Un sacerdote celebrando en el altar
tiene una dignidad infinitamente mayor
que la de un rey
Página poco conocida del famoso novelista
católico Hugo Wast que, bajo el título de «Cuando se piensa...», traza una original y magnífica alabanza del sacerdocio
ministerial.
Cuando
se piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote;
Cuando
se piensa que ni los ángeles, ni los arcángeles, ni Miguel, ni Gabriel, ni
Rafael, ni príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo
que un sacerdote;
Cuando
se piensa que Nuestro Señor Jesucristo, en la última Cena, realizó un milagro
más grande que la creación del universo con todos sus esplendores, y fue
convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo; y
que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede
repetirlo cada día un sacerdote;
Cuando
se piensa en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar
los pecados, y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios,
obligado por su propia palabra, lo ata en el Cielo, y lo que él desata, en el
mismo instante lo desata Dios;
Cuando
se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay
hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre
redentora que sólo un sacerdote puede realizar;
Cuando
se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese
poquito de pan y ese poquito de vino;
Cuando
se piensa que eso puede ocurrir porque están faltando las vocaciones
sacerdotales; y que, cuando eso ocurra, se conmoverán los cielos y estallará
la tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes
aullarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los
dé; y pedirán la absolución de sus culpas y no habrá quién las absuelva, y
morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos;
Cuando
se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más
que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede
reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él;
Cuando
se piensa que un sacerdote, cuando celebra en el altar, tiene una dignidad
infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un
embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el
mayor milagro de Dios;
Cuando
se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las
vocaciones sacerdotales;
Uno
comprende el afán con que, en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su
seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal;
Uno
comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que
se reflejaba en las leyes;
Uno
comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar
una vocación;
Uno
comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de
nuevo;
Uno
comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un
hijo, es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable;
Uno
comprende que más que una iglesia, y más que una escuela, y más que un
hospital, es un seminario o un noviciado;
Uno
comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es
multiplicar los nacimientos del Redentor;
Uno
comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un
novicio es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre, que
durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la
tierra y que todos los santos del Cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando
su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo.