PRESENCIA DE LOS BAUTIZADOS EN EL MUNDO

 

SV/UNIVERSAL: CR/VALOR SALVÍFICO I/S. DE SALVACIÓN

«Llamados a heredar la bendición» (1 Pe 3,9) Según el texto del Génesis, la "Promesa" hecha por Dios a Abraham y de la que el bautizado se hace heredero es una promesa de «bendición». Es muy importante que nos fijemos en lo que se le dice al patriarca respecto de tal bendición: "Haré de ti una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra". El contenido de la bendición prometida a Abraham es doble, por consiguiente. Además de la promesa de ser bendecido él mismo por Dios (concretamente mediante el don de una posteridad innumerable), se le anuncia que dicha posteridad constituirá una fuente de bendición para el mundo entero. Fijémonos bien: la bendición que aquí se promete es, por así decirlo, contagiosa, y resulta imposible conservarla celosamente en exclusivo beneficio personal.

En su historia de los primeros patriarcas de Israel, el Génesis alude repetidas veces a esta bendición y a su irradiación universal, ya sea en referencia al propio Abraham (Gn/18/18; 22/18) o en referencia a su hijo Isaac y a su nieto Jacob. En efecto, a Isaac, que recorre Palestina como nómada extranjero, le dice Dios: "Reside en esta tierra, y yo te asistiré y bendeciré, porque a ti y a tu descendencia he de dar todas estas tierras, y mantendré el juramento que hice a tu padre Abraham. Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y le daré todas estas tierras. Y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de que Abraham me obedeció..." (Gn/26/03-05). Y un anuncio parecido se le hace a Jacob: "La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra, y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía. Por ti y por tu descendencia se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn/28/13-14)4.

-Irradiación de la salvación

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se subraya inequívocamente el aspecto «contagioso» de los beneficios referentes a la salvación, que irradian más allá de sus beneficiarios inmediatos para difundirse en todo el entorno de éstos. Un ejemplo: Noé es salvado del diluvio junto con su mujer, sus tres hijos y las mujeres de éstos, aunque en el relato bíblico sólo Noé es declarado "justo", y nada parecido se dice de las otras siete personas que son salvadas con él. De manera que Dios no separa al justo Noé de los miembros de su familia.

Recogiendo esta misma perspectiva, el libro de Jonás hace decir a Dios que, de algún modo, le sería imposible no sentir compasión de la gran ciudad pecadora de Nínive y no perdonarla, debido a la presencia en ella de una multitud de niños inocentes. En el libro del Génesis, cuando Dios hace saber a Abraham su intención de destruir Sodoma porque los pecados de esta ciudad han excedido el límite de lo tolerable, Abraham, en un célebre «regateo», intercede por dicha ciudad apelando a la posible presencia en ella de cincuenta, cuarenta y cinco, cuarenta, treinta, veinte o, finalmente, aunque no fuera más que diez justos; y Dios le responde: "No la destruire (la ciudad) en atención a esos diez (justos)" (/Gn/18/16-33). Y obsérvese que es el propio Abraham quien desiste de proseguir con tan sorprendente regateo y no se atreve a rebajar el número de diez y preguntarle a Dios: «Y si sólo hay un justo en la ciudad, ¿también la destruirás?». Tenemos en este texto una admirable profecía de la Redención operada por Cristo en favor de toda la humanidad: si hay una salvación para el mundo entero, es gracias a la presencia en él del único justo, Jesucristo.

Volveremos a encontrar esta perspectiva, con mayor motivo, en el Nuevo Testamento, porque, efectivamente, no hay razón alguna, sino todo lo contrario, para que este aspecto «contagioso» de la gracia de la salvación desaparezca en la Nueva Alianza: el justo de esta Nueva Alianza no puede hallarse en peor situación que el justo de la Alianza Antigua para la salvación de su entorno. De hecho, comparando el efecto contagioso del pecado de Adán con la irradiación de la justicia de Cristo, dice Pablo: "Si por el delito de uno solo murió la multitud, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don de la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre la multitud! (...) Así como por la desobediencia de un solo hombre (Adán) la multitud fue constituida pecadora, así también por la obediencia de uno solo (Jesús) la multitud será constituida justa" (/Rm/05/15-21). Y debemos observar que, en este texto, la palabra «multitud» significa «toda la humanidad», en contraste con «uno solo».

-Irradiación de la fe

El Antiguo Testamento anunciaba el Nuevo. Y, a su vez, los «milagros» que Cristo realiza a lo largo de su vida mortal son signo y anuncio de la salvación que su muerte y su resurrección han de traer al mundo; ¿o acaso tales milagros no son ya otras tantas victorias sobre el mal?

A petición de Jairo (petición acompañada de fe), Jesús resucita a la hija de aquel atribulado padre: «No temas; solamente ten fe, y se salvará» (Lc/08/50). Y del mismo modo resucita a Lázaro, no por un acto de fe del propio Lázaro, sino por un acto de fe de un miembro de su familia, su hermana Marta: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios._» (Jn/11/40). Esta misma irradiación salvífica de la fe sobre el entorno del creyente se detecta en los milagros de curación. Podemos verlo en el caso de la curación del criado del centurión de Cafarnaún (Lc/07/09) y en la del hijo del funcionario real (Jn/04/50). En ambos casos resulta evidente que el evangelista pretende realmente poner el acento en esa fe que tiene repercusiones salvíficas en el «prójimo» del creyente. Y observemos que lo mismo sucede en el episodio de la curación de la hija de la mujer cananea (Mt/15/28) y en el del padre que grita a Jesús: "Creo! ¡Ayuda a mi incredulidad!" (Mt/09/24).

Irradiación de la «santidad»

En esta misma perspectiva escribe Pablo: "Si un hermano tiene una mujer no creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no la despida. Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente. Si no fuera así, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos" (/1Co/07/12-14). Semejante manera de expresarse es, notémoslo, muy significativa: las palabras «santificar_ y «santo» son las que designan la pertenencia a la comunidad de los bautizados; por la fe de uno solo de sus miembros, toda una familia puede ser considerada, pues, como perteneciente de algún modo a la «comunión de los santos».

Ya hemos visto cómo la gracia del bautismo es una gracia de «incorporación»: incorpora a Cristo. Pero si es una gracia de este género, una gracia de «solidaridad», ¿cómo va a producir la consecuencia de separar a quienes están unidos por lazos humanamente buenos? ¿Cómo va a tener por finalidad separarnos de otra cosa que no sea el mal? Evidentemente, no puede ser así. Semejante gracia, por el contrario, no afecta únicamente al bautizado, su destinatario inmediato, sino que irradia en todo su entorno, «santificando» los lazos naturales y legítimos que el propio bautizado tiene con el mundo que le rodea. He aquí cómo, efectivamente, esa solidaridad humana resulta transformada e intensificada por la intervención en ella de la caridad divina, fuente de solidaridad indefectible. A la luz de esta verdad se comprende toda la importancia que tiene para el mundo la presencia en él de los bautizados, así como la importancia para éstos de tener vínculos con dicho mundo, porque se trata de irradiar sobre él una «santidad» salvífica.

-Presencia de los bautizados en el mundo
Sería incomprensible que el vínculo de caridad que se establece desde la Iglesia hacia el mundo fuera destruido por Dios, siendo así que Dios es Aquel que "tanto ha amado al mundo". Si en la oración con la que concluye el «discurso de la Cena» pide Cristo a su Padre que preserve del mal a sus discípulos, no le pide, sin embargo, que los aparte del mundo; al contrario: los envía al mundo como él mismo había sido enviado por el Padre.

La significación de la presencia en el mundo de hombres incorporados a Cristo, como lo son los bautizados, responde ciertamente a la finalidad de anunciar al mundo la Buena Nueva, el Evangelio. Pero no es menos cierto que, además de ese papel de predicadores, los discípulos de Jesús tienen también el papel de hallarse presentes en el mundo con el fin de que su mera presencia sea para éste portadora de salvación.

Pretender su implantación en todo el universo no significa para la Iglesia únicamente tratar de hacer prosélitos, sino también intentar hallarse presente en el mayor número posible de lugares, a fin de asemejarse al Reino de Dios, que Cristo comparó con la levadura en la masa. Porque cuanto más uniformemente dispersa se halle la Iglesia por toda la tierra, tanto más se establecerán entre ella y el mundo una serie de vínculos que Dios salvará de la destrucción y que, por consiguiente, tendrán valor salvífico para el mundo. Dispersos los bautizados por el mundo, puede decirse de ellos, en cierto modo, que salvan a este mundo amándolo concretamente y «sobre el terreno». Y en esto manifiestan, por lo demás, su gracia de adopción: ellos son los hijos de Aquel que "hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos", y se hacen perfectos como perfecto es su Padre de los cielos.

¿Estará destinado a ser roto algún día por Dios este vínculo de caridad que se establece entre los cristianos y sus respectivos entornos humanos? ¿Y por qué iba a producirse esa destrucción, esa ruptura, siendo así que la caridad debe perdurar eternamente, y no sólo la caridad para con Dios, sino también la caridad para con «el prójimo», para con el que está próximo o se ha hecho próximo? Nuestra caridad de bautizados exigirá siempre nuestra unión con aquellos a quienes hemos amado y a quienes nos ha enviado Cristo: "Padre, quiero que donde yo esté, dice Cristo, estén también conmigo los que tú me has dado". Al recibir en su bautismo la «bendición» divina prometida a Abraham y a su descendencia, los cristianos son, al mismo tiempo, fuente de bendición salvífica para todas las naciones y para toda la humanidad.

En línea con esta perspectiva, toda una antigua tradición cristiana subraya la benéfica irradiación que los bautizados producen sobre el mundo. Tal es, por ejemplo, el caso del apologista ·Arístides, que en la primera mitad del siglo II escribe: «Porque conocen a Dios, los cristianos le elevan súplicas que él puede satisfacer, y en ello pasan su vida. Y porque reconocen las bondades de Dios para con ellos es por lo que a causa de ellos se difunden los esplendores que hay en el mundo (...) No tengo la más mínima duda de que es debido a la intercesión de los cristianos por lo que el mundo existe" (Apología 16, 1s.).

Y unos años más tarde, en torno al año 150, ·Justino-san, filósofo converso, declara: "Si Dios sigue retrasando la conmoción y la disolución del universo que aniquilaría a los malvados, es debido a la estirpe de los cristianos, en quienes ve Dios la razón para conservar el mundo" (II Apología, 7,1).

Y el autor anónimo de la Epístola a Diogneto escribe en plena época de persecuciones (hacia el año 200): "Los cristianos son para el mundo lo que el alma es para el cuerpo. El alma se halla difundida por todos los miembros del cuerpo, del mismo modo que los cristianos lo están por todas las ciudades del mundo (...) La carne siente odio hacia el alma y, a pesar de no haber recibido daño alguno de ella, le hace la guerra, porque le impide disfrutar de los placeres; del mismo modo odia el mundo a los cristianos, que, a pesar de no haberle hecho ningún daño, se oponen a sus placeres. El alma, por el contrario, ama a esa carne que la detesta, así como a sus miembros, del mismo modo que los cristianos aman a quienes les odian. El alma se halla encerrada en el cuerpo y, sin embargo, es ella la que mantiene la cohesión de éste; los cristianos se encuentran como detenidos en la prisión del mundo y, sin embargo, son ellos quienes lo sostienen (...) Tan noble es el puesto que Dios les ha asignado que no les está permitido desertar de él" (A Diogneto, VI, 1-10).

A propósito del texto evangélico sobre la sal de la tierra (/Mt/05/13), ·Agustín-san hará el siguiente comentario dirigido a los cristianos: «"Vosotros sois la sal de la tierra; pero, si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se la salará?" Es decir: si vosotros, que debéis ser como el condimento de los pueblos, perdéis el reino de los cielos por temor a las persecuciones temporales, ¿quiénes podrán libraros del error si es a vosotros a quienes ha escogido Dios para librar del error a todos los demás? (...) "Vosotros sois la sal de la tierra"; y la "tierra" de la que aquí se habla no es la que pisamos con nuestros pies corporales, sino los hombres que habitan en esa tierra, incluidos los pecadores, a quienes el Señor envía la sal apostólica al objeto de condimentar su corrupción y hacerla desaparecer» (Sobre el sermón de la montaña, 1,6).

4. El sacerdocio de los bautizados

SCDO-COMUN CR/SACERDOTE

Podría proponerse otro comentario de «la sal de la tierra» cotejando el texto evangélico con una prescripción litúrgica que se encuentra en el libro del Levítico: "Sazonarás con sal toda oblación que ofrezcas; en ninguna de tus oblaciones permitirás que falte nunca la sal de la alianza de tu Dios» (/Lv/02/13).

Mezclados con el mundo los bautizados hacen de éste una oblación aceptable a Dios. De este modo hace su aparición la noción de «sacerdocio de los laicos» cristianos. "Laico" es una palabra que proviene del griego "laikos", que significa "miembro del pueblo". Como heredero de la promesa hecha a Abraham y a su descendencia, todo bautizado forma parte del «pueblo de Dios» y, consiguientemente, es, en este sentido, un «laico», aun cuando se haya introducido en la Iglesia la costumbre de reservar este nombre para quienes no pertenecen al clero ni a una congregación religiosa. Al exponer el papel en el mundo de estos laicos cristianos que no son clérigos ni religiosos, el Vaticano II declara: «Incorporados a Cristo mediante el bautismo, (...) participan a su manera de la función sacerdotal, profética y regia de Cristo y ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (_VAT-II.Lumen Gentium, 31). Esta manera de hablar requiere, indudablemente, una serie de precisiones: ¿qué quiere decirse cuando se afirma de los laicos cristianos de nuestro tiempo que son «sacerdotes. profetas y reyes»?

Para comprenderlo debidamente, recordemos que en la mayoría de las religiones, entre ellas la de los judíos del Antiguo Testamento, existen intermediarios oficiales, mediadores, entre Dios y el común de los mortales. Por lo que se refiere al Israel del Antiguo Testamento, tales intermediarios eran los sacerdotes (encargados del culto), los profetas (encargados de transmitir la Palabra de Dios) y los reyes (cuya función de máxima instancia política tenía un carácter sagrado). Esta estructura iba muchas veces acompañada, por lo demás, de un acendrado sentimiento nacionalista, y a los extranjeros se les mantenía, por lo general, apartados de tales mediadores.

La xenofobia, el racismo y el nacionalismo religiosos quedan abolidos con la venida de Cristo, que pone fin a las funciones de los mencionados intermediarios: en adelante será él el único mediador entre Dios y los hombres. ¿Qué otro intermediario, efectivamente, podría seguir teniendo algún valor ante quien es el mediador perfecto, puesto que es a la vez Dios y hombre? Un bautizado es un hombre incorporado a Cristo; y entre Cristo y él no hay lugar para un intermediario, porque Cristo habita directamente en el bautizado, y viceversa. Conviene, pues, rechazar incesantemente la perpetua tentación de retornar al Antiguo Testamento y que consiste en concebir al clérigo cristiano como un mediador entre el «simple fiel» (!) y Dios. Esta mediación clerical, en efecto, no tiene una entidad mayor que la de la mediación de un jefe político, porque éste, aunque se trate de un rey «sagrado» al estilo de los del Antiguo Testamento, jamás será un mediador entre Dios y los hombres. Es preciso convencerse de que, en lo sucesivo, Cristo es el único sacerdote, el único profeta (de hecho, Cristo es la Palabra misma de Dios) y el único rey (el único «Señor»).

Pero la unión de Cristo con la Iglesia, la unión de Cristo con los bautizados, hace a éstos partícipes de esa triple función. Por eso se dirá que el Pueblo de Dios, el conjunto de la Iglesia de los bautizados, en cuanto unido e incorporado a Cristo, irradia de alguna manera esa función de sacerdote, profeta y rey que incumbe únicamente a Cristo: todos los miembros del Pueblo de Dios -consiguientemente, también los «laicos» cristianos- son de ese modo sacerdotes, profetas y reyes. Pero conviene precisar aún más el sentido de semejante afirmación.

-Participación en el sacerdocio de Cristo PBRO/LAICO:

Si se desea comprender debidamente la cuestión del «sacerdocio» de los laicos, es importante saber que se da en nuestras lenguas modernas una frecuente confusión que no se da en el latín ni en el griego, las lenguas de la Iglesia primitiva, donde este problema estaba mucho más claro. Y la confusión consiste en que no distinguimos entre «sacerdote» y «presbítero», siendo así que, tanto en latín como en griego, significan cosas distintas. «Presbítero» (en latín, "presbyter"; en griego, «presbyteros») significa «anciano», y en este sentido se emplea en el Nuevo Testamento cuando se habla de «los ancianos del pueblo». En sí misma, esta palabra no sugiere directamente una función cultual, sino que designa a quien tiene encomendada la función de presidir la comunidad. «Sacerdote», por el contrario (en latín, «sacerdos»; en griego, «hiereus»), significa, en el vocabulario del Nuevo Testamento, un mediador en el ámbito cultual: el «Gran Sacerdote», por ejemplo.

Pero nosotros no solemos distinguir entre dos realidades tan diferentes como son un "presbyter" y un «sacerdos»; más aún, llevando la confusión al extremo, empleamos el adjetivo «sacerdotal» para referirnos al «presbítero» (cuando disponemos del adjetivo «presbiteral»), y así solemos decir que se ha hecho «sacerdote» el que ha recibido el orden del «presbiterado».

He aquí, pues, lo que se quiere expresar cuando se dice que Cristo es «el único sacerdote»: quiere decirse no que sea el único «Anciano» (presbyter) -el papel de Cristo es infinitamente más importante que el de mero presidente de una asamblea-, sino que es el único «sacerdos», el único mediador cultual. Por el contrario, aquellos a quienes en la Iglesia llamamos «los curas» (el clero), no son mediadores, «sacerdotes», entre Dios y los demás cristianos, sino que son «ancianos» (presbíteros), a quienes incumbe concretamente la función de presidir la comunidad; y lo mismo se diga de los obispos (palabra que significa «vigilante»).

Consagrados al servicio de la Iglesia, los miembros de nuestro clero, nuestros presbíteros (nuestros «ancianos»), tienen encomendada la tarea de ser «pastores». Y convendría que recuperáramos el verdadero sentido de esta palabra, que designa a quienes hacen "pacer", a quienes «apacientan» las ovejas, es decir, a quienes cuidan de su alimentación. Por lo tanto, además de presidir la comunidad, el papel de nuestros «curas» consiste en atender al servicio del rebaño garantizándole su alimento; lo cual, esencialmente, se reduce a una sana presentación de la Palabra de Dios y a la Eucaristía. Evidentemente, se trata de un servicio; por eso se habla del "sacerdocio ministerial" de los «curas» (etimológicamente, «ministro» significa «servidor»).

Este «sacerdocio ministerial», que también puede perfectamente denominarse «presbiterado», está al servicio del «sacerdocio» de los fieles, de ese sacerdocio que es común a todas las personas que por el bautismo se han incorporado a Cristo, único «sacerdote». El presbiterado se halla al servicio de dicha incorporación, pues tiene por finalidad la de mantenerla e intensificarla, en orden a una alimentación adecuada. Ya se ve, por lo tanto, el error en que incurren quienes, a causa de una confusión terminológica, imaginan que el «sacerdocio» de los laicos debería proporcionar a todo cristiano la posibilidad de ejercer el presbiterado, siendo así que éste constituye una vocación propia de determinadas personas en el interior de la Iglesia. El presbiterado es un servicio provisional que cesará en el cielo, donde, al igual que los sacramentos, ya no tendrá razón de ser; el sacerdocio de los laicos, por el contrario, en cuanto unión con Cristo, es para siempre y no cesará jamás.

En virtud de su sacerdocio -ese sacerdocio que reciben el día de su bautismo-, los laicos cristianos contribuyen a la salvación del mundo. En efecto, gracias a su inserción vivida en el mundo, ofrecen a Dios y elevan hasta él, de manera particular en sus oraciones, todo cuanto hay de bueno en los no bautizados; y, según la fórmula del Vaticano II, «consagran a Dios el mundo mismo» (Lumen Gentium, 34). Gracias a la «sal» de la presencia cristiana, la oblación del mundo es recibida por Dios, y ese mundo participa de la «bendición» divina.

-Profetas y reyes

La unción «sacerdotal» (en el sentido en que lo acabamos de precisar) conferida por el bautismo constituye también una unción profética y regia. Mediante su incorporación a Cristo, el bautizado se convierte, con Cristo, en «profeta» y «rey». ¿Qué significan concretamente estos títulos'? «Profeta» quiere decir «portavoz». El bautizado, unido al Cristo-Palabra-de-Dios, tiene un papel de «profeta» que desempeñar, transmitiendo al mundo, mediante su palabra y su ejemplo, el mensaje del Evangelio.

Por lo que se refiere a la «realeza», para entender debidamente de lo que se trata, es preciso recordar que en la Antigüedad, y particularmente en el Antiguo Testamento, tan sólo era verdaderamente considerado como «rey» aquel que era fuente de libertad para su pueblo: ser «rey» era gobernar, por supuesto; pero era, sobre todo, garantizar la libertad del pueblo frente a sus enemigos. Tal era el criterio que decidía acerca de la legitimidad del rey.

Cristo no aceptó el título de «rey» más que en el momento de su pasión, es decir, en el momento en que iba a liberar a los hombres de la tiranía del pecado y de la muerte. LBC/P:Unidos a Cristo, los laicos cristianos participan en su función de Liberador de los hombres. Lo cual se traduce, naturalmente, en una lucha contra todo cuanto sirve para sojuzgar a los oprimidos, a fin de que haya más libertad y justicia en el mundo. Pero esa lucha sería estéril si no se dirigiera justamente a las raíces de ese sojuzgamiento: el pecado y el egoísmo. Los bautizados, por lo tanto, tienen que luchar también contra aquellas doctrinas que, sacrificando u olvidando determinados aspectos del hombre, limitan la vocación fundamental de la humanidad querida por Dios.

Tienen que trabajar incesantemente por perfeccionar la humanidad: pero han de recordar, al mismo tiempo, que la vida humana no se reduce a los límites de este mundo, y que el estar convencido de esto constituye uno de los mejores recursos para establecer aquí abajo no un paraíso terreno (lo cual es imposible, porque existe la muerte), sino un estilo de vida conforme a la vocación espiritual del hombre y a su libertad. Tal es la vocación en este mundo de los bautizados, de quienes, como veíamos más arriba, el anónimo autor de la Epístola a Diogneto decía: «Tan noble es el puesto que Dios les ha asignado que no les está permitido desertar de él».

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¿QUÉ CAMBIO SUPONE TODO ESTO PARA NUESTRA VIDA HOY?

En un país tradicionalmente cristiano, en el que, durante siglos, los registros parroquiales de bautismos han tenido validez como registros civiles de nacimientos, el haber sido bautizado de niño puede parecer algo banal; es algo así como si uno naciera siendo ya cristiano, pero con la curiosa paradoja de que, por lo general, sabemos mejor la fecha de nuestro nacimiento que la de nuestro bautismo. Y, sin embargo, aun cuando hayamos sido bautizados cuando aún éramos niños, ¿no deberíamos asombrarnos de nuestro bautismo?

-El asombro de pertenecer a una minoría

Todavía puede entenderse el que en la época en que los cristianos imaginaban que la humanidad se hallaba, en su mayoría, congregada en torno al Mediterráneo, no les sorprendiera demasiado el hecho de estar bautizados, porque quienes no lo estaban, o eran judíos o musulmanes: ahora bien, todos ellos habían oído hablar de Jesucristo y no lo habían aceptado: consiguientemente, su rechazo -por no distinguir debidamente entre el error y la mentira- se atribuyó durante mucho tiempo a obstinación y mala fe por su parte. Pero a partir del Renacimiento, con sus descubrimientos geográficos y astronómicos, la humanidad mediterránea ya no puede pretender ser prácticamente la única humanidad del mundo ni tiene derecho a imaginar que habita «el centro» de la superficie de la tierra, la cual sería, a su vez, el centro del universo, que gravita armoniosamente alrededor de ella. Por tanto, esa humanidad mediterránea ya no podía dar por supuesto que por el simple hecho de ser hombre había que haber optado necesariamente a favor o en contra de Cristo. La cristiandad se descubrió a sí misma geográficamente muy relativizada: Roma y Jerusalén, sus centros espirituales, ya no aparecen como centros, a su vez, del universo físico.

Ahora, al pensar en su propio acceso a la existencia, cada uno de nosotros puede ponderar hasta qué punto es ésta contingente. ¿Por qué he venido al mundo yo, y no otro? Ya no se ve en ello ningún tipo de necesidad. Pero, además, esa gratuidad le resulta al bautizado todavía más evidente en lo tocante a su bautismo: ¿por qué le ha tocado a él en suerte ser bautizado, cuando el bautismo es algo que ni siquiera conoce la inmensa mayoría de la humanidad que le rodea?

Ser bautizado significa pertenecer a una Iglesia que, aun sin saberlo. siempre ha sido minoritaria en este mundo.

-La contemplación de la gratuidad

Que yo esté bautizado no es algo «necesario», algo que se caiga de su peso. Para haber sido bautizado, tiene que haber habido alguien distinto de mí, porque uno no se bautiza a sí mismo (lo cual, por lo demás, distingue al bautismo cristiano de otras abluciones religiosas). Ya el bautismo de Juan se distinguía por esta característica, y el propio Bautista afirma que es Dios quien le ha enviado a bautizar. De manera que uno es bautizado por un enviado de Dios. Si el bautismo ha llegado a mí, es porque el Padre envió al mundo a su Hijo, el cual, a su vez, ha enviado a mí a un "bautizador"; ha llegado a mí, por lo tanto, un mensajero de Dios o, lo que es lo mismo, Dios me ha puesto en el camino por el que pasaba su mensajero.

BAU/GRATUIDAD:ELECCION/VOCACION: Este encuentro entre el «bautizador» y el futuro bautizado podrá atribuirse al azar, lo cual ya sería reconocerle un aspecto de «gratuidad». Pero, como creyente, yo afirmo que esta «gratuidad» no es fruto del azar, sino de la gracia de Dios para conmigo: "Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí" (/1Co/15/10). Por supuesto que puedo encontrar en mi bautismo una serie de causas sociológicas, del mismo modo que otra persona que haya solicitado el bautismo siendo ya adulto puede descubrir en su propio bautismo unas causas psicológicas; pero ¿acaso este hecho puede cambiar el carácter sobrenatural de la vocación al bautismo que nos es dada por Dios? Respecto de las realidades humanas, ninguna vocación procedente de Dios es, por así decirlo, «pasteurizada». Y no por ser Dios, es Cristo -ese Cristo de quien me viene la llamada al bautismo- menos hombre.

Yo estoy bautizado, mientras que otros muchos no lo están, porque los bautizados somos minoría en este mundo. Convendría que tuviéramos esto presente con mayor frecuencia, a fin de que se convirtiera para nosotros en una evidencia constante, como lo era para cualquier bautizado de la Iglesia apostólica.

BAU/VIVIRLO: Yo estoy bautizado, mientras que otros, con más méritos que yo, no lo están. Lo cual me recuerda que el bautismo no es cuestión de méritos, sino que es un don del amor gratuito de Dios. Antes incluso de hacerme pensar en mis deberes de bautizado, el recuerdo de mi bautismo debe orientar mi pensamiento hacia Dios; debe llenarme de auténtico asombro respecto de la actitud de Dios para conmigo. Conviene que nos detengamos en esta meditación, en lugar de pasar rápidamente al aspecto práctico-práctico y decir: «Sí, todo eso es muy hermoso, pero pasemos ya a las aplicaciones concretas y prácticas que hay que hacer...» Y es que, en efecto, resultará indudablemente difícil «vivir el bautismo» debidamente si se considera, ante todo, como algo en lo que uno se ha comprometido (¡el hombre se compromete en tantas cosas...!), en lugar de verlo como un compromiso de Dios, Padre, Hijo y Espíritu, para con uno mismo.

-Nacido del Espíritu

Jesús le dice a Nicodemo: "EI viento (el Espíritu) sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu" (/Jn/03/08). La vida del bautizado -esa vida «espiritual» que le es dada y que se llama así porque es regida por el soplo del Espíritu del Padre enviado por Cristo- es una vida cuyo punto de partida es tan misterioso como su punto de llegada. Y es que, en cuanto bautizado, yo no vengo de mí ni soy para mí. En el Evangelio de Juan, Jesús no deja de repetir que así es su existencia. Y el bautizado, incorporado a Jesús, está llamado a vivir una vida semejante a la suya, y lo que puede parecerle una pérdida de sí es en realidad la realización de lo que le es más personal: el comienzo de su resurrección con Cristo.

Todo cuanto se ha dicho del bautizado en los diferentes capítulos de este libro no es para su exclusivo provecho, para su propia salvación. El bautizado se ha hecho "hijo de la Promesa" «descendencia de Abraham"; es decir, ha sido «bendecido» para la «bendición de todas las naciones» y, en último término, para su propia salvación. «Dad gratis lo que gratis habéis recibido», dice Jesús.

-Luz del mundo BAU/NECESIDAD:

El bautismo es necesario para la salvación: "El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios". Pero es preciso comprender debidamente lo que entendemos por «necesidad del bautismo», porque servirá para iluminar el papel de los bautizados respecto de la salvación del mundo. Para ningún hombre hay salvación sin incorporación a Cristo, sin unión con Cristo. Y esa incorporación sólo es posible porque Cristo es el primero en apoderarse del hombre, en unirlo a sí. Si, en nombre de la «necesidad del bautismo», se pretende que ningún hombre no bautizado puede salvarse, se está dando a entender que Cristo sólo puede apoderarse de un hombre, unirlo a sí, mediante el bautismo. En último término, la salvación sería un problema «de agua», ...con lo que nos moveríamos de lleno en el terreno de la superstición. De hecho, los justos del Antiguo Testamento accedieron a la salvación sin haber sido bautizados, y es absolutamente evidente que el bautismo no puede ser «obligatorio» sino después de haber sido instituido por Cristo y después de que éste afirmara su necesidad. Por eso el Concilio de Trento declaró que «el bautismo o, al menos, el deseo del bautismo, es necesario una vez que ha sido promulgado el evangelio» (Año 1547, sesión VI).

Pero ¿cómo fechar esa «promulgación»? ¿Y a partir de cuándo se habría extendido hasta el punto de hacerse universal la obligación del bautismo? En el siglo Xlll, ·Bernardo-SAN hacía notar que el precepto de Cristo en el que se funda la necesidad del bautismo sólo es vinculante para cada hombre «a partir del momento en que únicamente por su culpa podría desconocer dicho precepto» (Tratado sobre el bautismo, cap. 2).

Además, para que la promulgación sea un hecho y, consiguientemente, una obligación para tal hombre, no basta con que éste oiga anunciar a otros la «necesidad del bautismo». Para él, únicamente habrá verdadera promulgación de una obligación si percibe que dicha promulgación proviene de una autoridad legítima y que la obligación es razonable. Una cosa es oír una predicación, y otra tomar conciencia de que es menester creer en ella. Para creer como es debido, es preciso «ver» que hay que creer. A principios del siglo XVI, el dominico ·Cayetano, cardenal y teólogo, escribía: «Sería una imprudencia creer algo, sobre todo tratándose de la salvación, si no es anunciado por un hombre digno de fe». Y el P. ·Vitoria, otro teólogo dominico de la misma época (la época. precisamente. de los grandes descubrimientos). hablando de los Indios de América, a quienes los conquistadores maltrataban, muchas veces en nombre de la fe cristiana (!), escribe: «No están obligados a creer si la fe no les ha sido propuesta con una demostración verdaderamente convincente. Ahora bien, no tenemos noticia de que estén produciéndose milagros, ni signos, ni ejemplos de vida edificante, sino que, por el contrario, se dan numerosos escándalos, atroces crímenes e impiedades sin cuento».

La Iglesia oriental vincula constantemente con el bautismo la idea de «iluminación». Recuperando esta perspectiva, podríamos decir que los bautizados tienen que aportar al mundo la luz que han recibido; y ello no sólo a base de comunicarle la luz del Evangelio, sino también esa otra luz de la que habla Pablo cuando escribe: "Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor..." (2Co/03/18). Tal vez se pregunte cuál es la utilidad de semejante irradiación, dado que es posible salvarse sin ser bautizado. La respuesta sería demasiado prolija para darla aquí y ahora. Digamos tan sólo que el amor no se cuestiona las cosas en términos de «utilidad»; y meditemos la frase con la que Pablo explica su apostolado: "Poseyendo aquel espíritu de fe del que está escrito: "Creí; por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos.

(...) Y todo ello para vuestro bien, a fin de que la gracia abundante haga crecer para la gloria de Dios la multitud de los que dan gracias" (2Co/04/13).

PAUL AUBIN
EL BAUTISMO ¿Iniciativa de Dios o compromiso del hombre
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 41.SANTANDER 1987, págs.129-147/165-171


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