MINISTERIO SACERDOTAL EN LA IGLESIA
PBRO/SCDO-MINISTERIAL: En pocas épocas como en la
nuestra o acaso en ninguna han proliferado tantas convocatorias,
estructuras, ideologías que ofrezcan a los hombres la posibilidad de
vivir en unión y en solidaridad. Y precisamente en nuestra época se
está sintiendo de forma angustiosa la falta de ámbitos de
convivencia en los que el hombre experimente de verdad la
compañía, el apoyo y el calor de los otros. Los hijos del mundo
contemporáneo hemos descubierto que la soledad puede ser más
honda y más trágica allí donde el individuo se pierde en medio del
bullicio y de la indiferencia de la multitud.
También los cristianos, confundidos y asustados ante los graves
problemas del mundo de hoy, nos encontramos sin respuestas, sin
soluciones, olvidándonos de que en el desván de nuestra fe
duermen algunas palabras y realidades cuya riqueza y vitalidad
acaso todavía no hayamos descubierto suficientemente. Una de
estas palabras es Iglesia.
Recuerdo la emoción que me produjo el interrogante que el papa
Pablo VI hacía en el discurso de apertura de la segunda sesión del
Concilio Vaticano II en aquel marco imponente de la basílica de San
Pedro y en aquel acto en que un nuevo papa tomaba las riendas
del Concilio: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?» Había pasado un
año desde la apertura del Concilio que inauguró con tantas
esperanzas el añorado Juan XXIII y ya se veía que el tema clave de
la asamblea episcopal iba a ser el de la Iglesia y el de su
aggiornamento. Podía parecer presuntuoso que los obispos,
después de veinte siglos, pretendieran decir algo nuevo sobre un
tema tan antiguo, y, sin embargo, hoy podemos afirmar que lo más
maduro y completo que se ha dicho sobre la Iglesia ha sido dicho
en el Concilio Vaticano II. E1 tratado de eclesiología es uno de los
más tardíos o modernos de la teología católica, aun cuando el
misterio de la Iglesia se haya vivido profundamente desde los
primeros tiempos cristianos, como lo demuestran las cartas
paulinas y los escritos en general del Nuevo Testamento. Pero el
estudio de la eclesiología se ha intensificado de forma
sorprendente en los tiempos modernos. Con gran visión de la
realidad, el Concilio Vaticano II lo adoptó no sólo como tema de
algunas de sus principales constituciones, sino como línea vertebral
de toda su enseñanza.
En este marco de la realidad y el misterio de la Iglesia, el
ministerio sacerdotal encuentra su verdadera dimensión y
profundidad, diría que es como la piedra de toque para detectar la
situación de la Iglesia y la imagen que se tiene de ella. Las crisis
sacerdotales y vocacionales, cuyos efectos se sintieron
pavorosamente en los años inmediatos al Concilio y que aun
actualmente se siguen sintiendo, no son sino un síntoma, sin duda
el más visible y alarmante, de la crisis por la que atraviesa la propia
Iglesia. El Concilio supo detectar esta crisis, que era ya demasiado
patente y sobre todo tuvo el valor de enfrentarse a ella, haciendo
unos planteamientos de fondo de los que todavía hoy no se han
sacado las necesarias conclusiones.
I
Una primera conclusión, que parece obvia, es que la Iglesia es
cosa de todos y no sólo de los sacerdotes. «Nosotros somos en
verdad Iglesia», decía en el siglo XII san Pedro Damián 1. Los
sacerdotes hemos constituido durante mucho, demasiado tiempo, el
blanco preferido de tirios y troyanos a la hora de alabar o criticar a
la Iglesia. En ambos casos, lo mismo cuando se intenta ensalzar a
la Iglesia que cuando se trata de acusarla de vicios y defectos, se
parte de un error de fondo: creer que los sacerdotes son la
garantía de la santidad de la Iglesia o que éstos, por su condición
sacerdotal, han de estar necesariamente exentos de fallos y
pecados. La figura del sacerdote ha sido exaltada hasta el exceso,
considerándole incluso igual o superior a los ángeles, y por esto
mismo a veces sus defectos humanos han destacado más en la
Iglesia. «Hombres y no ángeles son los sacerdotes del Nuevo
Testamento», afirmaba en un sermón el cardenal Newman. Por otra
parte, el real o supuesto poder del sacerdote en la sociedad ha
sido también en muchos casos motivo para que algunos vean en él
un ser superior y otros no le perdonen sus caídas o bajezas.
Esta tendencia a identificar a la Iglesia con los sacerdotes viene
de lejos: influyen en ella el prestigio y la influencia social que la
clase sacerdotal ha tenido a partir de la época constantiniana, junto
con el retraso cultural y la poca participación del pueblo llano en la
marcha de la sociedad, especialmente a lo largo de la Edad Media.
Posteriormente esta tendencia fue indirectamente favorecida por
las luchas y divergencias doctrinales entre católicos y protestantes
en torno a la naturaleza del sacerdocio ministerial. El Concilio de
Trento tuvo necesidad de subrayar el carácter propio de dicho
sacerdocio, condenando la doctrina protestante que lo negaba, y
como consecuencia quedó postergada en la enseñanza católica la
doctrina del sacerdocio común de todos los bautizados.
Los presupuestos tanto sociales como teológicos de hoy han
cambiado y están cambiando en este punto. Ya no puede decirse
que el clero ocupe en la sociedad un puesto de privilegio en
términos generales, ni por su situación económica, ni por su
cultura, ni por su influencia. Por otra parte, los diversos grupos y
clases sociales tienen en la sociedad moderna pleno acceso a los
bienes de la cultura y del desarrollo, así como más amplia
participación en la marcha de la sociedad. Dentro del ámbito
eclesial, todos los cristianos tenemos una clara conciencia de ser
partícipes del sacerdocio de Jesucristo en virtud del sacramento del
bautismo. En cuanto bautizados, todos estamos insertos en la
acción profética, cultual y real de Jesús y de la Iglesia, como
recordaba san Pedro a los cristianos de su tiempo y explica la
constitución Lumen gentium 2.
Pero también es mayor la participación en las propias tareas
ministeriales de la Iglesia. No sólo los sacerdotes, sino también los
religiosos y religiosas y los seglares, hombres y mujeres, participan
activamente en tareas que son verdaderos ministerios eclesiales,
aunque muchos de ellos no estén oficialmente reconocidos como
tales: así, muchas tareas de enseñanza, como la enseñanza
religiosa en las escuelas, la catequesis en las parroquias, la
educación en la fe en la familia y otras instituciones; así, también
los diversos servicios eucarísticos ejercidos por religiosos y
seglares, como e] de monitores y lectores, el de la distribución de la
eucaristía y dirección de celebraciones litúrgicas. Y otras muchas
funciones y competencias de religiosos y seglares en la dirección y
organización de las comunidades cristianas, especialmente en
zonas donde escasea el clero.
La nueva estructuración de los ministerios, tal como se contempla
en los últimos documentos pontificios, supera la falsa concepción
clerical de la Iglesia, que tendía a ver en los sacerdotes los únicos
responsables de la vida de la Iglesia y que llevaba a los seglares a
desentenderse de cualquier compromiso eclesial. En la actual
disciplina de la Iglesia, los ministerios ya no se consideran como
hasta ahora funciones exclusivas del clero. Al lado de los
ministerios ordenados -episcopado, presbiterado y diaconado-,
están los ministerios instituidos, que tienen un carácter público y
estable al servicio de la Iglesia y que son recibidos y ejercidos por
seglares. Estos ministerios son fundamentalmente dos -el de lector
y el de acólito-, pero pueden ser y son también reconocidos otros,
como el de la distribución de la eucaristía o el de catequista, que
con carácter estable pueden proponer a la Santa Sede las
Conferencias Episcopales. Son pequeños pasos, pero indican que
se avanza hacia una mayor participación activa de todos los
cristianos en el ministerio de la Iglesia.
Una característica importante de la actual concepción de los
ministerios es que éstos no se ven ya como grados a través de los
cuales se va ascendiendo hacia el ministerio sacerdotal, sino que
tienen en sí una propia función. En especial, el diaconado, que la
constitución Lumen gentium presenta como un orden «no
sacerdotal», sino estrictamente ministerial, ha adquirido en los
últimos años una nueva fisonomía, la del diaconado permanente.
Constituye ésta una notable reforma que conjuga la condición de
vida común a los seglares con un servicio ordenado o consagrado,
dedicado a ejercer importantes tareas ministeriales de la Iglesia,
como son la predicación y administración de varios sacramentos.
¿Significa todo esto que la figura del sacerdote tiende a ser
desplazada o a perder importancia en la Iglesia? ¿Se trata
simplemente de buscar soluciones que respondan a la actual crisis
y disminución de vocaciones sacerdotales?
Hay que decir rotundamente que estos cambios responden a una
imagen y concepción de la Iglesia más equilibrada y armónica, más
completa, rica y dinámica, más auténtica, en la que todos sus
miembros, de acuerdo con lo que dice san Pablo, tienen una
función. Lejos de empequeñecerse, la figura del sacerdote
adquiere mayor significado y función dentro de una comunidad viva
en la que él representa a Cristo, pastor supremo de la Iglesia,
«pastor y guardián de vuestras almas», como decía Pedro a los
cristianos 3.
II
Y ¿cuál es el significado del ministerio sacerdotal en la
Iglesia?
He comenzado refiriéndome a las tendencias socializantes del
mundo de hoy y a la multitud de ofertas de agrupación y
convivencia social, en las que el hombre, sin embargo, no
encuentra su justa medida. La Iglesia, el pueblo de Dios del cual se
ha hablado en la primera charla, puede también compararse o
referirse a la idea de sociedad, pero esta realidad de sociedad
tiene hoy connotaciones que no pueden aplicarse directamente a la
realidad de la Iglesia. La Iglesia no es simplemente el exponente o
la representación del pueblo cristiano, sino que es también y ante
todo la acción de Dios que, a través de Jesucristo y de su Espíritu,
transforma ese pueblo.
Como pueblo de Dios, la Iglesia tiene sus propias e inalienables
peculiaridades, que son las que hacen de ella una realidad
imperecedera y trascendente, a través de todos los azares de la
historia. El pueblo de Dios está ante todo marcado por la presencia
de Jesús, hombre-Dios, Salvador de los hombres, Esposo de la
Iglesia, Cristo glorioso. Todo en la Iglesia tiene su origen en él y a
él hace referencia. Las riquezas que la Iglesia anuncia y celebra
proceden de Cristo. El fundamento mismo de la Iglesia está en él.
La Iglesia es un edificio que se apoya sobre unos cimientos y unas
columnas básicas, y si éstos faltasen, se derrumbaría. En la
estructura de la Iglesia hay un orden y una primacía de
construcción, que san Pablo describe admirablemente 4. En esta
estructuración, el ministerio sacerdotal tiene una importancia
capital, ya no sólo atendiendo a sus funciones, a su papel efectivo
en la comunidad, sino principalmente teniendo en cuenta su
significado.
A la luz de la doctrina del Vaticano II vemos cómo se diferencia
claramente el ministerio sacerdotal, que ejercen obispos y
sacerdotes, de los ministerios ordenados, instituidos o simplemente
reconocidos, cuyas tareas ejercen los diáconos, religiosos y
seglares. Unos y otros ministerios están entrelazados y
complementados en una tarea de común servicio a la Iglesia, pero
sólo el ministerio sacerdotal es constitutivo de la Iglesia, en cuanto
destinado a hacer en ella real y visible la acción santificadora de
Jesucristo. Obispos y presbíteros cumplen en la comunidad
cristiana un servicio específico, que es el de protagonizar en ella la
misión que Cristo confió a los apóstoles y que éstos ejercieron en
su nombre. El sacramento del orden es el signo de esa especial
consagración a un ministerio con el que la Iglesia está
fundamentalmente comprometida y sin el que ésta no podría
cumplir adecuadamente, esto es, en el espíritu de Cristo, de los
apóstoles y de la tradición, su sagrada misión.
No podemos entrar aquí en el estudio bíblico e histórico de los
ministerios, de gran actualidad e interés para la eclesiología y el
diálogo ecuménico. La forma de entender y de plasmar los
ministerios en la vida de la Iglesia está en íntima relación con la
realidad y organización de las comunidades cristianas. Teniendo en
cuenta la distancia histórica y cultural que existe entre las primeras
comunidades cristianas y la actual vida de la Iglesia, no podemos
establecer directamente una equivalencia entre las formas
ministeriales de entonces y las de ahora. Pero ya en las primitivas
comunidades cristianas se subraya la vinculación estrecha que
existe entre la comunidad y la persona de un apóstol o de un
responsable constituido en ella por el apóstol. Tanto uno como otro
están rodeados de otros ministros y colaboradores del evangelio,
como son los presbíteros y diáconos, los profetas y doctores o los
que reciben carismas diversos. A diferencia de las comunidades
judías, cuya forma de gobierno «presbiteral» o colegial adoptan en
un principio las propias comunidades cristianas, en éstas aparece
pronto y va adquiriendo progresiva importancia la figura de un
supremo responsable de la comunidad, el episcopus, sobre el que
recae la primera y principal responsabilidad de la comunidad. El
obispo es una figura eminentemente cristiana, es decir, fruto de
una concepción específicamente cristiana de la vida eclesial,
aunque se inspira en la figura no judía, sino civil o romana, del
rector de la ciudad.
De acuerdo con la eclesiología del Vaticano II, que supera y
corrige importantes limitaciones de la doctrina escolástica y
tridentina sobre el sacerdocio, el obispo es el representante
primero y supremo del ministerio sacerdotal. El es en la comunidad
«maestro auténtico», «administrador de la gracia del supremo
sacerdocio», «vicario y legado de Cristo» 5. La misión que Cristo
confía a sus apóstoles recae directamente sobre los obispos, que
son sus sucesores. Estos, unidos colegialmente bajo la presidencia
del Papa, su cabeza, constituyen el supremo organismo de
dirección o guía de la Iglesia. La idea de la colegialidad eclesial,
que se aplica al cuerpo de los obispos y también al de los
presbíteros en una diócesis, es una de las más brillantes y
fecundas del Concilio Vaticano II. Desde ella vemos cómo en la
Iglesia nadie puede actuar en nombre propio o de forma
independiente y cómo el ministro en verdad representa a la
Iglesia.
También los presbíteros, «en virtud del sacramento del orden,
han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo
Testamento, a imagen de Cristo, sumo y eterno sacerdote», dice el
Concilio. Ellos son «colaboradores» y «cooperadores» de los
obispos, «aunque no tienen la cumbre del pontificado» y dependen
de ellos en el ejercicio de su potestad 6.
El término «sacerdote», con el que tradicionalmente se denomina
a los presbíteros, ha tenido y tiene connotaciones diversas. Es
oportuno decir aquí que en el Nuevo Testamento esta palabra se
aplica sobre todo a los servidores del culto judío, del templo de
Jerusalén. También algunos textos neotestamentarios aluden al
sacerdocio de todos los creyentes en Jesús, dando a entender que
a través suyo todos tienen acceso directo al Padre 7. Se considera
también a Cristo sacerdote por excelencia, en cuanto ha ofrecido
un sacrificio de valor permanente y definitivo en favor de los
hombres, derramando su propia sangre. Es éste un tema precioso
que desarrolla ampliamente el autor de la carta a los Hebreos, para
hacer ver a los judío-cristianos, que miraban con nostalgia al
templo de Jerusalén y al esplendor del culto judío, que todo aquello
quedaba reducido a una sombra comparado con la obra y la
persona de Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, pontífice supremo
que se compadece de nuestras flaquezas, víctima inocente que se
ofrece continuamente al Padre por nuestros pecados.
Pero en el Nuevo Testamento nunca se llama sacerdotes a los
apóstoles ni a los ministros del evangelio. Era un término que
institucionalmente tenía todavía demasiadas referencias a las
instituciones judías para poder ser entendido adecuadamente por
los servidores de la nueva alianza. Los sacerdotes judíos, por otra
parte, habían sido quienes determinaron la muerte de Jesús 8,
circunstancia que tuvo que pesar mucho en la conciencia de los
primeros cristianos.
Tendría que pasar algún tiempo para que este término fuese
aplicado a los ministros de la Iglesia. Es a partir del siglo IV, con el
desarrollo del culto cristiano y la diversificación de los ministerios
que ejercían sus funciones principalmente al servicio de la
eucaristía y en torno a la sede del obispo, cuando los presbíteros
comienzan a ser denominados sacerdotes. Y llegado el momento
en que estos sacerdotes o presbíteros, agregados a la sede
episcopal, tienen que atender al servicio pastoral de las
poblaciones rurales más dispersas, surge la figura del cura rural,
que es una de las piezas maestras de la organización eclesiástica y
de la vida eclesial.
Obispos y sacerdotes constituyen, pues, dos figuras distintas de
una misma realidad, que es el ministerio sacerdotal. Unos y otros
participan del sacerdocio de Cristo en virtud del sacramento del
orden, pero en distinto grado. Unos y otros reciben la misión que
Cristo confió a los apóstoles, pero los presbíteros la ejercen en
subordinación al obispo. Unos y otros representan en la Iglesia a
Cristo, que instruye, santifica y preside a la comunidad cristiana,
pero el representante supremo en la comunidad diocesana es el
obispo, siendo los sacerdotes sus colaboradores.
Son precisiones que el Vaticano II ha querido dejar bien claras,
después de largas consideraciones. Por eso se ha querido calificar
al Concilio como el concilio del episcopado, a diferencia del
Vaticano I, que puso el acento en la figura del Papa. No falta quien
haya dicho que habrá que esperar al Vaticano III para que la figura
del sacerdote o del simple cura alcance su merecida importancia.
En realidad, hay que decir que la doctrina del Vaticano II sobre el
ministerio sacerdotal es de un equilibrio hasta ahora nunca
alcanzado. El presbítero no ha perdido ninguna de sus
prerrogativas esenciales, es más, su misión aparece más
directamente que en el pasado entroncada con la de Cristo, en
cuanto se considera derivada directa y totalmente del sacramento
del orden. Por su parte, la figura del obispo, cabeza de la Iglesia
diocesana y miembro del colegio universal de la Iglesia, descubre
más claramente su significado sacramental y no simplemente
jerárquico. Unos y otros son necesarios en la Iglesia. Sin los
sacerdotes, nada podría hacer el obispo. Sin el obispo, fallaría la
unidad de la acción diocesana y la vinculación de la diócesis a la
Iglesia universal. El obispo es el eslabón cuasi sacramental entre la
comunidad diocesana y la Iglesia entera.
A la luz de estas formulaciones vemos cómo el sacerdocio
ministerial, del que participan obispos y presbíteros, es una
realidad distinta del sacerdocio de los creyentes y bautizados. Son
sacerdocios distintos, pero están ordenados el uno para el otro,
como dice la constitución Lumen gentium. El sacerdocio ministerial
está al servicio del sacerdocio de los fieles, que se ejerce a través
de la fe, del culto y de la caridad de la comunidad cristiana. El
sacerdocio ministerial es esencial para que la vida de la comunidad
eclesial se desarrolle en unión y comunión con Cristo, cabeza de
toda la Iglesia. El presbítero representa a Cristo, afirma el Concilio,
en cuanto pastor y cabeza 9. El ministerio sacerdotal es un
ministerio cualificado, en cuanto que arranca de una especial
vocación, recibe una especial consagración y tiene una especial
misión.
El papa Juan Pablo II se refería a estos tres aspectos del
ministerio sacerdotal en la ceremonia de ordenación celebrada en
el paseo de la Alameda de Valencia durante su reciente visita a
España. «En la conciencia de vuestra llamada por parte de Dios
-decía a los ordenandos- radica a la vez el secreto de vuestra
identidad sacerdotal. Las palabras del profeta Jeremías sugieren
esa identidad del sacerdote como llamado por una elección,
consagrado con una unción, enviado para una misión. Llamado
por Dios en Jesucristo, consagrado por él con la unción de su
Espíritu, enviado para realizar su misión en la Iglesia...
Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión
explicita y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida».
Las acciones de Jesucristo, del Espíritu y de la Iglesia son
acciones concordes, que proceden de un mismo impulso divino y
tienen idéntico sentido. El presbítero actúa en el ejercicio de su
ministerio como apóstol de Jesucristo, instrumento del Espíritu,
ministro de la Iglesia. Pero ante todo la identidad del presbítero
queda marcada por la persona de Jesús: llamado en él,
consagrado en su nombre, enviado para realizar su misión.
«Comprended -decía Juan Pablo II en la misma ocasión- que la
consagración que recibís... hace de vosotros instrumentos vivos de
la acción de Cristo en el mundo, prolongación de su misión para
gloria del Padre».
El presbítero personaliza en la Iglesia la acción santificadora de
Cristo, profeta, sacerdote y pastor. La presencia y acción del
presbítero en la Iglesia subraya el hecho de que en ella la gracia es
fundamentalmente obra de Jesucristo y no mera acción o
celebración de la comunidad cristiana. También la comunidad
representa a Cristo, pero no de forma perfecta sin aquel que
representa a su cabeza, el obispo o el presbítero. Obrar en lugar
de Cristo significa que es él quien obra realmente, quien predica,
quien bautiza, quien preside la eucaristía, quien guía la
comunidad. Y significa también que la acción de Cristo llega a la
Iglesia a través de unos ministros que él ha elegido y consagrado, a
los que él ha confiado sus dones y misterios, que él ha enviado
como embajadores suyos: somos ministros de Cristo, dice san
Pablo, dispensadores de los misterios de Dios, ministros de la
nueva alianza del Espíritu, embajadores de Cristo 10.
III
PBRO/FUNCIONES:¿Cuáles son las funciones del ministerio
sacerdotal? Estas funciones no son otras sino las que la Iglesia
está llamada a ejercer en nombre de Cristo y que responden a la
misma naturaleza de la misión que Cristo la ha confiado. La Iglesia
es una comunidad unida por una misma fe, por los signos de la fe y
los vínculos de la caridad. En la misión de las Iglesias se
entrecruzan las tres principales formas de mediación que se han
dado en la historia de la salvación: la profética, la cultual y la real.
Cristo asume en su persona de forma plena la condición de profeta,
de sacerdote y de rey. E1 sacerdocio de los fieles significa ya una
participación de todos los bautizados en esta triple dimensión de la
obra mediadora de Jesús. Pero el ministerio sacerdotal ejerce en la
Iglesia esta triple mediación, como afirma el decreto Presbyterorum
ordinis, «en nombre de Cristo Cabeza», con «la autoridad con que
Cristo mismo forma, santifica v rige su cuerpo» 11.
Esta «sagrada autoridad» o «potestad» que el Concilio atribuye
al obispo y al presbítero no implica ciertamente poder alguno de
orden temporal o humano, sino que ha de entenderse de acuerdo
con la naturaleza del ministerio, que es tanto como diakonía,
servicio a la comunidad cristiana. «Si alguno quiere ser el más
importante -advirtió Jesús a sus apóstoles-, téngase por el más
insignificante y póngase al servicio de los demás» 12 Sólo así,
como un servicio a la lglesia, puede entenderse la vocación y
misión del sacerdote. Cuando éste queda privado del derecho a
servir a los demás, como el protagonista de la última novela de
Graham Greene, puede considerarse realmente «un sacerdote
inútil» 13.
En la acción del sacerdote o presbítero se tiende generalmente a
dar mayor importancia a la administración de los sacramentos y en
especial de aquellos sacramentos que suponen una mayor
dignidad o un mayor poder espiritual como son la eucaristía y la
penitencia. ¡Cuántas películas de hace pocos años no han
encontrado aquí una veta fecunda para dramatizar la vida del
sacerdote! Hacer presente a Cristo con su palabra... Perdonar los
pecados... son atribuciones del ministerio sacerdotal que no
pueden, sin embargo, ser entendidas adecuadamente fuera del
contexto de la comunidad cristiana, de la Iglesia que celebra en los
sacramentos la manifestación de la gracia de Jesucristo. Tanto la
eucaristía como la penitencia exigen una especial dedicación de
parte de los sacerdotes, en cuanto estos sacramentos están
llamados a ocupar la mejor y mayor parte de la práctica
sacramental. El Papa recordaba en Valencia a los futuros
presbíteros la importancia que estos sacramentos han de tener
también en la propia vida de los sacerdotes: «Ante todo,
configurados con el Señor, debéis celebrar la eucaristía, que no es
un acto más de vuestro ministerio: es la raíz y la razón de ser de
vuestro sacerdocio». «Facilitadles -decía también- todo lo posible el
acceso a los sacramentos, y en primer lugar al sacramento de la
penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la
reconciliación obrada por Cristo». El Año Santo de la Redención y
el Sínodo de la Reconciliación vienen este año a subrayar por
motivos especiales el valor de estos dos sacramentos.
Pero la administración de los sacramentos no puede ir separada
de la educación en la fe. Especialmente hoy nos damos cuenta de
que el bautismo queda frustrado si no va seguido de una tarea
catequética, educativa y formativa que exige muchos esfuerzos y no
poca preparación de parte de todos los responsables de la
comunidad cristiana. La necesidad de esta tarea se hace hoy más
urgente si tenemos en cuenta que el ambiente sociocultural que
nos rodea no protege ni favorece por lo general el desarrollo de la
fe. Es ésta una tarea que se tiene que imponer como una de sus
fundamentales responsabilidades la comunidad cristiana, y dentro
de ella, en primer lugar, aquel que ejerce el ministerio sacerdotal.
La fe y el signo de la fe, que es el sacramento, son realidades
complementarias, llamadas a estar estrechamente unidas en la vida
de la Iglesia. De ello depende en gran medida la eficacia de la
educación cristiana. En esta tarea, que no podría realizarse
eficazmente sin el concurso de los padres, educadores y
comunidad cristiana en general, el sacerdocio no sólo tiene la
primera responsabilidad, sino también una responsabilidad muy
concreta, que es la de dinamizar y dirigir la tarea de todos, según
los criterios auténticos de la Iglesia.
No termina aquí la función del ministro de Cristo y de la Iglesia.
La vida de la comunidad cristiana abarca la actividad entera de los
creyentes, actividad que está llamada a manifestar el valor de la fe
y la fuerza de la caridad cristiana, a transformar las realidades del
mundo, como dice la constitución conciliar sobre la Iglesia en el
mundo de hoy. En esta tarea, que es competencia de todos los
cristianos, el presbítero tiene también una propia responsabilidad,
que es la de coordinar los diversos carismas y ministerios, las
diversas tareas eclesiales, de forma que sirvan a la unidad y
edifiquen la caridad de la Iglesia. El Papa se refería expresamente
a esto en Toledo, al final de su homilía sobre el apostolado seglar:
«Los sacerdotes a quienes se encomienda la tarea de animación
espiritual de los grupos y movimientos deben ser esa garantía de
eclesialidad y de comunión. A vosotros, consiliarios y asistentes del
apostolado laical, queridísimos sacerdotes que trabajáis en fraterna
comunión con los seglares, os digo: sentíos plenamente
identificados con la asociación o grupo que se os ha encomendado;
participad en sus afanes y preocupaciones; sed signo de unidad y
de comunión eclesial, educadores de la fe, animadores del
auténtico espíritu apostólico y misionero de la Iglesia».
La unidad y la caridad, la koinonía y la diakonía, son principios
irrenunciables de la Iglesia, a cuyo servicio está de manera especial
el ministerio sacerdotal. Ambos son signos de autenticidad de la
acción de la Iglesia, que se mueve bajo el impulso del espíritu y no
merced a intereses o determinantes humanos. El origen de donde
brota la acción del Espíritu en la Iglesia es el amor, el amor que
corrige lo imperfecto y congrega lo disperso. El presbítero está
llamado a ser en la comunidad testigo fiel de la caridad de la
Iglesia, al tiempo que agente y promotor de su unidad. «En este
contexto -recuerda el Papa en su mensaje a los seminaristas de
España firmado en Valencia- de entrega total, de unión a Cristo y
de comunión con su dedicación exclusiva y definitiva a la obra del
Padre, se comprende la obligación del celibato», que «no es una
limitación ni una frustración. Es la expresión de una donación plena,
de una consagración peculiar, de una disponibilidad absoluta».
IV
Me he fijado a lo largo de esta charla en lo que me parece son
aspectos esenciales del ministerio sacerdotal, desde la visión de la
Iglesia que nos ofrece el Vaticano II y el actual magisterio pontificio.
Pero a la hora de concluir y tratar de sintetizar estas ideas,
podemos preguntarnos: ¿Qué significa y está llamado a ser el
sacerdote hoy?
Si de verdad vemos la figura del sacerdote dentro del marco de
la realidad de la Iglesia, de acuerdo con la eclesiología del Vaticano
II, tendremos que decir que el sacerdote es ante todo ministro de
la Iglesia, su servidor fiel, aquel que, unido a la comunidad y unido
al presbiterio y a su obispo, se compromete a realizar la misión de
la Iglesia en la totalidad de sus exigencias.
Si nos fijamos luego de manera preferente en el magisterio del
papa actual, Juan Pablo II, tendremos que añadir que la misión de
la Iglesia ha de estar centrada en el hombre, en el hombre de
nuestro tiempo, amenazado por un desarrollo que no le ayuda a ser
más humano, más de acuerdo con el plan de Dios, que necesita
reconducir su progreso material y técnico por cauces de mayores
exigencias éticas, espirituales y religiosas. Es ésta una
preocupación insistente del Papa, que aparece expuesta
ampliamente ya en su primera encíclica, Redemptor hominis, que
emerge constantemente en su enseñanza y que está muy presente
en los dos grandes acontecimientos eclesiales de este año, el Año
Santo de la Redención y el año en que se celebrará el Sínodo de la
Reconciliación.
Según esto, el sacerdote está hoy llamado a ser el ministro o
servidor de los hombres, por quienes Cristo entregó su vida y
para quienes la Iglesia ha de constituir un verdadero hogar.
G.
FLOREZ GARCIA
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983.Págs 69-83
..................
1 Sermón 72, «In dedicatione ecclesiae» (PL 144,909).
2 1 P 2,4-10; LG, 11.
3 1 Pe 2,25.
4 1 Cor 12,4-31; Rom 12,6-8; Ef 4,11-16.
5 LG, 25, 26 y 27.
6 LG, 28, PO, 2.
7 1 Pe 2,4-10; Ap 5,9-10.
8 Mt 26,4-14.
9 LG, 10.28; PO, 2.
10. 1Co 4, 1; 2 Co 3, 6; 5, 20
11 PO, 2
12 Mc 9,31.
13 Monseñor Quijote (Barcelona 1982) 183.