El Sacramento de la Penitencia
La crisis del sacramento de la penitencia
Anselmo, aquel viejo guerrillero de la contienda civil española que
aparece en la novela Por quién doblan las campanas, lloraba cada
vez que tenía que matar a alguien. «Si después de esto sigo
viviendo -decía- trataré de actuar de tal manera, sin hacer daño a
nadie, que se me pueda perdonar». Y Robert Jordan, el
norteamericano que peleaba a su lado, le preguntaba: «¿Por
quién?» «No lo sé -confiesa Anselmo-. Desde que no tenemos Dios,
ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé»1.
Y, sin embargo, no cabe duda de que, entre «los que tenemos
Dios», el sacramento de la Penitencia no se cotiza demasiado. Cada
vez se confiesa menos gente, sin que por ello disminuya el número
de las comuniones (más bien al contrario) .
Además, tanto los fieles que se acercan a confesar como los
sacerdotes que se dedican a ese ministerio experimentan cierta
insatisfacción por la forma en que transcurre todo. Al ponerse a
reflexionar sobre lo que hicieron en el confesonario, muchos
descubrieron que lo que allí habían confesado como pecado tenía
con frecuencia muy poco que ver con lo que realmente acontecía en
su vida. Se llamaba «pecado» a lo que a uno no le atañía
íntimamente para nada, ni le dolía ni le quitaba el sueño; pero lo
confesaba a pesar de todo «por si acaso», «por miedo» y «para
más seguridad». En cambio, lo verdaderamente importante parecía
no serlo.
Pues bien, confío en que el sacramento del perdón de los
pecados, correctamente entendido y despojado de las adherencias
innecesarias, aparezca como respuesta a esa profunda necesidad
de ser perdonado que experimenta todo hombre que -como
Anselmo, el viejo guerrillero- se siente culpable.
Digo «despojado de adherencias innecesarias» porque no pocos
aspectos que a nosotros nos resultan tan familiares como para
caracterizar el sacramento de la Penitencia, son en realidad
accesorios y muy bien podrían ser de otra forma. No pensemos, por
ejemplo, que ya San José construyó en su taller de carpintero el
primer confesonario: Semejante mueble no apareció hasta el siglo
XVI, después del Concilio de Trento. Tampoco existió durante siglos
la confesión por devoción. Muchísimos santos (San Agustín, San
Jerónimo, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, etc.) no
se confesaron ni una sola vez en su vida. Incluso hasta después del
año 700 estuvo prohibido recibir más de una vez la absolución
sacramental.
Historia del sacramento del perdón
Como vamos a ver a continuación, ningún sacramento ha
experimentado tantos cambios como éste a lo largo de los siglos.
Los primeros cristianos no ignoraban que «el justo cae siete
veces al día» (Prov 24, 16), pero consideraban que el auténtico
pecado, es decir, aquel que supone romper radicalmente los
compromisos bautismales, no debería tener ya cabida en la vida de
los cristianos: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado»
(1 Jn 3, 9).
A pesar de ello, concedían una nueva oportunidad a los culpables
de pecados graves y notorios (homicidio, apostasía y adulterio);
pero en caso de volver a las andadas eran definitivamente
expulsados de la Iglesia. La irrepetibilidad del sacramento de la
Penitencia se consideraba un freno contra el laxismo: «Nadie ha de
hacerse malo porque Dios sea bueno, ni piense que cuantas veces
es perdonado, tantas puede pecar» 2.-
Durante los primeros siglos el sacramento se celebraba en tres
etapas temporalmente espaciadas. Un día, que por lo general era el
miércoles de ceniza, reunida toda la comunidad, los cristianos que
habían incurrido en un pecado grave y notorio, confesaban al
obispo su culpa. Nunca se exigió que la confesión fuera en voz alta,
e incluso San León Magno lo prohibió expresamente3 pero dado
que entonces no existía la confesión de las faltas leves, era
inevitable que el penitente apareciera como reo de culpa grave.
El obispo, entonces, cubría al penitente con un cilicio (vestidura
confeccionada con pelos de cabra) y le indicaba el tiempo durante
el cual, vestido así, debería llevar una vida de profundo sacrificio y
entrega a los demás con el fin de expiar su culpa. Por lo general, la
duración de esa penitencia era toda la cuaresma, aunque en
algunos casos se prolongaba varios años.
Con ese acto, que expulsaba temporalmente de la comunidad
cristiana al culpable para incorporarlo al "ordo paenitentium», se
iniciaba la segunda etapa del sacramento, que tenía como fin
garantizar que no volvería a repetirse el pecado. «No es verdadera
la penitencia que deja al hombre otra vez en situación de pecar» 4
Por fin, el jueves santo por la mañana, reunida de nuevo la
comunidad en el interior del templo con las puertas cerradas, los
penitentes que habían logrado superar con éxito la prueba,
llamaban a la puerta, y el obispo salía a recibirlos en medio de la
alegría de toda la comunidad que exteriorizaba así la fiesta que
existe en el cielo «cuando un solo pecador se convierte» (Lc 15,
10).
No obstante, después de la reconciliación del penitente con la
comunidad, quedaba sujeto todavía a ciertas exigencias
penitenciales para el resto de sus días (como la prohibición de usar
del matrimonio) que hacían de él casi un monje.
Tan duras eran esas exigencias que la penitencia canónica
resultaba casi inaccesible a las personas jóvenes y llenas de vida,
que eran precisamente quienes más necesidad tenían de ella. Poco
a poco se fue imponiendo la costumbre de retrasar hasta la vejez la
recepción del sacramento, y los mismos obispos y concilios llegaron
a recomendarlo así5.
Esa insostenible situación necesariamente tenía que dar paso a
nuevas fórmulas, lo que en efecto ocurrió. A partir del siglo VI se
empezaron a someter a la penitencia canónica todos los cristianos
que querían, aun cuando no hubieran pecado gravemente. Poco a
poco el estado de penitente fue convirtiéndose en una especie de
«tercera orden» en la que, en vez de los auténticos pecadores, se
encontraban hombres deseosos de perfección. El primer santo del
que existe constancia de que se confesó es San Isidoro de Sevilla
(570-636)6. Pero de esa forma la situación se volvió todavía más
absurda porque recurrían al sacramento de la penitencia los
«buenos» y no lo hacían los «malos».
Los monjes irlandeses iniciaron entonces (siglo VII) una
costumbre que en seguida se propagó por el continente: Admitir,
desde luego, la confesión de los pecados menos graves, cuantas
veces se quisiera, y en un encuentro privado entre el sacerdote y el
penitente. El rasgo más característico de este sistema es que el
sacerdote imponía la penitencia aplicando unas «tarifas» que
estaban detalladas en el Liber paenitentialis, que ya en el siglo VIII
formaba parte de los libros litúrgicos que debía tener todo sacerdote
con cura de almas. He aquí un ejemplo:
Por robar, un año de ayuno;
Por jurar en falso, siete años;
Por derramar sangre, sin llegar a matar, tres años de ayuno.
Por masturbarse, un año de ayuno...
Después de cumplir la penitencia, el pecador volvía al sacerdote
que se la había impuesto y recibía la absolución, pudiendo
participar nuevamente en la eucaristía y sin las obligaciones
posteriores de la penitencia antigua.
El sistema de la penitencia tarifada acabó cayendo en abusos,
porque -inspirándose en el derecho civil- se comenzó a admitir la
permuta de las penitencias por limosnas dadas a otros para que las
cumplieran en lugar del penitente, o por misas que se mandaban
celebrar con este objeto, con lo que frecuentemente eran los pobres
y los monjes quienes hacían las penitencias que correspondían a
los pecadores ricos. Había sacerdotes que celebraban ¡hasta veinte
misas diarias!
A partir del siglo XII, la penitencia tarifada fue dando paso, poco a
poco, al sacramento de la penitencia tal como hoy lo conocemos.
Se consideró que la principal penitencia, más que las obras de
satisfacción, era la vergüenza que suponía descubrir a otro los
propios pecados, y en consecuencia se empezó a absolver a los
penitentes inmediatamente después de la confesión, sin esperar a
que cumplieran la expiación, que, por otra parte, se redujo a unas
oraciones mínimas por lo general.
Hasta aquí la historia. Veamos ahora lo que podemos aprender
de ella.
El segundo bautismo
Lo primero que se aprecia al repasar la historia del sacramento
de la penitencia es que, aun cuando puedan -evidentemente-
confesarse los pecados veniales, encuentra su máximo sentido en el
perdón de los mortales.
El Concilio de Trento afirmó claramente que el sacramento de la
penitencia fue instituido para reconciliar de nuevo con Dios y con la
comunidad a quienes rompieran la opción del bautismo, y no habría
sido necesario si existieran sólo los pecados veniales9.
Es importante este punto de partida. Aunque al final nos
preguntemos por el posible sentido que tiene la confesión por
devoción, lo que no se puede pretender es entender a partir de ella
el sacramento de la reconciliación. Sería como explicar las
operaciones quirúrgicas partiendo de enfermedades que pueden
curarse también con inyecciones.
Así, pues, debemos hacer un esfuerzo para no pensar de
momento en las confesiones periódicas a las que tan
acostumbrados estamos. El marco correcto es otro. Los hombres
que un día se sintieron fascinados por Jesús de Nazaret, después
de una etapa catecumenal, recibieron el bautismo consciente y
responsablemente. Aquel día hicieron pública ante la comunidad
cristiana una opción fundamental por el Reino de Dios y su justicia
que entraña un cambio radical de costumbres. La mayoría se
mantendrán fieles de por vida a esa opción que tomaron después
de pensarlo durante tanto tiempo, aun cuando sea a costa de tener
que estar luchando constantemente contra el pecado, que -en frase
de San Agustín- «está muerto, pero no sepultado y se rebela»10.
Algunos, desgraciadamente, seducidos por los falsos encantos
del viejo mundo de pecado, rompen su compromiso y vuelven a la
vida de antes abandonando la comunidad cristiana. Si más adelante
se arrepintieran, la Iglesia -tras obtener unas garantías de que esa
segunda conversión es auténtica- procedería a reconciliarlos
mediante el sacramento de la penitencia, que es como un «segundo
bautismo»11 o una «segunda tabla de salvación»12.
¿Cuántas veces podrá ocurrirles esto a lo largo de la vida? Desde
luego, muy contadas. Es inimaginable que una opción fundamental
pueda romperse y restaurarse cada cierto tiempo. Pongamos un
ejemplo: Frecuentemente la Sagrada Escritura habla de las
relaciones del hombre con Dios utilizando como símil esa otra
opción fundamental de la vida que es el matrimonio (cfr. Oseas).
Pues bien, ¿cabe en alguna cabeza que un hombre se pase la vida
entera divorciándose y volviéndose a casar con su mujer? ¿O que
un sacerdote se secularice diez veces y otras tantas se reincorpore
al ministerio?
La no reiterabilidad hasta el siglo VI del sacramento de la
penitencia, aun reconociendo su excesivo rigor, anunciaba muy
claramente que cosas tan serias y trascendentales como el pecado,
la amistad con Dios, la vida y la muerte eternas, no pueden estar
sometidas a continuos vaivenes.
En cambio, cuando la mayoría de los cristianos de hoy creen
haber roto la opción bautismal -eso es el pecado mortal- varias
veces en un mismo año y haber sido perdonados otras tantas
veces, uno se asombra ante semejante frivolidad. Se trata de
personas cuyos pecados son superficiales, su arrepentimiento es
necesariamente también superficial y, por tanto, el efecto del
sacramento poco perceptible. Es posible, incluso, que tales
personas en el fondo no sean capaces de romper la opción
fundamental porque ni siquiera la han hecho.
El perdón se hace visible
Muchos piensan que podrían «arreglar sus cosas» a solas con
Dios, sin necesidad de recurrir al sacramento de la penitencia. Ante
todo les diría que eso supone olvidar una profunda exigencia
antropológica: Que en la vida del hombre las cosas importantes, los
acontecimientos decisivos, reciben la consagración de un rito; se
celebran y se convierten en fiesta. La conversión y la reconciliación
no pueden ser una excepción. Ambas cosas deben celebrarse.
Pero hay todavía otra razón teológica. En el Confiteor decimos:
«Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos,
que he pecado mucho ... ». No sería posible confesarse a los
hermanos si todo pecado no fuera también un pecado contra ellos.
Pero así es realmente. Los cristianos no decimos como el salmista:
«Contra Ti, contra Ti sólo he pecado» (/Sal/050/06). Todo pecado -
incluso aquel que por ser secreto no produce escándalo- es
también un pecado contra la Iglesia porque la ataca en una de sus
notas esenciales, que es la santidad.
Y si el pecado no es sólo una infidelidad hacia Dios, sino que
hiere igualmente a la Iglesia, parece necesario reconciliarse también
con ésta. De hecho, el sacerdote no actúa sólo «in persona Christi»,
sino también «in persona Ecclesiae», de modo que «quienes se
acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia
de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se
reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando»13.
Es más, podemos afirmar que ambas reconciliaciones no son sólo
simultáneas, sino que la reconciliación con la Iglesia produce la
reconciliación con Cristo. San Agustín así lo afirma: «Pax Ecclesiae
dimittit peccata»14. La explicación es muy sencilla: Dado que la
Iglesia es el Cuerpo de Cristo -«da cuerpo» a Cristo- la
reconciliación con ella es signo, y signo eficaz, de la reconciliación
con Cristo: «A quienes perdonéis los pecados les quedan
perdonados» (Jn 20, 23).
Así, pues, la reconciliación con Cristo -maravillosa, pero invisible-
se hace sacramentalmente presente en la reconciliación visible con
la Iglesia. El abrazo reconciliador de la parábola del hijo pródigo
adquiere visibilidad en la imposición de manos del sacerdote sobre
el penitente.
Evidentemente, la reconciliación con la Iglesia resulta mucho más
expresiva en las celebraciones comunitarias del sacramento de la
Penitencia, que -en principio- deben ser preferidas15.
El precio del perdón
PERDON/FACIL-DIFICIL: PERDON-SO/CV: Vamos a plantearnos
ahora una nueva pregunta: ¿Es fácil obtener el perdón de Dios? La
respuesta sólo aparentemente es contradictoria: El perdón de Dios
es, a la vez, muy fácil y muy difícil.
Muy fácil por lo que a El se refiere. Los evangelios están llenos de
concesiones gratuitas de perdón. He aquí algunos ejemplos: « ...
Volviéndose a la mujer, le dijo: "Tus pecados quedan perdonados".
Los comensales empezaron a decirse para sí: "¿Quién es éste que
hasta perdona los pecados?" Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha
salvado. Vete en paz"» (Lc 7, 48-49). Del publicano -que todo lo que
había hecho fue pedir perdón desde el final del templo- dijo Jesús:
«Os digo que éste bajó a su casa justificado» (Lc 18, 14). Pero aún
tenemos ejemplos más impresionantes: el del hijo pródigo, el de la
mujer adúltera, el del buen ladrón... Una sola palabra dirigida a
Jesús en la cruz le bastó al buen ladrón para borrar todas sus
culpas y reparar toda una vida de pecados: «Yo te aseguro: Hoy
estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
Por parte de Dios no existe, pues, ninguna dificultad para
perdonar. Pero a la vez debemos afirmar que obtener su perdón es
muy difícil por parte nuestra, porque el pecado no es sólo algo que
debe ser perdonado, sino también erradicado. La teología moral
clásica expresó esta idea con la categoría de «restitución». La
justicia que se dejó de hacer, además de ser olvidada, debe ser
«restituida».
Ni el mismo Dios puede conceder el perdón si falta la conversión,
y esto no porque sea poco generoso, sino porque es
intrínsecamente imposible, contradictorio en sí mismo. Una
reconciliación es cosa de dos. El padre del hijo pródigo está
deseando su vuelta, pero no puede dispensar al hijo de volver
porque precisamente la esencia de la reconciliación es restablecer
las relaciones familiares.
La forma actual de celebrar el sacramento de la Penitencia,
obteniendo la absolución inmediatamente después de la confesión,
expresa a las mil maravillas lo fácil que es perdonar para Dios. En
cambio la penitencia canónica de la Iglesia antigua, con su duro
proceso penitencial entre la confesión y la absolución. expresa qué
difícil es para el hombre obtener el perdón.
¡Desgraciadamente, uno no puede quitarse de encima el pecado
con la misma facilidad con que se quita la chaqueta!
La consideración de ambas prácticas simultáneamente nos da
una visión completa de la realidad, mientras que por separado
corren el peligro de deformarla.
El rigorismo de la Iglesia antigua podía conducir al olvido de que
el perdón de Dios es gratuito, y hacer creer al penitente que se lo
ganaba mediante una especie de do ut des. ¡Como si Dios fuera un
Dios vengativo, capaz de retener su perdón hasta que hayamos
pagado la última parte de nuestra deuda!
El peligro del sistema actual es el inverso: Que lleve a ignorar la
seriedad de la lucha contra el pecado. Tengo la sospecha, en
efecto, de que para no pocos cristianos la confesión es un acto
parecido al que realiza aquel que recita sus pecados ante la piedra
negra de la Meca, o sobre el macho cabrío del sacrificio de
expiación, destinado a perderse en el desierto llevando sobre él los
pecados de todo el pueblo (cfr. Lev 16, 20-22). Es decir, que han
convertido la confesión en un instrumento para liberarse
mágicamente de la culpa sin que cambie nada en su vida real.
Es necesario repetirlo una vez más: Si los sacramentos son
celebraciones de la vida, el sacramento de la Penitencia no
sustituye a la conversión, sino que la celebra.
El encuentro reconciliador
Nuestras confesiones han quedado marcadas por aquel decreto
del Concilio de Trento que pedía confesar «todos . y cada uno de
los pecados mortales», así como «las circunstancias que cambian la
especie del pecado»16. Semejante exigencia hacía que los
temperamentos escrupulosos se angustiaran ante la simple
sospecha de no haber cumplido con la exactitud requerida. Además,
la confesión tenía demasiadas similitudes con un atestado policíaco
como para no resultar odiosa.
Es verdad que Trento habló de la «estructura judicial» del
sacramento, pero no debe olvidarse que se trata de una analogía
(«a modo de acto judicial» 17) , que en absoluto puede tomar como
modelo a los procesos civiles, y que requiere integrarla con otras
imágenes, como la medicinal (proceso de sanación) y la pastoral (el
pastor que busca y carga sobre sus hombros a la oveja perdida).
Aquel decreto tridentino era deudor de la metafísica aristotélica,
para la cual se conocía a un ser cuando se le conseguía definir
según su género, número, especie y circunstancias18; pero de
ninguna manera es válido para la concepción actual del pecado
como una actitud interior de la que el acto pecaminoso es solamente
una expresión o un síntoma.
El conocimiento de esas actitudes interiores no se logra mediante
una enumeración de actos aislados, sino en un clima de encuentro
humano, es decir, de diálogo y confidencia entre el sacerdote y el
penitente (que, por descontado, se favorecerá en un marco físico
diferente del confesonario clásico). De hecho, el Ritual de 1975
pide, sí, que la confesión sea íntegra, sin excluir ningún pecado
grave, pero omite cualquier referencia a lo del género y número19.
La necesidad de la confesión íntegra no debe justificarse tanto
como antaño por la necesidad que tiene el juez humano (el
sacerdote) de conocer bien la «causa» que debe fallar 20 , sino por
la necesidad que tiene el penitente de presentarse «sincero ante
Dios» (cfr. Am 4, 12). Y esto no es frecuente conseguirlo. Pocas
empresas existen hoy más difíciles que la de conocerse a sí mismo.
Pascal escribió: «Es tan peligroso para el hombre conocer a Dios
sin conocer su propia miseria, como conocer su miseria sin conocer
a Dios»21. Pues bien, lo que nuestros contemporáneos necesitan
encontrar en el sacerdote es alguien capaz de situarles, en
sinceridad y verdad, a la vez ante su propia realidad y ante la
santidad de Dios, para que puedan decir seriamente como David
«he pecado» y después aceptar esperanzados el ofrecimiento del
perdón.
La confesión frecuente
Corno hemos visto, el sacramento de la Penitencia fue instituido
para perdonar los pecados graves, y durante los siete primeros
siglos del cristianismo únicamente esos pecados podían someterse
al sacramento. Para perdonar los pecados leves -que, como hemos
dicho, sólo en sentido analógico merecen el nombre de pecado-
existían otras formas. Dios viene a nuestro encuentro y nos perdona
a través de los mil caminos de la vida, siempre que haya un corazón
sincero. Se ha hecho clásica una lista de Orígenes que -desde
luego- no es exhaustiva:
«Escucha ahora cuántas son las remisiones de los pecados que
se contienen en el Evangelio: En primer lugar está aquella por la
que somos bautizados para la remisión de los pecados. La segunda
remisión está en sufrir el martirio. La tercera se obtiene mediante la
limosna, pues el Señor dijo: "Dad de lo que tenéis y todo será puro
para vosotros" (Lc 11, 41). La cuarta se obtiene precisamente
cuando perdonamos las ofensas a nuestros hermanos (Mt 6, 14).
La quinta cuando uno rescata de su error a un pecador, pues la
Escritura dice: "Aquel que recobra a un pecador de su error salva
su alma de la muerte y cubre la multitud de los pecados" (Sant 5,
20). La sexta se cumple por la abundancia de la caridad, según la
palabra del Señor: "Sus pecados le son perdonados porque ha
amado mucho" (Lc 7, 47). Hay todavía una séptima, áspera y
penosa, que se cumple por la penitencia, cuando el pecador baña
su lecho con lágrimas y no tiene vergüenza en confesar su pecado
al sacerdote del Señor, pidiéndole curación»22.
Desde el IV Concilio de Letrán, en 1215, aunque ya se admitía la
confesión de los pecados veniales, solamente se prescribió la
confesión anual a los cristianos que se reconocieran culpables de
pecado grave23. Igualmente Trento, admitiendo la posibilidad de
confesar los pecados veniales24, recuerda la doctrina clásica de
que éstos pueden ser perdonados también por otros medios y el
sacramento de la penitencia es propiamente para los mortales 25.
Cuando de verdad se generalizó la práctica de la confesión
frecuente por devoción fue ya en el siglo XX, como consecuencia de
la invitación a comulgar a diario. Suele citarse, sobre todo, la
recomendación que hizo Pío XII en la encíclica Mystici Corporis
Christi .26 .
Sin duda, como dice Rahner, «la historia de la confesión por
devoción demuestra que una vida verdaderamente espiritual no
exige necesariamente siempre y en todas las circunstancias esa
costumbre de confesar: De hecho ha sido desconocida durante
siglos 27.
Eso no quita que pueda ser muy útil, sobre todo cuando se une a
un buen acompañamiento espiritual. En el capítulo anterior
proponíamos llamar «herida pecaminosa» al pecado venial y
decíamos que puede haber heridas peligrosas, incluso
peligrosísimas, ya antes de que se llegue al pecado mortal. Pues
bien, resulta obvio que los enfermos y los heridos deben acudir al
médico cuando se encuentran en tal situación.
En todo caso, la norma no debe ser una periodicidad
determinada, sino la autenticidad.
La fiesta de la reconciliación
Falta una última observación sobre el estado de ánimo que exige
el sacramento de la Penitencia.
Hemos hecho de los confesonarios muebles tristes colocados en
el lugar más oscuro del templo. En ellos parece como si, más que un
encuentro con Cristo, tuviera lugar un ajuste de cuentas.
Sin embargo, Jesús no habla de rendir cuentas, sino de anunciar
la Buena Noticia del perdón de los pecados a todas las naciones (Lc
24, 47). Es significativo que las «confesiones» del Evangelio
terminan siempre en fiesta: en el caso de Zaqueo, Jesús mismo se
invita a comer en su casa; Mateo convidó a los que habían sido sus
compañeros de pecado y les ofreció una alegre comida; para
celebrar el regreso del hijo pródigo se mató el ternero cebado y
hubo música...
Hoy, cuando el pecador que acaba de ser perdonado es
readmitido al banquete de la eucaristía, se está repitiendo
cualquiera de aquellas comidas de fiesta.
Cada vez que un pecador se confiesa y se sienta después a la
mesa eucarística, está anticipando el juicio que tendrá lugar al final
de la vida y de los tiempos, cuando triunfará definitivamente la
gracia y los pecadores arrepentidos, reconciliados para siempre con
Dios y entre sí, pasarán a ocupar sus puestos en el banquete del
Reino.
Por eso el sacramento de la penitencia, anticipo de la victoria final
y completa sobre el pecado, debe ser el sacramento de la alegría. Y
no vendría mal modificar en este sentido tanto el escenario físico de
la celebración como las actitudes subjetivas.
...................
1. HEMINGWAY, Ernest, Por quién doblan las campanas (Obras completas,
t. 1, Seix Barra], Barcelona, 2ª. ed., 1986, p. 37; cfr. p. 145).
2. TERTULIANO, De paenitentia, 5 (PL 11 1.350).
3. «Prohibimos que se lea en esa ocasión, públicamente, un escrito en
que consten detalladamente los pecados. Basta con que las culpas se le
indiquen solamente al obispo, en una conversación secreta» culpa (LEON
MAGNO, Epístola 168, 2; PL 54, 1.210-1.21l).
4. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, lib . 2, cap. 13 (PG 8. 994-998).
5. Cfr. CESAREO DE ARLES, Sermones 56, 65 y 258; Concilios de Agde
(canon 15) y III de Orleáns (canon 24).
6. Cfr. PL 81, 30-33.
7. Penintencial de San Columbano (PL 80, 223-230).
8. «Quien se avergüenza por causa de Cristo, se hace digno de
misericordia» (PSEUDO-AGUSTIN, Carta a una religiosa sobre la verdadera y
falsa penitencia: PL 40, 1.122).
9. DS 1.668 = D 894.
10. AGUSTIN DE HIPONA, Réplica a Juliano, lib. 2, cap. 9, n. 32, (Obras
completas de San Agustín, t. 35, BAC, Madrid, 1984, p. 559).
11. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Qui dives salvetur, 42 (PG 9, 649).
12. TERTULIANO, De paenitentia, cap. 12, n. 9 (PL 1, 1.358).
13. VATICANO II, Lumen Gentium, 11 b; Presbyterorum Ordinis, 5 a.
14. AGUSTÍN DE HIPONA, Tratado sobre el bautismo, lib. 3, cap. 18, n. 23
(Obras completas de San Agustín, t. 32, BAC, Madrid, 1988, p. 504).
15. VATICANO II, Sacrosanctum Concilium, 27.
16. DS 1.707 = D 917.
17. DS 1.685 = D 902.
18. ARISTOTELES, Metafísica, lib. 3, cap. 3 y lib. 10, cap. 8 (Obras completas,
Aguilar, Madrid, 2ª. ed., 1977, pp. 936-937 y1.030-1.031).
19. Ritual de la Penitencia, Praenotanda n. 7 a (Coeditores Litúrgicos,
Madrid, 1975, p. 12).
20. DS 1.679 = D 899.
21. PASCAL, Blaise, Pensamientos, 192-527 (Obras, Alfaguara, Madrid.
1981. pp. 404-405).
22. ORIGENES, Homilías sobre el Levítico, hom. 2, n. 4.
23. DS 812 = D 437.
24. DS 1.707 = D 917.
25. DS 1.679-1.682 = D 900-901.
26. PÍO XII, Mystici Corporis Christi, 39 (GALINDO, Pascual, Colección de
Encíclicas y Documentos Pontificios, t. 1, Acción Católica Española, Madrid, 7ª.
ed., 1967, p. 1.052).
27. RAHNER, Karl, «Sobre el sentido de la confesión frecuente por
devoción», en Escritos de Teología, t. 3, Taurus, Madrid, 3ª. ed., 1968, p. 205.
LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL
ESTA ES NUESTRA FE
TEOLOGIA PARA
UNIVERSITARIOS
Sal Terrae, Bilbao-1996. Págs.
233-246