LA RELIGIOSIDAD POPULAR:
UN RETORNO QUE HAY QUE VALORAR

Luis MALDONADO
Sacerdote diocesano
Profesor del Instituto Superior de Pastoral
Madrid

1. El retorno de lo religioso

Lo que hoy llamamos «religiosidad popular» encuentra dificultades de comprensión por parte de aquellos que no la practican y se sienten como fuera de ella. No debe extrañar. La religiosidad popular es una realidad sumamente compleja que corresponde a una cultura, a una tradición y a una evolución muy determinadas.

No sólo muchos sacerdotes, sino también muchos laicos, movimientos seglares, comunidades, etc. se encuentran en contextos culturales, teológicos y eclesiales muy distintos. De ahí la dificultad de comprensión y entendimiento recíprocos. A la hora de analizar y enjuiciar la religiosidad popular, un primer error consiste en quedarse sólo en sus fallos, errores o vacíos. Se comete una simplificación. Por supuesto que esos fallos son reales y frecuentes y han sido ya suficientemente analizados. Me refiero al sentido de superstición y magia de que adolecen ciertas prácticas de la religiosidad popular que pretenden manipular a Dios, forzarlo, utilizarlo, arrancarle milagros mercantilizando la fe. Tales prácticas pueden inducir a una huida de la realidad y de la lucha por transformar la vida. Se cierne sobre ellas un cierto fatalismo o una cierta resignación.

Otras veces encontramos en las asociaciones promotoras de esta religiosidad un caciquismo lamentable o un individualismo muy poco eclesial. A veces surge un fanatismo irracional, agresivo, insolidario. También puede darse una credulidad ingenua... Pero la cuestión es si, junto a esas lacras, no hay también unos valores humanos, culturales... y evangélicos. No se trata de hacer ahora una apologética de la religiosidad popular ni de dar un giro copernicano y pasar de una postura rígidamente contraria a otra cien por cien favorable. Se trata de aplicar un prudente discernimiento de espíritus y recobrar un realismo que tenga en cuenta la nueva situación en que hoy nos hallamos inmersos.

Un defecto típico de la religiosidad popular es su excesivo tradicionalismo, su apego a formas antiguas, su resistencia a todo tipo de cambio. Los cambios, sin embargo, llegan inexorablemente. ¿En qué dirección?

Quizá el cambio más notable al que asistimos en los años noventa es el que se ha denominado «vuelta de la religión» o «retorno de lo religioso».

Efectivamente, a nuestro país está llegando esa corriente nueva que vuelve a reabrir el sentido y la sensibilidad para la experiencia religiosa. Es algo claramente perceptible en diversos grupos jóvenes, en sectores universitarios y en algunos ambientes intelectuales.

Los «maestros de la sospecha» (sobre todo Marx y Freud), así como la teología y la cultura seculares, habían puesto de moda la crítica a la religión y la contraposición entre religión y fe. Se decía que el cristianismo es una fe, no una religión. Y justamente se opinaba que la religiosidad popular era un residuo anacrónico de esa religión, superada por el cristianismo genuinamente evangélico, por la emancipación secular, etc. En las prácticas del pueblo nos encontramos -se pensaba- con manifestaciones posiblemente religiosas, pero sin un auténtico contenido de fe.

Por otro lado, desde estas críticas, que en parte venían de la teología dialéctica protestante, se consideraba que la religión es siempre magia, superstición, intento de dominar a Dios, algo en el fondo diabólico o demoníaco (K. Barth).

Hoy el horizonte es bastante distinto. Se piensa que la religión puede caer en formas aberrantes, pero que otras veces es una realidad absolutamente positiva, pues a través de ella se alcanza la posibilidad de experimentar lo sagrado, lo trascendente, lo divino. La crítica hecha a la religión por las teologías dialéctica y secular es juzgada cada vez más como un síntoma claro de ese eurocentrismo que contempla la cultura europea como el «ombligo» del mundo. Aunque no sea expresión de fe cristiana, el acto religioso es -puede sermanifestación del sentido de religación, de apertura al misterio, de acogida de lo numinoso; todo lo cual encierra un valor único, sobre todo cuando aún muchas personas siguen alardeando de agnosticismo y de no «sentir nada» respecto de lo Divino. He aquí cómo la religiosidad popular vuelve a ser valorada en cuanto pedagogía para el misterio y real «praeparatio evangelica».

La vuelta a la naturaleza, la conciencia ecológica, son fenómenos que acompañan a este renacer del sentido de lo sagrado. La Tierra y la materia vuelven a ser sentidas como la «Madre Tierra», la Gala matricial, la «Pacha Mama», es decir, la manifestación de la Divinidad en su sentido femenino-materno.

Un testimonio impresionante que recoge con toda su fuerza este viraje espectacular es la obra novísima de Leonardo Boff, Ecología (Madrid 1966), donde toma nota con emoción sincera del nuevo descubrimiento de la realidad sacramental del mundo, de la naturaleza. Continuamente alude a cómo las religiones no cristianas y la religiosidad del pueblo cristiano han sabido mantener una actitud de respeto y veneración sacral ante la Tierra, la única actitud que puede salvaguardar del desastre ecológico.

Pero incluso otros autores que no proceden de la teología, sino de la filosofía, y que no se presentan como cristianos, vienen publicando estudios importantes durante los últimos años en esta dirección. Podemos mencionar entre ellos a Eugenio Trías, La edad del espíritu (Barcelona 1995) y Diccionario del espirita (Barcelona 1996)'.

2. En las co-yunturas de la vida: los ritos de transición

Tratemos ahora de descubrir cómo se dan esas experiencias religiosas positivas en la religiosidad popular de nuestras gentes. ¿Cuales son los actos que encaminan en esa dirección? Se pueden resumir en algo muy sencillo, aunque muy profundo e importante. Son los actos llamados «ntos de transición».

Los «ritos de transición» son, como el mismo término indica, ciertas «ceremonias» que se celebran cuando en la vida de la persona o del grupo tiene lugar una transición, el paso de una situación vital importante a otra; paso a una situación nueva, distinta, que comporta un riesgo o una nueva posibilidad, un esfuerzo, un proyecto, una esperanza. Estas situaciones de paso o de cambio se dan a un doble nivel: a nivel de la familia y a nivel de la naturaleza.

A nivel familiar, las personas las experimentan cuando se inicia la vida de la familia (casamiento), cuando ésta se multiplica (engendrar y dar a luz), cuando los hijos concluyen un período de crecimiento (infancia, adolescencia), cuando se enferma, cuando se muere... En esas coyunturas familiares se realizan ciertos ritos que los cristianos llamamos sacramentos, pero que en otras religiones se denominan de otra manera, ciertamente analógica. Nosotros hablamos de bautismo, matrimonio, confirmación, primera comunión, unción, exequias... Falta la misa; y es que en talos contextos las personas no son muy cumplidoras del llamado precepto dominical, precisamente porque no encaja bien en el contexto que estamos describiendo. Estos ritos los pide «todo e! mundo», el pueblo como cuasi-totalidad. Por eso hablamos de religiosidad popular.

Otras transiciones son las de la naturaleza. Nos encontramos aquí sobre todo con los solsticios y los equinocios. En los solsticios, las horas de luz solar aumentan o disminuyen hasta sus cotas máximas: es el comienzo del invierno o del verano (hacia finales de diciembre y de junio, respectivamente). En los equinocios se alcanza un equilibrio en la duración de la luz, es decir, un equilibrio en la duración del día y de la noche. Ese equilibrio puede alcanzarse por vía ascendente, cuando los días van creciendo: es la llegada de la primavera (hacia el 21 de marzo), o por vía descendente, cuando los días se van acortando: es el comienzo del otoño (hacia el 21 de septiembre).

Pero lo importante no es sólo el dato astronómico-solar. Lo importante es su efecto sobre la Tierra, sobre el campo, y la experiencia que entonces tomamos de la naturaleza. Es la experiencia de una naturaleza que resucita, se llena de vida, se hace fecunda, o que decae, agoniza, se acerca a la muerte. Es también la vivencia de una plenitud y armonía o de una decrepitud y envejecimiento. Entonces es cuando comienzan o concluyen las tareas agrarias de recolección. Tenemos, pues, otra vez, la realidad de la transición.

Por eso todas las culturas sitúan aquí sus ritos en forma de fiestas que la Iglesia ha cristianizado, inculturizando en ellas la celebración de los misterios de la fe: Navidad, Pascua, San Juan Bautista, las advocaciones patronales de ciertas Vírgenes o Santos (fiestas patronales). Son ritos masivos. En ellos participa todo el pueblo.

Ahora bien, ¿se trata simplemente de actos externos, de meras tradiciones o costumbres? Quizá sí, quizá no. Todo rito de transición, bien familiar, bien cósmico, puede poseer aspectos realmente positivos. ¿Por qué? En esos momentos (en esas, nunca mejor dicho, «co-yunturas») las personas suelen o pueden tener una experiencia profunda: la de ese tránsito o paso que justamente la Biblia llama «pascua».

Los ritos de transición pueden ser la expresión de un encuentro con el Misterio, la manifestación, el descubrimiento de algo Nuevo, Grande, la apertura a la trascendencia de la Vida o del Amor (con mayúscula): una Vida que se da, se transmite, se recibe y acoge, que crece o peligra, madura o se extingue; vida de la persona, de la familia, de la naturaleza... En realidad, ambas son inseparables, como nos dice hoy la ecología. Esa vivencia del Misterio y de la Vida con mayúscula arraiga en la percepción de lo que nos rebasa y trasciende, a saber, lo sagrado, lo numinoso, lo divino. Esto se denomina experiencia religiosa o, en términos más técnicos, hierofanta, kratofanía, teofanía... La persona que acoge esa experiencia es religiosa en cuanto se siente religada a la fuente última de la vida.

Hoy, cuando entre tantos sigue perdido el sentido religioso a causa de la influencia agnóstica, esas experiencias primordiales se deben valorar y desarrollar en cuanto cauces para promover una religiosidad genuina. Sin ellas la tarea resulta casi imponible. Además, está demostrado que la no celebración de estos ritos suele provocar desequilibrios, depresiones, trastornos psíquicos, tanto en los individuos como en los grupos. El que la iglesia asuma tales rituales, por más que no cumplan todos los requisitos de un sacramento, es una más de sus tareas samaritanas, de su servicio en favor del pueblo, en favor de las personas dolientes, psicológicamente enfermas. No son actos hueros. Tienen un contenido profundamente humano que linda muchas veces con lo religioso. Y todo lo humano es evangélico.

3. Los valores cristianos del catolicismo popular

Pero es claro que en la religiosidad popular de nuestras gentes no sólo hay valores humano-religiosos. Hay también valores cristianos. Cuando esto acaece, tenemos un catolicismo popular.

Al descubrimiento de esta axiología ha ayudado la teología latinoamericana de la liberación. Con su irrupción en el escenario internacional ha cambiado el juicio de teólogos y pastoralistas. La teología de la liberación parte, como es sabido, de un axioma fundamental: los pobres nos evangelizan. Pues bien, en el catolicismo popular tenemos muchas veces, ciertamente no siempre, las manifestaciones de la fe de los pobres. Esas manifestaciones son en buena medida creación de ellos. Este hecho obliga a considerarlas con el mayor respeto.

a) Los pobres nos evangelizan

Es verdad que hay otras formas de catolicismo popular que no son expresión genuina de la vivencia evangélica del pueblo pobre, sino que han sido manipuladas por grupos externos a él. Más aún, han sido introyectadas en él desde fuera. Esto es lo que podemos llamar religiosidad no popular, sino popularizada (o catolicismo popularizado).

Pero existen formas religiosas en el pueblo que responden al fondo real del misterio de la pobreza vivido en la fe y la esperanza cristianas. Ahi puede hallar la iglesia, el pastor, el teólogo, realidades muy palpitantes que le evangelizan y le convierten. Aquí se invierten los papeles. No se trata de evangelizar la religiosidad popular, sino de dejarse evangelizar por ella.

Podemos indicar tres pistas que nos ponen en camino de descubrir estos valores evangelizadores gestados por la religiosidad del pueblo pobre o catolicismo popular.

- En primer lugar, los Cristos populares, la cristología creada por el pueblo como plasmación de su confianza en el Dios sufriente que acompaña a quienes, abandonados por la sociedad, se hallan en los márgenes y en los infiernos de la existencia. Ahi tenemos la larga hilera de Nazarenos, Cristos flagelados, atados a la columna, con la cruz a cuestas, crucificados, agonizantes, yacentes, en manos de la Dolorosa... Ellos nos descubren al Varón de dolores, al Siervo de Yahvé en su kénosis más real. Nos actualizan el misterio de la Encarnación vivido plenamente, sin ninguna evasión o veleidad docetista. Muchos de esos Cristos reflejan en sus facciones los rasgos del hombre del pueblo asesinado contra toda justicia. El caso más conocido es el del «Cachorro» de Sevilla.

- Se ha dicho que el pueblo no ha tenido sentido de la resurrección del misterio pascual en su integridad; que, por tanto, ha caído en un dolorismo extremo al interpretar el hecho cristológico. Ciertamente hay una parte de verdad en este diagnóstico; pero habría que añadir que no siempre el predominio del Viernes Santo en el catolicismo popular es un síntoma de unilateralidad en la vivencia de la Pascua. Lo que sucede es que el pueblo, a veces, celebra en ese mismo día la pasión y muerte de Jesús así como su resurrección (tal es el caso de Priego, en la provincia de Córdoba). En esto mantiene la tradición de la iglesia primitiva, que expresaba la unidad del misterio Pascual a través de una única celebración: la vigilia que va del sábado al domingo.

Lo que sí considero un valor del catolicismo popular es el modo en que sabe vivir la fe en el Resucitado sin caer en el triunfalismo dualista en que incurren ciertas espiritualidades y teologías postconciliares. Para el pueblo, el Cristo resucitado no es el que ahora vive en el mejor de los mundos, desconectado del sufrimiento de sus seguidores y sus «hermanos más pequeños» aquí en la tierra, sino el Jesús que vive junto al Padre, ciertamente, pero en compañía a la vez de su pueblo pobre y doliente, participando de sus sufrimientos, y que en ese sentido, como decia Pascal, «está en agonía hasta el final de la historia».

- Junto a los que he llamado «Cristos populares», tenemos las «Vírgenes» que también, y en el mismo sentido, podemos denominar «populares». En ellas el pueblo plasma todo el sufrimiento que ha de soportar, haciendo participar de él a la Madre. Así tenemos las Vírgenes de los Desamparados, de la Soledad, de las Angustias, de los Dolores, del Mayor Dolor y Traspaso, de las Tristezas, de las Penas, de las Lagrimas, de las Sangres, de las Cruces... En otras, los pobres han plasmado su esperanza contra toda esperanza. Por eso le otorgan las advocaciones entrañables de Virgen de la Esperanza, de la Expectación, de la Buena Dicha, de la Victoria, de los Remedios, de la Piedad, de la Misericordia, de la Consolación, del Consuelo, del Socorro....

b) La presencia de la muerte

Un segundo valor evangelizador del catolicismo popular es su sentido de lo que la teología tradicional denomina la comunión de los santos. Yo hablaría de su percepción profunda de la comunión con la muerte, con sus difuntos. Hay un sector importante del pueblo que no olvida a sus muertos como los olvidamos quienes pertenecemos a otras clases o culturas. Este sector no se ha rendido a esa censura tremenda de la muerte que ejerce la sociedad actual. Es algo muy saludable que salva de la esquizofrenia o escisión radical que tal olvido produce en quienes capitulan ante la represión, eliminación o «apartheid» del más allá de la muerte.

c) El sentido de lo comunal

Existe un tercer valor que debemos recordar. Yo lo llamo «sentido de lo comunal». Pero en realidad es un sentido que puede ser auténticamente comunitario. Aludo con ello a cómo el catolicismo popular ha sabido crear, ya a partir de la Edad Media, una espesa red de cofradías, hermandades, asociaciones, gremios... donde se puede vivir un verdadero espíritu de comunidad eclesial (ayuda, solidaridad, reciprocidad); donde se ahuyenta, por lo tanto, ese individualismo tan propio de los grupos burgueses. Lo interesante es que estas cofradías o hermandades suelen ser profundamente laicales y no admiten intromisiones clericalistas. De ahí los conflictos permanentes con sacerdotes capellanes, párrocos y obispos. Es verdad que muchas veces han caído y siguen cayendo en otro tipo de caciquismos (los ricos del pueblo, tal o cual familia...). Pero, cuando esto se supera, puede haber aquí una percepción de ese pueblo de Dios que es la iglesia, vivida ante todo como «societas aequalium» (sociedad de iguales), según enseña la Lumen Gentium en su número 32; vivida, pues, como reunión comunitaria de hermanos y hermanas. El pueblo deviene iglesia.

4. El lenguaje de la religiosidad popular: 12 rasgos

Los valores evangélico-evangelizadores analizados se refieren a los contenidos de la religiosidad popular. Digamos algo sobre el lenguaje más explícito con que dicha religiosidad expresa tales valores. Es éste un ámbito que pertenece a lo que se considera cultura del pueblo.

Creo que este lenguaje se desglosa en un dodecálogo de rasgos que me limito a enumerar:

1. Importancia de la imagen, la talla, el retablo, el «paso».

2. Relieve del «imaginario colectivo» como sedimentación de todo un mundo de símbolos, mitos, leyendas, tradiciones, romances... cargados de emociones profundas, sentimientos, afectos.

3. Prioridad de lo corporal a través de la marcha, la procesión, la peregrinación, la danza.

4. Sensibilidad ecológica e incorporación de la naturaleza a la celebración, con sus paisajes, sus ritmos, sus horas nocturnas y diurnas, el ocaso, el claroscuro, la penumbra, el crepúsculo... Multiplicidad y estrategia de las ermitas en valles, colinas, acantilados, montes...

5. Aprecio del vestido (hábitos, túnicas, capas, cíngulos, capuchas..) como exteriorización de una interioridad en flor.

6. Capacidad para decorar con todo tipo de medios un espacio, una imagen, un «paso» (flores, candelería, baldaquinos...).

7. Sentido del silencio como algo positivo.

8. Técnicas de concentración de la atención a través de la repetición de palabras (letanías, jaculatorias, invocaciones), a modo de mantras orientales.

9. Creación de una música popular acompañada de una variedad rica de instrumentos.

10. Enfatización de lo corporal y de la ascética a través del esfuerzo físico continuado (ir «toda la noche» llevando las andas de un «paso» en silencio, la larga caminata, la descalcen, la cruz a cuestas...). Son como los ritos iniciáticos que todas las culturas han planteado en el paso a la adolescencia o a la juventud: hay que superar una prueba difícil.

11. La farsa, la burla, la sátira (por ejemplo, los diablillos fustigadores en una procesión).

12. La culinaria, con sus guisos y platos para ciertas fiestas.

Podemos sintetizar todos estos elementos diversos de la cultura popular diciendo que el pueblo ha tenido un gran sentido festivo. Ha sido el creador de fiestas memorables que dejan una huella profunda en la vida de las personas y las comunidades.

5. Momento actual de la religiosidad popular en España

Hagamos una última pregunta: ¿cuál es el momento actual de la religiosidad popular en España? Todos los datos parecen sugerir que es un momento de auge notable. Está creciendo y extendiéndose incluso en las grandes ciudades. Yo señalaría tres indicadores que evidencien este nuevo desarrollo. Hay tres grupos de personas que se están incorporando masivamente a los actos de la religiosidad popular y, sobre todo, a sus organizaciones o estructuras comunitarias (cofradías, hermandades, asociaciones): las mujeres, los emigrantes y la juventud.

- Uno de los hechos más notables de los últimos lustros ha sido la facilidad con que las cofradías semanasanteras han abierto sus puertas a la mujer, especialmente a la mujer joven. Desde hace ya años las chicas pueden salir junto con los chicos en las procesiones, revestidas del hábito correspondiente, igual que los chicos o los hombres, a su lado, en la misma fila. Gozan de los mismos derechos que ellos. De este modo, las cofradías han crecido extraordinariamente. Las chicas participan también en las bandas de música, en los grupos encargados de las tamboreadas, etc.

- El segundo grupo es el de los emigrantes. Me refiero a todos aquellos que desde los años sesenta fueron abandonando los pueblos rurales y trasladándose a diversas ciudades en busca de trabajo. Pues bien, es sabido que la mayoría de ellos vuelven a sus pueblos con motivo de las fiestas patronales, las romerías y la Semana Santa. Muchos de ellos han infundido una nueva savia en todas estas celebraciones, algunas agonizantes, porque para ellos son una forma implícita de recuperar la propia personalidad e identidad. También son muchos los que vuelven al pueblo para celebrar los sacramentos de sus hijos, porque encuentran un ambiente más acogedor, más familiar y, desde luego más económico.

- Pero el grupo más importante que se ha ido incorporando a la religiosidad popular en estos últimos diez años ha sido el de la juventud. Efectivamente, en todas las poblaciones de España las cofradías han visto renovarse sus filas con una riada de muchachos y muchachas que piden participar en sus actos, que desean sobre todo salir en la procesión, con todo lo que esto conlleva. Solicitan, en fin, ser miembros de la hermandad. De hecho, muchas cofradías tienen que cerrar el cupo de admisión, y numerosas diócesis tienen que rechazar las solicitudes para crear nuevas cofradías. En las calles de la ciudad no hay espacio material para su presencia.

¿Qué significa todo esto?. Evidentemente, no se trata (al menos en muchos casos) de personas que hayan experimentado un proceso de cambio religioso. Por el contrario, son chicos y chicas muy ayunos de formación cristiana. ¿Qué hacer? ¿Rechazarlos? ¿Ignorarlos?...

En teoría, la respuesta es clara: es preciso acogerlos e iniciar con ellos un proceso de evangelización. Pero ¿es eso posible? Antes que nada, la primera tarea es interpretar el hecho en sí y tratar de descubrir cuáles son las motivaciones y los móviles de esta realidad masiva que emerge ante nosotros, precisamente cuando nuestras iglesias se han quedado vacías de juventud.

Creo que el hecho no se explica suficientemente diciendo que se trata de una moda, de un contagio, de una nueva «movida», o que nos encontramos ante una manifestación más de ese sentido lúdico-festivo tan propio de la postmodernidad. Eso puede darse en algunos casos, pero creo que en otros hay motivos de mayor entidad y más positivos que pueden constituir una «praeparatio evangelice» para una pedagogía cristiana. Indicaré un par de ellos:

a) Las nuevas generaciones se encuentran ahora, cuando llega el final del siglo y del milenio, en una situación histórica nueva que tiene las siguientes características: en primer lugar, se está viviendo como nunca la apertura a lo universal a través de la aparición de la «aldea global». Las nuevas estructuras políticas y económicas, los «mass media», el «internes», los viajes, el aprendizaje de lenguas, la uniformidad de una cultura de la música, la danza, el espectáculo, el vestido, el turismo... hace que los jóvenes se hallen instalados desde muy pronto en un ambiente absolutamente internacional. Pues bien, este lanzamiento hacia lo universal necesita ser contrarrestado o equilibrado dialécticamente por una nueva relación con lo particular, es decir, con la vinculación a la tierra propia, al «terruño», al país de origen, a la tradición familiar. De lo contrario, se puede caer en una especie de vértigo, como resultado del desequilibrio de la parcialidad.

b) Un segundo rasgo es lo que se suele denominar «aceleración histórica». La evolución de los acontecimientos se va haciendo más intensa. El cambio de situación es cada vez más rápido. La proyección al futuro parece predominar en el entorno social. En tal situación, las personas Jóvenes sienten aquí también la necesidad de integrar otra fuerza de signo contrario para recuperar una armonía o equilibrio. Es la conexión con el pasado, con el pretérito de su presente histórico Tenemos, pues, tanto en el ámbito del espacio como en el del tiempo un fenómeno similar y un mismo problema: la síntesis dialéctica de un equilibrio difícil, y en ambos casos, como solución, la vuelta a unas raíces tanto telúrico-espaciales como histórico-temporales (la tierra y el pasado de la persona, la familia, la comunidad de origen).

Sucede aquí como en la suerte de matar, en la que el torero suele dar un paso hacia atrás antes de lanzarse hacia adelante en su confrontación última con la fuerza ciega del toro. Los franceses lo expresan así: «recular pour mieux sauter».

En la vuelta a las formas de religiosidad popular o en su intensificación entre las nuevas generaciones pueden influir diversos factores ¿No será uno de ellos el de la búsqueda de las propias raíces personales (individuales y colectivas? Y esa búsqueda de las raíces propias ¿no estará en la línea de una asunción del pasado familiar, colectivo, y de la tierra de los antepasados? De ese modo se retorna, por un lado, al encuentro con la experiencia matricial de la Tierra y, por otro, a la asunción de la memoria histórica. Por ese doble cauce se recupera la identidad personal.

6. ¿Qué futuro le aguarda a la religiosidad popular?

No se trata de hacer futurología, sino, sencillamente, de considerar algunas previsiones que maneja la sociología religiosa.

La España de comienzos del próximo siglo puede llegar a presentar una situación paradójica y atípica dentro de Europa. Por un lado, los sociólogos han lanzado la advertencia de que España, como conjunto parece dejar de ser un país católico. Por otro lado, conforme crece el auge de la religiosidad popular, podemos augurar que será el país europeo con manifestaciones más intensas y extensas de carácter religioso.

He aquí la paradoja: un país de tradición y de vivencias católicas como quizá ningún otro (ninguno ha extendido el catolicismo por el mundo como España) va a dejar de ser católico, pero va a desarrollar un catolicismo popular o, si se prefiere, una religiosidad popular impregnada de catolicismo como ningún otro país de Europa.

Los datos más fehacientes los hallamos en la obra de Blanco González y González Anleo Religión y sociedad en la España de los 90, (Madrid 1992, 27). Pueden verse también los comentarios de J. Martín Velasco en su artículo «Los avatares del clero español en los últimos decenios» (Sal Terrae 84/6 [Junio de 1996], 445-459.457).

A partir de estos diagnósticos, podríamos pensar en un mapa religioso de España para los próximos decenios con las siguientes características. Por un lado, una serie de comunidades cristianas, parroquiales y no parroquiales, que viven un cristianismo bastante auténtico y con una fuerte influencia testimonial en la sociedad civil, pero que representan una minoría de entre el 10 y el 15% Por otro lado, las grandes masas de ciudadanos que no son simplemente agnósticos o indiferentes, como puede suceder en los países centroeuropeos, escandinavos etc., sino que participan activamente en ciertas manifestaciones de religiosidad popular: celebración masiva de la Semana Santa en todas las ciudades y pueblos; fiestas patronales, con sus romerías, peregrinaciones, visitas a ermitas, santuarios...; devoción a ciertas Vírgenes bajo diversas advocaciones, a ciertos santos y santas, a algunos Cristos..., con la asistencia multitudinaria de devotos y devotas para venerar la imagen; participación en cofradías y hermandades; el vasto campo de la devoción a los difuntos.. . ¿Qué pasaría con los sacramentos más demandados?

Ahora bien, ¿no resulta demasiado dicotómico un mapa así construido sobre una cierta futurología? ¿No lleva a un «a priori» excesivamente dualista una visión así del futuro? Creo, efectivamente, que la realidad concreta, tanto la actual como la de los próximos decenios, es -va a ser- más compleja de lo que nos dice la hipótesis de trabajo que he esbozado en las líneas precedentes. Pienso que las fronteras entre una praxis cristiana comprometida y una religiosidad popular, en nuestro contexto español, son mucho más fluidas de lo que da a entender el excesivamente esquemático cuadro que acabo de presentar.

De hecho, nuestra religiosidad popular tiene una serie de elementos realmente cristianos que la hacen de verdad un catolicismo popular. El que la vive con un mínimo de sinceridad está viviendo en realidad unos valores evangélicos cristianos, aunque sea parcialmente. Por otro lado, muchos de nuestros católicos practicantes se sienten profundamente vinculados a algunas de estas formas populares de religiosidad o catolicismo y no están dispuestos a abandonarlas. Muchos intentan una síntesis interesante, fecunda, como aquellos que abren las cofradías a una serie de acciones de compromiso o asistencia social en barrios pobres o en ambientes de marginación, o como los que emprenden una actividad catequístico-catecumenal...

De este modo se abre una perspectiva de posible encuentro, de acercamiento, de influencia recíproca de ambas corrientes; por ahí se puede llegar a una realidad sincrética, no sincretista, de síntesis, de fecundación mutua.

Éste es el desafío que presentan los próximos años. No va a ser tarea fácil. Las dificultades -en forma de prejuicios mutuos, descalificaciones, animadversiones- son grandes. Pero no resultará imposible, porque hay en ambos sectores muchas personas de buena voluntad. Unas y otras saben -van sabiendo- que la fe debe ser, por un lado, evangélica y, por otro, inculturizada. Las nuevas comunidades cristianas representan esa fe evangélica, y las masas populares poseen formas interesantes de inculturación. ¿No podría la síntesis de ambas realidades salvar a nuestro país de una descristianización masiva o generalizada?

SAL-TERRAE 1997, 3. Págs. 187-200

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1. Sobre el resurgimiento de lo religioso, véase: D. SPANGLER, Emergencia. El renacimiento de lo sagrado, Barcelona 1991; s. SUDBRACK, La nueva religiosidad, Madrid 1991; J.M. MARDONES, Las nuevas formas de la religión, Estella 1994; R. DíAz-sALAzAR, S. GINER y F. VELASCO (eds.), Formas modernas de religión, Madrid 1994.

Sobre la crisis de una cierta teología secular o de algunos de sus aspectos (no todos), ver: Th. ROBBINS, Cults, Converts and Charisma, London 1988; A. DE MIGUEL, La sociedad española 1994-1995, Madrid 1995.

Sobre la crisis de un cierto progresismo, conviene leer: J.M. MARDONES, Postmodernidad y neoconservadurismo, Estella 1991.

Un buen resumen de toda esta problemática: L. BOFF y F. BETTO, Mística y Espiritualidad, Madrid 1996.