LA EXALTACIÓN DE LA CRUZ

 

14 - 9 - 1941

 

1       San Benito determinó en su “Sancta Regula” que el ayuno comenzara para los religiosos con la fiesta de la Exaltación de la Cruz. La prolongada alegría pascual y las solemnidades del verano (al final, todavía la fiesta de la Coronación de María como Reina del Cielo) podrían quizás, empalidecer o hacer desaparecer de nuestra mente la imagen del Crucificado, de la misma manera que ésta permaneció escondida en los primeros siglos del cristianismo. Pero llegado su tiempo, apareció la Cruz resplandeciente en el cielo, amonestando a los hombres a buscar el madero de la ignominia, escondido y olvidado, y a reconocer en él el signo de la salvación, el símbolo de la fe y el emblema de los creyentes. Cada año, cuando la Iglesia la levanta ante nuestros ojos, hemos de acordarnos de la exhortación del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, que cargue con su Cruz y me siga” (Mc.8,34; Lc.14,27). Cargar con la Cruz significa caminar por el camino de la penitencia y la renuncia. Seguir al Salvador significa, para nosotras, religiosas, dejarnos clavar en la Cruz con los tres clavos de los votos. La Exaltación de la Cruz y la renovación de los votos están íntimamente unidas.

El Salvador nos ha precedido en el camino de la pobreza. A El le pertenecen todos los bienes del cielo y de la tierra. Ellos no significan para El ningún peligro; El podía usar de ellos, manteniendo a la vez su corazón totalmente libre. El sabía, sin embargo, que a los hombres apenas les es posible poseer bienes sin sucumbir ante ellos y sin convertirse en sus esclavos. Cristo abandonó por eso todo lo que tenía, mostrando así, más por medio del ejemplo que a través de consejos, que todo lo posee quien nada tiene. Su nacimiento en el establo y su huida a Egipto nos muestran ya que el hijo del Hombre no habría de tener ningún lugar donde reclinar la cabeza.

2       Quien le sigue ha de saber que nosotros no tenemos en la tierra un lugar duradero. Cuanto más vivamente lo experimentemos, tanto mas apremiante será nuestra esperanza de lo venidero y nuestra alegría en la certeza de que tenemos un lugar preparado para nosotros en el cielo. Es bueno que pensemos hoy que a la pobreza pertenece también la disposición a abandonar incluso los muy amados claustros conventuales. Nosotras nos hemos comprometido a vivir en clausura y lo hacemos siempre de nuevo, cada vez que renovamos nuestros votos. Dios, sin embargo, no está obligado a mantenernos siempre dentro de los muros de la clausura. El no los necesita, pues tiene otros muros para protegernos. Sucede algo parecido con los sacramentos. Ellos representan para nosotros los medios ordinarios de la gracia y ninguna disposición de nuestra parte es suficiente para recibirles, pero Dios no está atado a ellos. En el mismo momento en que nosotras fuéramos privadas por imposición exterior de la recepción de los sacramentos, en ese mismo instante podría El, de otras maneras y en sobreabundancia, resarcirnos con su gracia y seguramente lo hará en la medida en que nosotras hayamos permanecido anteriormente fieles a su recepción. Por ello se convierte en nuestra santa obligación el acatar lo más meticulosamente posible las normas de la clausura, para vivir sin obstáculo alguno, ocultas con Cristo en Dios. Si permanecemos fieles en esto y fuéramos arrojadas a la calle, el Señor nos enviará sus ángeles, que acamparán en nuestro entorno para proteger nuestras almas con el batir invisible de sus alas, mejor que la más alta y más fuerte muralla. No hemos de anhelar una situación tal y podemos muy bien rezar para que no tengamos que vivir esa experiencia; sin embargo, con el deseo sincero y serio: ¡Que no se haga mi voluntad, sino la tuya! El voto de pobreza quiere ser renovado sin reservas.

3       ¡Que se haga tu voluntad! Ese fue el contenido de la vida de nuestro Redentor. El vino al mundo para realizar la voluntad del Padre, no sólo para expiar con su obediencia el pecado de la desobediencia, sino para retornar a todos los hombres al camino de la obediencia. A la voluntad creada no le ha sido dado el ser soberanamente libre; ella está llamada a adecuarse a la voluntad divina. Si se somete libremente a esa adecuación, entonces le es concedido cooperar libremente con el perfeccionamiento de la creación. Y si la creatura libre se niega a esa adecuación, se esclaviza. La voluntad del hombre mantiene todavía la posibilidad de elección, pero se encuentra aún en la esfera de las creaturas; ellas le arrastran y le empujan en direcciones que se alejan del desarrollo de su naturaleza querido por Dios, y con ello le alejan también de la meta a la cual su libertad estaba originariamente dirigida. El hombre pierde también, junto con esa libertad originaria, la seguridad de decisión. La voluntad se hace inconstante e inestable, es acosada por dudas y escrúpulos o se enquista en su extravío. Frente a esto no hay otros remedio sino el del camino del seguimiento de Cristo; del Hijo del Hombre, que no sólo obedeció directamente al Padre celestial, sino que se sometió a los hombres que la voluntad del Padre había colocado sobre El. La obediencia ordenada por Dios libera la voluntad esclavizada de las ataduras de las creaturas y la conduce de retorno a la libertad. En ese sentido es también el camino hacia la pureza del corazón.

4       No hay ninguna cadena que sea más fuerte que la de la pasión. El cuerpo, el alma y el espíritu pierden bajo su peso su fuerza y salud, su claridad y su belleza. Así como al hombre, signado por el pecado original, apenas si le es posible poseer bienes sin atarse a ellos, así existe en casi todas la inclinaciones naturales el peligro de la degeneración de la pasión, con todas sus devastadoras consecuencias. Dios nos ha dado para ello dos remedios: el matrimonio y la virginidad. La virginidad es el camino más radical y por ello también el más fácil. Este no es, sin embargo, el motivo más profundo por el cual Cristo la eligió para precedernos.

El mismo matrimonio es ya un gran misterio como símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia y, al mismo tiempo, como su instrumento. La virginidad, por su parte, es un misterio más profundo aún; ella no sólo es símbolo e instrumento de la unión conyugal con Cristo y de su fecundidad sobrenatural, sino su misma participación. Ella brota desde lo más profundo de la vida divina y nos conduce nuevamente a ella. El Padre eterno participó la totalidad de su esencia al Hijo con amor incondicional y de la misma manera se la retorna el Hijo al Padre. El paso de Dios hecho hombre por la vida temporal nada podía cambiar en esa entrega absoluta de Persona a Persona. El Hijo pertenece al Padre por los siglos de los siglos, y por eso no podría entregarse a ninguna otra persona humana.

5       Lo que El hizo fue introducir, a los hombres que querían entregarse a El, en la unidad de su Persona divina y humana como miembros de su Cuerpo Místico, para ofrecerlos así al Padre. Para eso vino al mundo. Esa es la divina fecundidad de su virginidad eterna: que puede engendrar en las almas a vida sobrenatural. Y esa es también la fecundidad de las vírgenes que siguen al Cordero; que reciben con toda su fuerza e indivisa entrega la vida divina para, en íntima unión con la Cabeza divina y humana, transmitirla a otras almas y ganar de esa manera nuevos miembros para el Cuerpo Místico de Cristo.

A la virginidad divina va aparejado un rechazo absoluto por el pecado como antítesis de la santidad divina. De ese aborrecimiento por el pecado brota, sin embargo, un amor insuperable por el pecador. Jesucristo vino al mundo para arrancar a los pecadores del dominio de las tinieblas y reconstruir de esa manera la imagen divina en las almas prostituidas. El vino al mundo como Hijo del pecado (eso muestra, por lo menos, su árbol genealógico y toda la historia del Antiguo Testamento) y buscó siempre la compañía de los pecadores, para tomar sobre sí todo el pecado del mundo y cargarle consigo en el madero ignominioso de la Cruz, que por ese mismo motivo se convirtió en signo de su victoria. Por eso, precisamente, las almas vírgenes no sienten ningún tipo de aborrecimiento por los pecadores. La fuerza de su pureza sobrenatural no tiene miedo de contaminarse. El amor de Cristo las empuja a penetrar en la noche más profunda y ninguna alegría maternal terrena puede compararse con la felicidad del alma que enciende la luz de la gracia en la noche del pecado. El camino hacia esa maternidad es la Cruz. A la sobra de la Cruz se transformó la Virgen de las vírgenes en la Madre de la Gracia.