P. Raniero Cantalamessa
Adviento 2003 en la Casa Pontificia
«¿CONOCÉIS A JESÚS VIVO?»
1. Jesús, sentido de la vida de Madre Teresa
El confesor de Madre Teresa, el jesuita padre Celeste Van Exem, dijo de ella:
«El sentido de toda su vida es una persona: Jesús» [1]. El postulador general de
su causa de beatificación, después de haber estudiado durante años su vida, los
escritos y los testimonios de otros sobre ella, concluye: «Si tengo que decir,
en síntesis, por qué es elevada al honor de los altares, respondo: por su amor
personal a Jesús, que ella vivió de forma tan fuerte como para considerarse Su
esposa. La suya ha sido una vida Jesús-céntrica». [2].
El testimonio más significativo al respecto es la carta que Madre Teresa
escribió a toda la familia de las Misioneras de la Caridad desde Varanasi,
durante Semana Santa, el 25 de marzo de 1993 [3]. «Una carta tan personal –decía
al comienzo— que he querido escribirla de mi propia mano». En ella dice:
«Me preocupa el pensamiento de que alguna de vosotras aún no haya encontrado a
Jesús individualmente, tú y Jesús solos. Podemos pasar mucho tiempo en la
capilla, ¿pero has visto con los ojos del alma el amor con el que Él te mira?
¿Conocéis verdaderamente a Jesús vivo: no de los libros, sino de estar con Él en
vuestro corazón? ¿Habéis oído las palabras de amor que Él os dirige?... Nunca
abandonéis este íntimo contacto diario con Jesús como una persona viva y
verdadera, no como una idea».
Aquí se ve cómo Jesús no era para Madre Teresa una abstracción, un conjunto de
doctrinas, de dogmas, o el recuerdo de una persona que vivió en otros tiempos,
sino un Jesús vivo, real, alguien a quien mirar en el propio corazón y por quien
dejarse mirar.
La Madre explica que si hasta ahora no había hablado tan abiertamente había sido
por un sentimiento de reserva y para imitar a María, que «guardaba todas las
cosas en su corazón», pero que ahora sentía la necesidad, antes de dejarlas, de
decirles cuál era para ella el sentido de toda su obra: «Para mí está claro:
todo en las Misioneras de la Caridad existe para saciar [la sed de] Jesús» [4].
A la pregunta: «¿Quién es Jesús para mí?», ella responde con una inspirada
letanía de títulos:
«Jesús,
es la Palabra para ser pronunciada.
Es la Vida para ser vivida.
Es el Amor para ser amado.
Es el Gozo para ser compartido...
Es el Sacrificio para ser ofrecido.
Es la Paz para ser transmitida.
Es el Pan de vida para ser comido...» [5]
El amor por Jesús asume espontáneamente la forma de amor esponsal. Ella misma
relata:
«Por lo mucho que hablo de dar con una sonrisa, una vez un profesor en los
Estados Unidos me preguntó: “¿Pero usted está casada?”. Le respondí: “Sí, y a
veces me resulta muy difícil sonreír a mi esposo, Jesús, porque puede ser muy
exigente en ocasiones”» [6]
La mayoría de los árboles de elevado tronco tiene una raíz madre que desciende
perpendicularmente en el terreno y es como la continuación, bajo tierra, del
tronco. En italiano se llama «raíz vertical». Es ésta la que da a ciertos
árboles, como la encina, la inamovilidad por la cual ni siquiera los vientos más
impetuosos consiguen arrancarlos. También el hombre tiene esta raíz vertical. En
el hombre que vive según la carne es precisamente el propio «yo», el amor
desordenado de sí mismo, el egoísmo; en el hombre espiritual es Cristo. Todo el
camino hacia la santidad consiste en cambiar nombre y naturaleza a esta raíz
hasta poder decir con el Apóstol: «No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive
en mí» (Ga 2, 20). Gracias también a la larga purificación de su noche oscura,
Madre Teresa llevó a cumplimiento este proceso en el que todos estamos
empeñados.
2. Fruto del amor es el servicio
Uno de los dichos más conocidos de Madre Teresa es: «El fruto del amor es el
servicio, y el fruto del servicio es la paz» [7]. Las dos cosas –amor por Jesús
y servicio de los más pobres entre los pobres— nacieron juntas, como en un único
río de lava, en el alma de Madre Teresa en el momento de su segunda llamada, el
10 de septiembre de 1946. Decía a sus hijas:
«“Tengo sed” y “A mí me lo hicísteis” : acordaos de unir siempre
las dos cosas, el medio con el Fin. Que nadie separe lo que Dios ha unido...
Nuestro carisma es saciar la sed de amor y de almas de Jesús trabajando por la
salvación y la santificación de los más pobres entre los pobres» [8]
«You-did-it-to-me: A-mí-me-lo-hicisteis»: Madre Teresa contaba estas palabras
con los dedos de la mano y decía que era el «Evangelio de los cinco dedos». Para
Madre Teresa, Jesús, que está presente en la Eucaristía, está presente, de forma
distinta pero igualmente real, «en el desconcertante disfraz del pobre». La
letanía en honor de Jesús recordada antes continúa diciendo sin pausa:
«Jesús es el Hambriento para ser alimentado.
Es el Sediento para ser saciado.
Es el Desnudo para ser vestido.
Es el Desamparado para ser acogido.
Es el Enfermo para ser curado.
Es la Persona en soledad para ser amada». [9]
Todos sabemos a qué niveles se lanzó su servicio a los más pobres entre los
pobres. En un encuentro, una religiosa le hizo observar que ella viciaba a los
pobres y ofendía su dignidad dándoles todo gratis, sin pedirles nada. Respondió:
«Hay tantas congregaciones que vician a los ricos que no está mal si hay una que
vicia a los pobres» [10]. El responsable de los servicios sociales de Calcuta
había entendido mejor que nadie, según Madre Teresa, el espíritu de su servicio
a los pobres. Un día le dijo: «Madre, usted y nosotros hacemos la misma labor
social, pero hay una diferencia: nosotros lo hacemos por algo, usted lo hace por
Alguien» [11].
Hay quien ha visto en ello un límite, no un valor, del amor cristiano por el
prójimo. ¿Amar al prójimo «por Alguien», esto es, por Jesús, no instrumentaliza
al prójimo, no lo reduce a un medio con vistas a un fin distinto, que, en el
extremo, puede ser el egoísta de ganar méritos para el paraíso?
Esto es cierto en cualquier otro caso, pero no cuando se trata de Jesús, porque
es contrario a la dignidad de la persona humana estar subordinada a otra
criatura, pero no estar subordinada al creador mismo, a Dios. En el cristianismo
hay una razón aún más fuerte. Cristo se ha identificado con el pobre. El pobre y
Cristo son la misma cosa: «A mí me lo hicisteis». Amar al pobre por amor
a Cristo no significa amarlo «por una persona interpuesta», sino en persona.
Este es el misterio que se imprimió en la vida de Madre y que ella recordó
proféticamente a la Iglesia.
El amor a Jesús impulsó a Madre Teresa, como a otros santos antes que ella, a
hacer cosas que ningún otro motivo en el mundo –político, económico,
humanitario— habría sido capaz de inducir a hacer. Una vez alguien, observando
lo que Madre Teresa estaba haciendo con un pobre, exclamó: «¡Yo nunca lo haría
por todo el oro del mundo!». Madre Teresa contestó: «¡Ni yo!». Quería decir: por
todo el oro del mundo no, pero por Jesús sí.
Madre Teresa supo dar a los pobres no sólo pan, vestidos y medicinas, sino
aquello de lo que tenían aún más necesidad: amor, calor humano, dignidad. Ella
recordaba conmovida el episodio de un hombre hallado medio comido por los
gusanos en un vertedero que, trasladado a casa y curado, dijo: «Hermana, he
vivido en la calle como un animal, pero ahora moriré como un ángel, amado y
curado» [12], y murió poco después diciendo con una gran sonrisa: «Hermana, voy
a casa de Dios». Madre Teresa con un niño abandonado en brazos, o inclinada
sobre un moribundo, es, creo, el icono mismo de la ternura de Dios.
3. «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve»
Y ahora la obligada pregunta: ¿qué nos dice a nosotros este aspecto de la vida
de Madre Teresa? Ella nos ha recordado que la verdadera grandeza entre los
hombres no se mide por el poder que uno ejerce, sino por el servicio que presta:
«El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Mt
20, 26).
Ninguno está dispensado de comprometerse, en algún modo, al servicio de los
pobres, pero el servicio puede adoptar formas diferentes, como múltiples y
distintas son las necesidades del hombre. Pablo habla de un «servicio del
Espíritu», diakonia Pneumatos (2 Co 3, 8), del cual están encargados los
ministros de la nueva alianza. Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, habla de
un «servicio de la palabra» propio de los apóstoles, más importante para ellos
que el servicio de las mesas (Hch 6, 4). De este servicio forma parte también el
ejercicio de la autoridad y el magisterio eclesiástico. «Yo estoy en medio de
vosotros como el que sirve», decía Jesús a los apóstoles (Lc 22, 27), ¿y en qué
consistía este servicio suyo, más que en instruirles, corregirles y prepararles
para la futura misión?
Lo que Madre Teresa recuerda a todos es que todo servicio cristiano, para ser
genuino, debe estar motivado por el amor a Cristo. «En cuanto a nosotros –decía
el Apóstol a los Corintios— somos vuestros siervos por Jesús» (2 Co 4,
5). Es posible también para quien trabaja en la Curia poner en práctica aquello
que Madre Teresa llamaba «el Evangelio de los cinco dedos»: «A mí me lo
hicisteis». Hacer todo por Jesús, ver a Jesús en quien se está llamado a servir,
incluso en la práctica burocrática.
Pero en esta circunstancia, el Predicador de la Casa Pontificia siente la
necesidad de abandonar el tono parenético del «qué se debería hacer» para
adoptar en cambio el tono gozoso del reconocimiento de lo que ya es. No puedo
dejar pasar la ocasión que se me ofrece de unir mi pequeñísima voz a la de toda
la Iglesia. Hace veinticinco años que bajo nuestros ojos un hombre se consume en
el «servicio del Espíritu». En Juan Pablo II el título Servus servorum Dei,
Siervo de los siervos de Dios, introducido por San Gregorio Magno, no ha sido un
título entre los demás, sino la síntesis de una vida.
También este servicio, como el de Madre Teresa, ha tenido su fuente en el amor
por Jesús. Cuántas veces el Santo Padre ha repetido la frase del Evangelio que
presenta el servicio pastoral de Pedro como expresión de amor por Cristo: “Simón
de Juan, ¿me amas? Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15 ss). Señal de que esta
palabra ha sido el motivo inspirador de su pontificado y el que todavía le
impulsa a gastarse por la Iglesia. Madre Teresa decía frecuentemente que «el
amor, para ser verdadero, debe doler» [13] y no se puede decir verdaderamente
que el sufrimiento haya estado ausente, en todos estos años, de la vida del
sucesor de Pedro...
Pero tampoco ha estado ausente una ternura que recuerda la de Madre Teresa.
Muchos hemos asistido conmovidos, el otro día, en el palacio de Montecitorio, a
la primera proyección del documental titulado «Juan Pablo II, testigo del
invisible». Entre las imágenes más impactantes se encuentran aquellas en las que
el Papa estrecha y besa a los niños, o a los enfermos. Me hacía pensar en las
palabras de Dios en Oseas: «Era para ellos como los que alzan a un niño contra
su mejilla» (Os 11, 4).
Santidad, hay en el Nuevo Testamento un pasaje que parece escrito para ser
pronunciado por usted ante toda la Iglesia y que yo me permito leerlo, más para
nosotros que para usted. La Carta a los Romanos habla de una «consolación que
viene de las Escrituras» y que ayuda a «tener viva nuestra esperanza» (Rm 15, 4)
y creo que transmitir un poco de esta consolación que viene de las Escrituras es
lo único que justifica el oficio que desempeño desde hace veinticuatro años. El
pasaje en cuestión es el discurso de despedida de Pablo a la Iglesia de Éfeso:
«Vosotros sabéis cómo me comporté siempre con vosotros...
Sirviendo al Señor con toda humildad y lágrimas y con las pruebas que me
vinieron...
Sabéis cómo no me acobardé cuando en algo podía seros útil; os predicaba y
enseñaba en público...
Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y
cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del
Evangelio de la gracia de Dios...
No me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios. Tened cuidado de vosotros
y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como
vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre
de su propio hijo...
Ahora os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para
construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hch 20,
18-32).
En un sólo punto erró Pablo aquel día, y esto nos tranquiliza; dijo que ya no
verían más su rostro, haciendo que todos los presentes se echaran a llorar. Pero
era un temor, no una profecía; de las Cartas pastorales sabemos que él volvió a
ver a la Iglesia de Éfeso dos años después, al término de su primer apresamiento
romano (Cf. 1 Tm 1, 3).
Si he hecho mal tomándome la libertad de hablar así, Santo Padre, reprócheselo a
Madre Teresa, porque es ella quien me ha sugerido hacerlo con el amor que esta
nueva Catalina de Siena llevaba al sucesor de Pedro.
4. El amor por Cristo: no es posible pensar en uno mayor
Ahora una conclusión navideña. Madre Teresa nos ha recordado hoy cuál fue el
resorte secreto de su servicio a los pobres y de toda su vida: el amor por
Jesús. Y éste es también el secreto para celebrar una verdadera Navidad. En el
canto navideño Adeste fideles hay un verso que dice: Sic nos amantem
quis non redamaret? «¿Cómo no corresponder a uno que nos ha amado tanto?».
Un corazón amante es el único pesebre donde Cristo ama llegar en Navidad.
¿Pero dónde hallar este amor? Madre Teresa sabía a quién pedirlo: ¡a María! Una
de sus oraciones dice:
«María, mi amadísima Madre, dame tu corazón tan bello, tan puro, tan inmaculado,
tan lleno de amor y de humildad, para que pueda recibir a Jesús como tu lo
hiciste e ir rápidamente a darlo a los demás». [14]
Pero debemos, en este punto, ser más intrépidos aún que Madre Teresa. Me
explico. Madre Teresa tiene una maravillosa espiritualidad de la que he
intentado sacar a la luz algunos aspectos. Pero su espiritualidad, como también
la del padre Pío, se caracteriza por el tiempo en el que ambos se formaron.
Faltaba de la reflexión teológica (¡no de la vida!) una clara perspectiva
trinitaria que ahora, tras el concilio, por ejemplo en la Novo millennio
ineunte, parece la fuente y la forma de toda santidad cristiana. La suya,
como recordaba el Postulador de la causa, es una espiritualidad «Jesús-céntrica»
más que trinitaria.
Madre Teresa tiene distintas y bellísimas oraciones a la Virgen, pero ninguna
(al menos en los escritos de ella conocidos hasta la fecha) al Espíritu Santo.
Éste es nombrado raramente y casi sólo en un inciso, con ocasión de fórmulas
litúrgicas tradicionales. No hay duda de que su santidad, como la de todos los
santos, es desde la cima hasta el fondo obra del Espíritu Santo. San
Buenaventura dice de la sabiduría de los santos que «nadie la recibe más que
quien la desea y nadie la desea salvo quien está inflamado en lo íntimo por el
Espíritu Santo» [15]. Sólo que este papel del Espíritu Santo no salía a la luz
lo suficiente en la formación espiritual y teológica.
Afortunadamente no es la amplitud de miras teológicas lo que hace a los santos,
sino el heroísmo de la caridad. Ningún santo, por lo demás, posee por sí solo
todos los carismas y agota todas las potencialidades contenidas en el modelo
divino que es Cristo. La plenitud se encuentra en el conjunto de los santos,
esto es, en la Iglesia, no en cada uno. Los miembros de un instituto religioso
deberían ser tan sabios como para conservar intacto el patrimonio transmitido
por el fundador, permaneciendo abiertos, a la vez, a acoger las luces y las
gracias nuevas que el Espíritu no cesa de donar generosamente a la Iglesia.
Suscitan perplejidad aquellos movimientos o comunidades en las que todo –cada
palabra de Dios, cada intuición e iniciativa espiritual— pasa rígidamente a
través del responsable o del fundador y desde él se transmite a la base. Es como
si las personas renunciaran, de esta forma, a tener una relación propia y
original con Dios, dentro del carisma común, para convertirse en simples
repetidores.
¿Qué descubrimos de nuevo respecto al amor por Jesús partiendo de una
perspectiva trinitaria? Algo extraordinario: que existe un amor por Jesús
perfecto, infinito, sólo digno de Él, «no es posible pensar en uno mayor», y
descubrimos que existe para nosotros la posibilidad de formar parte de él, de
hacerlo nuestro, de acoger con éste a Jesús en Navidad. Es el amor con el que el
Padre celeste ama a su Hijo, en el momento mismo de generarlo.
En el bautismo hemos recibido tal amor, porque el amor con el que el Padre desde
la eternidad ama al Hijo se llama el Espíritu Santo y nosotros hemos recibido el
Espíritu Santo. ¿Qué creemos que es aquel «amor de Dios que ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Cf. Rm 5, 5) más que, literalmente,
el amor de Dios, esto es, el amor eterno, increado, con el que el Padre ama al
Hijo y del que procede todo otro amor?
Decía la otra vez que los místicos no son una categoría aparte de cristianos, no
existen para sorprender, sino para indicar a todos, de forma ampliada, cuál es
el pleno desarrollo de la vida de gracia. Y los místicos nos han enseñado
precisamente esto: que, por gracia, nosotros estamos introducidos en el
torbellino de la vida trinitaria. Dios, dice San Juan de la Cruz, comunica al
alma «el mismo amor que comunica al Hijo, aunque ello no sucede por naturaleza,
sino por unión... El alma participa de Dios, cumpliendo, junto a Él, la obra de
la Santísima Trinidad»[16].
Es Jesús mismo quien nos asegura esto muy claramente: «...para que el amor con
que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos», dice dirigiéndose al Padre (Jn
17, 26). En nosotros, por lo tanto, por gracia, existe el mismo amor con el que
el Padre ama al Hijo. ¡Qué descubrimiento, qué horizontes para nuestra oración y
nuestra contemplación! El cristianismo es gracia, y la gracia no es sino esto:
participación en la naturaleza divina (2 P 1, 4), o sea, en el amor divino,
siendo el amor la «naturaleza» propia, aquello de lo que está hecho, el Dios de
la Biblia.
Algunos místicos, como Eckhart, han hablado de una Navidad especial, misteriosa,
que ocurre en el «fondo del alma». Ésta se celebra cuando la criatura humana,
con su fe y humildad, permite a Dios Padre generar de nuevo en ella al propio
Hijo [17]. Una máxima recurrente en los Padres –de Orígenes a San Agustín y a
San Bernardo— dice: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez en Belén si
no nace de nuevo por fe en mi alma?» [18]. La costumbre de celebrar tres Misas
el día de Navidad se explica tradicionalmente así: la primera conmemora el
nacimiento eterno desde el Padre, la segunda el nacimiento histórico desde
María, la tercera el nacimiento místico en el alma.
El místico alemán Angelo Silesio expresó esta idea en dos versos: «Por mil veces
que naciera Cristo en Belén / Si en ti no nace estás perdido por la
eternidad»[19]. Estos versos meditaba en la Navidad de 1955 el conocido
convertido italiano Giovanni Papini; se preguntaba cómo podía suceder este
nacimiento interior y la respuesta que se dio a sí mismo –y que nos puede servir
también a nosotros— fue la siguiente:
«Este milagro nuevo no es imposible a condición de que sea deseado y esperado.
El día en que no sientas un punto de amargura y de envidia ante el gozo del
enemigo o del amigo, alégrate porque es signo de que el nacimiento está
próximo... El día en que sientas la necesidad de llevar un poco de alegría a
quien está triste y el impulso de aliviar el dolor o la miseria incluso de una
sola criatura, estate contento porque la llegada de Dios es inminente. Y si un
día eres golpeado y perseguido por la desventura y pierdes salud y fuerza, hijos
y amigos y tienes que soportar la torpeza, la malignidad y el frío de los
cercanos y lejanos, pero a pesar de todo no te abandonas a lamentos ni
blasfemias y aceptas con ánimo sereno tu destino, exulta y triunfa porque el
portento que parecía imposible ha sucedido y el Salvador ya ha nacido en tu
corazón» [20].
Todos estos son «signos» del nacimiento acontecido, pero la causa, lo que lo
produce, es lo que se mencionó al principio: deseo y esperanza. Una fe llena de
expectación, segura de sí, expectant faith, según una expresión apreciada
por los cristianos de lengua inglesa. También María concibió a Cristo así: en su
corazón, por fe, antes que físicamente en su carne: prius concepit mente quam
corpore. [21]
No es necesario tener «sentimientos» particulares (¿quién puede «sentir» algo
así?); basta creer y, en el momento de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo
la noche de Navidad, decir con sencillez: «Jesús, te acojo como te acogió María,
tu Madre; te amo con el amor con que te ama el Padre celeste, esto es, con el
Espíritu Santo» [22].
Con estos sentimientos les deseo, Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y
hermanas, ¡feliz Navidad!
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[1] En «L’Osservatore Romano», Especial 19 octubre 2003, p.19.
[2] P. Brian Kolodiejchuk, Ib., p. 12.
[3] En espera de ser publicado, el documento me ha sido puesto amablemente a
disposición por la Postulación de la causa de Madre Teresa (En adelante
abreviado: Varanasi)
[4] (Varanasi, cit.).
[5] En «A fruitful Branch on the Vine, Jesus». Primer libro de Madre
Teresa de Calcuta editado por las Misioneras de la Caridad, St. Anthony
Messenger Press, Cincinnati, Ohio, 2000 (Colección de oraciones y dichos
auténticos de la Madre; en adelante abreviado: A fruitful Branch).
[6] Del Discurso de Madre Teresa en el «Almuerzo nacional de oración»,
Washington 3 febrero 1994, por amable concesión de la Postulación de la causa.
(En adelante abreviado: Washington)
[7] En A fruitful Branch, cit. p. 36.
[8] (Varanasi, cit.).
[9] A Fruitful Branch, cit. p. 36.f
[10] Comentario de Madre Teresa sobre el tema «La caridad, alma de la misión»,
carta al cardenal Tomko, 23 enero 1991, por amable concesión de la Postulación
de la causa (En adelante abreviado: Commentary).
[11] (Commentary, cit.)
[12] (Washington, cit.).
[13] A Fruitful Branch, cit. p., 26.
[14] En A Fruitful Branch, cit., p. 44.
[15] San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, 7,4.
[16] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual A, estrofa 38.
[17] Cf. Maestro Eckhart, Il Natale dell’anima, por G. Faggin, Vicenza
1984.
[18] Cf. Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas 22,3 (SCh 87, p.
302).
[19] Angelo Silesio, Il Pellegrino cherubico, I, 61: «Wird Christus
tausendmal zu Bethlehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich
verlorn».
[20] Cit. de A. Comastri, ¿Dónde está tu Dios? Historias de conversiones del
siglo XX. San Pablo 2003, p. 52.
[21] Cf. S. Agustín, Discursos 215,4 (PL 38, 1074).
[22] Cf. lo que escribe S. Francisco, Admoniciones I (FF, 142): «El
Espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es él quien recibe el santísimo
cuerpo y sangre del Señor».
[Traducción del original italiano realizada por Zenit.org]
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