Restricciones y prohibiciones
–Situación draconiana.
–Otra vez el hospital.
–Todo en vano.
–Un ruego de Karol Wojtyla.

Por Enrique Calicó
El visitador apostólico monseñor Maccari antes de su regreso ordenó poner una puerta de gruesas rejas entre la iglesia nueva, la de las celebraciones litúrgicas, y la antigua donde confesaba el Padre Pío. Cortó de cuajo las escuchas grabadas, asunto que fue archivado con la mayor discreción, y también con discreción destituidos algunos culpables, los del convento, y trasladados. El padre Emilio Da Matrice, obligado a dimitir y sustituido por el padre Rosario Da Aliminusa, siciliano, hasta entonces provincial de Palermo.

Regresó monseñor Maccari quince días antes de lo previsto, y antes de terminar su informe fue difundido un comunicado de prensa del Vaticano que entre lo que decía y lo que cada cual interpretaba levantó una virulenta campaña de prensa contra el Padre, en la que se leyeron titulares escandalosos y provocativos. Pocos fueron los periódicos que salieron en su defensa y la del convento. Por otro lado, en el Vaticano se empezaron a recibir miles de cartas a favor del fraile y contra el trato injusto que recibía. Esto último provocó un efecto contrario al deseado.

Mientras tanto, los fieles demostraban su cariño acudiendo en masa a la santa misa que oficiaba el Padre. Él, como siempre, seguía su vida de piedad, amor, silencio y obediencia. El padre Carré, que estuvo allí esos días, dejó un bello testimonio a contracorriente de lo que se publicaba sobre el espíritu que el Padre vivía:

«Estaba rodeado, guardado para ser más exacto, por religiosos de rostro patibulario. Vivía un largo calvario. Nunca una persona me había dejado tal impresión de fortaleza, de sentido común, de alegría interna teñida de buen humor y de paz (...) Estaba, sin duda, habitado por el Espíritu.... La unión de la cruz de Cristo y la presencia del Espíritu era evidente en San Giovanni Rotondo...» (A. M. Carré, Chaque jour je commence).

Situación draconiana

De los dos problemas por los cuales el Santo Oficio había mandado al visitador –el concerniente al Padre Pío y su entorno de devociones y fieles, y el de gestión y finanzas de la Casa di Sollievo–, el Santo Oficio sólo tomará decisiones sobre el primero, dejando los asuntos materiales para la Secretaría de Estado. En carta fechada el 31 de enero de 1961, el cardenal Ottaviani en nombre del Santo Oficio dicta unas normas al ministro general de los capuchinos que limitarán sobremanera al Padre Pío y su relación con sus fieles, todo en pro de «salvaguardar a la Iglesia de una especie de fanatismo». En la misma carta se aconsejaba también una serie de cambios graduales de los hermanos que habían convivido con el Padre.

Urgía nombrar un nuevo provincial que no fuera de la región, por lo que el padre Amadeo, uno de los de «arriba», comprometido con las escuchas microfónicas, fue sustituido por el padre Torquato De Lecore, hombre de fuerte disciplina, quien con ayuda del padre Rosario Da Aliminusa consiguió que se marchara el padre Raffaele, confesor y confidente del Padre durante más de treinta y cinco años. El padre Rosario empezó a aplicar los consejos del cardenal Ottaviani («que el Padre Pío sea reintegrado a la observancia conventual regular») con toda severidad y sin ningún miramiento.

Aquel año 1961, al Padre Pío se le prohibió celebrar en público las ceremonias de Semana Santa y Pascua. Tuvo que hacerlo solo, en privado, en la capilla interior, para sorpresa y decepción de los numerosos peregrinos llegados a San Giovanni Rotondo. Era la primera vez después de más de treinta años. Los periódicos difundieron la situación draconiana del Padre y empezaron nuevos rumores. La verdad es que el Padre Pío se encontraba cada vez más aislado y más estrechamente vigilado.

Cada vez que los periódicos hablaban de las limitaciones impuestas al Padre Pío, el Santo Oficio en una nueva reunión decidía otra vuelta de tuerca que el padre Rosario daba inmediatamente y con energía. Otra vez se cronometraba la misa que celebraba, a sabiendas de que él la vivía y era parte activa en la renovación de la Pasión y muerte de Cristo. Como siempre, con su humildad y obediencia, no protestaba cuando el padre Rosario le iba comunicando las nuevas órdenes recibidas de Roma. Como bien dijo Pierre Pascal, un fiel defensor suyo:

«El Padre Pío es un perfecto milagro de obediencia. Aprendamos de él que nos dice que obedecer a los superiores es obedecer a Dios».

Esta frase, que el Padre Pío repetía con frecuencia a los fieles que se asombraban de su mansedumbre, era un fiel reflejo de su gran maestro San Francisco.

Otra vez el hospital

La Casa di Sollievo había nacido, crecido y se sustentaba por la generosidad de los fieles, cuyo flujo de donaciones había despertado la codicia de ciertos miembros de la Orden capuchina, llegando a la locura de hecho en alguno de ellos. Esto no había pasado inadvertido en el Santo Oficio, que por lo demás nada reprochable encontró en la administración, gestión y empleo de los donativos en la Casa di Sollievo.

Puesto todo esto sobre la mesa, el Papa decidió, en reunión cardenalicia, que la obra del Padre Pío debía ser traspasada a la Santa Sede para que no cayera, a la muerte del Padre, en manos de los «golosos». Se pidió, pues, al Padre Pío que hiciera donación de las doscientas mil acciones. Ironías de la vida, el Padre había pedido en 1957 a Pío XII que a su muerte el IOR aceptara los bienes de la obra Casa di Sollievo, a fin de asegurar su continuación. En aquel momento el Papa no había aceptado aquella donación a la Santa Sede, y ahora otro Papa se la pedía.

El Padre Pío una vez más obedeció y firmó. De hecho se cumplió su voluntad; a su muerte nadie reivindicó el hospital, la Santa Sede, es decir, la Iglesia entera, heredó la obra del Padre que ella misma viene administrando con prudencia. Cuando Brunatto fue a protestar al cardenal Ottaviani, éste le habló con toda claridad, sin tapujos:

«Hemos actuado en interés de la Casa y del Padre Pío con el fin de que, después de lo que ha pasado, la Orden capuchina no pudiese apoderarse de la obra».

Todo en vano

Volverán los fieles hijos espirituales, como el constante Brunatto, Morcaldi y otros muchos que se les unirán para defender al Padre Pío y obtener que se le devuelvan las libertades. Giuseppe Pagnossin, un rico industrial de Padua, que durante treinta años había reunido un número increíble de documentos sobre el Padre Pío, facilitará éstos para esa labor. Periódicos y revistas de gran difusión hablarán sobre la «misión histórica del Padre Pío» con documentación irrefutable y única. Se destapará el caso de las escuchas y grabaciones microfónicas, se publicarán fotocopias de cartas muy comprometedoras de algunos de sus superiores y se logrará un compromiso del cardenal Ottaviani con promesas de libertad para el Padre y examinar atentamente las peticiones de los Grupos de Oración.

Juan XXIII no se ocupó ni directa ni personalmente del asunto Padre Pío; el Concilio Vaticano II con su preparación y primeras sesiones le tenían más ocupado. Siguió las recomendaciones de sus consejeros, en especial su secretario particular de antaño, monseñor Loris Capovilla, en quien tenía plena confianza y permanecería a su lado también una vez elegido Papa hasta su muerte.

Pero se sabe que monseñor Capovilla estaba muy ligado desde hacía tiempo a monseñor Bortignon, principal adversario del Padre entre los obispos de Italia y enemigo de los Grupos de Oración. Sin que hubiera una enemistad particular de Juan XXIII hacía nuestro fraile en las medidas que dejó que se tomaran, había mucha más influencia del tándem Capovilla-Bortignon que de los informes favorables llegados.

El inflexible padre Rosario cuidaba de que las restricciones como sacerdote impuestas al Padre Pío se cumplieran con el máximo rigor. Prohibió a Elsa Bertuetti que se confesara con el Padre Pío por vender en su librería las revistas en pro de éste. A otras mujeres también, por participar o ayudar en su defensa. Todo esto, sin embargo, no impedía que los fieles acudieran en mayor número, así como el correo que aumentaba solicitando oraciones y gracias. Las curaciones, las conversiones y las confesiones extraordinarias continuaban a pesar de sus guardianes.

Un ruego de Karol Wojtyla

Citemos una de esas curaciones milagrosas, pues los personajes que intervienen bien se lo merecen. En noviembre de 1962, Karol Wojtyla era vicario capitular de la diócesis de Cracovia y participaba en las primeras sesiones del Concilio. Escribe al Padre Pío y le solicita su intercesión y oraciones para la doctora Wanda, médico y profesora de psiquiatría, conocida y colaboradora del futuro Papa. En esa súplica le dice:

«... Es una mujer de 40 años, madre de 4 hijos, estuvo durante la guerra cinco años en un campo de concentración alemán. Hoy su vida está en peligro por causa de un cáncer...»

La buena mujer sufría un cáncer de garganta. Los médicos iban a intervenirla y sabían que era inútil.

Diez días después el Padre Pío recibe una carta del futuro Juan Pablo II que le comunica:

«Venerable Padre. La mujer que vive en Cracovia (Polonia), madre de 4 hijos, encontró de repente la salud el 21 de noviembre, antes de la operación quirúrgica. Deo gratias. Yo os doy las gracias, venerable Padre, en nombre de esa mujer, de su marido y de toda su familia. En Cristo, Karol Wojtyla, vicario capitular de Cracovia. Roma, 28 de noviembre de 1962».

Wanda Poltawska curó instantáneamente, ante el estupor de los médicos que la trataban. En esta curación milagrosa sólo bastó la fe y la oración; la fe de quienes imploraron la oración del Padre Pío y la del mismo Padre.

Es lógico que el mundo de hoy recuerde esta curación que quedará escrita para la historia, frente a una infinidad que sólo permanecerá para los beneficiados y sus íntimos. Decimos curaciones, pero no olvidemos las del alma, verdadero fin de ese hombre santo, estigmatizado... En 1963 las inscripciones en el registro de confesiones pasan de cien mil, sólo en ese año. Y también más de cincuenta obispos y arzobispos y miles de sacerdotes los que también en 1963, estando en Roma, aprovecharon para visitar al Padre y asistir a su misa, a pesar de la prudente reserva del Vaticano.