JESUCRISTO, SACERDOTE DIGNO DE FE


Introducción
En la primera lección hemos analizado la afirmación inicial en 
torno al sacerdocio de Cristo, la cual se encuentra en el capítulo 2, 
al final. 
Esta afirmación constituye una gran novedad, ya que la 
catequesis primitiva no hablaba del sacerdocio, a propósito de 
Cristo. A primera vista, Jesús no era sacerdote; para reconocer en 
Él el cumplimiento de la institución sacerdotal, ha sido necesario un 
largo período de reflexión; era preciso purificar el concepto de 
sacerdocio de todos sus elementos imperfectos y superficiales, para 
poderlo aplicar al misterio de Cristo. 
Pero el sacerdocio de Cristo supera las limitaciones del 
sacerdocio antiguo y corresponde a una nueva idea del sacerdocio, 
mucho más profunda y más real. 
Ya en la frase de /Hb/02/07, el cambio realizado se manifiesta con 
toda claridad, porque el camino que Cristo debía recorrer para 
llegar al sacerdocio se manifiesta completamente distinto del camino 
descrito por el Pentateuco para la consagración de los sacerdotes 
antiguos. Para éstos se trataba de un largo camino de 
separaciones; para Cristo, por el contrario, se trataba de un camino 
de solidaridad existencial. 

« .. llegar a ser en todo semejante a los hermanos» (Heb 2,17). 

La frase analizada no hace otra cosa que introducirnos en el tema 
propiamente dicho. Los cristianos del siglo primero que la 
escucharon por primera vez, encontraron en ella a la vez que una 
gran alegría, la razón para su gran asombro. Debieron, sin 
embargo, hacerse muchas preguntas. 
¿Era verdad que convenía a Cristo el título de «sumo 
sacerdote»? ¿De qué modo se podía justificar este nuevo 
apelativo? ¿En qué sentido se debía entender exactamente? Hablar 
de esta manera, ¿no podía llevar a caer en el equívoco? ¿Qué 
relación, por tanto, se podía encontrar entre el sacerdocio de Cristo 
y la institución sacerdotal hasta ahora existente? 
El Autor de la Carta se encontraba ante la necesidad de 
responder a todos estos interrogantes. Era perfectamente 
consciente de ellos y no los hubiera despertado, de no considerarse 
en grado de darles la adecuada respuesta. El tema principal de su 
predicación—todos los comentaristas están en ello de acuerdo—era 
la explicación profunda y detallada del sacerdocio de Cristo. 
Intentaremos entonces ahora profundizar el primer aspecto del 
sacerdocio de Cristo desarrollado en la Carta: Cristo es el 
Sacerdote digno de fe. 
Y comenzará haciendo la exposición del problema: dónde se 
encuentra el primer aspecto del sacerdocio de Cristo, en la Carta. 
Después de establecer este punto, veremos qué es este 
sacerdocio, su relación con la Palabra divina, con la autoridad 
divina; y, finalmente, la relación del sacerdocio con la casa de Dios 
y de qué casa de Dios se trata. 


I. Comienzo del tema del sacerdocio de Cristo
en la Carta a los Hebreos

¿Dónde empieza la exposición del tema del sacerdocio en la 
Carta a los Hebreos? Nos interesa mucho delimitarlo bien, ya que 
de otro modo podría tenerse una falsa perspectiva y en 
consecuencia un concepto del sacerdocio no apropiado. 
Sobre este punto, los diversos comentadores no han estado de 
acuerdo. Algunos afirman que la exposición en torno al sacerdocio, 
en la Carta, empieza al final del capítulo 4 o al principio del capítulo 
5. Esta era ya la presentación de Santo Tomás, el cual elaboró un 
plano de la Carta que se encuentra todavía en los Comentarios. 
Sostiene él que el tema de la Carta es el de la superioridad de 
Cristo frente al Antiguo Testamento. La primera parte de la Carta 
afirma la superioridad sobre los ángeles; la segunda parte, la 
superioridad de Cristo sobre Moisés (caps. 3 y ss.); la tercera parte 
resalta la superioridad de Cristo sobre Aarón (caps. 5 y ss.). 
Muchos comentaristas se han sentido impresionados por el 
capítulo 5; en él se nos describe detalladamente al sumo sacerdote 
y luego se aplica esta descripción a Cristo. Y se trata de un pasaje 
sumamente importante: 

«Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los 
hombres y constituido a favor de los hombres en lo tocante al culto 
de Dios, a fin de ofrecer oblaciones y sacrificios por los pecados» 
(/Hb/05/01). 

La descripción continúa en los versículos siguientes después que 
el Autor examina el caso de Cristo. 
Parece, pues, que aquí encontramos la definición de sacerdocio, 
y muchos autores católicos y protestantes ponen en este punto el 
límite, la línea divisoria y el principio de la exposición en torno al 
sacerdocio; sería una línea divisoria entre las dos partes mayores 
de la Carta. Solamente la segunda, que se inicia en el capítulo 5 o 
al final del 4, hablaría del sacerdocio. La primera, según muchos 
autores, especialmente alemanes, dicen que estaría centrada, más 
bien, en la Palabra de Dios, en la Revelación. Todos los títulos y 
subtítulos que ellos usan muestran esta diferencia: primera parte, 
Palabra de Dios; segunda parte, el sacerdocio.
Esta exposición, como es lógico, tiene sus consiguientes 
consecuencias para la interpretación del tema del sacerdocio. 
Porque en este caso, debemos notar que esta descripción del 
capítulo 5 está naturalmente separada de los capítulos precedentes 
(puesto que sería el principio de una parte distinta), y está 
separada también de los capítulos que siguen (ya que después del 
cap. 10 el Autor inicia una exhortación que nada tiene que ver con 
el sacerdocio). 
Los diez versículos semejan ciertamente un texto-programa en 
torno al sacerdocio, una premisa a la parte concerniente de modo 
más explícito al sacerdocio. Se cree, naturalmente, que este 
texto-programa expresa toda la concepción del Autor, que 
constituye una definición suficiente del sacerdocio. 
Sin embargo, contemplándolo más de cerca, este pasaje se 
muestra muy incompleto para definir el sacerdocio. Dibelius, por 
ejemplo, observa con sorpresa que allí no se dice nada de la 
relación entre el sacerdocio y el santuario. El santuario no se 
menciona en este pasaje y el tema de la casa de Dios está 
completamente ausente. 
Otro silencio, no menos sorprendente, que hace notar otro 
exegeta; aquí no aparece ningún ministerio de la predicación. El 
sacerdocio aparece como si no tuviera relación con la Palabra de 
Dios, y los títulos señalados muestran esta división de la Carta: 
separación de la Palabra de Dios, por un lado, y el sacerdocio, por 
otro. Cuando el Autor habla de la Palabra de Dios, no habla del 
sacerdocio; y cuando habla del sacerdocio, no dice nada acerca de 
la Palabra de Dios. 
Esta impresión es sobremanera negativa. Sin embargo, influye 
poderosamente sobre el concepto que corrientemente se tiene del 
sacerdocio. En el Concilio Vaticano II se suscitaron muchísimas 
cuestiones sobre este punto, en torno a cómo concebir el 
sacerdocio y en qué consiste su función específica. Se nos 
preguntaba: el ministerio de la Palabra ¿es propiamente 
sacerdotal?, ¿o más bien no? El sacerdocio ¿debe consistir 
primordialmente en el sacrificio? (El pasaje en cuestión, 
ciertamente, no habla más que de sacrificio.) ¿Qué relación existe 
entre el aspecto sacrificial del sacerdocio y el aspecto del ministerio 
apostólico? Estos eran los conflictos en cuestión. 
Tales cuestiones hubieran sido menos y también menos 
complicadas si los padres conciliares hubieran tenido una idea más 
fiel de la doctrina acerca del sacerdocio de los hebreos. Porque 
presentar un concepto del sacerdocio que no haga mención a la 
casa de Dios, por una parte, y que no diga nada del ministerio de la 
Palabra de Dios, por otra, es un concepto deficiente y difícilmente 
atribuible a un autor como el de la Carta a los Hebreos, que conoce 
perfectamente la Biblia. 
En realidad, en el Antiguo Testamento, las tareas del sacerdocio 
no se reducían, en ningún momento, a la oferta de sacrificios. El 
sacerdote era también el hombre del santuario; el hombre que tenía 
derecho, el privilegio de acercarse a Dios en el santuario. Era el 
hombre de las instrucciones divinas. La gente se dirigía a él para 
conocer la voluntad de Dios, la vida del Señor. Todo esto estaba 
ampliamente expresado en la más antigua descripción del 
sacerdocio, la que encontramos en Dt 33, donde se habla de los 
Tummín y de los Urín. El modo como se realizaban las instrucciones 
divinas eran una especie de bienaventuranzas y bendiciones. La 
gente llegaba con sus problemas, y el sacerdote, para encontrar la 
respuesta divina, se servía de objetos como si se tratara de verificar 
una como bendición y adivinanza. Sin embargo, el punto importante 
es que el sacerdote era considerado, ya desde el Antiguo 
Testamento, como aquel que revela la voluntad de Dios e instruye 
al pueblo. 
Con toda certeza, el Autor de la Carta no podía ignorar estos 
puntos tan destacados de la mediación sacerdotal, y aplicar a Cristo 
una idea restringida, un concepto deficiente del sacerdocio. 
Ahora bien, si se pone el principo de la exposición acerca del 
sacerdocio a partir del capítulo 5, el concepto del sacerdocio 
presentado resulta defectuoso, ya que tal exposición no responde 
con exactitud al texto de la Carta; nos da una idea totalmente 
equivocada de la prospectiva que el Autor ha elegido, y esta 
prospectiva ha sido obtenido sólo mediante una especie de censura 
ejercida sobre este escrito, censura que sustrae de manera 
arbitraria las primeras menciones, los primeros puntos de referencia 
en torno al sacerdocio. En realidad, lo hemos considerado 
anteriormente, el Autor no espera al fin del capítulo 4 para introducir 
el tema del sacerdocio; habla ya de él al final del capítulo 2. 
El título de «sumo sacerdote» está ya allí, en la conclusión a la 
primera parte de la Carta y está dando respuesta a la pregunta 
hecha desde el principio: ¿Cuál es el nombre de Cristo? El nombre 
de Cristo es: «Sumo Sacerdote.» 
Esta primera referencia al sacerdocio tiene la función de anunciar 
lo que viene a continuación, y que empieza inmediatamente 
después, al principio del capítulo 3 y no del 5.
El Autor dice: 

«Por eso, hermanos santos, participantes de una vocación 
celestial, considerad al Apóstol y Pontífice de nuestra fe, Jesús...» 
(Heb 3,1). 

Fijar la mente, la mirada sobre Jesús-sacerdote; ésta es la 
intención pretendida y remarcada al principio del capítulo 3. La 
consideración acerca del sacerdocio empieza precisamente aquí. 
Ya algunos exegetas lo han reconocido, al principio de este siglo 
y posteriormente; y yo mismo, con mi tesis, he sostenido que ésta 
es la verdadera estructura de la obra. 
La exposición en torno al sacerdocio se divide, en la Carta, en 
dos partes, completadas con una exhortación. La primera 
exposición se inicia en el capítulo 3 y llega hasta el 5; la segunda, 
se inicia inmediatamente después y llega hasta el capítulo 10. En 
esta estructura el capítulo 5 encuentra su lugar a. fin de la 
exposición y no aparece como aislado, al principio de una única 
exposición. No es, por tanto, un texto-programa, no es sin más una 
definición completa, sino que es simplemente una segunda sección 
donde se nos define un segundo aspecto de la concepción del 
sacerdote. No es lícito aislar este texto y darle el valor de una 
definición completa; él integra más bien la exposición ya iniciada. 
Por tanto, no hay por qué maravillarse si este texto está incompleto; 
simplemente no presenta algunos aspectos porque ya han sido 
tratados con anterioridad. 
Tales aspectos son precisamente aquellos dos que nos faltaban: 
relación del sacerdote con la Palabra de Dios y relación del 
sacerdote con la casa de Dios. El Autor ha indicado ya desde el 
primer momento el hecho de haber considerado más aspectos del 
sacerdocio y no uno solo. Lo ha expresado en la frase comentada 
anteriormente, con dos adjetivos: 

«Cristo tenía que hacerse en todo semejante a los hermanos 
para ser ante Dios un Pontífice misericordioso y fiel...» (/Hb/02/17). 


Aquí aparecen los dos aspectos y no uno solamente. 


II. Análisis del término pistós

En la sección siguiente se retama inmediatamente el segundo de 
estos aspectos, es decir, el aspecto que hace referencia a la fe. En 
griego encontramos la palabra pistós; podríamos discutir las 
razones por las que viene mal traducida en casi todas las lenguas. 
Nosotros lo habíamos traducido en un primer momento con el 
vocablo «credibile», «digno de fe», «autorizado». Este es el primer 
aspecto del sacerdocio. 
El segundo aspecto es el de «misericordioso». Si repasamos 
rápidamente los capítulos 3 y 4 de la Carta, notamos en seguida 
muchas palabras que tienen una relación con el término de la fe. El 
Autor habla de fe, de incredulidad, de indocilidad, de incapacidad 
de sufrir para escuchar la voz de Dios y ser evangelizados. Este es 
el tema fundamental de la primera sección. Solamente, a 
continuación, el Autor toma en consideración el otro aspecto 
«misericordioso», que nos relaciona con los sacrificios, y allí 
encontramos el tema desarrollado como «gracia», «ayuda», 
«resistir», «sufrir»... El Autor quiere fusionar el aspecto de la 
misericordia con la Pasión de Cristo, sacrificio nuevo. 
La primera exposición acerca del sacerdocio (Heb 3,1-5,10) 
muestra, por tanto, que son dos los aspectos considerados por el 
Autor como fundamentales. El primero de ellos está expresamente 
cualificado como pistós. La segunda exposición será más específica 
(7,1-10,18); no mostrará los aspectos del sacerdocio en general, 
sino los aspectos particulares del sacerdocio de Cristo, que es un 
sacerdocio de tipo nuevo, con una actividad sacrificial de un género 
absolutamente nuevo y de una eficacia jamás vista. 
Veamos ahora el primer aspecto. 
Como ya hemos dicho, hay una dificultad en este punto que 
complica el trabajo de los exegetas. Es precisamente este adjetivo 
pistós con el que se nos expresa una de las cualidades 
fundamentales de Cristo sumo sacerdote. Este adjetivo tiene 
algunos significados posibles que se encuentra en el Nuevo 
Testamento. Según el contexto, puede ser traducido por: «digno de 
fe», «fiel», «creyente». Ahora bien, en concreto, en este texto que 
estamos examinando, ¿cómo debe entenderse? 
La frase final que hemos examinado no nos permite asegurar el 
significado, porque no comenta para nada el vocablo. Dice 
simplemente que Cristo ha tenido que llegar a ser un sumo 
sacerdote, misericordioso y pistós. Pero el Autor, a continuación, 
retoma este apelativo y lo desarrolla mediante una contraposición 
entre Jesús y Moisés. Si se procediera con método, los exegetas 
deberían partir de este párrafo, donde el pensamiento está más 
desarrollado, para establecer el sentido auténtico y luego 
transportarlo a la frase anterior. Por lo común, sin embargo, hacen 
todo lo contrario; es decir, deducen un sentido en la primera frase, 
sin tener en cuenta los elementos a decidir, y luego lo mantienen en 
casos posteriores, a pesar de que los contextos son totalmente 
diversos. 
El sentido que generalmente eligen es el de «fiel»; y, ciertamente, 
es uno de los sentidos posibles. Traducen en consecuencia, que 
«Cristo tenía que ser en todo semejante a los hermanos para llegar 
a sumo sacerdote misericordioso y fiel en las cosas que hacen 
referencia a Dios». 
De por sí, esto no es absurdo y podría muy bien aceptarse. 
Pero luego en el capítulo 3 traducen: «Por eso, hermanos, 
considerad al Apóstol y Pontífice de nuestra fe, Jesús, que fue fiel a 
Aquél que lo estableció, como Moisés lo ha sido en toda su casa.» 
Cristo fiel a Aquél que lo ha constituido. Un autor explica que se 
trata de una fidelidad a través de las pruebas y de la tribulación. 
Cristo había permanecido fiel durante la Pasión. Otro, explica la 
fidelidad a la misión, en la función a cumplir, en la tarea 
encomendada: Jesús ha cumplido perfectamente su misión 
exactamente de acuerdo a las prescripciones divinas. Y, puesto que 
esta fidelidad se ha cumplido en el pasado, un traductor no tiene 
inconveniente en poner el verbo en pasado, algo inexistente en el 
texto griego, y nos dice: «Cristo fue fiel a Aquél que lo constituyó.» 
En griego, sin embargo, tenemos un participio presente. 
¿Qué es lo que pretende el Autor con el vocablo pistós? Hay una 
traducción francesa, la ecuménica, que en vez de traducir «fiel» 
utiliza el verbo «acreditar»; es decir, «acreditado ante Dios». Es un 
sentido muy distinto, pero creemos que es el más justo. 
El Autor no pretende hablar de una virtud practicada por Jesús en 
el pasado, sino de una postura que Cristo mantiene en el presente, 
actualmente. Invita a fijar nuestra mirada en Jesús, que, 
actualmente, es «el sumo sacerdote» acreditado ante Dios. Pistós, 
por tanto, más que fiel lo que quiere expresar es «digno de fe». Los 
cristianos están invitados a contemplar al Cristo glorioso, 
entronizado junto a Dios y, por consiguiente, digno de toda 
confianza y de toda fe. Esta es la interpretación más conveniente, 
teniendo en cuenta todo el contexto, y que nos permite definir uno 
de los aspectos fundamentales básicos del sacerdocio, que, de otro 
modo, desaparecería totalmente. 
Es superfluo observar que en griego el sentido primero de la 
palabra pistos es precisamente éste: «digno de fe»; todos los 
diccionarios nos traen en primer lugar este sentido. Pistós: en 
griego el -tos- es un sufijo que corresponde a nuestro -ible- también 
-able- (ejemplo = temible, amable). 
Con frecuencia, en el Nuevo Testamento, pistós viene 
cualificando a una palabra. Encontramos pistós logos, que no 
puede traducirse por «palabra fiel»; no tendría sentido. Se debe 
traducir más bien, por palabra digna de ser creída, «digna de fe». 
Cuando el Autor comenta este apelativo, evidentemente tiene en 
su mente este sentido primordial del término. Para comparar Jesús y 
Moisés utiliza un pasaje de la Biblia griega donde se encuentra este 
calificativo, y donde su significado es claramente «digno de fe» y no 
«fiel». Se trata del pasaje del libro de los Números, donde hay una 
protesta contra Moisés: 

«María y Aarón murmuraban contra Moisés por la mujer cusita 
que éste había tomado por esposa. Decían: ¿Acaso el Señor ha 
hablado sólo con Moisés? ¿No ha hablado también con nosotros? 
El Señor lo oyó; Moisés era un hombre muy dulce, el más dulce del 
mundo...» (Núm 12,1-3). 

Como se puede apreciar, la protesta hace referencia a las 
relaciones entre Moisés y la Palabra de Dios. No se protesta o se 
contesta el que Dios haya hablado por medio de Moisés, se afirma 
que ha hablado por medio de otros. Por consiguiente, Moisés no 
tiene derecho a tanta autoridad. 
Las relaciones entre este texto y los pasajes de la Carta a los 
Hebreos son muy estrechos. No se trata de una simple cita. 

«Digno de fe, como Moisés lo ha sido en toda su casa...» (Heb 
3,2). 


III. Sacerdocio y palabra de Dios

En el lugar últimamente citado estamos frente a dos temas: el de 
la autoridad de la Palabra y el de la posición en la casa de Dios, 
temas que pertenecen ambos al esquema de la mediación 
sacerdotal. El sacerdote es un hombre que, gracias a los sacrificios, 
puede entrar en la casa de Dios, tiene un lugar privilegiado en la 
casa de Dios; puede, por tanto, escuchar a Dios, llevar la Palabra 
de Dios, la respuesta de Dios a un pueblo que no está en situación 
de entrar en el corazón del templo ni de oír la Palabra de Dios 
directamente. 
Este es el esquema de la mediación sacerdotal en el Antiguo 
Testamento. No es el esquema completo, pero son las líneas 
principales. 
La problemática del fragmento de los Números es la misma que la 
examinada en la Carta a los Hebreos. En la escena que nos 
presenta el libro de los Números, Dios reduce al silencio a los 
contestatarios diciendo: 

«Oíd mis palabras: Si hay entre vosotros un Profeta yo me revelo 
a él en visión, y le hablo en sueños. Pero no así a mi siervo Moisés, 
el hombre de confianza de toda mi casa. A él le hablo cara a cara, 
no con enigmas, y él contempla el semblante del Señor. ¿Por qué, 
pues, os habéis atrevido a hablar contra mi siervo Moisés?» (Núm 
12,6-8). 

La ira de Dios se enciende contra todo contestatario.
Como hemos podido ver, en el pasaje se recurre a la expresión: 
«él es el hombre de confianza en toda mi casa». Este sentido es el 
que corresponde al calificativo que tenemos en la Carta a los 
Hebreos. El padre Teodorico, en su Comentario, nota que éste es el 
sentido del pasaje de los Números, pero no se le ocurre aplicarlo al 
texto de la Carta a los Hebreos. El contexto es exactamente el 
mismo. Se trata de la autoridad de quien puede entrar en la casa de 
Dios y puede hablar en su nombre. 
Y lo que el autor quiere afirmar es la autoridad de Cristo 
glorificado. Presenta a Cristo como sumo sacerdote que transmite la 
palabra definitiva de Dios y tiene, por tanto, el derecho a una 
adhesión sin reservas. Ya desde la introducción podemos descubrir 
esta intención, luego en la exhortación que sigue, y, finalmente, en 
la conclusión. En la introducción el Autor empieza diciendo que 
Cristo es el sumo sacerdote de nuestra profesión de fe. Pone al 
sacerdocio en relación con la fe y con la profesión de fe. Jesús, 
pues, tiene el derecho al título de sumo sacerdote porque tiene una 
tarea activa en relación a la fe, más aún, una función trascendental: 
nuestra fe en Dios se basa en el ministerio de Cristo. Cristo nos 
habla en nombre de Dios; Cristo resucitado, su Palabra, exigen y 
requieren la adhesión de fe, haciéndola posible. Pero, además, 
Cristo, en cuanto sumo sacerdote, logra que llegue hasta Dios 
nuestra profesión de fe. Por medio de Él estamos unidos a Dios en 
la fe. He aquí el sentido tal y como viene sugerido ya desde la 
primera expresión. El Autor ha puesto de relieve este sentido, 
utilizando otro título, del todo extraordinario para Cristo: «El Apóstol 
y sumo sacerdote de la fe.» Cristo apóstol. Es una novedad 
absoluta en el Nuevo Testamento. ¿Cómo se la puede explicar? 
Debemos pensar en un texto del Antiguo Testamento que habla 
precisamente del sacerdocio. Pertenece al Profeta Malaquías; en él 
nos recuerda que los labios del sacerdote deben cuidar la ciencia y 
que de su boca hemos de esperar la instrucción. Esta es la finalidad 
y tarea fundamental del sacerdocio. Y Malaquías añade: 

«Porque él es el mensajero del Señor de los ejércitos» (Mal 2,7). 


Mensajero; en griego tenemos ángelos. El vocablo puede 
significar mensajero o ángel. El Autor de la Carta no podía usarlo 
como «ángel» para Jesús porque en los capítulos anteriores 
siempre había insistido en que Jesús no era un ángel, sino superior 
a todos los ángeles. Por eso aquí ha cambiado el vocablo y ha 
usado en vez de ángelos «apóstol», que, fundamentalmente, quiere 
decir o expresar la misma realidad. Cristo glorificado es para 
nosotros el mensajero, aquel que habla en nombre de Dios y que 
transmite la Palabra de Dios. Cristo resucitado nos revela nuestra 
vocación celeste, hablándonos del cielo como dice el Autor en otro 
lugar, e invitándonos a entrar en el descanso de Dios. Reclama 
nuestra adhesión de fe y tiene derecho a ella; Él es digno de fe, 
declarado tal por el mismo Dios. 
Esta es la orientación, bien definida ya desde el comienzo y 
confirmada después de la exhortación, que el Autor hace 
inmediatamente después de este pasaje: 

«Si oís hoy su voz no endurezcáis vuestros corazones como en el 
lugar de la provocación el día de la tentación en el desierto, cuando 
vuestros padres me tentaron para probarme, después de haber 
visto mi actuación durante cuarenta años» (Heb 3,1-9). 

En el contexto de salmo 95 la voz era la de Dios, la de Yavé. El 
Autor de los Hebreos introduce una situación donde se cambia esta 
aplicación: la voz de Dios es ahora la voz de Cristo. 
Cristo, constituido en la casa de Dios como Hijo, habla con la 
autoridad de Dios y debe ser escuchado cuando se hace sentir su 
voz. Después de esta exhortación a escuchar la voz de Cristo, el 
Autor concluye diciendo: 

«Puesto que tenemos un sumo sacerdote que ha penetrado ya 
en los cielos, Jesús el Hijo de Dios, mantengámonos firmes en la fe 
que profesamos» (Heb 4,14). 

Tenemos aquí la conclusión de toda esta sección que expresa, 
con gran fuerza, la íntima trabazón existente entre la Palabra y el 
sacerdocio. Tenemos un sumo sacerdote con una posición de plena 
autoridad; Él es grande, ha atravesado los cielos, es el Hijo de Dios. 
Por tanto, debemos entregarle nuestra fe, nuestra adhesión, hacer 
firme nuestra profesión de fe. 
El primer aspecto del sacerdocio de Cristo es, por tanto, el de la 
autoridad de la Palabra de Dios. Esto es importantísimo para 
nuestro sacerdocio, que expresa y representa el sacerdocio de 
Cristo; en consecuencia, el aspecto de la Palabra de Dios debe ser 
fundamental para nosotros. 


IV. Sacerdocio y casa de Dios

El otro aspecto en el que el Autor insiste es: la relación entre 
Cristo como sacerdote y la casa de Dios. Vuelve una y otra vez 
sobre esta relación, principalmente en el primer pasaje, en el 
capítulo 3, desde el versículo 1 hasta el 6, donde a lo largo de los 
mismos, hasta cinco veces viene consignada la frase «casa de 
Dios». La relación de Cristo con la casa de Dios define el nivel de 
su relación con Dios, y constituye, en consecuencia, el fundamento 
de su autoridad sacerdotal, así como para Moisés la relación con la 
casa de Dios constituía el fundamento de su autoridad. 

«Por eso, hermanos santos, participantes de una vocación 
celestial, considerad al Apóstol y Pontífice de nuestra fe, Jesús, que 
es fiel a aquel que lo estableció, como Moisés lo ha sido en toda su 
casa. Porque Jesús merece tanto mayor gloria que Moisés, cuanto 
el arquitecto de una casa supera en honor a la casa misma. Una 
casa tiene siempre un constructor; pero Dios es el constructor de 
todo. Y Moisés fue fiel en toda su casa en calidad de servidor, 
encargado de transmitir un mensaje, mientras que Cristo ha sido fiel 
como un hijo puesto al frente de su casa. Y su casa somos 
nosotros, si es que guardamos inconmovibles hasta el fin la firmeza 
y la gloria de nuestra esperanza» (Heb 3,1-6). 

Pero, ¿de qué casa se trata? ¿La casa de Dios? ¿La casa de 
Cristo? Para el Autor, en realidad de verdad, esta casa es al mismo 
tiempo la casa de Dios y la casa de Cristo, y lo refiere de una 
manera un tanto indirecta. En contraposición a Moisés, Cristo ha 
sido considerado digno de una gloria mayor, porque el honor—dice 
el Autor—del constructor de la casa supera al honor de la casa 
misma. Aquí podemos dudar de la interpretación, pero está claro 
que Cristo se sitúa del lado del constructor de la casa; por el 
contrario, Moisés está del lado de la casa misma. Moisés forma 
parte de la casa, aunque se ha establecido con una cierta autoridad 
sobre los otros; Cristo, por el contrario, está en la línea del 
constructor. Toda casa viene construida por Alguien, dice el Autor, 
pero aquel que todo lo ha construido es Dios. 
¿Cómo entender todo esto? Si traemos a nuestra mente los 
capítulos anteriores, caeremos en la cuenta del fecundo sentido de 
esta expresión, según la cual, Cristo es constructor divino de la 
casa. 
Cristo no es solamente el Mediador, sino también el creador. El 
Autor ha aplicado a Cristo en el capítulo primero esta expresión: 

«Tú Señor, echaste al principio los cimientos de la tierra y los 
cielos son obra de tus manos. Ellos perecen, pero Tú permaneces; 
todos, como un vestido, se desgastan» (Heb 1,10-11). 

El Autor aplica en este lugar a Cristo el salmo 102 (vv. 2628). El 
significado, sin embargo, puede ser todavía mas fuerte: Cristo es el 
autor de una nueva creación, la cual es la verdadera casa de Dios, 
una creación mucho más trascendental que la primera; tan es cierto 
esto, que la primera creación desaparecerá; se trata de una casa 
de Dios, por el contrario, llamada a permanecer, que no 
desaparecerá porque no pertenece a la primera creación. Con este 
tema de la «casa», el Autor evoca de manera rápida (más adelante 
lo hará de un modo más analítico), todo el tema del templo de Dios, 
construido materialmente, destruido después y vuelto a reconstruir 
espiritualmente mediante la glorificación de Cristo. Este tema es 
básico, fundamental y lo encontramos en todos los Evangelios. El 
cuerpo de Cristo glorificado es la nueva Casa de Dios creada en el 
misterio de la Pasión de Cristo. Una vez que el Autor ha evocado, 
aunque sea ligeramente esto, continúa diciendo que Moisés fue 
digno de fe en toda su casa como servidor, mientras que Cristo lo 
es como Hijo constituido con poder sobre toda su casa. 
Cristo tiene autoridad en la casa de Dios porque es el constructor 
de la casa. Y su casa, dice el Autor, somos nosotros si conservamos 
la seguridad y la esperanza de Aquel hacia el que caminamos. 
Tenemos, por tanto, un tema muy rico y fecundo en la casa de Dios 
y es el tema del tempo. Sólo que el templo del que habla el Autor 
está constituido por piedras vivientes. La raíz de todo este 
planteamiento es la cuestión veterotestamentaria de la casa de 
David. David quería construirle una casa a Dios; Dios le hace saber, 
a través del profeta Natán, que no había de ser él, David, quien 
construiría una casa a Dios, sino al revés, Dios sería quien le 
construiría una casa a David. Este argumento, muy complejo, donde 
se entremezclan nada menos que la filiación divina, la casa de Dios, 
la filiación de David, y todo ello de una manera muy intrincada, llega 
a su plenitud y claridad en el misterio de la Pasión y Resurrección 
de Cristo. Cristo, por medio de su Pasión, construye una casa en la 
cual pueden entrar, para formar parte de ella, todos los creyentes; y 
ésta es la verdadera casa de Dios. Y los creyentes forman parte de 
ella en la medida en que creen y obedecen a la autoridad de Cristo. 

Tenemos, pues, una doctrina muy fecunda, evocada en la Carta a 
los Hebreos de una manera rápida, pero que tiene profundas raíces 
en toda la catequesis primitiva. Podemos notar que la unión de los 
dos términos «casa de Dios» y «fe en Cristo» elimina toda 
concepción individualista de la fe. 
Este texto nos muestra cómo la adhesión de la fe tiene dos 
dimensiones imprescindibles; pone a los creyentes en relación 
personal con Dios gracias a la mediación del Cristo glorioso; pero al 
mismo tiempo los hace entrar en una casa, en una comunidad 
animada por la fe. Las dos dimensiones son inseparables. Su unión 
es la que define la mediación de Cristo. Cristo es el único sacerdote 
«digno de fe», por su relación con Dios; pero es digno de fe en toda 
la casa. Están, pues, entrañablemente unidos el aspecto de la fe 
personal y el de la fe comunitaria. Pretender encerrarse en el 
individualismo religioso es buscar a la vez recortarse, separarse, 
quedar fuera de la mediación de Cristo. Por esto notamos cómo 
este primer aspecto del sacerdocio de Cristo no se da sin relación al 
aspecto de solidaridad (que veremos a continuación). 
El Autor ha expresado también el dinamismo escatológico del 
vocablo y del tema de la casa en la exhortación que sigue a esta 
pequeña y corta exposición donde se habla del «descanso de 
Dios». Casa de Dios y descanso de Dios son, en el Antiguo 
Testamento, expresiones paralelas; Dios descansa en su morada, 
en su casa. Los cristianos tienen la vocación celeste de entrar en el 
descanso de Dios; forman ya parte de la casa de Dios, pero existe 
todavía una perspectiva de plenitud mayor: participar, en la casa de 
Dios, de su descanso eterno. Ved, pues, qué equivocado sería 
pensar que el Autor haya podido separar Palabra de Dios y 
Sacerdocio, olvidando en el sacerdocio de Cristo la función 
sacerdotal de la enseñanza de parte de Dios. Por el contrario, es lo 
primero que destaca. Cristo es el sumo sacerdote de nuestra 
profesión de fe y, digno de fe, tiene toda la autoridad. El aspecto de 
compasión sacerdotal y ofrenda sacrificial viene luego, en segundo 
momento, y su eficacia está como ordenada a este primer tema; al 
final el Autor dirá que para beneficiarse de la ofrenda sacrificial de 
Cristo, es necesario primero escucharlo. 

«Cristo ha llegado a ser causa de salvación para aquellos que le 
obedecen.» 

En la conclusión de toda esta parte vuelve el tema de la autoridad 
de Cristo (5,9). 
Debemos reconocer que la insistencia en el título de sumo 
sacerdote no es tan grande aquí como lo será en la segunda 
sección. Ello tiene una explicación simple en el hecho de que el 
Autor en este pasaje tiene un modelo que es Moisés, el cual no es 
presentado como sumo sacerdote en el Antiguo Testamento, 
aunque de hecho ejercía algunas funciones sacerdotales. La 
segunda sección, sin embargo, toma como modelo Aarón, y, por 
tanto, ofrece muchas menos dificultades en el desarrollo del tema 
del sacerdocio. Este punto, en este momento, es todavía 
secundario. El Autor ha manifestado claramente su intención de 
mostrar juntamente el aspecto de la Palabra y el del sacerdocio, 
porque nos ha dicho que Cristo es sumo sacerdote digno de fe, 
como Moisés. 
En primer lugar nos dice «sumo sacerdote». Seria muy 
interesante ahora desarrollar el aspecto de nuestro sacerdocio, 
correspondiente a este aspecto fundamental del sacerdocio de 
Cristo. 
Al final de la Carta el Autor atribuye explícitamente a los jefes de 
las comunidades cristianas la autoridad de la Palabra, de la que 
estamos hablando. No los llama sacerdotes porque éste no era un 
título en uso; muestra, sin embargo, que participan de la autoridad 
sacerdotal de Cristo, autoridad que presencializan por su ministerio. 
Y esto de dos maneras: primero transmitiendo la Palabra de Dios: 

«Acordaos de vuestros pastores que os han anunciado la Palabra 
de Dios y, considerando el fin de su vida, imitad su fe» (Heb 13,7). 

Anunciar la palabra de Dios no es posible sin antes tener parte en 
la autoridad de Cristo «digno de fe». 
El segundo modo mira y hace referencia a la comunidad: 

«Obedeced a vuestros superiores y someteos a ellos, ya que 
cuidan de vuestras almas, de las que tendrán que dar cuenta...» 
(Heb 13,17). 

Aquel que está en posesión de toda la autoridad para hablar en 
nombre de Dios es Cristo, sumo sacerdote, digno de fe. Pero para 
ejercer esta autoridad de enseñar él ha querido y quiere servirse 
del ministerio de los responsables de la comunidad, los cuales 
tienen por ello un ministerio sacerdotal, entendido en este sentido. 
Quien posee la plena autoridad para gobernar el pueblo de Dios, 
la casa de Dios, es Cristo «el gran pastor de las ovejas» y «gran 
sacerdote constituido sobre la casa de Dios». Pero para llevar a 
cabo esta autoridad de gobierno, Cristo se sirve del ministerio 
pastoral, que se nos manifiesta por tanto como un ministerio 
sacerdotal. 
La autoridad de Cristo se funda en su sacrificio. Se da una 
relación muy particular entre sacerdocio ministerial y el sacrificio de 
Cristo. Tal relación viene ya indicada en el capítulo 10. La 
indicación es indirecta, ya que el Autor deja entender que la 
comunidad cristiana posee actualmente—«tenemos»—tres 
presencias sacramentales de Cristo: la presencia de la sangre de 
Cristo derramada por nosotros; la presencia de su carne, y también, 
la presencia misma de Cristo sacerdote en la casa de Dios. Esta 
tercera presencia actual es una presencia sacerdotal, la cual se 
realiza por medio de aquellos que tienen autoridad en la casa de 
Dios. 
Es, pues, la unión del sacrificio de Cristo la que funda la autoridad 
de enseñanza y de gobierno al servicio de la Iglesia. El carácter del 
ministerio de la Palabra y de la autoridad pastoral son los que 
vienen más frecuentemente manifestados en el Nuevo Testamento. 

Desde este punto de vista podríamos decir otras muchas cosas; 
los apóstoles son conscientes de hablar con la autoridad de Cristo 
resucitado. En todos los evangelios se muestra cómo el ministerio 
apostólico proviene de una misión confiada por Cristo resucitado. 
Mateo nos dice al final de su Evangelio: 

«Toda autoridad se me ha dado en el cielo y en la tierra. Id, pues, 
y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre 
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar 
todo lo que yo os he enseñado. Y yo estaré con vosotros, todos los 
días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). 

Y en el Evangelio de Marcos encontramos: 

«Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» 
(Mc 16,15-16). 

San Lucas, en su Evangelio, nos dice: 

«Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24,48). 

Y, finalmente, San Juan: 

«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, 
les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán 
retenidos. 

El mismo Pablo, que utiliza muy poco el vocabulario sacerdotal, 
denomina a su ministerio como un nuevo sacerdocio, diciendo que 
la gracia que le ha sido concedida a él es: 

«... la de ser ministro de Cristo Jesús entre los gentiles, 
ejerciendo el ministerio del Evangelio de Dios, para que los gentiles 
sean una ofrenda agradable, santificada en el Espíritu Santo» (Rm 
15,16). 

En estas citas el aspecto sacerdotal más remarcado es, antes 
que ningún otro, el de evangelizar; y es presentado como 
sacerdotal, pero se trata de un sacerdocio nuevo. Pablo no dice 
directamente que es sacerdote, precisamente por esta razón. 
El aspecto de predicación y de autoridad sobre la casa de Dios 
aparece, pues, como fundamental en el ministerio de la Iglesia y es 
un aspecto realmente sacerdotal. Es un don extraordinario de Dios 
a los hombres, pero a la vez lleva consigo una tremenda 
responsabilidad para aquel que lo ejerce. El que lo hace, por tanto, 
no debe predicar sus propias ideas, sino transmitir la Palabra de 
Dios, que le ha sido confiada, entregada, por el Cristo Resucitado. 
No debe predicarse a sí mismo, sino anunciar a Jesucristo muerto y 
resucitado. 

ALBERT VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983. Págs. 119-154