Meditación del padre Cantalamessa:
«Sal de tu tierra y ve»

Primera predicación de Adviento

CIUDAD DEL VATICANO, 5 diciembre 2003 (ZENIT.org).- «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Ts 4, 3). Reflexiones sobre la santidad cristiana a la luz de la experiencia de Madre Teresa de Calcuta», es el tema de las meditaciones que el Predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, ofm cap, ofrece este Adviento a Juan Pablo II y sus colaboradores en la Curia romana, quienes se preparan para la celebración de la Navidad.

Iniciamos la publicación del texto íntegro predicado este viernes en la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico Vaticano en presencia del Santo Padre.

 

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P. Raniero Cantalamessa
Adviento 2003 en la Casa Pontificia
Primera predicación

«SAL DE TU TIERRA Y VE»




Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas:

La beatificación de Madre Teresa de Calcuta, el 19 de octubre pasado, puso ante los ojos de todos que existe una sola y auténtica grandeza en el mundo, y es la santidad. Contemplando la multitud que llenaba cada rincón de la Plaza de San Pedro y de Via della Conciliazione en el momento en que se descubría la imagen de la beata y el coro cantaba el Aleluya, esta verdad saltaba a la vista. ¿Qué otra persona en el mundo es honrada así? ¿Por una multitud tan numerosa y sobre todo reunida aquí no por orden de nadie, como a menudo ocurre en las grandes convocatorias de los regímenes totalitarios, sino espontáneamente, por pura admiración y amor a la persona?

Era una confirmación de la verdad del célebre pensamiento de Pascal. Existen en el mundo tres órdenes o niveles posibles de grandeza: el orden de los cuerpos en el que sobresalen las personas ricas, de extraordinaria belleza o prestancia física, el orden de la inteligencia y del genio en el que destacan artistas, escritores, científicos, y el orden de la santidad en el que, después de Cristo, sobresalen la Virgen y los santos (Pensamientos 793 Br). Una distancia casi infinita, escribe Pascal, separa el segundo orden del primero, pero una distancia infinitamente más infinita separa el tercero del segundo orden, el orden de la santidad del del genio. «Una gota de santidad –decía el músico Gounod— vale más que un océano de genio». La gloria de la santidad no acaba con el tiempo, sino que dura eternamente. La teoría de santos que tenemos delante en el mosaico frontal de esta capilla nos recuerda precisamente esto y nos acompaña en esta meditación alentándonos a seguirles.

En la carta apostólica Novo millennio ineunte, el Santo Padre dice que la santidad «es la perspectiva en la debe situarse todo el camino pastoral de la Iglesia». Esta santidad, explica, es sobre todo don objetivo que nos ha procurado Cristo con su muerte redentora y que hemos recibido en el bautismo; pero, añade, «el don se traduce a su vez en un compromiso que debe gobernar toda la existencia cristiana». [1]

En otras ocasiones me he detenido en la santidad de Cristo como don gratuito del que apropiarse mediante la fe, haciendo lo que amo llamar el «golpe de audacia» en la vida espiritual; esta vez, tras la estela de Madre Teresa, querría insistir en la santidad de Cristo como modelo a imitar en la vida.

A tal propósito, en la tarjeta de invitación a estas predicaciones de Adviento, se cita un pensamiento de Madre Teresa. Dice: «Hoy la Iglesia necesita santos. Ello exige combatir nuestro apego a las comodidades que nos lleva a elegir una mediocridad cómoda e insignificante. Cada uno de nosotros tiene la posibilidad de ser santo y el camino para la santidad es la oración. La santidad es para cada uno de nosotros un sencillo deber».

1. En la fuente de la santidad

En la vida de Madre Teresa descubrimos cuál es el acto inicial del que parte normalmente la aventura de la santidad, la «primera piedra» del edificio. Para consuelo nuestro, descubrimos que este acto puede ocurrir en cualquier edad de la vida. En otras palabras, nunca es demasiado tarde para empezar a hacerse santos. Santa Teresa de Ávila vivió durante muchos años una vida bastante ordinaria y no sin compromisos, cuando sucedió el cambio que hizo de ella lo que sabemos.

Lo mismo se repitió en la vida de su homónima Madre Teresa de Calcuta. Hasta la edad de 36 años ella era una religiosa de la Congregación de Loreto, ciertamente fiel a su vocación y dedicada a su trabajo, pero nada hacía prever en ella algo extraordinario. Fue durante un viaje en tren desde Calcuta a Darjeeling por su retiro espiritual anual cuando ocurrió el hecho que cambió su vida. La voz misteriosa de Dios le dirigió una invitación clara: deja tu orden, tu vida anterior y ponte a mi disposición para una obra que yo te indicaré. Entre las hijas de Madre Teresa, este día –el 10 de septiembre de 1946— se recuerda con el nombre de «día de la inspiración».

Gracias a los documentos que salieron a la luz durante el proceso de beatificación, conocemos hoy las palabras exactas que le dijo Jesús: «Deseo religiosas indias, Misioneras de la Caridad, que sean mi fuego de amor entre los más pobres, los enfermos, los moribundos, los niños de la calle. Quiero que tu conduzcas hacia mí a los pobres... ¿Rechazarías hacer esto por mí?». Y también: «Hay conventos con muchas religiosas que se ocupan de las personas ricas y favorecidas, pero para mis indigentes no existe absolutamente ninguno».

En la vida de Madre Teresa se renueva en este momento la experiencia de Abraham, a quien un día Dios dijo: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12, 1). El «¡Sal!» dirigido a Abraham es diferente de la orden dirigida más tarde a Lot de salir de Sodoma (Cf. Gn 19, 15). Nada indica que Ur de los Caldeos tuviera un ambiente particularmente corrupto y que Abraham no pudiera salvarse quedándose donde estaba. En su Tríptico Romano, el texto poético publicado este año, el Papa reflexiona sobre los probables sentimientos de Abraham ante la propuesta divina: «¿Por qué debo salir de aquí? ¿Por qué debo dejar Ur de los Caldeos?» [2]

Las mismas preguntas, sabemos, se hizo Madre Teresa. Fue una laceración interior. Al arzobispo Périer confía: «He sido y sigo siendo muy feliz como religiosa de Loreto, para dejar lo que amo y exponerme a nuevas fatigas y sufrimientos que serán grandes». Dirigiéndose a Jesús dice: «¿Por qué no puede ser una perfecta religiosa de Loreto?... ¿Por qué no puedo ser como todas las demás?... Lo que me pides es demasiado grande para mí... Busca una alma más digna y más generosa».

Se repite también en ello una constante de la Biblia. Moisés decía: «Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil» (Ex 4, 10), y Jeremías: «Soy demasiado joven...» (Jr 1, 6). Pero Dios sabe distinguir cuándo las objeciones de sus llamados nacen de una resistencia a su voluntad y cuándo nacen en cambio de miedo a engañarse y a no estar a la altura de la misión. Por ello no se ofende por sus peticiones de explicaciones. No se detuvo ante la pregunta de María: «¿Cómo será esto?», mientras que reprendió a Zacarías y le dejó mudo por el mismo interrogante (Cf. Lc 1, 18). La pregunta de María no nacía de la duda, sino del legítimo deseo de saber qué debía hacer para llevar a cabo lo que Dios le pedía.

Al final, Madre Teresa, como María, dijo a Dios su pleno fiat, «sí». Lo dijo con los hechos que conocemos y lo dijo con gozo. La palabra griega traducida en latín con fiat es genoito. En la traducción se pierde lamentablemente un matiz importantísimo: genoito está en el modo optativo, no concesivo como fiat: no expresa simple asentimiento o resignación a que una cosa ocurra (es como decir: «si no se puede hacer de otro modo, de acuerdo, fiat voluntas tua! »); expresa, al contrario, deseo, impaciencia, alegría de que ocurra una cosa. Por esto se llama modo «optativo». «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7): una palabra que Madre Teresa no se cansaba de inculcar a sus hijas, pero que sobre todo mostró con su sonrisa toda la vida.

2. El grano de la granada

En este punto, está claro cuál es el acto fundamental, aquella «primera piedra» sobre la que se apoya la santidad de Madre Teresa y de toda santidad cristiana: es la repuesta a una llamada, y la obediencia a una inspiración divina, discernida y reconocida como tal. Simone Weil, que no era una santa pero admiraba perdidamente la santidad, habla del «asentimiento que el alma en estos momentos da a Dios, como algo imperceptible, en medio de todas las inclinaciones carnales, un minúsculo grano de granada, que aún decide su destino para siempre» [3]

Todas las grandes empresas de santidad de la Biblia y de la historia de la Iglesia reposan sobre un «sí» dicho a Dios en el momento en que Él revela personalmente a alguien su voluntad. De la fe-obediencia de Abraham, la Escritura hace depender toda la historia sucesiva del pueblo elegido: «Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz» (Gn 22, 18); de la fe-obediencia de María, Dios ha querido hacer depender el inicio de la nueva y eterna alianza.

En su libro autobiográfico Don y Misterio, el Santo Padre Juan Pablo II escribe: «En otoño de 1942 tomé la decisión definitiva de entrar en el seminario» [4]: la cursiva en el texto indica muchas explicaciones que no se ofrecen, pero que se intuyen. Esa decisión fue precedida también de una llamada; fue la decisión de responder a una invitación, como es toda vocación sacerdotal. Ahora sabemos qué construyó Dios sobre esa decisión, sobre aquel «Aquí estoy, yo iré», pronunciado en el lejano 1942.

Imagino el estupor y la conmoción de Madre Teresa en el ocaso de su vida, cuando recordaba aquel viaje en tren. ¡Lo que Dios había sabido realizar con su pequeño y sufrido «sí»! ¡Qué proyecto grandioso tenía ya en la mente que ella no conocía! No puedo pensar en su alma al final de la vida más que cantando un sorprendido y conmovido «Engrandece mi alma al Señor... Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí».

Al inicio de este año, las Misioneras de la Caridad me concedieron el honor de predicarles los ejercicios espirituales de preparación al capítulo general celebrado en Calcuta (en realidad, eran ellas las que me predicaban ejercicios a mí con la extraordinaria seriedad, pobreza y oración incesante). Me pareció advertir, desde el primer encuentro, el deseo de Madre Teresa desde el cielo de que el primer capítulo celebrado tras su muerte fuera ocasión para un conmovido y coral Magnificat a Dios de parte de sus hijas por aquello que había hecho en su vida y seguía haciéndolo en la de ellas. Lo transmití con sencillez a las presentes y, a capítulo cerrado, la Madre General, Sor Nirmala, confió que esto había sido de hecho, y ante todo, el capítulo general.

En la vida de cada uno de nosotros, como en la vida de Madre Teresa, ha habido una llamada; de otra forma no estaríamos aquí. Incluso nuestro «sí» fue tal vez un «sí» en la oscuridad, sin saber dónde nos llevaría. A años de distancia, no debemos tener miedo de reconocer lo que Dios ha sabido construir sobre aquel pequeño «sí», a pesar de nuestras resistencias e infidelidades, y entonar también nosotros un conmovido y agradecido «Engrandece mi alma al Señor».

3. Las buenas inspiraciones

Pero ahora debemos acordarnos de la máxima de los antiguos a propósito del culto a los santos: «Imitari non pigeat quod celebrare delectat»: no debemos dejar de imitar lo que nos agrada celebrar [5]. El caso de Madre Teresa nos recuerda una cosa esencial para nuestra santificación: la importancia de obedecer las inspiraciones. Esto no es algo que se deba practicar una sola vez en la vida. A la primera, decisiva llamada de Dios, le siguen muchas otras invitaciones discretas que llamamos las buenas inspiraciones. De la docilidad a éstas depende todo nuestro progreso espiritual.

Se entiende fácilmente por qué la fidelidad a las inspiraciones es el camino más breve y más seguro a la santidad. Esta no es obra del hombre; no basta por ello tener un programa de perfección bien claro para poder llevarlo a cabo progresivamente. No existe un modelo de perfección idéntico para todos. Dios no hace santos en serie, no ama la clonación. Cada santo es una invención inédita del Espíritu. Dios puede pedir a un santo lo opuesto de lo que pide a otro. ¿Qué hay de común, para seguir en tiempos próximos a nosotros, entre Escrivá de Balaguer y Madre Teresa? Sin embargo, los dos son santos para la Iglesia.

No sabemos por lo tanto desde el principio cuál es en concreto la santidad que Dios quiere de cada uno de nosotros; sólo Dios la conoce y nos la desvela según avanza el camino. Con ello consigue que para alcanzar la santidad el hombre no pueda limitarse a seguir las reglas generales que valen para todos. Debe entender lo que Dios le pide a él y solamente a él. Pensemos en qué habría ocurrido si José de Nazareth se hubiera limitado a seguir fielmente las reglas de santidad entonces conocidas, o si Madre Teresa se hubiera obstinado en observar las reglas canónicas vigentes en los institutos religiosos. Lo que Dios quiere en particular de cada uno se descubre a través de los acontecimientos de la vida, de la palabra de la Escritura, de la orientación del director espiritual; pero el medio principal y ordinario son precisamente las inspiraciones de la gracia. Estas son las solicitudes interiores del Espíritu en lo profundo del corazón a través de las cuales Dios no sólo da a conocer lo que pide, sino que al mismo tiempo comunica la fuerza necesaria para realizarlo si la persona acepta.

Las buenas inspiraciones tienen algo en común con la inspiración bíblica, dejando a un lado naturalmente la autoridad y el alcance que son esencialmente diferentes. «Dios dijo a Abraham...», «el Señor habló a Moisés»: este hablar del Señor no era, desde el punto de vista de la fenomenología, distinto del que sucede en las inspiraciones de la gracia. La voz de Dios, incluso en el Sinaí, no resonaba en el exterior, sino dentro del corazón en forma de claridad, de impulsos, originados por el Espíritu Santo. Los Diez Mandamientos no fueron grabados por el dedo de Dios en piedra, sino en el corazón de Moisés, quien después los grabó en piedra. «Hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios»(2 P 1, 21); eran ellos los que hablaban, pero movidos por el Espíritu Santo; repetían con la boca lo que oían en el corazón.

Toda fidelidad a una inspiración es recompensada por inspiraciones cada vez más frecuentes y más fuertes. Es como si el alma se entrenara para llegar a una percepción cada vez más clara de la voluntad de Dios y a una mayor facilidad para cumplirla.

4. El discernimiento de los espíritus

El problema más delicado respecto a las inspiraciones ha sido siempre el de discernir las que vienen del Espíritu de Dios de las que vienen del espíritu del mundo, de las propias pasiones o del espíritu maligno.

El tema del discernimiento de los espíritus ha sufrido en los siglos una notable evolución. Al principio, se concebía como el carisma que servía para distinguir, entre las palabras, oraciones y profecías pronunciadas en la asamblea, cuáles procedían del Espíritu de Dios y cuáles no. A continuación, ello sirvió sobre todo para discernir las propias inspiraciones y para guiar las propias elecciones. La evolución no es arbitraria; se trata de hecho del mismo don, si bien aplicado a objetos diferentes.

Existen criterios de discernimiento que podríamos llamar objetivos. En el terreno doctrinal, éstos se resumen para Pablo en el reconocimiento de Cristo como Señor: «Nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: “¡Anatema es Jesús!”; y nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor! sino con el Espíritu Santo”» (1 Cor 12, 3); para Juan se resumen en la fe en Cristo y en su encarnación: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis reconocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios» (1 Jn 4, 1-3).

En el terreno moral, un criterio fundamental viene de la coherencia del Espíritu de Dios consigo mismo. Este no puede pedir algo que sea contrario a la voluntad divina, como se expresa en la Escritura, en la enseñanza de la Iglesia y en los deberes del propio estado. Una inspiración divina jamás pedirá realizar actos que la Iglesia considera inmorales, por muchos aparentes argumentos contrarios a la carne que sea capaz de sugerir en estos casos; por ejemplo, que Dios es amor y por ello todo lo que se hace por amor es de Dios.

Si un religioso desobedece a sus superiores, aún con un objetivo loable, ciertamente no sería una inspiración de la gracia, porque la primera inspiración que Dios manda es precisamente la de obedecer. Madre Teresa esperó pacientemente a que la autoridad eclesiástica reconociera su inspiración antes de ponerla por obra.

A veces, sin embargo, estos criterios objetivos no bastan porque la elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien, y se trata de ver qué es lo que Dios quiere en una circunstancia precisa. Fue sobre todo para responder a esta exigencia que San Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento.

Él invita a observar las intenciones (los «espíritus») que están detrás de una elección y las reacciones que ésta provoca [6]. Se sabe que lo que viene del Espíritu Santo lleva consigo alegría, paz, tranquilidad, dulzura, sencillez, luz. Lo que proviene del espíritu del mal, en cambio, lleva consigo tristeza, turbación, agitación, inquietud, confusión, tinieblas. El Apóstol lo aclara contraponiendo entre sí los frutos de la carne (enemistades, discordia, celos, disensiones, divisiones, envidias) y los frutos del Espíritu, que son sin embargo amor, alegría, paz... (Cf. Gal 5, 19-22).

En la práctica las cosas, es verdad, son más complejas. Una inspiración puede venir de Dios y, pese a ello, causar una gran turbación. Pero esto no se debe a la inspiración, que es dulce y pacífica como todo lo que proviene de Dios; nace más bien de la resistencia a la inspiración. También un río sereno, si encuentra obstáculos, provoca remolinos. Si la inspiración es acogida, el corazón se encuentra inmediatamente en una paz profunda. Dios recompensa cada pequeña victoria en este campo, haciendo sentir al alma su aprobación, que es la alegría más pura que existe en el mundo.

5. Dejarse guiar por el Espíritu

El fruto concreto de esta meditación debe ser una renovada decisión a confiarnos en todo y para todo a la guía interior del Espíritu Santo, como en un tipo de «dirección espiritual». Si acoger las inspiraciones es importante para todo cristiano, es vital para quien tiene tareas de gobierno en la Iglesia. Sólo así se permite al Espíritu de Cristo que guíe Él mismo su Iglesia a través de sus representantes humanos. No es necesario que en una nave todos los pasajeros estén con la oreja pegada a la radio de a bordo para recibir indicaciones sobre la ruta, eventuales icebergs y las condiciones meteorológicas, pero es indispensable que lo estén los encargados. De una «inspiración divina» valientemente acogida por el Papa Juan XXIII nació el Concilio Vaticano II y nacieron en tiempos más cercanos a nosotros muchos otros gestos proféticos.

Es esta necesidad de la guía del Espíritu Santo lo que ha inspirado las palabras del Veni Creator: Ductore sic te praevio vitemus omne noxium: «contigo como guía evitaremos todo mal». En su Tríptico Romano, el Santo Padre retoma esta palabra cuando, hablando del momento de elegir al sucesor de Pedro, pone en la boca de los presentes la oración: «Tú que penetras todo --¡indica!».

Debemos abandonarnos todos al Maestro interior que nos habla sin ruido de palabras. Como buenos actores, debemos tener el oído atento, en las grandes y en las pequeñas ocasiones, a las voz de este apuntador escondido, para recitar fielmente nuestra parte en la escena de la vida.

Es más fácil de lo que se piensa, porque Él nos habla dentro, nos enseña cada cosa, nos instruye sobre todo. «Y en cuanto a vosotros –nos asegura Juan--, la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe; su unción os enseña acerca de todas las cosas, y es verdadera y no mentirosa» (1 Jn 2, 27). Basta a veces con una simple ojeada interior, un movimiento del corazón, un instante de recogimiento y de oración. Con las palabras de una conocidísima oración litúrgica pedimos a Dios, por intercesión de la Beata Teresa de Calcuta, el don de reconocer y seguir sus inspiraciones divinas como las siguió ella: «Actiones nostras, quesumus Domine, aspirando preveni et adjuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat et per te cepta finiatur» [7]. «Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que toda nuestra actividad tenga en ti su inicio y en ti su cumplimiento. Por Cristo Nuestro Señor».

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1 NMI, 30.

2 Juan Pablo II, Tríptico Romano, III. Monte en la Región de Moria, 1 (Libreria Editrice Vaticana, 2003, p. 35.

3 S. Weil, Intuitions préchrétiennes, París 1967 (trad. ital. La Grecia e le intuizioni prechristiane, Turín 1967, p. 113.s.)

4 Juan Pablo II, Don y Misterio, Libreria Editrice Vaticana, Roma 1996, p. 21.

5 Florilegium Frisingense, n.371 (CCL, 108D):

6 Cf. S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, cuarta semana (ed. BAC, Madrid 1963, pp. 262 ss).

7 Oración del jueves después de Ceniza.


Traducción del original italiano realizada por Zenit.