Reflejos de una imagen sacerdotal en los relatos de las vocaciones según Lucas 5,1-11 y Juan 1,33-42
/Lc/05/01-11:/Jn/01/33-42
El primer texto que he escogido es Lc 5,1-11. Nos refiere el
evangelista cómo la muchedumbre se agolpaba sobre Jesús para
oír la palabra de Dios. El se halla junto al lago, los pescadores
lavan sus redes, y Jesús sube a una de las dos barcas que se
encontraban al borde del agua. Es la barca de Pedro. Le ruega
Jesús que se aparte un poco de tierra, se sienta en la barca y
desde allí enseña. La barca de Pedro se convierte en la Cátedra de
Jesucristo. Después le dice a Simón que bogue mar adentro y que
eche las redes para la pesca. Los pescadores tienen tras sí una
noche de fracasos; parece inútil ponerse a pescar ahora, llegada
ya la mañana. Pero Jesús se ha vuelto de tal modo importante a los
ojos de Pedro, es tal la influencia que sobre él ejerce, que éste no
duda en decir: «¡Lo haré porque tú lo dices!» La palabra de Jesús
se ha hecho más real que cuando aparece empíricamente seguro y
verdadero. La mañana de Galilea, cuya frescura se respira en esta
narración, se hace imagen del nuevo amanecer del Evangelio
después de la noche de frustraciones con que tropieza
continuamente nuestro obrar, nuestra buena voluntad. Cuando
Pedro y sus compañeros volvieron a la orilla con las barcas
repletas de peces, que sólo habían logrado recoger trabajando
juntos a causa de la abundancia del don, tan copioso que las redes
se rompían, Pedro había hecho algo más que recorrer un camino
exterior o que llevar a cabo un trabajo manual. Aquel trayecto se
convirtió para él en un camino interior, cuya extensión describe
Lucas con dos palabras. El evangelista, en efecto, nos cuenta que,
antes de la pesca milagrosa, Pedro había llamado al Señor
Epistáta, es decir, Maestro, Rabí, el que enseña. Al volver, en
cambio, se arroja a los pies de Jesús, y ya no le llama Rabí, sino
Kyrie, Señor; es decir, se dirige a él con el nombre reservado a
Dios. Pedro recorrió entonces el camino que va del Rabí al Señor,
del Maestro al Hijo de Dios. Después de esta peregrinación interior
se halla preparado para recibir la llamada.
Parece obligada la comparación con el pasaje de Juan 1,35-42,
es decir, con el primer relato de la llamada en el cuarto Evangelio.
En él se nos cuenta cómo los dos primeros discípulos -Andrés y
otro, cuyo nombre no se menciona- se unen a Jesús impresionados
por las palabras del Bautista: «¡He aquí el Cordero de Dios!» Les
conmueve tanto la conciencia de ser pecadores, que en estas
palabras resuena, como la esperanza de que el Cordero de Dios
salve al pecador. Se tiene la clara sensación de su inseguridad; su
seguimiento es todavía indeciso, vacilante. Caminan tras él en
silencio, cautelosos. Y así, es Jesús el que se vuelve a ellos y les
dice: «¿Qué buscáis?» Su respuesta es todavía tímida, un poco
insegura y apocada; con todo, apunta a lo esencial: «Rabí, ¿dónde
vives?», o, con una traducción más precisa, «¿Dónde moras?»
¿Dónde tienes tu morada, tu casa, dónde estás, para que podamos
reunirnos contigo? Es oportuno recordar aquí que la palabra
«morar» es uno de los términos más significativos del Evangelio de
Juan.
HORA-DECIMA: La respuesta de Jesús se traduce generalmente
así: «Venid y ved». Más exactamente significa: «Venid y os
transformaréis en videntes». Es decir, se os dará la capacidad de
ver. Esto corresponde también a la conclusión del segundo relato
de la llamada, el de Natanael, a quien el Señor dice: «Cosas
mayores has de ver» (1,50). El hacerse capaces de ver es, por
tanto, el sentido de la venida; venir significa ponerse en su
presencia, ser vistos por él y ver juntamente con él. Porque sobre
su morada se abre el cielo, el espacio secreto de Dios (1,51); allí
mora el hombre en la santidad de Dios. «Venid y seréis
introducidos en la visión»; palabras cuyo sentido corresponden
también al salmo de comunión de la Iglesia: «Gustad y ved cuán
bueno es el Señor» (/Sal/033/09). El venir, y únicamente el venir,
conduce a la visión. Es el sabor que nos abre los ojos. En el
paraíso, la degustación del fruto prohibido abrió los ojos del
hombre para su desgracia; ahora ocurre lo contrario: el sabor de la
verdad abre los ojos para que pueda verse la bondad de Dios.
Únicamente en el venir, en la morada de Jesús, tiene lugar la
visión. Sin el riesgo de este venir es imposible llegar a ver. Juan
observa: era la hora décima, las cuatro de la tarde (/Jn/01/39), es
decir, una hora avanzada del día, en la que, al parecer, no valía la
pena iniciar una tarea; en esta hora, sin embargo, acontece lo
impostergable, lo decisivo. Según cierto cálculo apocalíptico, ésta
se consideraba la última hora. Quien acude a Jesús, entra en lo
definitivo, en la plenitud del tiempo, en la hora suprema, en los
últimos tiempos; alcanza la parusía, la realidad ya presente de la
resurrección y del Reino de Dios.
VENIR/VER:En el «venir», pues, se realiza el «ver». Esto se
explica en Juan del mismo modo que en Lucas, como hemos tenido
ocasión de comprobar. Cuando Jesús les dirige la palabra por vez
primera, los dos le llaman «Rabí». Al volver, en cambio, después de
haber permanecido con él, le dice Andrés a su hermano Simón:
«Hemos hallado al Mesías» (1,41). Yéndose con Jesús,
quedándose con él, también Andrés recorre el camino que va del
Rabí al Cristo; en el Maestro aprende a ver a Cristo, y esto no se
aprende si no es estando con El. De esta manera se aclara la
íntima unidad que existe entre el tercero y el cuarto Evangelio: en
ambas ocasiones, confiando en la palabra del Señor, que es quien
inicia el diálogo, alguien se atreve a irse con él. En ambas
ocasiones se tiene la experiencia de la vida confiando en su
palabra, y en los dos casos el camino interior se desarrolla de
manera tal que el «ver» brota del «venir», que el «venir» mismo se
hace un «ver» al Señor.
A diferencia del camino de los apóstoles, todos nosotros hemos
iniciado ya nuestro camino apoyados en el testimonio pleno de la
Iglesia, que cree en el Hijo de Dios; pero este venir, renovado
siempre «en tu palabra», este permanecer con él en su morada,
sigue siendo también para nosotros la condición de nuestro ver. Y
tan sólo aquel que ve por sí mismo, y no se atiene únicamente al
testimonio ajeno, puede llamar a otros. Este venir, este atreverse a
confiar en su palabra, es también hoy, y lo será siempre, la
condición indispensable del apostolado que llama al servicio
sacerdotal. Siempre tendremos necesidad de preguntarle: ¿Dónde
moras? Siempre tendremos que ponernos de nuevo en camino
hacia su morada. Siempre deberemos, también nosotros, echar las
redes de nuevo, confiados en su palabra. Aun cuando parezca
insensato. Siempre estará en vigor el principio según el cual ha de
considerarse su palabra más real que todo cuanto a nuestros ojos
aparece como indiscutiblemente real: la estadística, la técnica, la
opinión pública. A menudo tendremos la sensación de que ha
sonado la hora décima y que debemos dejar para otro día la hora
de Jesús. Pero precisamente ésta puede ser la hora de su
cercanía.
Consideremos todavía algunos elementos comunes a las dos
narraciones. En el relato de Juan, ambos discípulos se dejan atraer
por la palabra «Cordero». Es evidente que saben por experiencia
propia que son pecadores. Y esto no es para ellos una vaga
expresión religiosa, sino algo que les conmueve en lo más
profundo, algo que sienten como una realidad. Y precisamente
porque lo saben, ponen su esperanza en el Cordero y comienzan a
seguirle. Cuando Pedro vuelve con la barca colmada de peces,
ocurre algo inesperado. No echa los brazos al cuello de Jesús por
la ganancia conseguida, como cabría imaginarse, sino que se
arroja a los pies del Señor. No pretende retenerle para que le
garantice el éxito en el futuro, sino que le aparta de sí, porque se
siente lleno de temor ante el poder de Dios. «Apártate de mí, que
soy hombre pecador» (/Lc/05/08). Cuando el hombre tiene la
experiencia de Dios, no puede menos de reconocerse pecador, y
solamente entonces, cuando lo reconoce con entera sinceridad y lo
admite sin ambages, se conoce a sí mismo a la luz de la verdad. Y
es así como se hace verdadero. Sólo cuando un hombre sabe que
es pecador y cobra conciencia de la tragedia del pecado, alcanza a
comprender la llamada: «¡Arrepentíos y creed en el Evangelio!»
(/Mc/01/15).
Sin conversión no puede el hombre llegar a Jesús, no puede
llegar al Evangelio. Una paradoja de Chesterton expresa con
mucha precisión esta verdad: se reconoce a un santo porque se
considera a sí mismo pecador. El empobrecimiento de la
experiencia de Dios se manifiesta en nuestros días en la
desaparición de la experiencia del pecado, y viceversa: la pérdida
de esta conciencia aleja al hombre de Dios. Sin que ello signifique
recaer en una falsa pedagogía del miedo, debemos aprender de
nuevo el sentido de estas palabras: «Initium sapientiae timor
Domini» (/Si/01/16); «radix sapientiae» (1,25); «plenitudo
sapientiae» (1,20). La sabiduría, la comprensión auténtica,
comienza con el temor de Dios. Debemos aprender de nuevo ese
temor para alcanzar a conocer y apreciar el amor verdadero, para
entender qué significa poder amarle y que El nos ama. También
esta experiencia de Pedro, de Andrés y de Juan es, pues, una
condición fundamental del apostolado y, por tanto, del sacerdocio.
Únicamente anunciará con eficacia la «conversión» -esa primera
palabra del cristianismo- quien ha hecho personalmente la
experiencia de su necesidad y ha llegado a comprender, en
consecuencia, la grandeza de la gracia.
En los elementos fundamentales del itinerario espiritual del
apostolado que estos textos nos revelan, aparece también, de
forma genérica, la estructura sacramental de la Iglesia. Si el
bautismo y la penitencia corresponden a la experiencia del pecado,
el misterio de la Eucaristía corresponde a la vivencia de llegar a ser
videntes, de acudir a la morada de Jesús. Antes de la Ultima Cena
no era posible imaginar en modo alguno el realismo que habría de
asumir la morada de Jesús en medio de nosotros. «Allí os
transformaréis en videntes»: la Eucaristía es el misterio en el que
se cumple la promesa hecha a Natanael; en ella podemos ver el
cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar (Jn 1,51). Jesús
mora y «permanece» en el sacrificio, en el acto de amor mediante
el cual El se entrega al Padre y a El nos entrega y restituye en
virtud de este mismo amor.
El salmo de comunión (Sal 34), que habla de gustar y ver,
contiene también esta otra expresión: "Volveos todos a El y seréis
iluminados" (34,6). Comunicarse con el Señor es comunicar con «la
luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre»
(Jn 1,9).
Hay otro punto común a los dos relatos que ocupan nuestra
atención. Es tan abundante la pesca, que las redes se rompen.
Pedro y los suyos no saben cómo arreglárselas. Muy a propósito
dice el texto evangélico: «Hicieron señas a sus compañeros de la
otra barca para que vinieran a ayudarles. Vinieron y llenaron las
dos barcas, tanto que se hundían» (Lc 5,7). La llamada de Jesús
es, al tiempo, un llamar a juntarse (un convocar), una invitación a
syllabésthai, como dice el texto griego, a darse la mano, a apoyarse
mutuamente, a ayudarse el uno al otro, para acercar las dos
barcas.
Lo mismo vemos también en Juan. Andrés, al volver de la «hora
de Jesús», no puede ocultar su hallazgo. Encuentra a su hermano
Simón y le conduce a Jesús, y lo mismo hace con Felipe, el cual, a
su vez, llama a Natanael (cf. Jn 1,41-45). La llamada conduce a los
unos juntamente con los otros. Introduce en el seguimiento y exige
la participación. Toda llamada incluye cierto elemento humano: el
aspecto de la fraternidad, escuchar la palabra de labios de otro. Si
reflexionamos sobre nuestro camino personal, sabemos muy bien
que el fulgor de Dios no se abatió sobre nosotros directamente,
sino que, en algún momento, intervino la invitación de un creyente,
alguien nos llevó consigo. Está claro que una vocación no puede
sostenerse si únicamente creemos por boca de otros, «porque éste
o aquél nos ha hablado»; es preciso que nosotros -conducidos por
los hermanos- encontremos personalmente al Señor (Jn 4,42). El
invitar, el conducir, el llevar consigo, deben ir necesariamente
acompañados por el «venir y ver» en persona. Por esta razón, me
parece urgente que despertemos de nuevo en nosotros, de una
manera mucho más decidida, el valor de invitarnos mutuamente y
que no tengamos en poco el acompañar a otros, imitando su
ejemplo. El «con» pertenece a la humanidad de la fe. Constituye
uno de sus elementos esenciales. En ese «con» es preciso
madurar el encuentro personal de uno mismo con Jesús. Dejar
libres a los otros, darles la libertad de responder a una llamada
particular, aun cuando esta particularidad pueda parecernos
alejada de lo que nosotros hemos pensado para ellos, es tan
importante, en consecuencia, como conducirles a Jesús o llevarles
con nosotros.
En Lucas, estas ideas se amplían en una mirada que abarca la
Iglesia entera. Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, son
designados por él como koinonóí de Simón, como socios, se
debería traducir con propiedad. Esto significa que los tres forman
una especie de sociedad para la pesca, una cooperativa, cuyo jefe
y principal propietario es Pedro. Jesús llama, en primer lugar, a este
grupo, la koinonía (communio), la sociedad de Simón. En la llamada
de Jesús, la profesión profana de Simón se transforma en imagen
del futuro y de la novedad que ha de venir. De la sociedad de
pescadores se forma la communio de Jesús. Los cristianos
constituirán la communio de esta barca de pesca, unidos por el
llamamiento de Jesús, unidos por el milagro de la gracia, que regala
la riqueza del mar después de una noche sin esperanza. Unidos por
un don único, ellos se muestran tales también en la misión.
PESCADOR/QUÉ-ES:En ·Jerónimo-SAN se encuentra una
hermosa explicación de la designación «pescador de hombres»,
que, en este caso, en esta transformación interior de la profesión,
forma parte de una visión de la Iglesia futura (HIERONYMUS, In
psalmun 141 ad neophitos: C. Chr. LXXVIII, 544). Dice San Jerónimo
que sacar los peces del agua significa liberarlos de las fauces de la
muerte y de una noche sin estrellas, para darles el aire y la luz del
cielo. Significa trasladarlos al reino de la vida, que juntamente es
luz y visión de la verdad. La luz es vida, pues el elemento del que el
hombre vive en lo profundo de su ser es la verdad, la cual es amor,
al mismo tiempo. Naturalmente, el hombre lo ignora, sumergido
como está en las aguas de este mundo. Por eso se opone
encarnizadamente a quien quiere sacarle del agua. Cree él, por así
decirlo, que es como un pez cualquiera, que ha de morir en cuanto
se le ponga fuera de las profundidades del agua. Y a decir verdad,
este salir del agua trae consigo la muerte. Pero esta muerte
conduce a la vida verdadera, en la que el hombre comienza a
descubrir realmente el sentido de su vida. Ser discípulo significa
dejarse pescar por Jesús, el Pez misterioso que ha bajado a las
aguas de este mundo, a las aguas de la muerte; que se ha hecho
pez él mismo, para dejarse primero apresar por nosotros y hacerse
después pan de vida para nosotros. Se deja apresar para que
nosotros nos dejemos asir por El y encontremos el valor de
dejarnos sacar con El de las aguas de nuestras rutinas y
comodidades. Jesús se ha hecho pescador de hombres porque El
mismo ha cargado sobre sí la noche del mar, ha bajado
personalmente a la pasión de las profundidades. Sólo será
pescador de hombres aquel que se entregue totalmente, como El.
Pero, para entregarse hasta ese extremo, es preciso pertenecer a
la barca de Pedro, entrar personalmente en la communio de Pedro.
La vocación no es un hecho privado, no es un perseguir la realidad
de Jesús por cuenta propia. Su espacio es la Iglesia entera, que
únicamente puede subsistir en comunión con Pedro y, de este
modo, con los apóstoles de Jesucristo.
JOSEPH
RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs.
170-178