La Eucaristía, Palabra por la que los hombres se abren a su verdadero deseo como deseo de identidad

M. ABDÓN SANTANER


3. Palabra eucarística y verdad 
del deseo de identidad 
en el hombre

En el periodo que llevó a la convocatoria del Vaticano II, los 
católicos practicantes comenzaron a oír hablar de la Misa como una 
celebración que comportaba dos tipos de mesa: la mesa de la 
Palabra y la mesa del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Se les 
invitaba insistentemente a no descuidar la primera.
Esta invitación puso fin, poco a poco, a una costumbre cuyas 
raíces debían ser probablemente muy antiguas: la de llegar a Misa al 
comenzar el ofertorio, es decir, tras haber acabado todas las 
lecturas. Se decía «he llegado a misa» cuando se llegaba con tiempo 
suficiente para asistir a la segunda parte de la celebración. Hoy ya 
no se habla de este modo.
Esta transformación de las costumbres y de la mentalidad es algo 
verdaderamente positivo.
Sin embargo, esta transformación no significa que se haya 
comprendido realmente en qué sentido la Eucaristía es Palabra.
En las reflexiones que siguen no hablaremos de la Eucaristía como 
Palabra con consideraciones sobre la importancia o utilidad de las 
lecturas que se hacen en la primera parte de la Misa. Si la Eucaristía 
es Palabra, no lo es, en primer lugar, en razón de esas lecturas; lo es 
por sí misma. La Eucaristía es Palabra por la misma acción que en 
ella se realiza.
Pero es difícil comprender todo esto sin un mínimo de 
explicaciones, tanto a partir del acontecimiento en el que Jesús 
instituyó la Eucaristía como a partir de la experiencia de los 
hombres.
Estas explicaciones deberían ayudarnos a reconocer la Eucaristía 
como una Palabra que no puede reducirse a ningún otro tipo de 
palabra.
Tres temas de reflexiones:
1) El acontecimiento original.
2) La experiencia en nuestra vida humana.
3) La Eucaristía como Palabra en la que el hombre es iniciado en 
su propia identidad.

El acontecimiento original
EU/PALABRA: MEMORIAL/QUE-ES: La institución de la Eucaristía 
se enmarca en el cuadro de la última cena de Jesús. Esta última 
cena combina dos aspectos que son a un tiempo muy parecidos y 
completamente diferentes.
Por una parte, esta cena es una cena pascual (1); Jesús y sus 
discípulos rememoran en ella la salida de Egipto...
Por otro lado, esta cena es una cena que entraña una novedad: 
los discípulos son invitados a hacer en ella la memoria de Jesús...
Bajo cada uno de ambos aspectos, esta última cena quiere decir 
algo concreto. El simple hecho de realizar el gesto de tomar esta 
comida equivale a decir una palabra...
Lo menos que se puede decir es que este gesto es una palabra 
que nos impide olvidar.
Efectivamente, el gesto de la cena pascual, realizado por toda 
familia judía en la tarde de la Pascua, impedía que, en esta familia, 
se perdiera el recuerdo de las maravillas que habían puesto fin a la 
esclavitud de Egipto... (2). Paralelamente, la acción a la cual invita 
Jesús a los suyos esa tarde debía impedirles olvidar alguna cosa... 
En ambos casos, se dice una palabra para que sea imposible olvidar 
(3).
Sin embargo, contentarse con esta explicación es decir demasiado 
poco.
El gesto al que Jesús invita aquí a los suyos va a tener un alcance 
muy distinto. Comprender este alcance nos obliga a volver sobre las 
raíces bíblicas de la fórmula empleada por Jesús al hablar del «hacer 
memoria» (4).
En la Escritura, «hacer memoria» designa todos aquellos pasos a 
través de los cuales el pueblo de Dios reafirma, a lo largo de su 
historia, su compromiso en la Alianza con Dios. Hacer memoria 
significa al mismo tiempo «recordar» y «volver» (5).
El gesto realizado para hacer memoria de la Pascua le indica a 
este pueblo, que olvida con frecuencia la Alianza, que debe 
«recordar» las maravillas cumplidas por Dios con él, y «volver» a 
este Dios con todo su corazón... Y el gesto realizado como recuerdo 
de la Pascua le dice a este Dios por quien el pueblo se siente 
abandonado en sus pruebas, que «se acuerde» de las promesas 
hechas a su pueblo y que «vuelva» al medio de ese pueblo para 
llevarlas a término, para cumplirlas. «¡Acuérdate, Señor, y vuelve!», 
dice Israel a Dios (6).
Para hacer la memoria de la salida de Egipto, los hijos de Israel 
tomaban la cena pascual; su plegaria pedía a Dios que se acordase 
de su intervención contra el Faraón y que volviese para llevarla a 
término, para darle cumplimiento en la persona de su Mesías... (7). 
Jesús, él mismo, en el transcurso de esta misma cena pascual, 
manda a sus discípulos realizar el gesto de la fracción del pan y de 
compartir el vino para hacer su memoria; les inicia en una marcha 
que prolonga y explícita el sentido de la oración de las generaciones 
anteriores. «Haced esto en memoria mía» quiere decir «haced esto 
para acordaros de mí y para volver a mí, vosotros, mis discípulos». 
Pero, al mismo tiempo, «haced esto en memoria mía» significa 
«haced esto para que Dios se acuerde de mí y para que vuelva a 
vosotros a través de mi persona».
En este segundo sentido, Jesús realiza un gesto en el que se 
afirma a sí mismo como enviado de Dios, el Mesías esperado e 
implorado a lo largo de los siglos por los antepasados.
Los dos sentidos, sin embargo, deben conservarse juntos. Su 
yuxtaposición da pleno sentido al gesto de la fracción del pan y del 
vino compartido.
Este gesto no es simplemente el recuerdo de un acontecimiento 
que no hay que olvidar. Este gesto hace que los discípulos vuelvan a 
Jesús y que Jesús vuelva a sus discípulos. Se establece una mutua 
presencia. Lo propio de este gesto es que, por él, la persona de 
Jesús se hace presente. Partiendo el pan y compartiendo el vino «en 
memoria suya» se le hace presente en el gesto mismo por el que se 
le nombra. La acción así realizada no es únicamente una palabra. 
¡Es la Palabra! Jesús es nombrado en este gesto con su identidad de 
Mesías. Hacer el mismo gesto en memoria suya, es hacerle volver tal 
como él se manifiesta a sí mismo llamándose Mesías. Es él quien 
está allí, Palabra viva que se pronuncia.
Los que reconocen a Jesús como Mesías le hacen volver haciendo 
memoria de él, partido y compartido, lo mismo que el Israel de los 
antepasados hacía volver a su historia al Dios vivo al hacer memoria 
de la primera Pascua.
Para Jesús, invitar a los doce a hacer memoria de él mediante este 
gesto tomado de la cena pascual equivalía a afirmarse en su 
identidad de Mesías.
Los adversarios de Jesús le habían hecho muchas veces esta 
pregunta acerca de su identidad: «¿Tú quién eres?», preguntaban 
insistentemente.
Jesús nunca dio una respuesta verbal.
Pero responde por la acción, por la Eucaristía. Diciendo a los 
suyos que le hagan volver por el gesto del pan partido y el vino que 
se comparte, Jesús de Nazaret dice quién es y qué conciencia tiene 
de sí mismo. El es El, que vuelve si se hace memoria de él, si «se le 
llama», si «se le hace volver» haciendo el gesto que le expresa 
según su más profunda identidad.
Este gesto de la fracción del pan y el vino compartido expresan a 
Jesús en su más profunda identidad porque este gesto remite a las 
relaciones de reciprocidad que mantiene con su Padre de quien él 
mismo se recibe y a quien se restituye sin cesar, en el Espíritu. Este 
gesto de la fracción del pan y el vino compartido expresa también a 
Jesús de Nazaret en su más profunda identidad porque este gesto 
remite a las relaciones de reciprocidad que ha venido a instaurar 
entre él mismo v todos los hombres, a imagen del modo como las 
cosas ocurren entre él y el Padre (8).
Realizar el gesto de la última cena en memoria de Jesús es hacer 
que Jesús se exprese como Palabra, tal como él mismo se expresó y 
se expresa: en su identidad de Hijo de Dios, Verbo del Padre (9). 
Hacer este gesto es reconocer verdaderamente a Jesús como quien 
es.
Al instituir la Eucaristía, Jesús cumple, de alguna manera, su 
propio deseo de ser reconocido (10). Para quienes realicen este 
gesto en el correr de los tiempos, será imposible hacerlo en la 
verdad de lo que significa sin reconocer en Jesús, por ese mismo 
hecho, al verdadero Mesías. Hacer volver a Aquel a quien habían 
llamado todas las generaciones de Israel cuando decían: «Vuelve, 
Señor...» Sus mismos discípulos no habían reconocido a Jesús 
después de tantos años de vida con él, mientras que él había 
deseado tanto ser reconocido por ellos. Con la Eucaristía, los 
hombres más sencillos podrán reconocerle como quien es. Bastará 
para ello la fe con la que participan en ese gesto de la fracción del 
pan y del vino compartido.
Partir el pan y compartir el vino para hacer la memoria de Jesús no 
es, pues, una simple reunión de los «ancianos del lugar» que se 
encuentran para no olvidar su pasado y, especialmente, en ese 
pasado, no olvidar el rostro del jefe, del fundador o del amigo 
añorado... Partir el pan y compartir el vino en memoria de Jesús, es 
satisfacer a Jesús de Nazaret en su deseo de ser reconocido en su 
más verdadera identidad. Más allá de su desaparición por la muerte, 
se cree que este Jesús es aquel a quien el Padre ha resucitado de 
entre los muertos por el poder del Espíritu (11).
Haciendo memoria de él mediante el gesto en el que él mismo se 
expresa, en su cuerpo roto y su sangre derramada, se le hace volver 
manifestándose a sí mismo en su más verdadera identidad.

La experiencia de la vida humana
Debía tener yo veinticuatro o veinticinco años. Un compañero que 
me admiraba y que creía que yo estaba destinado a llevar un día la 
palabra hasta los grandes púlpitos del Sudoeste, se propuso 
liberarme de mi acento del Rosellón que le parecía espantoso. 
Pacientemente, me ayudaba a ensayar para conseguir eliminar de mi 
garganta las erres que mi madre me había enseñado, a hacerlas 
resbalar por el borde de los dientes v a empujarlas con la punta de la 
lengua...
Tres o cuatro meses de virtuosos esfuerzos por mi parte dieron 
como resultado una serie de ronqueras. Acabé, pues, en el otorrino, 
que era un hombre joven e inteligente. A la tercera visita, me 
preguntó de dónde era. Le contesté, arrastrando espontáneamente 
mis erres que yo era de RRivesaltes, cerrca de Perrpignan. Este 
buen médico, me prescribió entonces como única medicina que 
volviese a pronunciar tal como me había enseñado mi madre...
PALABRA/REALIZA-H: El acento forma parte de la palabra por la 
que un hombre se expresa. Pero, en una palabra humana, el acento 
no lo es todo. ¿Quién puede decir las vibraciones de que está llena 
una palabra humana cuando en ella se expresa todo el hombre? 
¿Quién puede decir el tormento que le supone a un hombre no 
poder expresarse realmente en la palabra que pronuncia? Mucha 
gente ha podido expresarse libremente en su acento, pero se les ha 
machacado, y bastante más a fondo que a la mucosa de su faringe, 
cuando no se les ha dejado expresarse según su verdadera 
identidad.
El hombre está hecho de manera que no se siente hombre más 
que en la medida en que consiga expresarse verdaderamente él 
mismo en la palabra que pronuncia.
La experiencia de la vida nos muestra que muy a menudo se 
impide a los hombres y a las mujeres expresarse a sí mismos en una 
palabra que sea realmente su palabra.
Este es el caso de quienes no han tenido nunca la ocasión de 
hablar por sí mismos porque, normalmente, hay otros que hablan en 
su lugar. Pero es también el caso de todos aquellos a quienes se les 
obliga o se les lleva a decir lo que no piensan. Y es además el caso 
de aquellos a quienes se les obliga a hacerse pasar por lo que no 
son, imponiéndoles un uniforme (de tela o de ideas) en el que tienen 
que debatirse, o inculcándoles un sentimiento de inferioridad o de 
superioridad bajo cuyo peso tendrán que representar su papel...
Los lavados de cerebro, los indoctrinamientos «rehabilitantes», los 
catecismos ideológicos que hay que recitar de memoria, las cartillas 
para no cometer errores, tantas prácticas como hoy existen y por 
medio de las cuales se impide a muchos hombres expresarse a sí 
mismos según la verdad de lo que son. Estas prácticas se dan tanto 
en los regímenes totalitarios como, de una manera más sutil, en el 
libre torpedeo publicitario. Todos tienden a impedir el deseo de 
hombres y mujeres en aquello que afecta a un aspecto tan esencial 
del deseo como es, para el hombre, expresarse a sí mismo en una 
palabra que sea realmente suya.
No es extraño que hoy algunos hombres, para conseguir 
expresarse a sí mismos en una palabra que sea suya, lleguen a 
romper con el entorno que pretende dictarles las palabras por las 
que deben expresarse.
Este es probablemente el contenido de muchas situaciones vividas 
en los últimos tiempos en aquellas familias en las que el hijo o la hija, 
ya crecidos, deciden cortar las amarras desgarrando de esta manera 
el corazón de quienes más les quieren, pero también, cosa que casi 
nunca se piensa, desgarrando su propio corazón... Esas mismas 
situaciones han sido vividas desde siempre por muchos adultos. 
¡Cuántos de ellos se han condenado a sí mismos a situaciones 
difíciles e incluso peligrosas, antes que renunciar a expresarse 
según su identidad de hombre o de mujer: desde el sindicalista hasta 
el poeta, desde el militante de la oposición hasta el disidente, desde 
el rebelde al objetor de conciencia, son hoy legión los que prefieren 
dejar de existir a los ojos de sus compañeros, compatriotas, 
camaradas, e incluso amigos, antes que expresarse con las 
palabras, frases o gestos que se espera de ellos y que, sin embargo, 
algo les dice interiormente que no pueden aceptar.
No es raro oírles explicar su comportamiento diciendo: «No puedo 
actuar de otra manera; ¡no sería yo mismo! ...».
¡Quieren ser ellos mismos! Y sin embargo, saben que al obrar 
como lo hacen saldrán perdiendo, humanamente hablando.
Y, con todo, se encuentra más tarde a estas mismas personas, 
que, cuando vuelven a hablar de aquel acontecimiento del que 
salieron perdiendo, reconocen que ha sido el momento crucial de su 
vida a partir del cual encontraron su identidad más verdadera. 
Cuando tienen que decir una palabra que les exprese de verdad, 
vuelven a este momento de su vida. Para expresarse según su 
verdadera identidad de hombre o de mujer, hacen memoria de ese 
momento de su pasado en el que soportaron ser perdedores, 
humanamente hablando.
Conseguir esa palabra que verdaderamente le expresa, no es 
para el hombre una meta ineluctable, como la de ir llegando, poco a 
poco, al último escalón de su profesión. Conseguir esa palabra le 
exige mirar hacia el futuro sin dejar nunca de hacer memoria de su 
pasado. Tendrá entonces la posibilidad de realizar en el presente los 
actos que le expresen según su verdadera identidad.
En una civilización de prisa y de progreso, la referencia al pasado 
casi no está de moda. Pero eso es una carencia grave para el 
hombre. La carencia de vitamina B no se consiguió diagnosticar más 
que después de un número considerable de muertos o, al menos, de 
gangrenas debidas al beriberi. ¿Será necesario una especie de 
beriberi que diezme nuestra sociedad para poder diagnosticar esa 
carencia que lleva a tanta gente de hoy a no saber quiénes son? La 
vitamina que les falta, ¿no será algo parecido a aquello que la Biblia 
llama «hacer memoria»?
«Hacer-memoria» es ser hombre de raíces. Es poner en acción 
todo lo que ya se lleva dentro en el momento de encontrarse con lo 
que viene hasta nosotros y que se va a convertir un poco en 
nosotros mismos. Es poner los medios para no dejarse alienar ni 
asimilar por agentes exteriores a uno mismo. Es darse la posibilidad 
de ser una palabra que nos manifieste sin perder todo aquello por lo 
cual, a lo largo de nuestro pasado, hemos llegado a ser nosotros tal 
y como somos.
Estas reflexiones que cualquier ser humano puede hacer a partir 
de su propia experiencia personal y que también la sociedad puede 
llevar a cabo a partir de su experiencia colectiva, ayudan a 
comprender la profundidad de lo que le pasó a Jesús en el momento 
de instituir la Eucaristía.
Como Palabra, la Eucaristía realiza, para Jesús, su deseo de 
manifestarse plenamente en su identidad más verdadera. La 
Eucaristía es la culminación de una carrera en la que Jesús obedece 
a su deseo de ser reconocido como quien realmente es. Al pedirnos 
que partamos el pan y compartamos el vino en memoria suya, Jesús 
está pidiendo a sus amigos que le tomen como quien es, con todo el 
pasado de su propia existencia terrena, pero también con todo el 
pasado a lo largo del cual los antepasados suplicaron su venida. 
Pide sobre todo que, en su identidad, se tenga en cuenta este 
pasado que no es simplemente un pasado sino el lugar donde se 
hunden las últimas raíces de su ser: el hecho de ser el Verbo en el 
que Dios se expresa desde toda la eternidad.
Una Palabra como ésta le indica al hombre la grandeza y la 
necesidad de todos los caminos por los que, al mismo tiempo que 
rechaza expresarse con palabras dictadas por otro, se obstina en 
expresarse aunque sea pagando el precio más caro, según su propia 
verdad. Esta obstinación del ser humano en expresarse en la palabra 
que le manifieste realmente es una obstinación que tiene sentido. 
Pero para que esta obstinación no sea inútil, es necesario que el 
hombre haga memoria del pasado. Es necesario que haga memoria 
en ese pasado, sobre todo de aquellos momentos cruciales en los 
que, para expresarse en la verdad, tuvo que elegir ser, 
humanamente hablando, perdedor.
Esto es lo que la Eucaristía le dice a todo hombre y a toda mujer, a 
todo grupo humano que quiere alcanzar su identidad más profunda.

La Eucaristía, iniciación para el hombre 
en su verdadera identidad
La reciente evolución en la práctica eucarística está marcada 
sobre todo por el interés en unir celebración y vida. Esta práctica 
renovada tiene más en cuenta la identidad de los participantes. Así, 
se distingue entre una liturgia de adultos y una liturgia de niños; se 
escucha con gusto el tam-tam de una misa africana, y permanece, 
sin embargo, el órgano como el instrumento más solemne en 
Occidente. Esta es la aportación positiva de la reforma litúrgica del 
Vaticano II. El elemento decisivo de esta aportación fue el de celebrar 
la Misa utilizando las lenguas de los distintos países. Se permitió a 
las palabras de la vida corriente que se convirtieran en palabras de 
la Eucaristía.
Gracias a esta evolución, las palabras que se emplean en la 
celebración eucarística son nuevamente palabras que «hacen 
memoria» de la vida que llevamos normalmente en nuestra 
existencia. En la Eucaristía Jesús se nos dice en una Palabra que es 
su más verdadera identidad; podemos por nuestra parte decirnos 
para él mediante una palabra en la que se expresa nuestra 
identidad.
En esto, todo es completamente normal.
La Eucaristía, como Palabra en la que Jesús se manifiesta, debe 
despertar en nosotros, normalmente, el deseo de manifestarnos 
también nosotros mismos. Debemos alegrarnos, pues, de poder 
utilizar, en la celebración de la Eucaristía, palabras que son 
realmente nuestras: las palabras más exactas, mejor adaptadas y 
más expresivas de nuestra historia personal y colectiva, de nuestra 
cultura en su mayor autenticidad.
Sin embargo, la Eucaristía, como Palabra en la que Jesús se 
manifiesta en su más verdadera identidad, nos advierte que no 
llegaremos a decirnos en nuestra más verdadera identidad 
simplemente con volver a encontrar las palabras justas de nuestra 
propia lengua. A un hombre, a una mujer, a un grupo humano, no le 
basta con utilizar el vocabulario de todos los días para llegar a 
decirse según su identidad más profunda.
Con frecuencia, efectivamente, nos traicionan las palabras. 
Cuando las palabras nos traicionan, recurrimos espontáneamente al 
gesto. Un puñetazo, una simple mirada, un movimiento de cabeza, 
una actitud que se toma, un propósito aplazado... el gesto nos 
manifiesta mediante la evocación silenciosa de nuestras relaciones 
con los demás. En la Eucaristía Jesús se manifiesta en su más 
verdadera identidad porque se expresa en un gesto que hace 
perceptible el acontecimiento en el que vivió más profundamente su 
compromiso de hombre vivo en relación con los demás hombres.
Como Palabra expresada en un gesto, la Eucaristía nos remite a 
un nivel de profundidad donde es necesario encontrarnos con 
nosotros mismos si queremos expresarnos en una palabra en la que 
seamos plenamente dichos. Este nivel es el de las relaciones que 
mantenemos con los demás hombres, hermanos nuestros. No es, 
pues, una simple cuestión de vocabulario.
Pero esto no es todo.
EU/GESTO: El gesto mediante el cual Jesús se manifiesta en la 
Eucaristía es el gesto de la fracción del pan y del vino compartido. 
Este gesto es la Palabra en la que Jesús se expresa a sí mismo 
porque ese gesto hace memoria del acontecimiento de su vida en el 
que eligió ser absolutamente perdedor, humanamente hablando. 
Entendiendo esta Palabra en lo que ella quiere decir, se la debe 
reconocer como la Palabra misma en la que Jesús se manifiesta al 
perderse absolutamente, como Verbo, para restituirse al Padre en el 
misterio de la Vida (12). Según esto, la Eucaristía como Palabra no 
es únicamente un don hecho a los hombres para estimular en ellos el 
deseo de expresarse según su identidad; provoca igualmente a los 
hombres para verificar en ellos la autenticidad de ese deseo.
No es extraño que el interés por «hacer memoria» de la vida de 
todos los que participan en una celebración eucarística, haga a 
veces, de esa celebración, más una celebración de la vida de los 
participantes que la celebración de la Pascua de Jesucristo. ¡Se ha 
«hecho memoria» entonces de uno mismo, como individuo o como 
grupo concreto! En último extremo, aunque todos los ritos se hayan 
respetado escrupulosamente, deberíamos preguntarnos si ha habido 
allí verdadera Eucaristía.
Para que haya Eucaristía es necesario «hacer memoria de Jesús» 
y, al hacerlo, permitirle decirse a sí mismo en el gesto de la fracción 
del pan y el vino que se comparte. Este gesto no debe convertirse en 
una palabra a la que se hace decir algo diferente de lo que es. Y 
esto ocurre cuando uno ha encontrado el medio de expresarse a sí 
mismo por el mero placer de expresarse, complaciéndose en la forma 
en la que uno se ha expresado. Recordar cómo la Eucaristía es 
Palabra debe conducir a quienes la celebran, a verificar la 
autenticidad de su deseo de expresarse en ella. Y no se expresarán 
según su verdadera identidad si no aceptan vivir en ella su propia 
prueba de la Pascua. La prueba de la Pascua desnuda a todos los 
hombres de aquellas pseudo-identidades con las que les viste su 
propio narcisismo. Desde este punto de vista, quizá participan más 
realmente en la Eucaristía los disidentes y no conformistas que 
sufren persecución por haber rechazado alinearse conforme a una 
palabra que no es la suya, que los fieles practicantes de la Misa que 
se sirven de ella, aprovechándola para la idea que tienen de sí 
mismos o del colectivo del que son miembros.
Es importante que las Eucaristías que se celebran en cualquier 
parte del mundo sean momentos en que se hagan presentes todos 
los elementos de la identidad de quienes en ellas participan. Es 
importante que los participantes puedan hacer memoria en ellas de 
todos los componentes por los que su identidad hunde sus raíces en 
un pasado individual y colectivo. Por esto, en la plegaria eucarística, 
hay «mementos» previstos que son parte integrante de ella. Pero 
estos «mementos» no deben ocupar en la Eucaristía un espacio tal 
que se pierda de vista el «hacer memoria» esencial al que Jesús 
invitó a los Doce a lo largo de su última cena con ellos. Por este 
«hacer memoria» la Eucaristía es Palabra en su sentido pleno. Y 
esta Palabra en la que Jesús, Verbo de Dios, se expresa, es para 
nosotros una instancia crítica para discernir la verdad de las 
palabras en las que nos expresamos nosotros. La Eucaristía como 
Palabra dice a los hombres que, mientras se contenten con 
expresarse con palabras, no se han abierto plenamente a su 
verdadero deseo humano: el «gesto» de su vida y de su muerte es la 
única palabra en la que todos, hombres y mujeres, pueden esperar 
encontrarse plenamente expresados.
Por medio de este mensaje, la Eucaristía concentra a los hombres 
de hoy en uno de los problemas que más les atormenta: el que les 
plantea su voluntad de ser reconocidos.
Ciertamente es su deseo el que empuja al hombre, individual o 
colectivamente, cuando reivindica ser reconocido.
Y sin embargo, lo importante para el hombre, individual o 
colectivamente, no es ser reconocido. Lo importante es ser 
reconocido como quien es. Quien desea ser reconocido, y en ello 
pone todos sus empeños, sin preocuparse primero de ser él mismo, 
ignora su verdadero deseo. Como individuo o como grupo, prefiere 
una imagen muerta a su propia vida: la imagen a la que él mismo se 
ha aferrado.
La Eucaristía provoca al hombre para que quiera ser reconocido 
como quien realmente es.
La práctica de la Eucaristía hace desear al hombre su identidad 
más profunda: ¡la que tiene como su origen último! Pues el más 
remoto pasado del que el hombre necesita hacer memoria, para 
llegar a ser él mismo, consiste en el hecho de haber sido concebido, 
querido y creado en el Verbo mismo de Dios (13).
La Eucaristía no es Palabra únicamente porque en ella se hagan 
lecturas o se lean algunos textos de la Escritura, Palabra de Dios. La 
Eucaristía es Palabra porque Dios se dice en ella con su más 
verdadera identidad por medio del gesto de la fracción del pan y del 
vino compartido, reconocidos como Cuerpo y Sangre de aquel en 
quien el Verbo de Dios se ha encarnado.
Esta es la verdadera experiencia de la Eucaristía como Palabra.
Para quien ha penetrado en esta experiencia, la inquietud por 
expresarse en una palabra que le manifieste de verdad se 
transforma en una exigencia. Los acontecimientos de la vida, las 
situaciones de la existencia, los encuentros y las luchas con el otro, 
adquieren sentido como otras tantas vibraciones mediante las cuales 
tratamos de llegar a decirnos a nosotros mismos, sin perder nada de 
aquello por lo que cada uno podemos llegar a manifestarnos mejor. 
La palabra humana adquiere valor. No se ve en ella solamente una 
sucesión de palabras. Se reconoce en ella el balbuceo por el que el 
ser humano, arrastrado por su deseo, busca reencontrarse en toda 
la profundidad de su verdadera identidad.


4. Palabra eucarística 
y pedagogía del deseo 
de identidad

Como Palabra, la Eucaristía cuestiona al hombre en el terreno de 
la cultura.
La actividad por medio de la que el hombre se expresa, sea de 
palabra, de obra o en sus mismas obras maestras, ¿le permite 
reencontrarse a sí mismo en profundidad, sobrepasando su propia 
expresión menos verdadera? ¿O se deja el hombre encerrar en los 
aspectos más superficiales de sí mismo, corriendo incluso el riesgo 
de no descubrir nunca la identidad profunda hacia la que su 
verdadero deseo le lleva?
Estos son los interrogantes que la Eucaristía plantea al hombre en 
cuanto es una Palabra, la Palabra en la que Jesús, manifestándose 
plenamente a los hombres, como individuos o como grupos, les 
provoca para que, también ellos, deseen manifestarse plenamente a 
sí mismos.
Pero en este terreno, como en el de la Mesa, la Eucaristía no es 
sólo una iniciación que plantea interrogantes al hombre, sino que es, 
también aquí, viático. Da al hombre las fuerzas necesarias para 
seguir adelante en la búsqueda de su verdadera identidad. Del 
narcisismo en el que el hombre se encierra con excesiva facilidad, 
hay que pasar a la afirmación de sí mismo de acuerdo con lo que 
verdaderamente uno es.
Antes de instituir la Eucaristía, Jesús dijo a sus amigos: 
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes 
de padecer...».
Al emplear la expresión «antes de padecer», Jesús remite 
ciertamente a su pasión y a su muerte cercanas. Pero esta 
expresión, en sus labios, remite sobre todo a toda la experiencia de 
los antepasados, tal como había sido resumida por los profetas en el 
retrato que hacen del «Siervo sufriente». Esta expresión, «antes de 
padecer», no conlleva ninguna resonancia masoquista de gusto por 
el sufrimiento. Únicamente recuerda que los hijos de Israel 
progresaron hacia su identidad como pueblo de Dios aceptando vivir 
una historia difícil. De la suficiencia egotista por la que se creían el 
centro del universo, pasaron al verdadero deseo que Dios había 
querido despertar en el hombre el día que llamó a su antepasado 
Abraham.
Como Palabra, la Eucaristía prolonga y relanza hacia su meta a la 
pedagogía que hizo posible que los hijos de Israel dieran este paso.
Para comprender esta pedagogía es necesario tener presente en 
el espíritu toda la experiencia bíblica para ver cómo ésta culmina en 
el momento en que Jesús se propone a los hombres como Pan de 
Vida.
Tres temas de reflexión:
1) La experiencia bíblica.
2) La propuesta del Evangelio.
3) La Eucaristía como viático para el acceso de cada uno a su 
verdadera identidad.

La experiencia bíblica
La Eucaristía como Mesa nos dio la oportunidad de acercarnos a 
la experiencia bíblica bajo el aspecto de la economía. Como Palabra, 
la Eucaristía nos invita a recibir esta experiencia bajo el aspecto de la 
cultura. Se trata de ver cómo el pueblo de Dios ha vivido la relación 
consigo mismo en el camino que tuvo que recorrer para decirse a sí 
mismo.
Al principio de esta experiencia, existe en Israel la conciencia de 
ser un pueblo nacido de la Alianza con Dios (14). Israel cree haber 
recibido su identidad del mismo Dios.
Es la identidad misteriosamente anunciada desde la primera 
conversación que Dios tuvo con Abraham: «Engrandeceré tu 
nombre» (15). Es la identidad precisada más tarde con el nombre 
dado a Jacob por el misterioso desconocido con el que lucha una 
noche entera: «En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel...» (16). 
Es, finalmente y sobre todo, la identidad que se va a ir elaborando en 
Israel mediante la puesta en práctica de la Ley recibida de Dios por 
medio de Moisés en los días del Horeb (17).
ELECCION/ORGULLO: Con esta identidad, el pueblo de Israel se 
afirmó ante los otros pueblos. Las batallas realizadas para conquistar 
la tierra de Canaán fueron batallas también para lograr ser 
reconocidos (18). La experiencia bíblica coloca el punto culminante 
de este proceso en el personaje de Salomón, ese rey del que habían 
oído hablar todos los pueblos y reyes de la tierra (19). En este 
momento de su experiencia, los hijos de Israel son un grupo humano 
consciente de su identidad. Tienen un nombre, un pasado, una 
historia. Esta historia se cuenta de padres a hijos lo mismo que, de 
padres a hijos, unos a otros, se invitan a vivir según la Ley.
Pero precisamente a causa de estos logros, los hijos de Israel 
comienzan a hacer de su nombre, de su pasado, de su historia, e 
incluso de su Ley, un motivo de autosuficiencia. Su identidad 
adquiere entonces un contenido ambiguo. La viven del mismo modo 
que las naciones vecinas: en términos de autosuficiencia. Igual que 
cada nación se cree el centro del universo, también Israel tiende a 
hacer eso mismo (20). Paradójicamente, este horizonte se expresará 
en el proyecto de ser «como las otras naciones», que ponen su 
propia suficiencia en ellas mismas.
ISRAEL/IDENTIDAD: En contra de este movimiento se escribieron 
los capítulos 7, 8 y 9 del Deuteronomio. Israel ha jurado no olvidar al 
Señor su Dios que le ha sacado de la esclavitud de Egipto. Este 
juramento tiene como objeto llamar la atención de los hijos de Israel 
en el sentido de su identidad como pueblo de la Ley. A quienes 
sueñan con ser «como las otras naciones», Dios jura que su sueño 
«no se realizará jamás» (21). Esta palabra de Dios se verifica en los 
acontecimientos que imponen a Israel la prueba de la deportación, 
del exilio, de la dispersión. Borrado del mapa de las naciones, Israel 
se ve obligado a precisar las verdaderas raíces de su verdadera 
identidad. El pueblo reconoce que su identidad le viene, en primer 
lugar, de la elección por la que Dios, al darles una Ley, les ha dado 
con ella los rasgos de su rostro como pueblo (22). Superando la 
ambigüedad de las horas de gloria en que su rostro y su nombre se 
debía al.prestigio de los reyes, este pueblo se encuentra a sí mismo 
en profundidad. Comprende que su verdadero nombre le viene de la 
relación con su Dios (23). Para ser él mismo, no tiene más que hacer 
que vivir según la Ley recibida de Dios (24). Más le vale a Israel no 
ser reconocido como pueblo por las demás naciones que ser 
reconocido por ellas en una fisonomía que no es la fisonomía del 
pueblo de Dios...
Los israelitas que se prestaron a esa pedagogía por la que Dios 
les iba haciendo progresar hacia su identidad verdadera, fueron 
dando, día a día, más valor a este proceso de «hacer memoria».
Para ellos, ese «hacer memoria» fue adquiriendo cada vez más 
importancia, por encima de las movilizaciones realizadas con las 
mismas armas que las naciones enemigas. Por las armas se define 
una identidad superficial; pero se pierde la profundidad. Hay una 
deshumanización. Al «hacer memoria» se defiende la propia 
identidad en lo más esencial que tiene: la Alianza que hay que 
guardar. En apariencia son perdedores, pero esperan, de la fidelidad 
de Dios, ser conducidos a la vida, en el caso de ser excluidos de la 
tierra de los vivos por la maldad de sus enemigos (25).
Al reencontrarse Israel a sí mismo en profundidad, esta nueva 
mirada le vale también para reencontrar en profundidad a los demás 
pueblos que le rodean e incluso le oprimen (26). Israel empieza a ver 
en cada uno de ellos un pueblo que lleva también un nombre 
particular a los ojos de Dios (27). Todos, cada uno a su manera, son 
llamados a vivir de la relación con Dios. Cada uno debe vivirla en su 
propia lengua y según su cultura particular (28).
Tal es la meta de la experiencia bíblica tomada desde el ángulo de 
la cultura. En la medida en que Israel toma conciencia de ser un 
pueblo absolutamente único llamado a decirse una palabra única 
mediante la práctica de la Ley de Moisés, en esa medida los otros 
pueblos son reconocidos como llamados a decirse también ellos una 
palabra única. Esta palabra es única, no sólo en el sentido de que 
cada uno habla su propia lengua y vive según su propia cultura. Esta 
palabra es única sobre todo en el sentido de que cada uno vive con 
Dios una relación que le es particular y que le da, en ultima instancia, 
su verdadera identidad. Esta relación hace de cada pueblo y de cada 
uno de los individuos de ese pueblo un ser único, irreductible a 
cualquier otro, llamado a decirse en una palabra única, la de su 
identidad más verdadera.
Aunque el conjunto de Israel no haya realizado este paso al que le 
provocaba ]a pedagogía llevada a cabo por Dios, las Escrituras en 
su conjunto dan cuenta de este paso. Dan cuenta de él sobre todo 
por medio del personaje del «Siervo sufriente». El, que ha sido 
negado y renegado hasta no tener figura de hombre, es decir, hasta 
haber perdido toda identidad reconocible, hace posible a todos ser 
reconocidos por lo que son (29).
La experiencia bíblica se cierra con este mensaje. La búsqueda de 
la identidad no escapa a la ambigüedad que marca todas las 
marchas que la humanidad realiza. Al hombre le toca eliminar esta 
ambigüedad eligiendo una palabra para decirse a sí mismo: para ser 
reconocido, sea cual sea el precio o para decirse según la verdad de 
su ser.
La intervención de Jesucristo, al término de la experiencia bíblica, 
consiste entonces en volver a poner al hombre en presencia de esta 
ambigüedad para que se comprometa a eliminarla. Esta intervención 
es especialmente clara al presentarse Jesús como aquel a quien el 
Padre ha señalado con su sello para hacer de él alimento y bebida 
para los hombres (30).

La propuesta del Evangelio
En el evangelio de Juan, una buena parte del capítulo 6 se dedica 
a las palabras que Jesús dice presentándose a sí mismo como «Pan 
de Vida».
El pasaje central de estas palabras está dedicado a una polémica 
surgida entre los oyentes de Jesús. Esta polémica revierte en un 
problema acerca de la identidad.

«Pero los judíos murmuraban de él, porque había dicho: Yo soy el 
pan que ha bajado del cielo. Y decían: ¿No es éste Jesús, hijo de 
José, cuyo padre y madre conocemos?» (31)

A esta cuestión, como en otras circunstancias, Jesús no dará 
respuesta alguna.
El problema de la identidad está mal planteado si se acude al árbol 
genealógico. Los únicos que plantean bien este problema son 
quienes se dejan instruir por el Espíritu de Dios.

«Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. 
Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí. 
No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de 
Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que 
cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida.» (32)

En estas palabras, Jesús afirma que él está en continuidad con la 
experiencia bíblica vivida por los antepasados. Remite a sus 
interlocutores a esta experiencia. Los antepasados dieron el paso 
desde los criterios de identidad basados en «la carne y la sangre» 
hasta los criterios de identidad de los profetas, que eran la fidelidad 
al Espíritu (33). Es el mismo paso este mismo que debemos dar 
también nosotros. Del lenguaje de la evidencia, tenemos que pasar 
al lenguaje del misterio (34).
Acoger la propuesta hecha por Jesús al ofrecerse como alimento y 
bebida, equivale a abandonar un universo mental para pasar a otro.
CON-J/DON-D: No se trata de cambiar de lenguaje o de cultura. 
Los medios de lenguaje y cultura que nos son familiares 
permanecen, pero nos dejamos conducir hacia unas playas a las que 
ni este lenguaje ni esta cultura nos hubieran permitido llegar. Nadie 
llegará a estas playas desconocidas más que por el don de Dios y 
dejándose conducir por el soplo del Espíritu. Para tocar este puerto 
en el que Jesús se propone como Pan de Vida, no es necesaria la 
sociología o la psicología, ni haber practicado la crítica histórica de 
las fuentes o la lectura estructural de los textos. Todas estas ciencias 
son interesantes. Pero ninguna de ellas, ni todas juntas, bastan para 
hacer al hombre capaz de entender el discurso en el que Jesús 
expresa su identidad proponiéndose él mismo como Pan de vida que 
debemos comer.
En este punto, el discurso del Pan de vida debe ser situado en su 
contexto para ser comprendido en todo su alcance.
El centro de este contexto lo constituye la travesía del lago.
LAGO/TRAVESIA-RUPTURA: Los discípulos hicieron esta travesía 
conducidos por la palabra de Jesús. Para ellos, esta travesía 
significaba la ruptura con las orillas del pasado. Los interlocutores de 
Jesús, sin embargo, no habían realizado esta ruptura. Estaban 
todavía en el estadio en el que el pueblo de Dios tomaba su 
identidad de aquellos aspectos de su historia que le permitían 
compararse con las otras naciones:

«Nuestros padres comieron el maná en el desierto.» (35)

Pero el camino al que Jesús invita al hombre supone que éste 
debe renunciar a buscar su identidad en los aspectos externos que 
conllevan privilegios o ventajas. Es necesario rechazar esta identidad 
que está hecha únicamente de autosuficiencia. La travesía del lago 
simboliza esta renuncia. En adelante, ya no se pedirán a Dios 
milagros para distinguirse de los otros pueblos. Se acabaron los 
signos hechos por un poder de Dios que nos evita el tenernos que 
hacer a nosotros mismos. El único signo al que debemos aferrarnos 
es el hecho de llegar a ser nosotros mismos
Si consentimos en atravesar el lago, lo hacemos porque nos 
dejamos atraer hacia Jesús por el Padre. Esta atracción no la 
podemos recibir si permanecemos encerrados en casa. La recibimos 
en plena vida, dejando que ella nos despierte para reconocer 
quiénes somos verdaderamente. Aceptamos recibirnos a nosotros de 
parte de Dios en los mismos acontecimientos de la existencia. Poco a 
poco, nuestra mirada va traspasando las puras apariencias. En el 
juego de los acontecimientos, el hombre se abre al misterio de su 
verdadera identidad. Es capaz, entonces, de escuchar cómo Jesús le 
manifiesta el misterio de la suya.
Lo propio de la Eucaristía como Palabra es que no signifique nada 
para quien, en la palabra, no busca más que el enunciado de un 
Saber. La Eucaristía existe porque en ella se hace memoria del 
resucitado. La Eucaristía nos dice, como Palabra, que la verdadera 
identidad de un ser humano hay que buscarla en aquel nivel de la 
propia vida en el que el ser humano ya no da pie a la muerte.
Ahí está justamente lo que Jesús pretendía que sus interlocutores 
de Cafarnaúm, admitiesen el día en que les manifestó su propia 
identidad como Pan de vida:

«Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; 
éste es el pan que baja del cielo, para que lo coman y no mueran» 
(36)

Al pronunciar el discurso sobre el Pan de vida, Jesús propone a 
los hombres que se abran a esta identidad.
CR/IDENTIDAD: La Eucaristía llama al hombre a «hacer memoria» 
de aquello que, en él, es su verdadera historia: su nacimiento a la 
vida de Dios. La Eucaristía dice a cada hombre que su «carnet de 
identidad», antes que el estado civil, el grupo sanguíneo o el 
patrimonio genético, debe evocar un nacimiento que es su verdadero 
nacimiento: el nacimiento de todo ser humano en el Verbo, en el 
corazón del misterio de vida que es Dios.
Entre el lenguaje de la evidencia y el lenguaje que remite a este 
misterio, este segundo es el más exacto, el más verdadero, el más 
expresivo de lo que somos nosotros mismos: la Eucaristía hace pasar 
al hombre de afirmar su identidad por medio de sus aspectos más 
superficiales, al deseo de reencontrarla en lo que tiene de más 
profundo.

La Eucaristía, viático hacia la identidad 
verdadera de cada uno
El tiempo en que vivimos plantea de un modo dramático el 
problema de los derechos humanos. El hambre, la guerra, la tortura, 
los campos de concentración, los desplazamientos de poblaciones 
enteras no hacen sino demostrar que estos derechos son 
universalmente burlados. Las miradas de niños esqueléticos o 
desfigurados nos persiguen: «¿Pero es esto posible?»..., dicen esos 
ojos como de animales acorralados...
Sí, es posible. Ahí están los hechos.
EU/DERECHOS-HUMANOS: Tal vez los derechos humanos están 
escarnecidos porque los hombres no han profundizado lo suficiente 
en el sentido de su verdadera identidad. Los hombres se vuelven a 
aquellas épocas sombrías en las que sus antepasados no sabían 
reconocer su propia identidad más que en la caverna, la horda o el 
clan. Esos hombres no saben definirse más que por evidencias: el 
color de la piel, el estado civil, el carnet del partido, el talonario de 
cheques o los dividendos. Tales hombres ya no saben ser alguien si 
no es buscándose enemigos.
Como Palabra, la Eucaristía pone al hombre en guardia contra esa 
necesidad de crearse enemigos para expresar su identidad. La 
frecuencia de la Eucaristía inicia al hombre en la superación de la 
evidencia. Esta Palabra en la que Jesús de Nazaret se dice en su 
identidad más profunda porque se comparte el pan y el vino en 
memoria suya, no es una Palabra en la que se expresen evidencias. 
Es una Palabra que hay que escuchar con atención: hay que 
penetrar en ella y dejarse penetrar por ella para llegar al fondo de su 
contenido.
Quienes celebran la Eucaristía hacen memoria en ella del 
resucitado. Proclaman que la identidad de Jesús no se reduce a su 
estado civil ni a la historia de Jesús de Nazaret. A quien hacen volver 
es, ciertamente, el hijo de María; pero es también el Verbo de Dios 
arrancado de la muerte por el Padre, en el Espíritu.
Vivir este proceso de la celebración eucarística nos debe conducir 
normalmente a reconocer y a proclamar que la propia identidad y la 
de cualquier hombre no se reduce sólo a los elementos analizables y 
cuantificables de su estado actual o de su vida conocida.
La Eucaristía, desde su propia lógica, impone reglas muy 
concretas para acercarse hasta la identidad del prójimo. Un hombre 
o un grupo de hombres, no puede reducirse a su historia tal como la 
contaron sus contemporáneos o como permiten reconstruirla sus 
escritos. Quien escucha verdaderamente la Palabra que es la 
Eucaristía, se hace incapaz, en un cierto sentido, de expresar la 
identidad del otro. Quizá sea éste uno de los frutos que debiéramos 
sacar de eso que nuestros abuelos llamaban «vivir la Misa».
Pero la Eucaristía, tomada en su propia lógica, impone reglas 
también para que el hombre acceda a su propia identidad.
Un hombre o un grupo de hombres no consiguen ser ellos mismos 
tan sólo con poner todo el cuidado en distinguirse de los demás; los 
hombres y los grupos humanos no llegan a ser verdaderamente ellos 
mismos más que por un movimiento de convertirse mutuamente en 
alimento y bebida unos de otros.
La Eucaristía es la Palabra en la que Jesús se manifiesta porque 
dice «Soy yo», mientras presenta a los suyos el pan partido y la copa 
de vino. Ningún hombre se dirá a sí mismo en una palabra que sea 
su verdadera palabra si no es presentando a los otros un alimento y 
una bebida, mientras les dice «Soy yo».
La experiencia humana nos enseña que los hombres llegan a ser 
más plenamente lo que son, al entregarse. La Eucaristía es una 
Palabra viva que ratifica este dato de la experiencia. El acceso a la 
verdadera identidad pasa por la reciprocidad.
Quizá el olvido de la Eucaristía es lo que ha deformado, en el 
mundo cristiano, el sentido de la generosidad. La generosidad se ha 
transformado en un simple altruismo. Han prosperado la beneficencia 
y la labor asistencial. ¿Qué ha sido del avance de los hombres hacia 
su verdadera identidad? A los pobres les hemos dicho: «Tomad, 
comed», pero no hemos añadido: «Soy yo». Tal vez porque, al no 
decir ese «soy yo», queríamos conservarnos a nosotros mismos un 
poco más de tiempo para hacer bien a los demás... Pero esta 
complacencia en los beneficios prodigados al prójimo no conduce al 
ser humano a profundizar en su propia identidad en lo que ésta tiene 
de más verdadero. Se cae en el narcisismo y acaba uno por 
sumergirse del todo en él.
El ser humano no tiene acceso a su verdadera identidad si no es 
por un encuentro con los otros que le arranque de toda 
complacencia en sí mismo. Nadie descubre su nombre si no es 
llamado con ese nombre por el otro. El nombre no nos lo damos a 
nosotros mismos. Lo recibimos. «Yo me llamo», quiero decir en 
realidad: «A mí me llaman »... La Eucaristía nos ayuda a comprender 
este juego de los nombres. Necesitamos que se haga memoria de 
nosotros para poder llegar a la verdad de la palabra que somos.
La Eucaristía como Palabra nos advierte que nadie hará memoria 
de nosotros si primero no consentimos, como Jesús, en soportar la 
prueba del olvido.
Todo ser humano, de uno u otro modo, debe vivir esta prueba. 
Debe consentir ser olvidado e incluso renegado por los suyos 
cuando éstos quieren que sea lo que sueñan para él, si eso que 
ellos sueñan no es lo que él siente en sí como su vocación de ser. 
Nadie se convierte en la palabra por la que llega a decirse si no es 
atravesando la muerte de toda palabra en la que los otros (¡los 
suyos!) hubieran querido que se dijera. Sólo atravesando esta 
prueba se puede hacer memoria de él.
Estas reflexiones a partir de la Eucaristía como Palabra nos 
pueden ayudar a encontrar de nuevo sentido a la palabra 
generosidad tal como se ha usado en el lenguaje cristiano durante 
mucho tiempo.
Siendo fieles a su etimología, por la que esta palabra deriva del 
latín «genus» (raza), la generosidad cristiana no es el movimiento 
por el que uno se deja devorar por el otro, casi hasta con placer... La 
generosidad cristiana, inspirada por la Eucaristía, es el movimiento 
por el que un ser humano bautizado se muestra digno de sus 
tradiciones, de sus orígenes, de su raza. Cuando Jesús dice a los 
suyos «Tomad, comed, soy yo»..., no es un supersacrificio 
sentimental que necesita con avidez ser devorado por los otros. Es el 
Verbo de Dios que habla a los hombres con palabras humanas el 
mismo lenguaje que habla con su Padre, en el movimiento mismo por 
el que vuelve a él en su misterio de vida trinitaria. Por parte de 
quienes participan en la Eucaristía, si son conscientes de que la 
Eucaristía es Palabra, decir al otro «tomad, comed, soy yo»..., es 
intentar hablar entre los hombres del mismo modo como las 
Personas divinas se dicen en Dios. Quienes se dicen de esta manera 
tienden hacia su más verdadera identidad: su identidad de hijos, 
nacidos del Padre en Jesucristo. Hombres y mujeres que son de la 
raza de Dios (37).
Llegar a tomar conciencia de su verdadera identidad como pueblo 
de Dios le exigió a Israel dieciocho siglos de pasos progresivos, en 
una lenta pedagogía.
La lectura de la Escritura nos permite encontrar esta misma 
pedagogía realizándose en nuestras vidas. Pero es la Eucaristía 
como Palabra la que hace al hombre capaz de comprender lo que la 
Escritura dice sobre esto. Aquel de quien se hace memoria en ella es 
el único que puede hacer que los hombres, las mujeres o los grupos 
humanos, hagan memoria de su propio pasado sin encerrarse en él. 
Puede hacerlo porque él es el Resucitado. En él han sido quitadas 
las piedras de todos los sepulcros donde los hombres destruyen su 
verdadera identidad queriendo conservar la identidad superficial en 
la que el narcisismo les aprisiona.
Ahí está la importancia del acercarse a la Eucaristía como 
Palabra.
No se trata únicamente de dar toda su importancia a las lecturas 
que se hacen en la primera parte de la celebración eucarística. Se 
trata de escuchar a Jesús mismo que se dice en la Eucaristía como 
Palabra que le manifiesta.
Hablar, para Jesús, siempre fue decirse en la fe al Padre, según la 
verdad de sí mismo en sus relaciones con él. Como Verbo hecho 
carne, se manifestó, pues, en palabras de carne. Se manifiesta 
plenamente en el acto por el que se rompe a sí mismo en su cuerpo 
y se derrama a sí mismo como sangre. «Hacer memoria de él» no es 
sólo repetir sus palabras y sus gestos como palabras y gestos 
exteriores a nosotros mismos. Hacemos verdadera memoria suya 
cuando le hacemos volver a nuestras vidas. Entonces, él llega como 
quien es nuestra más profunda identidad. Y nos permite 
reencontrarnos en esta identidad más profunda arrastrándonos en 
su seguimiento hasta hacernos desear ardientemente ser 
perdedores, humanamente hablando, con la única condición de ser 
perdedores con él.
Participar en la Eucaristía es proveerse del viático para el camino 
que debemos hacer para tener acceso a las dimensiones más 
misteriosas de nuestra verdadera identidad. Nuestro corazón es 
provocado así a dejar que, desde lo profundo de sí mismo, emerja la 
verdad de lo que quiere llegar a ser: algo que el hombre no puede 
concebir ni determinar como proyecto suyo (38) y que es, sin 
embargo, su verdadero deseo.
Como Palabra, la Eucaristía es para los hombres a un tiempo 
iniciación en su verdadero deseo de identidad y viático para 
obedecer al impulso de este deseo, hasta la identidad cuyo ejemplar 
es el Verbo en el misterio de Dios.
En esto, la Eucaristía es un interrogante lanzado a los hombres 
acerca de todas las prácticas por las que, como hombres o como 
mujeres, buscan ser reconocidos. Para quienes quieran acogerlo, 
este interrogante puede formularse con palabras del lenguaje más 
corriente:
¿Con qué rima el hablar en nuestra vida?
Naciones y regiones, familias e individuos, parejas y grupos, todos 
reivindican el derecho a la palabra. ¿Para qué sirve esta 
reivindicación? Porque la cuestión es saber si la palabra de un 
hombre es una palabra verdadera en la que se dice a sí mismo, o si 
esta palabra no es más que una vibración sonora, externa a él. ¿El 
hombre habla para llegar a decirse según la verdad que está en él? 
¿O será sólo una ocasión para escucharse a sí mismo? O, al 
obligarse a decirse a los otros, ¿será el hablar un lugar privilegiado 
para despertar a esa «bella durmiente del bosque» que es el deseo, 
para que nazca como deseo de identidad?
La Eucaristía, comprendida como Palabra, dice a los hombres que 
no pueden ser indiferentes al modo de decirse ellos mismos.
La Eucaristía podría ser así una instancia crítica que permitiera a 
los hombres plantear mejor el problema de la cultura. La Eucaristía 
denuncia como falsa, de modo muy particular, la idea excesivamente 
difundida que identifica cultura con posesión del saber. La posesión 
del saber, lejos de contribuir a hacer, de un individuo o de un grupo, 
un ser humano cultivado, termina por deshumanizarle, porque le 
despista de la búsqueda de su verdadera identidad. El espejismo del 
saber no conduce más que a la alienación humana. Se le hace creer 
a uno que será reconocido en la medida en que sepa más y más. 
Pero este hombre alienado por su saber acaba por no darse cuenta, 
incluso, de que no es reconocido por sí mismo, sino únicamente por 
el barniz que le hace brillar en un mundo que se ha convertido en un 
salón para nuevos ricos. En un salón como ése, todos pasan el 
tiempo mintiéndose unos a otros. Pero todos también, se mienten a 
sí mismos. Este género de cultura no es más que la depravación del 
hombre.
La única cultura que está al servicio del hombre es aquella en la 
que los hombres se apropian del saber del modo que les es propio, 
haciendo memoria de todo lo que son. Se cultivan entonces ellos 
mismos de acuerdo con el deseo que les empuja a crecer según su 
propia identidad.
Reconocida como instancia crítica en relación a los procedimientos 
de apropiación del saber, la Eucaristía como Palabra puede hacer 
cambiar la mirada del hombre sobre sí mismo.
Le hace ver con mayor profundidad aquello por lo que debe 
reivindicar ser reconocido: su verdad como hombre. Lejos de 
contentarse con querer ser reconocido por solas sus obras 
humanas, toma conciencia del derecho a ser reconocido que le viene 
de un origen que se remonta bastante más lejos que todo aquello de 
lo que puede hacer memoria con su sola memoria humana: el deseo 
de existir según una identidad humana enraizada en una llamada 
divina.

Para un proceso de Revisión de Vida.
(Si se trata de hechos en los que el problema para el hombre es 
ante todo el de ser reconocido.)
La Eucaristía ayuda a la transparencia de nuestra mirada sobre 
nosotros mismos.
1) La voluntad de ser reconocidos es una de las señales del Reino 
de Dios.
2) En la medida en que nos acercamos al Reino de Dios, 
deseamos cada vez menos ser reconocidos por la sola satisfacción 
de ser reconocidos. Queremos ser nosotros mismos.
3) El acceso al Reino queda atestiguado por el hecho de que, 
aunque fuera necesario perderse a sí mismo, sin embargo uno 
quiere decirse a sí mismo en relación a los otros, según su identidad 
más verdadera.

 


M. ABDON SANTANER
EL DESEO DE JESÚS
La Eucaristía como Mesa, Palabra y Asamblea
Sal Terrae. Colección ALCANCE 24
Santander 1982. Págs.
63-107

....................
(1) J. Jeremías op. cit., págs. 42-46.
(2) Ex 12, 24-27, Dt 6, 20-24.
(3) 2 Tm 2, 8.
(4) 1 Co 11, 24-25; Lc 12, 19.
(5) J. Jeremías, op. cit., págs. 283-304.
(6) Dt 6, 12, Jer 2, 2; Jer 3, 12; Jer 4, 1; Jer 31, 16-22...
(7) Dn 9, 17-19 y 25; Ne 1, 8.
(8) Jn 10,18.
(9) Jn 8 25, Jn 12, 50.
(10) Jn 14, 9.
(11) 1 Co 15, 3.
(12) Ver mi libro Homme et Pouvoir. Eglise et Ministere, pág. 65.
(13) Col 1, 17.
(14) Is 44, 1-2.
(15) Gn 12, 2.
(16) Gn 32, 29.
(17) Ex 19, 5-6, Dt 7, 6.
(18) Jo 2, 9-11, 5, 1.
(19) 1 Re 5. 9-14.
(20) Ps 46, Ps 48, 2 Cro 13, 4-12.
(21) Ez 20, 32.
(22) Sab 19, 22; Ba 3, 94, 4.
(23) Ba 1, 15-3, 8, Jer 14, 9; Dt 28, 10; Ez 35, 20-23.
(24) Ps 119.
(25) Ba 4, 5-ó; Is 26, 19; Is 49, 18-24.
(26) Za 8. 20.
(27) Mal 1, 11; Ps 87.
(28) So 3, 9.
(29) Is 42, 1; Is 52, 14-5 y 53, 11.
(30) Jn 6,27.
(31) Dt 10, 16; Jr 4, 4; Ez 36, 26-27.
(32) 1 Co 1, 17-25. 
(33) Dt 10, 16; Jr 4, 4; Ez 36,26-27.
(34) 1 Co 1, 17-25.
(35) Jn 6, 31.
(36) Jn 6, 49-51.
(37) Hch 17, 28-29; Hb 1, 11.
(38) Ef 3, 20-21.