Carta con motivo de la Jornada Mundial por la
Santificación de los Sacerdotes
Por el cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación para el
Clero
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 10 junio 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la carta enviada por el cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto de
la Congregación para el Clero, con motivo de la Jornada Mundial por la
Santificación de los Sacerdotes que se celebrará en la solemnidad del Sagrado
Corazón de Jesús, 18 de junio, con el lema: «La Eucaristía, manantial de
santidad en el ministerio sacerdotal».
* * *
Queridos amigos sacerdotes:
La Jornada Mundial por la Santificación de los Sacerdotes, que se celebrarán en
el gozoso clima de la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, me ofrece
la oportunidad de reflexionar junto con vosotros sobre el don de nuestro
ministerio sacerdotal, compartiendo vuestra solicitud pastoral por todos los
creyentes y por la humanidad entera, y de manera particular por la parte del
Pueblo de Dios que se ha confiado a vuestros respectivos ordinarios, de los que
sois solícitos y generosos colaboradores.
El tema que quiero proponeros este año está en sintonía con la carta encíclica «Ecclesia
de Eucharistia» que el Santo Padre Juan Pablo II quiso reglarnos el Jueves Santo
del año pasado, vigesimoquinto aniversario de su pontificado y Año del Rosario:
«La Eucaristía, manantial de santidad en el ministerio sacerdotal».
1. Creados para amar
Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Levítico 19, 2). El
libro del Levítico nos recuerda la gracia y la meta de todo creyente y, de
manera particular, de todo ministro ordenado: la santidad, que es intimidad con
Dios, amor sin reservas a la Iglesia y a todas las almas. La vocación sacerdotal
es «esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden»
(Juan Pablo II, exhortación apostólica
«Pastores dabo vobis», 33). El sacerdote está llamado, en sus propias
circunstancias, allí donde Dios le ha colocado, a encontrar, conocer y amar a
Cristo en el ejercicio de su ministerio y a identificarse cada vez más con Él.
Si, en la inminente solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, mantenemos nuestra
mirada dirigida hacia el Señor, hacia su único, sumo y eterno Sacerdocio,
ampliaremos nuestros horizontes más allá de las fronteras de nuestra vida
cotidiana y enriqueceremos nuestra existencia con una dimensión más universal y
misionera.
«Yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la
siega» (Juan 4, 35). El eco de estas palabras del Señor resuena todavía hoy en
nuestro corazón y muestran el inmenso horizonte de la misión de amor del Verbo
encarnado, que se convierte en nuestra misión: la entrega como herencia a toda
la Iglesia y, de manera específica, dentro de ella, a nosotros, sus ministros
ordenados. ¡Es verdaderamente grande el misterio de amor del que nos
hemos convertido en ministros, nosotros, los sacerdotes!
Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que ese mismo Jesús con el que los
apóstoles habían vivido, habían comido y compartido el cansancio de cada día,
sigue estando presente ahora en su Iglesia. Cristo está presente en ella no sólo
porque sigue atrayendo hacia sí a todos los fieles desde ese Trono de gracia y
de gloria que es su Cruz redentora (Cf. Colosenses 1, 20), formando con todos
los hombres, de todo tiempo, un solo Cuerpo, sino también porque él está
siempre presente en el tiempo y de manera eminente como Cabeza y Pastor, que
enseña, santifica, y gobierna constantemente a su Pueblo. Y esta presencia se
realiza a través del sacerdocio ministerial que él quiso instituir en el seno de
su Iglesia. Por este motivo, todo sacerdote puede repetir que ha sido elegido,
consagrado y enviado para que se vea la actualidad de Cristo, de quien se
convierte en auténtico representante y mensajero (Cf. Congregación para el
Clero, «Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, «Tota
Ecclesia», 31.1.1974, n. 7).
La vida de Cristo de la que somos portadores, «Christo-foroi», es como el agua
que discurre entre terrenos rocosos y áridos y que los hace fecundos. Con la
venida de Cristo en el tiempo y en el espacio del hombre, la historia ha dejado
de ser tierra árida, como se mostraba antes de la Encarnación, para asumir un
significado y un valor de esperanza universal. «No podemos permitirnos dar al
mundo una imagen de tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios como
lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender llegar a ser un único pan,
si impedimos que la harina se transforme en un único pan, si impedimos que la
harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros»
(Cf. San Ireneo, «Adversus Haereses», III, 17, PG 7, 930; Juan Pablo II «Incarnationis
mysterium», n. 4).
2. Con el corazón de Cristo
Lo que se necesita para alcanzar la felicidad no es una vida cómoda, sino un
corazón enamorado, como el de Cristo. El Corazón santísimo y misericordioso de
Jesús, atravesado por una lanza en la Cruz, como signo de entrega total, es
fuente inagotable de la verdadera paz, es manifestación plena de ese amor
oblativo y salvífico con el que él nos «amó hasta el extremo» (Juan 13, 1),
poniendo el fundamento de la amistad de Dios con los hombres.
La solemnidad de su Sagrado Corazón nos invita a la alegría de la caridad de
entregarse a los demás: «¡Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho
maravillas!» (Salmo 97, 1).
Queridos sacerdotes, los prodigios son nuestra vida, misterio de predilección
divina y don de su misericordia, expresados de esta manera tan lograda por el
profeta Jeremías: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y
antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te
constituí» (Jeremías 1, 5). No sólo el sacerdocio, también el camino de
preparación a él es un don, que como dice san Pablo: «nadie se arroga tal
dignidad, sino el llamado por Dios» (Hebreos 5, 4).
A través del sacerdocio bautismal, todos somos servidores de Cristo. Como dice
san Pablo en la segunda carta a los Corintios, somos los servidores de la
alegría de los hombres (Cf. 2 Corintios 1, 24). Pero el ministerio
sacerdotal, lo recordamos con palabras de Pablo VI, «no es una profesión o un
servicio cualquiera ejercido a favor de la comunidad eclesial, sino un servicio
que participa de manera absolutamente especial y con un carácter indeleble en la
potencia del sacerdocio de Cristo, gracias al sacramento del Orden» (Pablo VI,
«Mensaje a los sacerdotes», 30 de junio de 1968, al clausurar el Año de la Fe).
Los hombres desean contemplar en el sacerdote el rostro de Cristo, encontrar en
él a la persona que, «puesta en favor de los hombres en lo que se refiere a
Dios» (Hebreos 5, 1), pueda decir con san Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo y
nuestra esperanza también es Cristo. Es él quien infunde en nosotros la fe con
respecto a las realidades temporales y es él quien nos revela esas verdades que
se refieren a las realidades eternas» (san Agustín, «De Trinitate», 13, 19, 24).
3. Mediante la Eucaristía, que es nuestra fuerza y esperanza
Los Evangelios nos hablan de la iniciativa de Cristo que, caminando sobre las
aguas, lleva ayuda y consuelo a los apóstoles, que se encuentran en la barca
agitada por las olas del Lago de Tiberíades (Cf. Mateo 14, 22-32).
Es una invitación a reavivar nuestra plena confianza en Cristo. Él también nos
repite la exhortación dirigida a los navegantes: «¡Animo!, que soy yo; no
temáis» (Mateo 14, 27) ¡No nos dejemos atemorizar por las dificultades, tengamos
confianza en Él! La vocación sacerdotal, plantada con eficacia por Cristo en
vosotros y acogida por vosotros con generosa humildad, como tierra fecunda, dará
ciertamente frutos abundantes.
Como Pedro, salgamos al encuentro de Jesús salvador, fijando nuestra mirada en
su rostro misericordioso: sólo la mirada del crucificado y resucitado,
contemplado en nuestra oración y en la confesión sacramental, puede superar la
fuerza de gravedad de nuestra poquedad, de nuestros límites y de nuestros
pecados. San Juan Crisóstomo, al comentar este pasaje del Evangelio, lo recuerda
afirmando: «Cuando falta nuestra cooperación, también la ayuda de Dios pierde su
fuerza» (Comentario al Evangelio de san Mateo, n. 50).
Redescubramos en particular en la Eucaristía la verdad y la eficacia de las
palabras y de la acción de Cristo. «Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le
dice: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?"» (Mateo 14, 31). La mano de Dios
nos sostiene y las aguas oscuras, agitadas por nuestra soberbia y por el demonio
perderán su poder. De la Eucaristía sacaremos la fuerza de la caridad de Cristo.
En este sentido, en la carta encíclica sobre la Eucaristía, el Santo Padre
escribe: «Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la
misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar
del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su
culmen» (Juan Pablo II , carta encíclica «Ecclesia de Eucharistia», 17 de abril
de 2003, n. 60).
Dios os pide, sacerdotes diocesanos, misioneros y religiosos, que os entreguéis
con entusiasmo en este sagrado ministerio, que redescubráis, especialmente en la
Eucaristía, la belleza de vuestra vocación sacerdotal. Que cada quien se
convierta en educador de vocaciones, sin tener miedo de proponer opciones
radicales en la santidad.
Conscientes, como afirmaba el santo Cura de Ars, que «el sacerdote es el amor
del corazón de Jesús» («Esprit du Curé d’Ars, M. Vianney dans ses catéchismes,
ses homélies et sa conversation», édition de Téqui, Paris 1935, p. 117), ¿cómo
no recordaros que no hay nada más alentador que un testimonio apasionado de la
propia vocación? «El sacerdote --decía también san Juan María Vianney-- es algo
inmenso, que si él mismo lo comprendiera, se moriría» («Esprit...» o. cit., p.
113 ).
Como centinelas de la Casa de Dios que es la Iglesia, velemos para que en toda
la vida eclesial de nuestras parroquias se reviva el encuentro con Cristo
crucificado y resucitado. Evitemos los escollos del activismo en los que han
naufragado en ocasiones los mejores programas apostólicos y pastorales, y por
los que se han hecho áridas muchas vidas comprometidas en un servicio que no ha
sido adecuadamente regado por la Palabra de Dios y por su presencia en la
Eucaristía. Repitamos con las palabras del Santo Padre: «En el humilde signo del
pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con
nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de
esperanza para todos» (Juan Pablo II, carta encíclica «Ecclesia de Eucharistia»,
n. 62).
Hagamos que los fieles cristianos revivan la experiencia del Cenáculo que, en
cierto sentido fue el primer curso de formación de los apóstoles. En el Cenáculo
el Maestro, después de haber instruido a los doce, les lavó los pies y,
anticipando el sacrificio cruento de la Cruz, se entregó a sí mismo totalmente y
para siempre en el signo del pan y del vino. En el Cenáculo, en espera de
Pentecostés, los apóstoles se reunieron, perseverando en la oración, con un
mismo espíritu en compañía de María, la madre de Jesús (Cf. Hechos 1, 14).
Este año se celebra el aniversario número 150 de la definición dogmática de la
Inmaculada Concepción de María, proclamada por el beato Pío IX, el 8 de
diciembre de 1854. Invoquemos, por tanto, con particular confianza a la
Bienaventurada Virgen Inmaculada. Pidámosle a ella, mujer «eucarística», que
aliente siempre en nosotros el deseo de identificarnos plenamente con su Hijo,
de ser «ipse Christus, alter Christus», para ser en todo lugar heraldos del
Evangelio, expertos en humanidad, conocedores del corazón de los hombres de hoy,
partícipes de sus alegrías y esperanzas, angustias y tristezas y para ser, al
mismo tiempo, contemplativos, enamorados de Dios.
Dirijámonos a María, Reina de los apóstoles y Madre de los sacerdotes. Pidámosle
que nos acompañe en nuestro camino ministerial, como acompañó a los apóstoles y
a los primeros discípulos en el Cenáculo. Dirijámonos a ella, Estrella de la
evangelización, con confianza para que por su intercesión el Señor conceda a
cada quien el don de la fidelidad a la vocación sacerdotal. ¡Que la Inmaculada
Concepción resplandezca en el centro de nuestras comunidades eclesiales y las
transforme en un signo elevado entre los hombres, como «ciudad situada en la
cima de un monte» y como «una lámpara sobre el candelero para que alumbre a
todos» (Mateo 5,14-15)!