regla evangélica 
de vida, completarse con una mención a la Iglesia, en la que la obra 
de Dios toma cuerpo. El mismo pasaje del Testamento en el que dice 
Francisco: Ipse Altissimus revelevit mihi (el mismo Altísimo me reveló) 
añade et dominus papa confirmavit mihi (y el señor Papa me lo 
confirmó); de modo semejante, a la referencia absoluta a la forma 
Evangelii (forma del Evangelio) se añaden, en su lugar y en su plano, 
referencias a la forma sanctae Ecclesiae (Romanae) (forma de la 
santa Iglesia Romana) (21).

A través de estas precisiones, Francisco se separa totalmente de 
los movimientos evangélicos y reformistas, el más célebre de los 
cuales y, el más interesante, por lo menos en sus comienzos, es sin 
duda el del lionés Valdo. Los valdenses, prosiguiendo un desarrollo 
de tesis unilateralmente concebidas, habían llegado a negar la 
realidad del sacerdocio jerárquico o público. Francisco no elabora un 
sistema. Se había consagrado a una aproximación viva del ideal 
evangélico, tomado como absoluto, a través de compromisos 
concretos de vida: levantar iglesias, rezar, amar, cuidar a los pobres y 
leprosos... Vivió el absoluto del desprendimiento respecto a bienes 
terrenales y de todo lo que se puede calificar de «poseer», sin decir 
jamás una palabra contra la sociedad o la propiedad. Fue reformador 
y, sin embargo, no se encuentra una sola palabra de crítica, dirigida a 
la Iglesia o al estamento clerical, en los textos, relativamente 
numerosos, que tenemos de él.

No hay, no puede haber, organización que traduzca 
adecuadamente el Evangelio. Tampoco un programa que esté 
definido de una vez para siempre. Pensarlo llevaría a creer que el 
Absoluto puede ser formulado adecuadamente en el plano de lo 
relativo. Respecto a ese Absoluto del Evangelio no podemos sino 
presentar consecuciones precarias, parciales: especie de parábolas 
de su justicia perfecta...

Entre esas parábolas humanas, la vida de san Francisco de Asís 
es, sin duda, la más próxima, la más semejante. Le aplicaríamos, con 
gusto, las hermosas palabras del padre Allo a propósito de san Pablo: 
ha sido «el primero después del Único».

CONGAR-IVES-M

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NOTAS:
* Texto inédito de una conferencia pronunciada en el ciclo de 
Humanidades cristianas, en Estrasburgo, el 18 de febrero de 1952, en 
el curso de una serie titulada «Les Pèlerins de l'Absolu» (Los 
Peregrinos del Absoluto), y bajo el título que lleva este trabajo. Sólo 
conocemos el título de la obra siguiente, aparecida después, que 
parece considerar a san Francisco bajo un ángulo análogo al de 
nuestra conferencia: S. Verhey: Der Mensch unter Herrschaft Gottes. 
Versuch einer Theologie des Menschen nach dem hl. Franziskus von 
Assisi. Düsseldorf, Patmos-Verlag, 1960 (cf. Collect. Franc. 1962, 
168-170).

En nuestro estudio hacemos referencia, particularmente, a las 
obras siguientes: H. Boehmer: Analekten zur Geschichte des 
Franziskus von Assisi, Tubinga-Leipzig, 1904.- J. Joergensen: San 
Francisco de Asís. Su vida y su obra, Buenos Aires, Ed. Difusión, 
1945.- O. Englebert: Vida de San Francisco de Asís, Santiago de 
Chile, Cefepal, 1973.- L. Hardick: Franciskus, die Wende der 
mittelalterlichen Frömmigkeit, en WissWeis 13 (1950) 129-141.

No ignoramos que el estudio crítico de las fuentes de nuestro 
conocimiento de san Francisco ha realizado grandes progresos desde 
Paul Sabatier e incluso J. Joergensen. Pero nuestra interpretación 
creemos que permanece independiente de las opciones tomadas 
sobre la base de esos estudios críticos. Para la historia de la 
historiografía franciscana, véase F. van den Borne: Het probleem van 
de Franciscus-biografie in het licht van de moderne historische kritiek, 
en SiFr 58 (1956) 241-320 (cf. Selecciones de Franciscanismo n. 1, 
1972, 68-72). También: Relazioni del X Congresso Internazionale di 
Scienze Storiche, t. III: Storia del Medioevo, Florencia 1955, pp. 403 
ss. Y diversos estudios publicados durante los años 1955 y siguientes 
en la revista Sint Franciscus y recensionados en RHE 52 (1957) 
366-371.

1. L. Hardick, l. c., pp. 130-131, cita a este respecto un texto 
significativo de santa Hildegarda (Ep. 116, en PL 27, 338).

2. Bargellini titula así el capítulo primero de su San Francisco de 
Asís, Madrid, Rialp, 1959.

3. Documentación muy considerable. Véase H. Grundmann: 
Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Berlín 1935, pp. 31 ss.

4. J. Romains: Les hommes de bonne volonté, t. III, p. 240.

5. Numerosos testimonios. Cf. K. Esser: Die religiösen Bewegungen 
des Hocmittelalters und Franciskus von Assisi, en Glaube u. 
Geschichte. Festgabe J. Lortz, Wiesbaden 1958, t. II, pp. 287-315, 
esp. p. 299, n. 32.

6. Nadie puede servir a dos señores; es preciso elegir entre 
«Mammón» y el «Amén» de la fe (numerosos filólogos creen que 
ambas palabras tienen la misma raíz, que expresa la idea de tomar 
apoyo): Mt 6,24; Lc 16,13.

7. Buscando las razones del ascendiente y de la irradiación de 
Francisco, escribe L. Lavelle: «Sin duda todas se fundamentan en ese 
estado de simplicidad perfecta, en ese desprendimiento absoluto del 
amor propio que, al abolir los obstáculos que separan el alma de Dios, 
hacen visible su presencia y evidente su acción a través de todos los 
acontecimientos en los que nos encontramos mezclados» (Quatre 
saints, París 1952, p. 64).

8. Véase sobre este tema tan importante el Excursus 3, «Busse», 
en Esser y Hardick: Schriften..., pp. 199 ss.- Sobre los movimientos de 
pobreza y evangelismo, véase H. Grundmann: Religiöse Bewegungen 
im Mittelalter, y K. Esser: Die religiösen Bewegungen des 
Hochmittelalters...

9. La fecha asignada para ese Capítulo famoso varía según los 
autores: Joergensen y Englebert dicen: 1217. Otros: 1219. Los más 
recientes historiadores: 1221. Sin embargo, Mlle. R. B. Brooke, Early 
franciscan Government. Elias to Bonaventure, Cambridge 1959, dice: 
en Rieti (no en Asís), en 1222.

10. Le decía al cardenal Hugolino: ¿Qué haré yo si los hermanos 
estiman que soy incapaz de permanecer al frente de ellos para 
gobernarlos? Cf. Espejo de Perfección 64.

11. Obsérvese este texto significativo de la vida de Gregorio IX 
(Hugolino), en Vita Gregorii IX (ed. Muratori, t. III, Milán 1723, col. 574): 
Minorum ordinem... sub limite incerto vagantem novae regulae 
traditione direxit et informavit informem.

12. Bula Cum secundum, del 22 de septiembre de 1220. 

13. Por ejemplo: Francisco había repetido, al menos parcialmente, 
en su Regla de 1221, el texto de misión de Lc 9,3 y 10,5 ss. A 
instancias del cardenal Hugolino y de los ministros que juzgaban 
inaplicable al pie de la letra ese punto de la forma Evangelii, Francisco 
lo dejó de lado en su Regla definitiva.

14. Testimonio de la LM 4,11. Acerca de la acción y el gobierno de 
fray Elías, véase R. B. Brooke: Early franciscan Government. Elias to 
Bonaventure (rehabilita, en cierta medida, a fray Elías). Compárese, 
en el mismo sentido, la referencia del DHGE, t. 15, fasc. 84 (1961), 
col. 167-183, por Lorenzo di Fonzo.

15. J. Joergensen, o.c., pp. 312 y ss., da numerosos ejemplos. Así, 
Francisco quería que se pusiera en la Regla que si los ministros no 
velaban por una observancia literal de la misma (sobre todo en la 
Regla de pobreza), sería lícito a los hermanos observar la Regla 
contra la voluntad de los ministros. El cardenal Hugolino, viendo en 
ello un evidente peligro de divisiones, hizo inofensiva esta disposición, 
bajo la apariencia de arreglar solamente la fórmula (cf. 2 R 10). He 
aquí los dos textos:

Texto de Francisco: "Que los hermanos deban y puedan recurrir a 
sus ministros; los ministros, por su parte, estén obligados a conceder 
a dichos hermanos, con benevolencia y liberalidad, lo que les han 
pedido por obediencia; y si los ministros no quieren hacerlo, los tales 
hermanos tengan licencia y obediencia para observar literalmente la 
Regla, porque todos, tanto los ministros como los súbditos, deben 
estar sometidos a la Regla" (Sabatier: Opúsculos, I, p. 94).

Texto de Hugolino: "Y dondequiera que estuvieren los hermanos, 
que supiesen y conociesen que no pueden observar espiritualmente 
la Regla, a sus ministros deban y puedan recurrir. Los ministros, por 
su parte, recíbanlos caritativa y benignamente y tanta familiaridad 
tengan para con ellos, que éstos les puedan decir y hacer como los 
señores a sus siervos; porque así debe ser, que los ministros sean 
siervos de todos los hermanos" (2 R 10).

16. 1 R Pról.: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo...»; 1 R 
22: «Guardemos, pues, las palabras, vida y doctrina y el santo 
Evangelio de Aquel que...»; 2 R 1: «La regla y vida de los hermanos 
menores es ésta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor 
Jesucristo...»; 2 R 12: «... observemos la pobreza y humildad y el 
santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente 
prometimos»; Testamento: «Nadie me enseñaba lo que debía hacer, 
sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma 
del santo Evangelio».

Espejo de Perfección 1: «A la letra, sin glosa». (Nótese que en los 
escritos propios de san Francisco no se encuentra la expresión «ad 
litteram», «a la letra»). 

17. Testamento: «Nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que 
el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo 
Evangelio».

18. La referencia clásica, frecuentemente invocada, es un texto de 
Urbano II (Epist. 278; PL 151, 538), asumido por Graciano (C. 1, D. 
19, q. 2; ed. Friedberg, 839-840): «Es de mayor dignidad "la ley 
privada" (la del Espíritu Santo) que "la ley pública" (la ley de los 
Cánones)». Acerca de la aplicación de este principio en Inocencio III, 
con quien Francisco tuvo que tratar, véase H. Tillmann: Papst 
Innocenz III, Bonn 1954, pp. 28-31.

19. Véase el citado artículo de K. Esser: Die religiösen Bewegungen 
des Hochmittelalters..., pp. 305 ss., donde cita un gran número de 
textos sobre el respeto a los sacerdotes, a los sacramentos, sobre 
todo a la sagrada Eucaristía, y a la Iglesia romana, por parte de 
Francisco. Cf. B. Cornet: Le De reverentia Corporis Domini, en 
EtFranc 6 (1955) 167-180; 7 (1956) 20-35, 155-171; 8 (1957) 33-58. 
S. Clasen: Priesterliche Würde und Würdigkeit, en WissWeis 20 
(1957) 43-58.

20. Véase L'Église chez saint Anselme, en Spicilegium Beccense, t. 
I, Le Bec-Hellouin-París 1959, pp. 371-399.

21. 1 R 2: «Ninguno sea recibido contra la forma e institución de la 
santa Iglesia». Compárense los capítulos 3 de una y otra Regla. 1 R 
17: «Ningún hermano predique contra la forma e institución de la 
santa Iglesia». Carta al Capítulo: «...que vivan según la forma de la 
santa Iglesia romana», etc.

San Francisco de Asís o el absoluto del evangelio en la cristiandad, 
en Y.-M. Congar, Los caminos del Dios vivo, Barcelona, Ed. Estela, 
1967, 2.ª ed., pp. 253-271.