LOS SACRAMENTOS,
FUENTE DE SALUD Y SALVACIÓN
Ponencia del Cardenal Jorge Medina Estévez
en la XII Conferencia Internacional: "Iglesia y salud en el mundo.
Expectativas y esperanzas en los umbrales del año 2000"
1.- Sobre la enfermedad.
No es del caso hacer aquí una definición médica acerca de qué es
la enfermedad: basta para nuestro propósito expresar una
aproximación basada en la experiencia común. Desde luego decir
"enfermedad" es evocar una situación que es contraria a la salud.
Parecería que puede hacerse una distinción válida entre una
"enfermedad" y un "defecto". Un defecto, que puede ser congénito o
ser secuela de una enfermedad, es una realidad estable no de suyo
incompatible con el estado de salud. Una persona que ha sufrido la
amputación de un miembro tiene un defecto, pero no puede decirse
que sea propiamente un enfermo. En casos más graves se puede
hablar de "invalidez".
La enfermedad es una realidad en movimiento, con frecuencia
progresiva, cuya característica más general y constante es la de
provocar un desequilibrio en las funciones del organismo, de modo
que se ve comprometida la armonía que caracteriza el estado de
salud. Cuando el desequilibrio es tal que llega a comprometer
funciones vitales esenciales, se puede hablar de una enfermedad
grave que constituye una amenaza o peligro de muerte. La muerte
puede describirse como la cesación de la vida precisamente porque
se llegó a un tal estado de desequilibrio entre las diversas funciones
vitales esenciales o su cesación, que en definitiva se ha destruido
irreversiblemente la unidad del organismo. La pervivencia de
algunas células o grupos de células de un organismo no constituye
"vida" del conjunto al que pertenecen, sino que son procesos
vegetativos más o menos breves o incluso mantenidos
artificialmente.
Lo que parece interesante es considerar que el proceso fisiológico
que llamamos "enfermedad" es un momento, inicial o avanzado, de
desequilibrio de las funciones vitales que no llega aún a causar la
muerte, pero que tiene alguna relación con ella.
Experimentar la enfermedad es encontrarse en una situación en
que el ser humano percibe su mortalidad y, consiguientemente, su
finitud, su impotencia, su fragilidad, su contingencia.
Puesto que el hombre tiene una vocación de eternidad, la
experiencia de la enfermedad debiera ser un llamado a su
conciencia en la perspectiva de enfrentar, ahora o más tarde, la
muerte, el juicio de Dios y el destino eterno, feliz o desgraciado.
Como todas las circunstancias de la vida, la enfermedad invita,
aunque en forma muy especial, a recordar la afirmación
programática de San Pablo, válida para todo cristiano: "nosotros
para Dios vivimos; nosotros para Dios morimos: sea que vivamos,
sea que muramos, somos del Señor" (Rom. 14 8). Dicho lo anterior,
es justo agregar que la vejez es un estado similar a la enfermedad:
en la ancianidad se van desarrollando diversos desequilibrios que
van comprometiendo la armonía y unidad del organismo viviente y
ese proceso conduce, inevitablemente, a la muerte.
Es, pues, completamente natural, que el cristiano perciba la
enfermedad como aviso de su finitud y como una invitación a
prepararse al advenimiento de la vida eterna, es decir de la etapa
definitiva de la única existencia humana, porque nuestro ser estará,
si nuestra vida terrena ha sido coherente con el querer de Dios,
para siempre centrado en El, sin posibilidad alguna de separarnos
de El, y alcanzará su plenitud en el día de la resurrección.
La enfermedad suele estar marcada por el dolor y por la aflicción,
que son situaciones inherentes a esta vida pero que desaparecerán
en la Jerusalén celestial: "esta es la morada de Dios con los
hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y El,
Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y
no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el
mundo viejo ha pasado" (Apoc.21,3s) El Apóstol San Pablo asocia la
vida temporal a la corruptibilidad (cfr. lCor. 15,43ss) y ve la
corporeidad de los resucitados bajo el signo de lo "espiritual" que es
en cierta forma sinónimo de inmortalidad. Quizás por eso sostiene
que "el último enemigo en ser destruido será la muerte" (lCor.15,26).
El dolor tiene, pues, una necesaria referencia al no-dolor, y éste es
una expresión válida, aunque literariamente negativa, de vida, de
armonía, de felicidad.
Cuando empleamos las palabras "dolor" o "enfermedad", solemos
referirnos, en primer lugar, a dolores físicos o corporales. Pero
todos sabemos que hay dolores y enfermedades que podemos
calificar de "espirituales", que no son exactamente lo mismo que la
categoría de las dolencias psíquicas. En todo caso la unidad del ser
humano hace que una aflicción espiritual pueda tener
consecuencias somáticas y viceversa. Por eso la felicidad de los
bienaventurados en la gloria, que consiste ante todo y
principalmente en la visión gozosa de Dios, de su ser inefable y de
sus obras, incluye también la plena armonía corporal, la
imposibilidad de la corrupción y del sufrimiento. Al contrario, la
situación de los réprobos es la de un dolor sin fin, una especie de
desgarramiento interior, un desequilibrio torturante que procede de
la clara conciencia de haber rechazado el único bien absolutamente
apetecible y el único objeto realmente beatificante, y de no poder
revocar ese rechazo. Así como la bienaventuranza recibe la
calificación de "vida eterna", la condenación es llamada "muerte
eterna" y la Sagrada Escritura la asocia a diversas imágenes de
sufrimiento: "fuego" (Mt.3,12; 18,8; 25,41); "gusanos" (Mc.9,43.47);
"rechinar de dientes" (Lc.13,28; Mt.24,51); "tinieblas" (Mt.8,12;
22,12), etc.
2.- Sobre la vida.
En el horizonte de muchos hombres de hoy, la palabra "vida" no
evoca sino la dimensión corporal y temporal de la existencia. El
mundo contemporáneo ha adquirido una vivísima sensibilidad con
respecto a los derechos de la persona humana, y ante todo hacia su
vida corporal. Se la protege legalmente y se la defiende de las
agresiones injustas. Se desarrollan complejos y costosos sistemas
de asistencia social para ir en ayuda de las personas enfermas o
física o psíquicamente limitadas. Curiosamente, por no decir
escandalosamente, muchas legislaciones admiten como algo
legítimo el atentado contra la vida de la criatura que está aún en el
seno de su madre, eliminando el aborto - incluso en sus formas más
atroces y expresivas de una suma decadencia del sentido moral –
del catálogo de los crímenes y delitos punibles por la sociedad.
Luego de la legitimación del aborto ha venido la de la eutanasia, y
no se puede negar que existe entre ambas una lógica ineludible. A
continuación se ha llegado a las manipulaciones genéticas, cuyas
proyecciones son insospechables. No cabe sino felicitarse ante la
creciente sensibilidad frente al respeto por la vida, pero no es
posible retener un sentimiento de estupor e indignación ante las
diversas formas de atentados contra la vida de inocentes.
Sin embargo, a la luz de la fe, la vida en su sentido pleno y más
profundo, es la vida en Cristo y para Dios. "Para mi', la vida es Cristo
y la muerte (=corporal) es una ganancia" (Flp.1,21) decía San
Pablo, y explicaba su pensamiento expresando que "yo vivo, pero no
soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi" (Gal.2,20).
Que la vida lejos de Dios no merezca el nombre tal, sino que sea en
realidad miseria y muerte, es una de las enseñanzas nítidas de la
parábola llamada "del hijo pródigo" (cfr.Lc. 15,11-32). El muchacho
perdulario que vuelve a la casa paterna, al decir de su padre
"estaba muerto y ha resucitado" (Ib.v.32). La misión de Jesús se
puede resumir en sus propias palabras "he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia" (Jn. 10,10), y él mismo se proclama
"camino, verdad y vida" (Jn.14,6). Cuando el Apóstol San Pablo
afirma con extraordinaria fuerza y crudeza que "todo lo he tenido por
estiércol con tal de ganar a Cristo" (Flp.3,8), no hace sino expresar
su convicción de que nada tiene valor si significa una contraposición
con el Señor. Los mártires, puestos en la disyuntiva de perder la
vida corporal o la eterna, optaron con sabiduría por la muerte
corporal: prefirieron perder esta vida para ganar la Vida.
Todo cristiano tiene que permanecer siempre en la perspectiva de
la vida eterna y en esa perspectiva debe juzgar y valorar los objetos
que se le presentan y las opciones que constituyen la trama de su
existencia en libertad. El recuerdo de la muerte no es, pues, una
memoria trágica, sino la conciencia de un hecho normal - aunque no
por ello menos doloroso - que constituye el paso a la vida eterna,
supuesto que la existencia en este mundo haya sido conforme con la
ley de Dios. El recuerdo de la muerte es una invitación a valorar los
objetos y, opciones desde la única perspectiva valedera, es decir la
de su coherencia o incoherencia con la voluntad de Dios. La vida
temporal no es sino la preparación o antesala de la vida eterna: Dios
nos concede la vida temporal para que merezcamos la eterna que
es nuestra verdadera finalidad, la única finalidad definitiva (ver GS
22) y en razón de la cual debe ponderarse todo lo demás.
La vida eterna no es la sola inmortalidad del alma, sino, en
definitiva, la vida en plenitud de todo el ser humano, alma y cuerpo,
luego de la resurrección en el día de la Parusía del Señor. Esa vida
en plenitud será la expresión de la perfecta armonía entre el hombre
y Dios, armonía que es el resultado de la justificación y de la gracia
que son exactamente lo opuesto al pecado, cuya consecuencia es la
muerte (cfr. Gn. 3,19; Rom.5, 12-21). Así es no sólo legítimo sino
también lógico afirmar que toda opción de rechazo del pecado es
una opción de vida, como cualquier opción de pecado es, en el
sentido más auténtico, una opción de muerte.
3.- Los sacramentos, signos de vida.
SOS/SIGNOS-DE-VIDA: Es conocida la enseñanza de Santo
Tomás de Aquino que afirma que los sacramentos son signos
rememorativos de la Pasión de Cristo, demostrativos de la gracia y
prognósticos de la gloria futura. Todo ello tiene íntima relación con
la vida, pues la muerte de Cristo constituye la victoria sobre el poder
del pecado y de la muerte, la gracia es la vida verdadera ya en este
mundo, y la gloria es la plenitud definitiva de la vida. Estas tres
dimensiones corresponden a todo sacramento, aunque con el matiz
propio de la gracia de cada uno de ellos.
Los tres sacramentos de la iniciación cristiana, "el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía" vienen a ser el inicio, la madurez y el
alimento de la vida nueva. Son, por así decirlo, la re-creación del
hombre (Ef.4,24; Col.3, 10; 2Cor.3, 17; Gal.6, 15), el don de la
adopción divina y de la participación en la naturaleza de Dios (2Pd.
1,4; Jn.6,53-57; 15,4-8), el inicio en la tierra de la vocación a la
santidad y a la alabanza de la gloria de la gracia de Dios (Ef.1,3-14).
Conviene tener presente que estos tres sacramentos que introducen
en la vida de la gracia apuntan ya al destino final y total del hombre
íntegro, en su alma y en su cuerpo, destino que es de vida eterna y
gloriosa, no sólo de inmortalidad del alma, sino de resurrección
corporal. No se puede minimizar el alcance de las expresiones tan
concretas de San Pablo: "el cuerpo no es para la fornicación, sino
para el Señor" (lCor.6,13); "¿no sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo?" (v.15); "¿no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espiritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de
Dios, y que no os pertenecéis?" (v.19); "¡Glorificad, por tanto, a Dios
en vuestro cuerpo!" (v.20). El Apóstol relaciona toda esta
argumentación referida a la castidad cristiana, con nuestro destino
de resurrección que es la proyección de la resurrección de
Jesucristo (v. 14).
Los sacramentos de la Reconciliación o Penitencia y de la Unción
de los Enfermos constituyen el grupo de los así llamados
"sacramentos de la salud", "sanación" o "curación" (ver CEC.
1420ss.), porque suponen un grave quebrantamiento, ocurrido
después del bautismo, sea de la salud espiritual, sea de la salud
corporal de un cristiano.
La Penitencia mira a la recuperación de la gracia, a la justificación
"segunda", con vistas a destruir el pecado cuyo efecto es la "muerte"
o sea la privación de la vida en Cristo en esta tierra, de la
"deificación" y, en definitiva, de la posibilidad de acceso a la plenitud
de la Vida en la eternidad. El estado de "muerte" en virtud del
pecado desemboca, si no hay conversión ni reconciliación con Dios,
en la muerte eterna que afecta al hombre en su integridad. El
pecado está relacionado, pues, con un desastre, incluso físico, de la
persona y por lo mismo es justo reconocer que la reconciliación,
aunque se refiera en forma directa a la "vida espiritual", tiene, no
obstante, un efecto corporal, diríamos "somático", y que consiste en
devolver la posibilidad concreta de acceder a la vida en Cristo, cuya
consumación es la vida eterna y la gloria de la., resurrección.
La Unción de los enfermos presupone que se trata de un cristiano
ya bautizado, con uso de razón (lo que implica con capacidad para
haber podido pecar, siquiera venialmente), y afectado por una
enfermedad que pone en peligro su vida, aunque no sea en forma
inminente. Llegamos aquí a un punto de especial importancia en la
relación salud - gracia - vida. Queda ahora enunciado para volver
más adelante sobre él, pues merece una más detenida
consideración.
Los dos sacramentos del Orden y del Matrimonio son
caracterizados como sacramentos que miran en forma especial al
orden social de la comunidad cristiana (ver CEC n. 1534ss.). No es
que los demás sacramentos tengan solamente una dimensión
personal: afirmarlo sería prescindir de la enseñanza de San Pablo
que ve a la Iglesia como "Cuerpo de Cristo" (Rm. 12,5; lCor. 10,17;
12,12; Ef.4,16; Col.2,19), y por lo tanto como una realidad
comunitaria en la que existe una solidaridad que va mucho más allá
de una simple membresía jurídica (ver LO 8 y 9). Todos y cada uno
de los sacramentos comunican gracias que beneficean no sólo a
quien los recibe, sino que enriquecen y afirman los vínculos del
Pueblo de Dios que son, ante todo, del orden de la vida en Cristo. Si
se califican los dos Sacramentos del Orden y del Matrimonio como
referidos a la vida social de la Iglesia, ello no es para excluir la
dimensión social de los demás sacramentos, sino para afirmar que
éstos dos juegan un papel especial en la estructura sacramental de
la Iglesia.
El Orden comunica la sucesión en el ministerio apostólico, el cual
asegura una cierta forma de presencia de Cristo en la comunidad a
través del ejercicio, en su nombre y no por decisiones humanas, del
ministerio tripartito del anuncio auténtico de la palabra de Dios, de la
presidencia "in persona Christi" del culto litúrgico, y de la
conducción' en nombre de Cristo, de la comunidad eclesial. Ahora
bien, como la Iglesia peregrina hacia el Reino de los cielos, que es
su plenitud, y como esa peregrinación no consiste en otra cosa que
en el seguimiento de Cristo y en su crecimiento en cada cristiano
(Ef. 3,19; 4,13), el ministerio ordenado es un ministerio de vida y de
salvación en el que se entrelazan inseparablemente la dispensación
de los misterios de Dios (lCor. 1,1; 2Cor.6,2) y el poder de expulsar
los espíritus inmundos (Mc.3,15), cuya acción es la raíz de la muerte
corporal y de la eterna (Gen. 3,16-19; Sb.2,24). No hay que olvidar
que la Iglesia ha confiado desde antiguo, a ministros ordenados, el
poder de expulsar al demonio de aquellos fieles que han caído en su
poder: es la actividad litúrgica llamada "exorcismo". Y hay que tener
presente que en la acción apostólica con respecto a los enfermos,
en la que los laicos pueden y deben asumir variadas
responsabilidades, corresponde precisa y exclusivamente a los
sacerdotes la administración del Sacramento de la Unción de los
enfermos, así como ellos y los diáconos son los ministros ordinarios
del Viático para los que están prontos a partir de este mundo.
También del sacramento del Matrimonio puede decirse que es
"estructurante" de la Iglesia, en el sentido de que la comunidad
conyugal refleja la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia. El
matrimonio cristiano es un sacramento, es decir una realidad de
gracia y por lo tanto de vida en Cristo. Tarea principalísima de los
esposos cristianos es la de prestarse mutua y., amorosa ayuda en
su peregrinación hacia el Señor, apoyándose en forma permanente
en la prosecución del ideal de la santidad, que para los casados
debe realizarse necesariamente en el marco de la condición
conyugal. Y puesto que la santidad es sinónimo de la vida en Cristo
en plenitud, es perfectamente lógico afirmar que el matrimonio es
sacramento de vida, y que apunta no sólo a un mutuo apoyo en
clave temporal, afectiva y física, sino que su fruto de gracia debe
percibirse necesariamente en un horizonte de vida eterna,
precisamente allí y cuando se realizan las "bodas del Cordero" de
que habla el último de los libros de la Biblia (Apoc.21,9). Lo anterior
se deduce de la hermosa enseñanza de San Pablo en su carta a los
Efesios ( ver Ef.5,21-33), y varias expresiones de ese texto permiten
afirmar que el Apóstol mira a la Iglesia como a una esposa fecunda
que por la gracia de Cristo engendra hijos y ciertamente no sólo con
vistas a su realización en este mundo, sino para que respondan a
una vocación de santidad y de eternidad. El papel de los esposos
cristianos incluye su responsabilidad, que es propiamente
"apostólica", hacia los hijos. Se engendran hijos para que lo sean de
Dios, miembros de Cristo y de su Iglesia, templos del Espíritu Santo
y herederos del Reino de los cielos, es decir, para que tengan vida,
no sólo vida corporal o intramundana, sino la vida verdadera que no
puede ser tal sino en Cristo. Así pues, es justo afirmar que el
matrimonio es el Sacramento del crecimiento de la Iglesia por la vía
de la fecundidad natural y sobrenatural de los esposos. Es el
sacramento que trae a .,la existencia nuevos miembros de la
comunidad de salvación, llamados a la gracia y a la gloria.
4.- El sacramento de la Unción de los enfermos.
UNE/QUE-ES: Como se dijo antes, el beneficiario directo de este
sacramento es un cristiano, por lo tanto un bautizado, que ha
llegado al uso de razón, y que padece una dolencia que amenaza su
vida, aunque no sea en forma inminente. La tradición de la Iglesia
considera que la vejez, ancianidad o senectud, se equiparan a la
enfermedad. E1 tiempo para administrar este sacramento comienza
cuando ya está presente una dolencia que constituye una amenaza
para la vida corporal, aunque el desenlace no sea inminente o
inevitable. Es un error pastoral y una falta de caridad postergar la
administración de la Santa Unción hasta que el enfermo esté
agónico, o poco menos, y quizás ya privado de conocimiento. Error
pastoral, porque el sacramento da gracias para asumir la cruz de la
enfermedad, la que se hace presente desde mucho antes de la
inminencia de la muerte. E1 error pastoral se funda, pues, en una
concepción equivocada acerca del fruto y de la gracia propia de
este sacramento. También hay una falta de caridad, que puede
llegar a ser objetivamente grave porque se priva a un cristiano de
las gracias sacramentales que tienen precisamente como fruto el de,
ayudarlo a asumir, como una forma de su vida en Cristo, la realidad
de la enfermedad o de la ancianidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "la gracia especial
del sacramento de la Unción de los enfermos tiene como efectos:
- la unión del enfermo a la Pasión de Cristo, para su bien y el de
toda la Iglesia;
- el consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los
sufrimientos de la enfermedad o de la vejez;
- el perdón de los pecados si el enfermo no ha podido obtenerlo
por el sacramento de la Penitencia;
- el restablecimiento de la salud corporal, si conviene a la salud
espiritual;
- la preparación para el paso a la vida eterna" (CEC n. 1532).
La enfermedad es una realidad que resulta ambivalente en orden
a la salvación. Puede vivirse en íntima unión con Cristo en su
dolorosa Pasión, en espíritu de penitencia y de ofrenda, con
paciencia y serenidad. Pero puede también vivirse,
desgraciadamente, con rebeldía hacia Dios e incluso con
desesperación, con impaciencia, sin pensar en la Pasión de Cristo,
con dudas de fe o con desconfianza en la misericordia de Dios. El
primero de los modos descritos de vivir la enfermedad es
precisamente "vivirla en Cristo", vivirla como una situación salvífica,
vivir la cercanía del término de la peregrinación, terrenal con los ojos
de la fe; puestos en la bienaventuranza y en la Casa del Padre. Esa
vivencia supone vencer la innata dificultad y repugnancia a aceptar
el dolor y la muerte, dificultad que no sólo radica en nosotros
mismos, sino que puede ser acrecentada por la acción de Satanás,
interesado en conseguir que el hombre cristiano termine su
existencia terrenal desconfiando del amor de Dios, rechazándolo o
sintiéndose rechazado por El. Tal victoria no puede ser sino el fruto
de la gracia de Dios, cuyo canal ordinario en la economía cristiana y
para las circunstancias de la enfermedad es el sacramento de la
Unción de los enfermos.
La experiencia de la enfermedad o de la senectud hace recordar
la realidad que asumió Jesús que, siendo Hijo de Dios, se anonadó y
tomó una naturaleza humana en todo semejante a la nuestra, menos
en el pecado, y se humilló hasta sufrir la muerte, y muerte de cruz, y
por eso e Padre lo glorificó y le dió un nombre sobre todo nombre
(ver Flp.2,6-9). La enfermedad y la vejez son humillaciones que
ponen al hombre ante lo vano del sentimiento de autosuficiencia y lo
invitan a poner su confianza sólo en Dios. Es una purificación
dolorosa que constituye una pedagogía de humildad que se inscribe
en la basilar doctrina cristiana de la insuficiencia de las fuerzas
puramente humanas para alcanzar la salvación, así como en la de la
fuerza victoriosa de la gracia, "capaz de hacer de las mismas piedras
hijos de Abraham" (Mt.3,9; Lc.3,8), "porque para Dios nada hay
imposible" (Lc. 1,37; 18,27).
La doctrina de la Iglesia señala como uno de los frutos de la
Unción de los enfermos una profunda "purificación" del alma de
quien recibe este sacramento (ver DS. 1696). ¿Cómo entender esta
"purificación"? Quizás pueda servir la comparación con las cicatrices
que dejan las heridas corporales. La cicatriz no es de suyo una
enfermedad, no es dolorosa, ni suele desarrollarse en forma que
amenace la salud. Pero no es bella, afea, es una falta de armonía
que da testimonio de un "desorden" pasado. Sería ingenuidad creer
que los pecados personales, sobre todo aquellos que constituyeron
"hábitos", pasan sin dejar rastro. Es posible que una conversión
vivísima, dolorosamente amorosa, pueda extirpar totalmente las
secuelas del pecado. Pero los arrepentimientos no suelen ser tan
vivos, ni tan dolorosos, ni tan amorosos y por eso se hace necesario
un nuevo don de Dios, un don de gracia que venga a remediar la
debilidad o la imperfección de la conversión: es el don que llega a
través del sacramento de la Unción de los enfermos que produce su
fruto según la disposición de quien lo recibe.
El sacramento de la Unción de los enfermos produce algunos de
sus efectos en relación con el estado presente de enfermedad que
se sufre y para sufrirlo cristianamente. Otros de sus efectos miran a
obtener la justificación si no se pudo obtener por el sacramento de
la Penitencia. Finalmente hay efectos que miran principalmente a
adquirir la necesaria disposición para poder entrar en la
bienaventuranza eterna y contemplar cara a cara la belleza inefable
de Dios.
Como la enfermedad muchas veces cede y el hombre recobra la
salud, puede suceder que se reciba la Unción más de una vez en la
vida, en el supuesto que vuelva a aparecer una enfermedad, o que
la que existía se agrave. Así, la Santa Unción es también un
sacramento de vida: para vivir en Cristo la situación de la vida
corporal amenazada, para hacer partícipe a todo el Cuerpo de
Cristo del fruto de la personal vivencia de la Pasión, y para
introducir, a través de la humillación y de la provisoria destrucción
corporal asumidas con realismo de fe, en la vida eterna y en la gloria
de la resurrección. El cristiano gravemente enfermo debe recibir los
sacramentos de la Penitencia, de la Unción de los enfermos y de la
Eucaristía como Viático. El Cuerpo de Cristo resucitado y glorioso
recibido en esa circunstancia es precisamente la prenda y garantía
de la resurrección que aguarda al cristiano en el día de la Parusía,
cuando será destruido el último enemigo, que es la muerte
(lCor.15,26).
"Es necesario que este ser corruptible se revista de
incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad Y
cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser
mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra
que está escrita: ..La muerte ha sido devorada en la victoria.
¿Dónde está, ¡oh muerte! tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh muerte! tu
aguijón?». El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del
pecado, la ley. Pero, ¡gracias sean dadas a Dios, que nos ha dado
la victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (lCor. 15,53-57).
Roma, 7 de noviembre de 1997