EUCARISTÍA

 

I. Sagrada Escritura

II. Configuración litúrgica de la Eucaristía por la Iglesia

III. La Eucaristía en el magisterio eclesiástico y en la tradición 

IV. Teología

 

I. Sagrada Escritura

Para entender debidamente la esencia de la Eucaristía hemos de remontarnos a la voluntad expresa de Jesús, tal como ha quedado consignada en las perícopas del NT relativas a su institución. Estos pasajes -el de Lucas (Lc 22,15-20) y el de Pablo (1 Cor 11,23-25) por una parte y el de Marcos (Mc 14,22-25) y el de Mateo (Mt 26,26-29) por otra- pertenecen a sendas corrientes de la tradición. Las cuatro perícopas aparecen como fórmulas tomadas de la tradición litúrgica y describen, por tanto, la última cena de Jesús a la luz de su celebración por la Iglesia primitiva. Así se deduce del lenguaje empleado, que disuena del contexto; de la concisión del relato (que silencia el matiz peculiar del banquete de la institución, mientras que hace resaltar las características propias de la celebración litúrgica posterior); de las alusiones inmediatas a los participantes y, finalmente, de la asimilación de la fórmula del cáliz a la del pan (asimilación tanto más fuerte cuanto más larga es la fórmula).

La forma más antigua de la narración se nos presenta en Pablo y Lucas (sin la adición posterior «derramado por vosotros», relativa al cáliz), tal como se desprende de la temprana fijación del texto en la epístola primera a los Corintios (entre el año 54 y el 57), de la falta de paralelismo entre el pasaje relativo al pan y el relativo al cáliz, de la inexplicable separación ritual de ambos elementos por el banquete intercalado y, finalmente, de la cristología arcaica, centrada en el Siervo de Yahvé, así como de la sencilla continuidad (entre Lc 22,15-18 y 22,19-20) en la composición del relato. Pablo caracteriza expresamente su narración como tradición que fluye hasta él a partir del Jesús histórico a través de testigos visuales y auditivos inmediatos (cf. Act 1,21s). Por ello es reflejo del primitivo kerigma apostólico. El ropaje lingüístico semitizante de esta perícopa, impropio de Pablo, señala igualmente su procedencia de Palestina. Sin embargo, debido a razones litúrgicas (alusión a los participantes) y hermenéuticas (más fácil inteligencia) se han helenizado ya en el texto paulino y en el de Lucas giros de origen palestinense, en parte conservados aún en su configuración primitiva por Mateo y Marcos. Así, en particular, el giro por muchos, empleado por éstos, es más antiguo que el por todos de Pablo y Lucas. En dependencia de Is 53,12, la expresión «por muchos» representa un semitismo cuyo sentido inclusivo y universal («por la totalidad de los hombres») resultaría ininteligible a la mentalidad griega, y por ello fue modificado; si bien, por otra parte, está en plena consonancia con la teología del Siervo de Yahvé, propia de la primitiva narración apostólica de la última cena; aún más, es postulada por ella expresamente. Las narraciones de Lucas y Pablo aparecen así como ligeras refundiciones de una forma común que hay que localizar probablemente en Antioquía y que remite a Jerusalén a principio de los años 40, aproximándose mucho a la época misma de Jesús y a la última cena. Esta narración primitiva antioqueno-palestinense (teniendo en cuenta las expresiones más antiguas que nos conserva Marcos) pudo estar redactada aproximadamente de la siguiente forma: «Y tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a ellos; y dijo: éste es mi cuerpo, que es entregado por muchos. Haced esto en memoria mía. De igual manera también el cáliz después de cenar, diciendo: este cáliz es la nueva alianza en mi sangre.»

1. Este relato apostólico primitivo, tal como aparece en Pablo y Lucas con sus características peculiares, recuerda claramente por sus giros típicos (entregado, por muchos, nueva alianza), así como por la realidad expresada, el anuncio del Siervo de Yahvé en los «Cantos del Ebed Yahvé» del Deutero-Isaías. Por ello pertenece a la serie de afirmaciones de Jesús en las que el Señor descubre su vocación mesiánica como realización de la obra del Siervo de Yahvé (cf. Lc 4,17-21; Mc 8,31; 9,31; 10,33; 10,45s; Lc 22,37 ). En concreto, el contenido de esta narración es el siguiente:

a) Las palabras de jesús anuncian que El tomará sobre sí la suerte del «Ebed» por voluntad de Dios, en cumplimiento de Is 53, y realizará las obras del «Ebed» ; pues su «cuerpo» (es decir, su persona) será entregado a la muerte por muchos, esto es, en lugar de y a favor de la totalidad de los hombres (sustitución). Con ello alude Jesús a su martirio en la cruz (didomenon encierra un carácter de futuro) y, como mediador de la nueva alianza predicha por Isaías (42,6; 49,8), derramará su sangre. También el concepto bíblico de «cáliz» alude a la pasión (cf. Mc 10,38; Jn 18,12). En el anuncio explícito de Jesús de que El realizará las obras del Siervo de Yahvé está contenida implícitamente la pretensión de ser El mismo el Siervo de Yahvé.

b) Jesús, siguiendo una práctica frecuente en los profetas (cf. Jr 13,1-11; 19; Ez 5,1-5), simboliza la entrega de su persona a la muerte, predicha antes por El de palabra, por medio de una acción profética, acción que no sólo predice lo venidero, sino que lo hace remontar a la causalidad divina, poniéndolo ya en vigor. Así simboliza y representa Jesús la entrega de su cuerpo a la muerte por medio de la entrega del pan sacramental que es su «cuerpo» dado como alimento, y el derramamiento de su sangre por los suyos, mediante la entrega a éstos del cáliz que contiene su sangre. El presente acto cultual de la oblación recibe su sentido y su contenido intrínseco, su entelequia, de la acción salvífica anunciada en la palabra profética, es decir, de la muerte, pero también de la resurrección de Cristo, ya que el cuerpo sacrificado y la sangre derramada deben en adelante, según el mandato de la institución, ser ofrecidos para la salvación del mundo.

c) La presencia de la acción salvífica es acompañada, sustentada y garantizada por la presencia real de la persona del Salvador, Jesucristo, que se da como alimento. El término «cuerpo» significa, por ser traducción de un equivalente semítico, no sólo una parte del hombre (en contraposición al alma o a la sangre), sino toda la persona concreta, que es caracterizada aún más exactamente por el participio sobreañadido y por el predicado del cáliz («la nueva alianza») como el Siervo de Yahvé profetizado por Isaías. De igual manera, el concepto «sangre» significa, según la mentalidad semita, el elemento vital (Dt 12,23; Lv 17,11.14) y su portador: el ser vivo, al que va inherente la sangre, sobre todo en cuanto que sufre una muerte sangrienta (Gn 4,10; 2 Mac 8,3; Mt 27,4.25; Act 5,28). Jesús, en la fórmula eucarística, identifica ahora su persona, profetizada como Siervo doliente de Yahvé, con los dones ofrecidos. Esta identificación es insinuada claramente no tanto por el verbo estín -tantas veces invocado como prueba, aunque sin fundamento por su ambigüedad, en el griego bíblico- cuanto por la estructura de la frase (a saber: por la equiparación del sujeto neutro «esto» o «este cáliz»), distinta a todas luces de toda afirmación parabólica o alegórica, con predicados muy concretos. Es ilustrada además por el carácter de la cena como acción eficaz; y finalmente es reforzada y garantizada por el acto de la oblación y de la comida de los dones que son ofrecidos por Jesús, precisamente como donación de su persona, y recibidos por los discípulos. Por todo lo dicho se hace corporalmente presente en la última cena el mismo Christus incarnatus et passus, pero no en una quietud estática, sino en la actuación de su obra redentora. La presencia real corporal de su persona se une en un todo orgánico con la presencia actual de su acción sacrificial. De esta forma es la última cena la presencia, bajo los velos del sacramento, de todo el acontecimiento salvífico que es Jesús, en el que están indisolublemente unidas su persona y su obra.

d) El texto de la anamnesis se desarrolla orgánicamente a partir de la idea de alianza; no proviene, pues, de la conmemoración de los difuntos propia del helenismo. Ya en el AT va unido el culto a la alianza. Culto que incluye, en cuanto recuerdo, la representación y la aplicación eficaz del contenido y del acto de la alianza. Por ello, con razón aparece en las más antiguas narraciones de la cena el mandato anejo a la institución como palabra de Jesús históricamente auténtica. Al ordenar el Señor hacer en su memoria exactamente lo mismo que El había hecho, no sólo pretende que exista una igualdad formal de las celebraciones subsiguientes con el banquete de la institución, sino que promete además la identidad material de aquéllas con éste. Por ello, la Eucaristía de la Iglesia no es una multiplicación de la persona y la obra salvífica de Jesús, sino una múltiple representación de ellas. El carácter de anamnesis opera la unidad de contenido de todas las celebraciones entre sí y con el banquete institucional celebrado por el Señor. La Eucaristía es así una clara prueba de la catolicidad de la Iglesia en el espacio y en el tiempo, que, en última instancia, hay que entender partiendo siempre de Cristo.

2. El relato de la institución tal como aparece en los Sinópticos Marcos y Mateo puede considerarse en su conjunto (aunque no en algunos de sus detalles) como una derivación posterior -efectuada posiblemente ya en Palestina- de la tradición apostólica primitiva. Esto parece deducirse con toda probabilidad del marcado paralelismo entre ambas fórmulas, así como de un rito convival ya muy avanzado, en el que ambos actos sacramentales, centrados en el pan y el vino, aparecen íntimamente unidos; y, finalmente, de la fórmula del cáliz. En la fórmula del pan se ha conservado el núcleo del texto primitivo y también su correspondiente sentido- sin la añadidura del por. En la fórmula del cáliz ha pasado la sangre a ocupar el punto central mediante una transposición de los conceptos que hacían oficio de predicado, subrayada además por medio de una aposición. La nueva fórmula «ésta es la sangre del nuevo testamento, que será derramada por muchos» implica una clara referencia a Ex 24,8, donde Moisés, con motivo de la inauguración de la alianza del Sinaí, derrama la sangre del sacrificio, la mitad sobre el pueblo y la otra mitad sobre el altar, diciendo: «ésta es la sangre de la alianza que pacta con vosotros Yahvé». Por ello, la fórmula de bendición sobre el cáliz, tal como aparece en Marcos, nos muestra a Jesús como el mediador de la nueva alianza y le caracteriza como Moses novus y como Sacerdote que, sobrepujando al primer Moisés, sella su alianza con su propia sangre (cf. Heb 9,12). El cáliz sacramental que se da como bebida es concebido así como sangre del sacrificio cultual y, por ello, como separado del otro elemento sacrificial: la «carne». Esto es tanto más sorprendente cuanto que la fórmula del pan no conserva la palabra correlativa «carne», es decir, sarx, que correspondería a la sangre del sacrificio, sino que emplea aún soma («cuerpo»). La narración sinóptica no se aparta, pues, totalmente de la tradición apostólica primitiva, sino que la modifica. La alusión a la sangre del sacrificio y de la alianza, así como la mención expresa de su «derramamiento», son una clara referencia, dentro del marco de una acción profética y teniendo en cuenta el sentido de acción futura que encierra el participio a la muerte cruenta de Jesús. De esta manera es incluida la muerte de Jesús en la categoría no sólo de martirio, sino también de sacrificio cultual, en el que carne y sangre son separadas como elementos del sacrificio. Se introduce así una representación de la muerte de Jesús con un sentido técnico de sacrificio y culto (cf. Ef 5,2; Heb 9,26; 10,10.12). La sangre de Cristo vertida en la cruz y en la que, según la concepción semita, está presente, por así decirlo, de manera concentrada y condensada la persona de Jesús, se ofrece en el cáliz como una realidad presente. Así, la perícopa sinóptica expresa la presencia sacramental de la persona que se sacrifica y, al mismo tiempo, su acción sacrificial; en una palabra: la presencia del acontecimiento salvífico que es Jesús.

La epístola a los Hebreos desarrolla la versión sinóptica de la fórmula del cáliz: Jesús es el Sumo Sacerdote (7-10) que ofrece su sacrificio cultual en la cruz de una vez para siempre (7,27, etc.). Su sangre, que abroga la sangre de los sacrificios veterotestamentarios (9,12ss.23ss), abre el camino para el santuario celestial (10,19) y, por ser sangre de la alianza bajo los velos sacramentales, no puede ser despreciada so pena de condenación (10,29).

3. Pablo, el primero que cita la narración de la última cena, nos ofrece el más antiguo testimonio y, al mismo tiempo, la garantía definitiva en el terreno de la exégesis para explicar la presencia real. El Apóstol recibe este testimonio no del helenismo, sino de la tradición cristiana. Al referirse (en su midrash sobre la narración de la última cena) a la participación indigna en el banquete del Señor como pecado contra el cuerpo y la sangre de Jesús y como causa de un juicio de condenación por parte de Dios (1 Cor 11,27-31), y al señalar los dones como koinonía con el cuerpo y la sangre del Señor (10,16), comenta el estín de las palabras consecratorias en el sentido de una identidad real. El tránsito inmediato que Pablo efectúa de la cena institucional de Jesús al banquete del Señor celebrado por los destinatarios de su carta (11,26) nos permite reconocer que el alimento sacramental servido en Corinto, así como en otras iglesias, no es otro que el distribuido en la última cena por el mismo Jesús. Este manjar sacramental es además idéntico al cuerpo sacrificado en la cruz y a la sangre derramada de Jesús; porque, en primer término, el recibir el cuerpo y la sangre del Señor es anunciar su muerte (11,26), de suerte que la palabra solamente expresa el contenido de la acción representada y la naturaleza de los dones. Pero además se nos habla de un paralelismo con los alimentos sacrificiales judíos y paganos (10,18-21) y por ello tal participación es imaginada como procedente de una acción sacrificial. Finalmente, el vocablo aíma -según su contenido conceptual bíblico y por el hecho de aparecer como bebida- significa la sangre «derramada». En los datos paulinos expuestos está incluido ya el carácter sacrificial de la Eucaristía. Pero además el don eucarístico es una misma cosa con el cuerpo glorificado del Señor ya resucitado; constituye la «cena del Kyrios» (11,20), «un pan espiritual y una bebida espiritual» (10,3ss; probablemente también 12,13c), un único pan en todas partes, instrumento en las manos del Resucitado para hacer visible y consumar como su cuerpo universal, su Ekklesía a todos los participantes (10,17: variante paulina del concepto diatheke de la primera tradición apostólica). El intento de algunos exegetas protestantes de interpretar el vocablo soma de los textos eucarísticos paulinos refiriéndolo sobre todo a la Iglesia, cuerpo universal de Cristo, fracasa ante el texto de 11,24 (y, por consiguiente, también ante los v. 27.29), donde se añade to hiper hymon, y 10,16 y 11,27, donde se hace referencia a la sangre; así como 10,17, donde se deriva el ser y la unidad del cuerpo eclesiológico de Cristo de la participación de un solo pan; pero no viceversa. Los dones consagrados del banquete no sólo son una imagen de la comunidad de comensales, sino la manera sacramental y real en que se hace presente el Señor crucificado y resucitado, el cual, por medio de aquéllos, aplica a los cristianos su obra redentora cruenta, edifica la Iglesia como su cuerpo en «comunión» y compromete a quienes los reciben a la ética cristiana de la caridad mutua.

4. Juan no nos refiere la institución del sacramento. Nos ha legado, en cambio, el discurso de despedida de Jesús con algunas alusiones (implícitas) a éste (Jn 13-17). En Jn 6,26-63, así como en Jn 19,34, juntamente con 1 Jn 5,6-8, nos presenta el apóstol su propia doctrina acerca de la Eucaristía. El discurso de la promesa (Jn 6,26-63), preparado por el milagro de la multiplicación de los panes como una representación anticipada y consciente del banquete eucarístico, está concebido como una unidad temática y con una clara orientación a la Eucaristía. El tema del discurso es la promesa del pan del cielo que da la vida y la realización de aquella promesa. Realización que exclusivamente tiene lugar ahora en la persona de Jesús bajado del cielo, de lo cual trata la primera parte (vv. 26-51b), y en el futuro, en la sarx de Jesús tomada como verdadero alimento (51c-58), es decir, en la Eucaristía como realización y continuación sacramental de la obra salvífica de Cristo. El carácter eucarístico de los versos 51c-58 se deduce de la redacción del verso 51c, que refleja un relato de la institución al referirse a la sangre (v. 53) y al caracterizar la carne y la sangre como verdadera comida y verdadera bebida (v. 54-58) que hay que comer («masticar») y beber. No hay razón alguna justificada para rechazar el conjunto de estos versículos a causa de su evidente carácter sacramental como una interpolación de un redactor posterior, ya que, por una parte, concuerdan con el estilo y la teología de Juan (el sacramento es uno de los principales motivos del cuarto evangelista), y por otra, encajan dentro de la composición de todo el discurso, cuya primera parte está concebida y orientada hacia la Eucaristía (cf. v. 27.31.35.48ss).

El extraño término sarx se refiere, también en relación con aima no a la carne separada de la sangre por la muerte (dentro de un sentido sacrificial y cúltico), sino a todo el hombre concreto Jesús, tal como entiende la mentalidad semita los conceptos «carne» y «sangre». Esto mismo se deduce del pronombre personal «me» que aparece a continuación en el verso 57. El término sarx, a causa de su relación con el tema de la encarnación (Jn 1,14), implica ya la idea de catabasix de la parte cristológica del discurso; pero Juan la aplica más intensamente a la Eucaristía, caracterizando así a ésta como prolongación sacramental (re-presentativa) de la misión de Jesús. Juan expresa implícitamente la idea de sacrificio al incluir ya en la encarnación de Jesús su muerte como sacrificio (3,16; 12,27; 1 Jn 4,9s), y de manera explícita, en cuanto que caracteriza la carne como «entregada» «para la vida del mundo» (6,51c) y en cuanto que el beber la sangre presupone la muerte.

Finalmente, se refleja también en la Eucaristía la ascensión de Jesús (6,61ss). La ascensión confirma no sólo la procedencia celestial de Jesucristo, sino que hace posible la misión de su Pneuma al mundo (7,39; 16,7), y con ello, también la Eucaristía. Pues lo que propiamente comunica la vida en este sacramento no es la sarx como tal, según la concebían los judíos (6,41.60), sino el Pneuma unido a ella (6,63), es decir, lo divino en Jesús (cf. 1 Cor 15,45; 2 Cor 3,17; 1 Tim 3,16; 1 Pe 3,18).

Lo dicho de la carne vale también en su medida para la sangre del Señor, de la que se hace mención en Jn 19,34 y 1 Jn 5,6-8, que brotó, juntamente con el agua, del costado traspasado de Cristo muerto, derramándose sobre el mundo y que por ello se nos muestra como un fenómeno maravilloso obrado por el Espíritu (Jn 7,39; 19,36, juntamente con Zac 12,10). La sangre continúa fluyendo en el cáliz eucarístico de la Iglesia, al que viene el mismo Señor (1 Jn 5,6) y en el cual se hace visible su muerte. Al igual que en Jesús, también está en la Eucaristía el Pneuma salvador unido a la sarx. Juan resume todas estas características que constituyen el sacramento de la Eucaristía en la expresión «cuerpo y sangre del Hijo del hombre» (Jn 6,53). La Eucaristía es para él la presencia permanente del acontecimiento salvífico que es el «Hijo del hombre».

II. Configuración litúrgica de la Eucaristía por la Iglesia

En la institución, Jesús había ofrecido antes de la cena ritual el pan consagrado y después el vino. Las narraciones de Pablo y Lucas reflejan que este orden se seguía en las celebraciones de la época más primitiva. Pero pronto -según el testimonio de los Sinópticos- ambos actos sacramentales fueron desplazados hacia el final del banquete. Más tarde fueron separados de la comida y unidos a la oración cultual de la mañana del domingo. Así surgió la «misa», que por primera vez aparece claramente en Justino (I Apol. 67, ca. 160) y se impone universalmente en el tiempo posterior. La configuración externa de la misa está bajo una mayor influencia de la palabra que en la época anterior. Esto se puede apreciar ya por la misma denominación característica de «Eucarístía». Este término significa en sentido propio una actitud agradecida (en pensamiento, palabra y obra) frente a un don gratuitamente recibido, así como la consideración activa, el reconocimiento y el sentimiento de acción de gracias por ese don. Pronto pasa el término a designar la celebración misma, sobre todo la gran plegaria eucarística que, a semejanza de la bendición pronunciada por Jesús en la última cena (Lc 22,19; Mc 14,22), era proferida sobre las ofrendas de pan y vino aportadas por la comunidad para ser consagradas. De este modo, como objetivación de la Eucaristía, reciben finalmente tal nombre los mismos dones (IgnSm 7,1; Justino, I Apol. 66). Es clásica la plegaria de acción de gracias más antigua, que nos ha sido conservada en las constituciones eclesiásticas de Hipólito (ca. 200). Contiene un canto de alabanza a la obra salvadora de Dios realizada en la creación por medio del Logos y, sobre todo, en la redención por medio de Jesús. Luego sigue el relato de la institución. La cena tiene así el carácter de recuerdo y, al mismo tiempo, de aplicación de la oíkonomía de Dios. Pueden apreciarse las mismas características en la liturgia clementina, en la de Santiago y en la egipcia de San Basilio, así como en la de los Doce Apóstoles y en la del Crisóstomo. El texto de la liturgia eucarística no tenía en sus comienzos una configuración fija y determinada, sino que era variable, estando a merced de la inspiración pneumática del celebrante. Poco a poco van surgiendo determinados tipos, en parte bajo el influjo de la evolución del dogma cristológico y trinitario. En todos ellos aparece en puesto destacado el relato de la institución (quizá la liturgia apostólica de Addai y Mari en Siria constituya una excepción). Al relato de la institución se añade pronto la reflexión teológica, en la que se expresa la conciencia que la Iglesia tiene de la celebración que realiza, y en la que se incluyen la anamnesis, la oblación y la epiclesis. Esta última pide (bajo el influjo de Jn 6,62s) la venida del Logos o del Espíritu Santo, a fin de que realice la consagración y conceda a los participantes una fructífera recepción de los dones. No por ello fue la epiclesis fórmula de consagración, pues como tal se consideraba entonces toda la plegaria eucarística. La epiclesis era solamente una explicación o reflexión de lo que el canon o plegaria eucarística pretendía realizar.

Después de la paz constantiniana adquiere la misa una configuración más rica (ofrecimiento de los dones, Sanctus, preces). Especialmente las grandes iglesias patriarcales se esfuerzan por ampliar el radio de acción de sus liturgias. Se llega así a la fijación de los formularios litúrgicos. Este proceso de consolidación acaba hacia el año 900. Los siglos posteriores no añaden ya nada esencial. La liturgia romana, cuyos orígenes son oscuros (se discute si la liturgia que nos ofrece Hipólito es la original de la ciudad de Roma), se nos hace patente alrededor del año 400 (Sacramentarium Leonianum; Pseudo-Ambrosio, De Sacramentis) y se impone en Occidente asimilando y reemplazando paulatinamente a todas las demás liturgias occidentales (galicana, mozárabe y ambrosiana).

III. La Eucaristía en el magisterio eclesiástico y en la tradición

1. El magisterio «ordinario» de la Iglesia acerca de la Eucaristía se realiza a través de la liturgia, cuya recta interpretación tiene lugar por medio de la teología de los Padres, que son sus artífices espirituales. Liturgia y patrística se esclarecen mutuamente. Ambas presentan como idea central dominante la anamnesis de la obra salvífica, a partir de la cual se desarrollan luego orgánicamente los rasgos específicos de la Eucaristía. La anamnesis litúrgica no es un simple hecho psicológico, el mero recuerdo de Jesús y de su obra en los participantes, sino la presencia objetiva (instituida por el Señor) de su obra salvífica en el sacramento y la determinación de la naturaleza y del sentido del mismo por la obra de Jesús. En virtud de ello, la realidad cultual del pan y el vino se convierte en símbolo real, en la forma presente de aparecer y actuar el acontecimiento salvífico que es el mismo Jesús. La anamnesis en el culto afirma tanto la irrepetibilidad histórica de la obra salvífica de Cristo como la aplicación de sus frutos en la actualidad. Según las antiguas liturgias, se hace presente en la Eucaristía la obra salvífica de Jesús en su totalidad: desde su encarnación hasta su crucifixión, resurrección y ascensión y -según algunos formularios- hasta la parusía. Algunas veces es incluida en la anamnesis la obra del Logos preexistente realizada en la creación y en la historia de la salvación veterotestamentaria. Con ayuda de la anamnesis es explicado el carácter sacrificial de la Eucaristía, predicado ya desde los primeros tiempos (Did. 14,1). Este carácter sacrificial de la Eucaristía consiste en que es recuerdo del sacrificio de Cristo en la cruz, y como tal, según Juan Crisóstomo, el teólogo de la anamnesis, idéntico en último término a aquél (In Ep. ad Heb. 17,3: PG 63,131). La Eucaristía es también el sacrificio de los cristianos, porque éstos hacen presente el sacrificio de Jesús bajo la forma de una oblación (memores... offerimus) y actúan como representantes de Cristo, bien como pueblo sacerdotal -por ello los no bautizados no pueden participar en la Eucaristía- o como liturgos y sacerdotes, es decir, como representantes especiales del Sumo Sacerdote, Jesucristo.

Es significativa la relación que establecen los griegos, basándose en Jn 6, entre la Eucaristía y la encarnación. Como el Logos tomó cuerpo de María, así se une en la Eucaristía (por medio del Pneuma) con el pan y el vino que se ofrecen, asumiéndolos en la contextura de su persona y uniéndolos tan íntimamente que pierden su individualidad natural para «convertirse» en el propio cuerpo y sangre de Jesús, según es afirmado por los Padres antioquenos, así como por Gregorio de Nisa y Cirilo de Alejandría. De esta manera, de la anamnesis de la incarnatio Christi se sigue la presencia real del Christus incarnatus. En consecuencia, el contenido esencial de los dones transformados es explicado a partir de la cristología. Los Padres antioquenos, sobre todo Juan Crisóstomo, ven en los dones eucarísticos el cuerpo real, nacido de María, crucificado y resucitado, y la sangre derramada por Jesús. Los Padres alejandrinos, por el contrario, ven la dignidad de los dones en que son cuerpo y sangre del Logos y nos unen a él.

Clemente y, de manera más radical aún, Orígenes colocan la comunión del Logos por parte de los «gnósticos» operada de una manera puramente espiritual por la palabra (de la Escritura, de la predicación de la oración) muy por encima de la recepción del alimento eucarístico. Así también los alejandrinos siguientes. Finalmente, Cirilo de Alejandría afirma que la «eulogía» tiene como fin el comunicar la vida. Pero esto sólo puede tener lugar por medio del Logos y por mediación de su carne. El paralelismo entre la doctrina eucarística y la cristología conduce, en el siglo v entre los más radicales de la escuela antioquena (Eutelio de Tiana, Nestorio, Teodoreto de Ciro y el autor de la carta a Cesáreo), y después también entre los neocalcedonios ortodoxos (Papa Gelasio, Leoncio de Jerusalén, Efrén de Antioquía), a un diofisitismo eucarístico, a la consustanciación: a la naturaleza humana que subsiste sin cambio alguno en Cristo corresponde en el sacramento la subsistencia sin transformación del pan y del vino. En virtud de la consagración se enriquecen los dones con la gracia, es decir, con el Espíritu Santo, y reciben el nombre de cuerpo y sangre de Cristo. Frente a esta doctrina, el sensus fidelium sostendrá cada vez con mayor firmeza la presencia del cuerpo real de Jesús. Al final de la época patrística, Juan Damasceno vuelve otra vez a poner de relieve la transformación o conversión de los elementos, afirmando la unión hipostática del cuerpo eucarístico con el Logos (PG 94,1346). En Occidente, la teología eucarística va rezagada, en cuanto a rigor constructivo, con respecto al Oriente. Tertuliano, incluso cuando habla de la figura corporis, se refiere al cuerpo real de Cristo; con él coincide Cipriano. Ambos destacan el carácter sacrificial de la misa como recuerdo de la pasión de Jesús. Ambrosio y el autor del tratado De Sacramentis enseñan la conversión de los elementos por medio de las palabras de la institución. La evolución posterior se complica por la autoridad de Agustín, quien ciertamente reconoce la fe tradicional de la Iglesia en la presencia real, pero no da plena razón de ella en su teología. Se aferra a la distinción entre cuerpo histórico y eucarístico de Jesús y subraya el carácter de signo de este último. Como sacramentum corporis, la Eucaristía no es mero signo subjetivo, sino imagen real del cuerpo histórico de Jesús, pero no la res ipsa simbolizada. Es principalmente símbolo del cuerpo místico universal de Cristo, de la Iglesia; expresión de la unidad de los fieles. Es la misma Iglesia la que se ofrece en sus dones. Isidoro de Sevilla completa el simbolismo agustiniano con imágenes tomadas del metabolismo real.

2. La Edad Media heredó de los Padres latinos, como un problema apremiante y todavía no resuelto, la cuestión de la naturaleza de los dones consagrados. Cuestión que vino a convertirse en tema central de la doctrina eucarística del Occidente. Por una parte, la liturgia proclamaba el realismo, cuyo fundamento había puesto Ambrosio con su doctrina de la conversión (metabolismo). Hacía este realismo se inclinó también, cada vez más, la piedad de los fieles, que avanzó hacia la adoración del totus Christus, presente en el sacramento. La teología, por el contrario, se mantuvo durante mucho tiempo bajo el influjo del simbolismo agustiniano. Esta tensión entre simbolismo y realismo se descargó en dos controversias eucarísticas. En el siglo IX sostenía Pascasio Radberto la identidad del cuerpo eucarístico de Jesús con su cuerpo histórico. Ratramno, por el contrario, la rechazaba, defendiendo una presencia espiritual. En el siglo XI, Berengario de Tours reduce el sacramento a un mero signo de unión espiritual con el cuerpo del Señor glorificado y enseña la persistencia del pan y el vino. Contra esta doctrina afirmaba Lanfranco y algunos sínodos, en especial el sínodo de Roma, en 1079, la conversión «sustancial» (término empleado a partir de Guitmundo de Aversa) del pan en el verdadero cuerpo de Jesús nacido de María, crucificado y glorificado en el cielo; y del vino, en la sangre que fluyó del costado de Cristo (D 355). El IV Concilio de Letrán (1215) definió esta doctrina utilizando el término técnico de transustanciación, usado habitualmente desde la época del maestro Rolando (D 430). La idea favorita de Agustín de que el cuerpo sacramental de Cristo representa a la Iglesia y la llena de vida continuó vigente en este siglo. De este modo, la expresión corpus Christi mysticum, empleada originariamente para referirse a la Eucaristía, pasó paulatinamente a significar la Iglesia.

En el siglo XII, y bajo el influjo de categorías aristotélicas, las palabras -tomadas del canon- de Jesús en la institución fueron consideradas, a causa de su exclusiva virtud consecratoria, como forma del sacramento, es decir, como verdadero principio que determina la presencia del cuerpo del Señor. El pan y el vino son considerados como materia del sacramento. Según la escolástica, vi verbi o vi sacramenti, bajo la especie de pan se considera presente de por sí sólo el cuerpo; bajo la especie de vino, sólo la sangre. El Occidente entendió. (a partir de Ireneo, Adv. Haer. V,2,2) corpus (caro) y sanguis como dos realidades anatómicamente distintas entre sí, según el contenido conceptual restringido y estricto que para el Occidente encerraban ambos términos. Gracias a la doctrina de la concomitancia logró llegar la escolástica a la idea de la presencia del totus Christus, a la que se inclinaba la piedad medieval. «En virtud de la inclusión mutua» (vi concomitantiae), está unida la sangre con el cuerpo (viviente), y viceversa, el cuerpo con la sangre, y con ambos el alma y también la divinidad a causa de la unión hipostática (Tomás de Aquino, S. Th. III,76,1-3). La totalidad de la presencia de Cristo, entendida de este modo, fue sancionada por el Concilio de Constanza contra Wicleff y Hus (D 626, 667) y por el Concilio de Trento contra los reformadores (D 883, 885, 876). La concepción occidental (que encuentra su fundamento en la fórmula del cáliz tal como aparece en el Evangelio de Marcos) acerca del contenido de la Eucaristía operado vi sacramenti, resulta también fecunda para explicar el carácter sacrificial de la misa: la presencia por separado, bajo el signo sacramental, del cuerpo y de la sangre representa la separación del cuerpo y de la sangre de Jesús que tuvo lugar en su muerte (S. Th. III,76,2; 78,3); y esta representación constituye el fundamento del carácter sacrificial de la misa (S. Th. III,79,7; 83,1).

3. En la Reforma protestante se desató una violenta polémica en torno a la Eucaristía. Sus promotores no se contentaron con señalar y acusar los abusos prácticos de entonces en torno a la misa, sino que pasaron a atacar también la sustancia de la fe católica respecto a ella. Finalmente, la polémica derivo en mutua oposición de los reformadores en lo relativo a la Eucaristía. Había unanimidad por parte de aquéllos en exigir la comunión bajo las dos especies; en rechazar el carácter sacrificial de la misa y en negar la aplicación de su virtud expiatoria por los vivos y los difuntos.

a) Zuinglio sostenía una concepción idealista: el cuerpo de Cristo está en el cielo; no puede, por tanto, hacerse presente realiter y essentialiter en el pan y el vino en la tierra ni podría ser alimento del espíritu. Cristo se hace presente en el espíritu de los participantes. Los elementos «significan» el cuerpo y la sangre entregados por nosotros; son, por tanto, signos subjetivos que nos los recuerdan. La celebración en su conjunto es sólo un recuerdo subjetivo y una profesión de fe. Igual que Zuinglio piensan Hoen, Bucero, Ecolampadio y Karlstadt.

b) En oposición a éstos defiende Lutero apasionadamente la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo, y entiende el verbo «es» en un sentido realista. Rechaza la doctrina católica de la transustariciación y de la concomitancia para atacar en su misma raíz la comunión bajo una sola especie, mientras explica la presencia real del totus Christus con la ayuda de la doctrina de la ubicuidad, que tiende hacia el panteísmo: el cuerpo de Cristo presente en todas partes se une, en virtud de la palabra, con el pan y el vino en una unidad sacramental análoga a la unión hipostática que tiene lugar en la encarnación. El cuerpo de Cristo está presente de manera consustancial «en, con y bajo» el pan y el vino, que permanecen sin transformación; pero sólo in usu, es decir, sólo durante la celebración de la cena, que comprende la consagración, la administración del sacramento y la participación en él. La reserva y la adoración de la hostia consagrada son suprimidas.

c) Calvíno intenta llegar a un compromiso entre Lutero y Zuinglio. Pero al mismo tiempo se esfuerza en conservar su tendencia teológica fundamental, que distingue un doble plano: el mundano y el supramundano; lo cual le lleva a conjugar un lenguaje realista con una interpretación que lo mitiga: el cuerpo de Cristo, que está localizado espacialmente en el cielo, no puede hacerse presente; pero los que participan en el banquete eucarístico se unen a El por medio del Espíritu Santo, el vinculum communicationis, y reciben no ciertamente al mismo Cristo, pero sí su fuerza vital de manera tan eficaz como si su cuerpo estuviera realmente presente. Calvino concibe los elementos sacramentales sólo como signos rememorativos, y toda la celebración como figura y símbolo de la unión de Cristo con los fieles. El verbo «es» de las palabras de la institución tiene sólo un sentido metonímico.

d) Las divergencias doctrinales de los reformadores resultaron completamente inconciliables y fueron grave obstáculo para la uniformidad de los movimientos innovadores. Las iglesias confesionales de la Reforma se negaron, y aún hoy en parte continúan negándose, la mutua participación en el banquete eucarístico. Prescindiendo del luteranismo rígido, la moderna teología protestante sigue, por lo general, la concepción simbólica y explica la Eucaristía como una «imagen» de la muerte de Cristo o de la importancia de Jesús para la salvación. La presencia real que Pablo afirma es rebajada a la categoría de un «helenismo» que hay que desmitologizar. Las tesis eucarísticas de Arnoldshain, de 1958, constituyen un intento de superar las divergencias doctrinales entre las Iglesias pertenecientes a la Iglesia Evangélica de Alemania, basándose en los resultados de la investigación exegética. Pero no lo han conseguido hasta ahora, sino que más bien han suscitado las protestas del luteranismo a causa de su tendencia antirrealista.

4. La Iglesia católica hubo de poner en claro y de reafirmar las verdades de la fe atacadas por la Reforma protestante. Por de pronto, el Tridentino definió la realidad, la totalidad (alusión a la concomitancia; D 876), la permanencia de la presencia real, así como la adoración que se debe a Cristo presente en virtud de la transustanciación (sesión 13;.D 883ss). Como consecuencia de esto, se acrecentó el interés por este último punto, ya unilateralmente puesto de relieve en la Edad Media: el tabernáculo pasó a ocupar un lugar más destacado tanto en la arquitectura de la casa de Dios como en la piedad eucarística de los fieles, que encontraba su expresión, sobre todo, en la adoración del Señor presente y en una actitud de distancia reverencial. El acercarse a la comunión iba siendo cada vez menos frecuente. En las sesiones posteriores canonizó el Concilio de Trento la legitimidad de la comunión bajo una sola especie (D 934ss) y el carácter sacrificial e impetratorio de la misa (D 948ss), afirmando además la identidad de sacerdote y víctima. De manera implícita -explícitamente en el Catecismo Romano (II,4,76)- afirma también la identidad de la acción sacrificial del sacrificio de la misa y del de la cruz; concibiendo al primero como representación, recuerdo y aplicación del último y dejando a salvo de este modo la exclusiva unicidad del sacrificio de la cruz (D 938). La teología postridentina centró sus esfuerzos en un estudio más minucioso del carácter sacrificial de la misa. Con este fin se intentó descubrir en la celebración eucarística los caracteres esenciales de todo sacrificio, tal como aparecen en la historia universal de las religiones. Según ello, se hizo consistir la esencia del sacrificio en la destrucción de la víctima, y la correspondiente destructio eucarística, en la desaparición de las sustancias naturales de pan y vino o en la presencia y la manducación de Cristo como alimento; o por fin, más acertadamente, en la separación de las dos especies que tiene lugar vi verbi. Otros autores ponen la esencia del sacrificio en la oblación a Dios y establecen un sacrificio celestial perenne de Cristo. Hoy se ha llegado a la conclusión de que el carácter sacrificial de la misa hay que buscarlo en el plano sacramental simbólico.

También en la piedad de los fieles ha habido una evolución. Pío X invitó a la comunión frecuente y aun diaria, rehabilitando así su importancia. Pero la renovación decisiva tuvo lugar con el movimiento litúrgico. La celebración de la misa es considerada como un todo orgánico y como la quinta esencia del cristianismo, haciendo del altar el punto central. El representante teológico de este movimiento, Odo Casel, enseña que la liturgia ha de ser entendida como presencia de la obra salvífica de Cristo bajo el velo de los símbolos. Después que la importancia de la renovación litúrgica fue reconocida por Pío XII (D 2297), toma cada vez mayor auge la perspectiva histórico-salvífica de la misa como representación de la obra salvadora de Cristo.

IV. Teología

Un estudio sistemático ha de orientarse hacia una concepción global y unitaria de la Eucaristía. Sus características esenciales, iluminadas por la fe de la Iglesia, no han de aparecer aisladas y yuxtapuestas, sino formando un todo orgánico y dentro de un desarrollo lógico cuyo punto de partida debe ser la totalidad del sacramento. Las decisiones conciliares, dirigidas generalmente a corregir desviaciones heréticas, no pueden ofrecernos una visión sistemática y de conjunto de la Eucaristía. Esta visión ha de ser lograda por un estudio genético-fenomenológico a partir de la realidad misma, de la celebración litúrgica, la cual tiene como única norma la última cena de Jesús y la inteligencia inmediata de la fe por parte de la Iglesia.

El NT y la liturgia, junto con la interpretación de la Patrística, nos presentan la Eucaristía como síntesis, actualización y representación real de la obra salvífica de Jesús y como aplicación de sus frutos. Esta no se presenta como una realidad estática, existente en sí misma, sino en su inseparable relación con la obra redentora de Jesús. Las perícopas de la institución (por medio de giros característicos: entrega de la persona, derramamiento de la sangre, ambas cosas por muchos), así como el resto del NT (1 Cor 5,7; Ef 5,2.25; Heb 7,27; 9,6-14.23-26; 10,10.12.14; cf. Mc 10,45; Jn 17,19; 1 Pe 1,18s) y la tradición, expresan el hecho salvífico de Jesús bajo la categoría de sacrificio. De la misma manera es entendida la Eucaristía desde antiguo. Se pueden, en efecto, conciliar muy bien con esta idea el sentido y la esencia de ambas realidades: la obra salvífica de Jesús y el sacramento.

1. En un sentido general, sacrificio es la entrega de un bien por un valor ideal. El campo específico en que se realiza el sacrificio es la religión. El sacrificio en su fisonomía auténtica, no desfigurada, se nos muestra como la expresión más clara de lo que la religión significa: es el esfuerzo por franquear la distancia existente entre Dios y el hombre (basado en la contingencia de éste y profundizada, sobre todo, por su pecado), con objeto de encontrar en Dios acogida, complacencia y aceptación. En resumen: sacrificio es la entrega que hace a Dios de sí mismo el hombre finito y cargado de culpas para gozar de la comunidad con El (cf. Agustín, Civ. De¡ 10,6). Sacrificio en sentido pleno se dará solamente cuando la entrega espiritual de la persona, como alma del sacrificio, tome cuerpo y llegue a materializarse en una expresión sensible. Esto puede tener lugar en el caso de una valiente defensa de los derechos divinos; en casos extremos, mediante la aceptación de una muerte violenta por Dios. Tal sucede en el sacrificio del mártir. Generalmente, el hombre da testimonio de su entrega a Dios por medio de un signo externo (realmente distinto de él), a saber: mediante la oblación cultual de una víctima que representa a la persona y que debe simbolizar y demostrar el serio esfuerzo de su tensión hacia Dios y, en la medida de lo posible, también la misma comunidad lograda con El. De esta manera nos encontramos con la forma cultual de sacrificio que Agustín denomina sacramentum a causa de su carácter de signo (Civ. Dei 10,5). La víctima es separada del ámbito profano y entregada a Dios. Su pertenencia a El es en ocasiones expresada por una transformación de su anterior manera de existir: es destruida (muerta, quemada, derramada). La destructio, sin embargo, apenas si constituye una propiedad esencial del concepto de sacrificio. Tampoco dice ésta primariamente relación a la perversión culpable del hombre (sólo secundariamente en el estado de naturaleza caída), sino que significa más bien la introducción de la ofrenda sacrificial en la esfera de lo divino, como medio para lograr de esta manera el contacto con Dios. Todo lo que se realiza en torno a la ofrenda, así como su transformación, tiende, en último término, a su consecratio o sanctificatio (cf. S. Th. 111,22,2 ad 3 ). El oferente trata de conseguir la comunión directa con Dios, sobre todo mediante el banquete sacrificial, por el que participa en la mesa de Dios de los alimentos sagrados pertenecientes al mismo Dios.

2. La acción redentora de Cristo es descrita en el primitivo relato apostólico de la Institución como sacrificio martirial; en cambio, en la fórmula de consagración del cáliz, tal como aparece en Marcos, es descrita como sacrificio cultual, que tiene de común con el sacrificio el hecho de que la víctima ofrecida en la cruz; la humanidad de Jesús, actúa como representante, no ciertamente del que ofrece (Concilio de Efeso, D 122) -El no necesita de reconciliación ni tiene que buscar la comunión con Dios, que ya posee-, sino como representante de «los muchos», de la totalidad de los hombres. Como sacrificador y como víctima, es Cristo el representante de la humanidad entera, la cual, en virtud de su separación culpable de Dios, es absolutamente incapaz de dar cumplida reparación al honor divino y de alcanzar por medio de un sacrificio la unión con El. Pero lo que es imposible a los demás hombres puede hacerlo Jesús: su sacrificio, que según Juan (3,16; 12,27) y la epístola a los Hebreos (10,5ss) comienza ya con la encarnación, encuentra reconocimiento y aceptación por parte de Dios. La resurrección corporal y la ascensión de Jesús por las que la víctima, su humanidad, es transformada en un estado de glorificación, son la garantía de aquella aceptación. Pero la obra de Jesús trae consigo una nueva situación en la historia de la salvación: un hombre de nuestra propia raza ha encontrado acogida ante el Padre no sólo para sí, sino para toda la Humanidad, a la que representa. Esta puede de nuevo llegar hasta Dios; pero sólo a través del único «camino, Jesucristo».

3. Jesús no sólo ha querido expresar este sacrificio suyo de la cruz, decisivo para toda la, historia de la salvación, en la última cena por medio de un símbolo real, sino que además ha querido actualizarlo y aplicárnoslo. El Señor ha vinculado la oblación personal de sí mismo por los hombres al acto cultual de su propia entrega personal como alimento para los mismos hombres. E instituye este símbolo real por medio de un mandato, constituyéndolo en perenne sacramento confiado a su Iglesia.

a) En cuanto que los hombres han de repetir lo mismo que El hizo, es decir, hacer presente y apropiarse el sacrificio del Calvario bajo el símbolo real de un banquete, pone el Señor su sacrificio en manos de la Humanidad. La ininterrumpida celebración del sacramento por medio de la Iglesia viene a ser el desarrollo del hyper pollon, esto es, de la representación de toda la Humanidad por Cristo. Por la celebración de la Eucaristía ratifican los hombres el sacrificio de Cristo que tuvo lugar en representación de ellos, y activan su inclusión, pasiva en su primer momento, en la solidaridad constituida por Cristo, apropiándose de manera sacramental la acción de Jesús. Los hombres realizan todo esto en virtud de una facultad concedida expresamente por el Señor y supuesta su inserción «en Cristo» como bautizados y capacitados por ello para dar culto a Dios. Por esta razón quedan, ya desde antiguo, excluidos de la participación, al menos activa, en la Eucaristía los no bautizados (cf. CIC, c. 853) y los excomulgados (cf. CIC, c. 2259, § 1); y de la comunión, los que tienen conciencia de pecado grave. Pero la consagración exige la fe de la Iglesia, una especial pertenencia a Cristo y configuración con El, que es concedida por el ordo. La misa es así la más completa representación de la Iglesia.

b) Siendo la Eucaristía como acto de la Iglesia una repetición de la última cena del Señor, por ser idéntico el contenido esencial de ambas, no es, sin embargo, una repetición ni tampoco un complemento del sacrificio de la cruz. Por el contrario, la Eucaristía hace visible la unicidad irrepetible del sacrificio del Calvario y la exclusividad de su eficacia salvífica. Al igual que la última cena, la misa es también representación simbólica del único sacrificio reconciliador de Cristo; no sólo de su oblación interna, sino además de su expresión sensible en el acontecimiento de la cruz. Como imago quaedam repraesentativa passionis, la misa es también sacrificio (S. Th. 111,83,1), el sacrificio de la cruz actualizado, así como su recuerdo en forma de banquete sacríficial conmemorativo (anamnesis). En cuanto actualización de la cruz, la misa es un sacrificio relativo, y como tal recibe todo su ser del sacrificio del Calvario, que se actualiza en ella. Por eso es el mismo Jesús el sacerdote propio y principal en el sacrificio eucarístico, al igual que lo fue en la cruz. La víctima es también la misma (D 940). El Señor no repite en cada misa un nuevo acto de oblación en el cielo; tal oblación suprimiría el carácter definitivo y absoluto de su muerte en la cruz y constituiría un nuevo sacrificio. Cristo actúa ahora en la celebración eucarística, no directamente por sí mismo, sino por medio de los sacerdotes de la Iglesia, que lo hacen en su nombre y con su poder. Esta «presencia actual principal» de Cristo es, por consiguiente, virtual y mediata: la misa es sacrificio de Cristo y también sacrificio de la Iglesia, porque el sacerdote actúa en nombre de ésta.

c) El misterio primigenio y universal, la obra histórica de Jesús como salvador, tiende a desarrollarse en el espacio y en el tiempo por medio del símbolo. Donde éste se verifica según el poder concedido, allí aparece también y se realiza el misterio en virtud de su relación intencional con el símbolo, basada en su institución por Cristo. También la «presencia actual y conmemorativa del hecho de la redención» se realiza bajo los velos del símbolo y en dependencia de él; es una presencia virtual y no absoluta, sino relativa. El banquete, la «materia» del sacramento, obra actualizando en virtud de su propio contenido simbólico natural: en cuanto que la oblación de la persona de Jesús como alimento para los suyos simboliza la oblación en la cruz por los suyos. Pero esta fuerza simbólica natural del banquete es sólo un presupuesto material de la presencia actual de la acción salvífica. Su fundamento propio está en la palabra como forma, como alma del símbolo. En el banquete, ambos elementos, la acción y la palabra, encierran fundamentalmente y en todas sus fases un carácter de representación y de recuerdo.

a) Lo dicho vale, en primer lugar, para la preparación de la ofrenda, es decir, para el ofertorio, que consiste en la preparación de la materia del convite y en su ofrecimiento a Dios. Como todo sacrificio, también el del Gólgota encuentra su sentido intrínseco en Dios. El convite, por el contrario, se dirige de por sí hacia los hombres; pero si éste ha de simbolizar el sacrificio de Jesús, tiene que ser antes orientado hacia Dios. Esto tiene lugar en el ofrecimiento u oblación de los dones del banquete a Dios. Con la oblación no pretende la Iglesia constituir un sacrificio (primeramente) autónomo a partir de sus propias fuerzas y su propia devoción y que luego se convertiría, en el transcurso de la acción, en el sacrificio de Cristo; sino que ya desde un principio se trata de hacer presente de manera simbólica -con objeto de apropiárselo- el sacrificio que Jesús hace de sí mismo para reconciliar a los hombres y en representación de éstos. Por ello se encuentra ya en las oraciones del ofertorio de la misa romana la memoria incarnationis, passionis, resurrectionis Domini. La oblación de la Iglesia es verdadero sacrificio, siendo su sacrificio anamnesis, y su anamnesis, sacrificio. Así reaparece de nuevo el carácter sacrificial propio del mysterium repraesentatum en el mysterium repraesentans cultual. La misa es, pues, sacrificio en un doble sentido: el sacrificio representado de Cristo, e inseparablemente unido a éste, el sacrificio de la Iglesia, que lo hace presente: oblatio (repraesentans) oblationis (repraesentatae) Christi, y por ello, según el Tridentino, es verum et proprium sacrificium (D 948). La acción de la Iglesia no sólo ha de ser una realización ritualmente perfecta -y conforme al mandato del Señor- del banquete conmemorativo, sino que debe ser además, en cuanto actualización del sacrificio de Jesús que es conmemorado, actualización por medio de la fe viva, del sentido espiritual de este sacrificio; ha de llegar a ser de manera eminente, con palabras de Tomás (S. Th. III,61,3 y 4), sacramentum protestans f ídem, sacramentum fidei.

La Iglesia se ofrece a sí misma en la Eucaristía y lo hace mediante la oblación de los dones. Si éstos son primordialmente símbolos y medios por los que se hace presente el sacrificio de Cristo, también lo son, secundaria y representativamente, del sacrificio de los cristianos. En los dones se concreta, por tanto, la oblación de Cristo y la de los cristianos. Por la oblación de estos dones participa la Iglesia en el sacrificio de Jesús al Padre. De esta manera la misa viene a ser la realización más perfecta de la Iglesia como cuerpo de Cristo.

b) Unicamente el sacrificio reconciliador de Jesús tiene valor ante Dios. La oblación de la Iglesia sólo puede ser reconocida por el Padre y alcanzar de El la unión pretendida, en tanto en cuanto se identifique con la obra expiatoria de Jesús y ésta se haga presente en aquella oblación. El ofertorio crea el presupuesto material necesario para hacer presente la obra salvífica de Cristo; subraya la cooperación subjetiva de la comunidad; proclama la orientación (offerimus ob memoriam) de lo que se sigue, que es también oblatio y memoria (memores offerimus), conmemoración del sacrificio y sacrificio conmemorativo.

La presencia de la obra redentora de Cristo, la conversión del sacrificio de la Iglesia en el mismo sacrificio de Jesús tiene lugar por la palabra sacramental, que, en la terminología de la primitiva Iglesia, recibe el nombre de Eucaristía. En sentido objetivo, la Eucaristía dice relación a la gracia de Dios que se nos comunica en la salvación por Jesucristo. En su aspecto subjetivo significa la conversión agradecida del hombre obsequiado con la gracia hacia el autor de la misma. Finalmente, en su sentido pleno, que comprende el objetivo y el subjetivo, es la Eucaristía la ascensión hacia Dios por medio de la consecución de su gracia que se hace presente. Por ello las liturgias orientales más antiguas evocan -unas más prolijamente (tal la anáfora de Hipólito), otras al menos en una fórmula resumida (anáfora de los Doce Apóstoles y anáfora del Crisóstomo)-, sobre la oblación de la Iglesia, la acción redentora de Jesús: acertada expresión litúrgica de la idea fundamental eucarística. Todas las liturgias proclaman, sin embargo, como verdadera Eucaristía y forma esencial del sacramento (D 698) el relato de la institución. En virtud de sus palabras de bendición, actualizan el sacrificio de Jesús en la cruz y, de una manera implícita, también la resurrección y la ascensión como signo del perenne valor de aquel sacrificio y de su aceptación por parte de Dios (cf. unde et memores passionis, resurrectionis et ascensionis offerimus).

Las palabras de la consagración, pronunciadas en estilo directo como verbum Christi sobre la oblación de la Iglesia, realizan la plena identificación del pan y del vino con la oblación de Jesús en la cruz. Por ellas el pan y el vino son «transformados esencialmente» en el cuerpo entregado y en la sangre derramada de Cristo, es decir, en la misma persona del Señor que se ofrece en sacrificio. El magisterio eclesiástico designa esta transformación con el término «transustanciación» (D 430, 465, 698, 715, 877, 884, 997, etc.). La Iglesia mantiene el estricto sentido literal de las palabras de la institución frente a toda explicación minimizante (D 874, 877) y afirma que, aun permaneciendo inalterada la figura exterior sensible (species) del pan y el vino, sin embargo, su núcleo esencial metaempírico, cuasi-espiritual, descrito como «sustancia», se identifica con la esencia de la persona real de Jesús, de manera que ésta se hace presente en cada una de las especies (y en cualquiera de sus partes), independientemente del espacio y la extensión, en diversas hostias y en diversos lugares al mismo tiempo (D 885). En esta presencia cuasi-espiritual de Jesús se refleja, por otra parte, su estado glorioso alcanzado por la resurrección y la ascensión, así como la presencia del totus Christus refleja su encarnación. La presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo es el elemento esencial de la Eucaristía, y por ello es firmemente defendida por la Iglesia. Esta presencia está totalmente en función del acontecimiento sacrificial, pues Cristo se hace presente no simplemente por una presencia estática, sino dinámica, como víctima que se inmola por nuestra salvación, como el Christus passus (en el sentido de un perfectum praesens).

De este modo, a la presencia real sustancial de la persona sacrificada de Jesús va unida indisolublemente la presencia actual de su passio, de su sacrificio; presencia actual que viene a ser expresada de un modo explícito, aunque incruento, por la doble consagración. De cualquier manera que ésta se explique, ya como la separación sacramental del cuerpo y la sangre, a tenor de la fórmula de consagración del cáliz, según la interpretación legítima del Evangelio de Marcos; o bien, siguiendo la narración apostólica más primitiva, como presencia del Siervo doliente de Yahvé, el cual con su sangre realiza la expiación; la consagración simboliza en ambos casos la oblación sacrificial de la persona de Jesús en su pasión y su muerte. La consagración hace, pues, presente de una manera peculiar el sacrificio de Jesús, siendo entonces cuando la oblación del sacrificio tiene lugar: consecratione sacrificium offertur (S. Th. III,82,10; cf. 80,12). Así como los dones sacrificiales ofrecidos por la Iglesia se identifican con la víctima en virtud de la consagración, así también la acción sacrificial de la Iglesia alcanza por la misma consagración la identificación plena e indisoluble con la acción sacrificial de Cristo.

c) El sacrificio redentor de Jesús actualizado en la Eucaristía encuentra una nueva expresión en un segundo aspecto del sacramento: el cuerpo sacrificado y la sangre derramada del Señor se hacen presentes como alimento, y por ello aquél es comido y ésta bebida. Así, el sacrificio convival llega a su más plena realización en el banquete sacrificial. Este último simboliza con una singular transparencia fenoménica el misterio original: la entrega del Jesús sacrificado como alimento representa su oblación en la cruz para nuestra salvación; es decir, la inmolación de Cristo en favor nuestro realizada en el Calvario es actualizada en la misa en su destrucción por nosotros como alimento nuestro. El que Jesús haya dispuesto el recuerdo de su sacrificio precisamente por medio de un convite constituye lo peculiar de la Eucaristía. Por ello la comunión representa un constitutivo esencial de la misa en cuanto anamnesis, y no únicamente una parte integrante de la misma, como se afirma la mayor parte de las veces. Cada hostia consagrada ha de servir, en último término, de alimento; una misa interrumpida por necesidad después de la consagración ha de ser continuada por otro sacerdote (Missale Romanum, De defectibus, X,2-4 ).

La pertenencia de la comunión (junto con la consagración) a la esencia de la misa se deduce asimismo de que, sólo supuesta la comunión, se realiza plenamente el concepto de sacrificio. Todo sacrificio tiende en último término a lograr el consorcio o la unión de los oferentes con Dios; también era esta unión con Dios el fin de la obra de Jesús, unión que había de conseguir no ciertamente para sí, sino para aquellos a los que El representaba. De igual manera pretende la Iglesia, cuando se ofrece a sí misma juntamente con los dones, alcanzar la unión con Dios en y por mediación de los mismos dones ofrecidos. Pero, por otra parte, el Padre celestial no reconoce otro acceso hasta El más que por medio de su Hijo, el hombre Jesucristo; y por ello no admite tampoco ninguna otra oblación. Así, pues, la ofrenda de la Iglesia ha de llegar a identificarse en la consagración con la ofrenda «Jesús». En la comunión tiene lugar la unión más íntima que se pueda imaginar, así como la identificación definitiva de la Iglesia con su ofrenda: «Jesús». Al recibirle a El, la Iglesia es elevada hacia el Padre, destino de todo sacrificio, y de esa manera aparece como «cuerpo de Cristo» en su sentido total y pleno. Así, además de un sentido de salvación individual, encierra siempre la comunión un significado eclesiológico. Por ello se requiere la recepción del sacramento, al menos por parte del sacerdote, que representa entonces a la Iglesia, como requisito mínimo indispensable para la validez de la misa. Pero, para que ésta alcance su sentido pleno, sería muy de desear también la comunión de los fieles (aunque la falta de ésta permita la celebración de la Eucaristía) (D 955). La comunión conserva, dentro del marco de la acción sacrificial, aquella orientación fundamental hacia el Padre y muestra, además, que nuestra tendencia hacia Dios sólo alcanza su meta si va incluida en la ascensión de Cristo hacia su Padre. A su vez, el impulso de nuestro sacrificio en cuanto anamnesis encuentra su origen y fundamento en la fuerza y la virtud que provienen del Padre, y por ellas es también conducido hasta su término definitivo. La misa es, por tanto, unio cum Patre per Filium in Sancto Spiritu y muestra en definitiva una estructura trinitaria.

Las hostias no consumidas permanecen consagradas y merecen nuestra adoración (D 866, 888). Pero esta adoración ha de tener presente que va dirigida a Jesús como mediador y camino hacia el Padre.

A tenor de las consideraciones que preceden, podemos describir la Eucaristía en los términos siguientes: es la actualización, bajo los velos del sacramento, del sacrificio redentor universal de Cristo en orden a su aplicación a los hombres dentro del convite eclesial y por medio del mismo; banquete que tiene lugar según el mandato expreso de Jesús. O bien: es la representación y aplicación del sacrificio de Cristo para la salvación universal en el sacramento del banquete eclesial como anamnesis y sacrificio (sacrificio convival y banquete sacrificial).

J. BETZ