9.- El desarrollo de la profesión cristiana 
en los artículos de fe cristológica

 

Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; 
y nació de santa María, virgen.


El origen de Jesús queda en la zona del misterio. En el evangelio de Juan, los judíos de Jerusalén arguyen en contra de la mesiandad de Jesús que .saben de dónde es; mas del Mesías, cuando venga, nadie sabrá de dónde viene. (Jn 8,27). La secuencia del discurso muestra la insuficiencia de tal conocimiento sobre el origen de Jesús: Yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado es veraz, aunque vosotros no le conocéis (Jn 7,28).

Jesús procedía de Nazaret. ¿Pero conocemos su verdadero origen si sabemos el lugar geográfico de su nacimiento? El cuarto evangelio recalca con particular interés que el origen real de Jesús es .el Padre., que de él procede totalmente y de modo distinto a cualquier otro mensajero divino.

Los llamados evangelios de la infancia, de Mateo y Lucas, nos presentan a Jesús procediendo del misterio .incognoscible. de Dios. Mateo y Lucas, pero especialmente este último, describen el comienzo de la historia de Jesús con palabras tomadas del Antiguo Testamento, para presentar lo que aquí sucede como realización de toda la historia de la alianza de Dios con los hombres. El saludo que el ángel dirige a la virgen en el evangelio de Lucas se parece muchísimo al grito con el que el profeta Sofonías saludaba a la Jerusalén liberada del final de los tiempos (Sof 3,14) y asume las bendiciones con las que Israel celebró a sus nobles mujeres (Jue 4,24; Jdt 13, 18s). María es el santo resto de Israel, el verdadero Sión a donde se dirigen todas las miradas de la esperanza. En los estragos de la historia la esperanza recurre a ella. Según el texto de Lucas, con ella comienza el nuevo Israel; no, no sólo comienza con ella, sino que ella es el resto de Israel, la santa .hija de Sión., donde comienza por voluntad de Dios el nuevo inicio 1:

El Espíritu Santo vendrá sobre tí, y la virtud del Altísimo te cubrirá con tu sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado hijo de Dios (Lc 1,35).

El horizonte se extiende aquí hasta la creación, superando la historia de la alianza con Israel: en el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios es poder creador divino; él se cernía al principio sobre las aguas, él transformó el caos en cosmos (Gn 1,2); con su venida surgen los seres vivientes (Sal 104,30). Lo que sucederá en María será nueva creación: el Dios que de la nada llamó al ser, coloca un nuevo inicio en medio de la humanidad: su palabra se hace carne. La segunda imagen de nuestro texto .el Espíritu te cubrirá con su sombra. alude al templo de Israel y a la tienda santa del desierto, que mostraba la actualidad de Dios en la nube que revelaba y al mismo tiempo encubría la gloria de Dios (Ex 40, 34; 3 Re 8,11). Antes María era el nuevo Israel, la verdadera .hija de Sión.; ahora es como el templo al que desciende la nube en la que Dios entra en la historia. Quien se pone a disposición de Dios, desaparece con él en la nube del olvido y de la insignificancia para tomar parte en su gloria.

Ningún racionalista puede ver, ni siquiera en pintura, el nacimiento virginal de Jesús, narrado en los evangelios. La distinción de las fuentes minimaliza el testimonio neotestamentario, la alusión al pensamiento ahistórico de la antigüedad lo lleva al terreno de lo simbólico, la clasificación en la historia de las religiones lo comprueba como variante del mito. De hecho el mito del nacimiento milagroso del niño salvador está muy extendido. En él sale a la luz un anhelo de la humanidad, el anhelo por la esperanza y pureza que representa la virgen pura, por lo verdaderamente maternal, por lo acogedor, por lo maduro y lo bueno, y finalmente la esperanza que surge cuando nace un hombre, la esperanza y la alegría que supone un hijo. Probablemente también Israel conoció tales mitos; Is 7,14 (He aquí que una virgen concebirá...) podría darnos la oportunidad de aplicar una tal expectación, aunque el tenor del texto pone de manifiesto que no se trata sin más de una virgen en sentido estricto 2. Si el texto ha de explicarse en ese contexto, el Nuevo Testamento indirectamente habría visto realizada en la virgen-madre la confusa esperanza de la humanidad; tal motivo primordial de la historia no carece a ciencia cierta de sentido.

Es también evidente que los relatos neotestamentarios del nacimiento de Jesús de la Virgen no muestran puntos de contacto inmediato con el ámbito histórico-religioso, sino con la Biblia veterotestamentaria. Los relatos extrabíblicos de este estilo son profundamente diversos de la historia del nacimiento de Jesús, tanto en su vocabulario como en sus concepciones. La diferencia más central estriba en que en casi todos los relatos paganos la divinidad es el poder generante, fecundador, de forma que el .padre. en sentido más o menos genealógico y físico del hijo salvador es la divinidad misma. No sucede así en el Nuevo Testamento, como hemos visto. La concepción de Jesús es la nueva creación, no la generación por parte de Dios. Dios no es algo así como el padre biológico de Jesús, y ni el Nuevo Testamento ni la genealogía de la Iglesia han visto en ese relato o en el acontecimiento narrado el fundamento de la verdadera divinidad de Jesús, de su .filiación divina..

Tal filiación no significa que Jesús es mitad Dios mitad hombre, sino que para la fe siempre fue completamente Dios y completamente hombre. Su divinidad no implica disminución de la humanidad; ese fue precisamente el camino que siguieron Arrio y Apolinar, grandes herejes de la antigua Iglesia; contra ellos la doctrina eclesial defendió claramente la plena e indivisa humanidad de Jesús, y así negó la filiación del relato bíblico con el mito pagano del que, engendrado por Dios, sería mitad Dios. La filiación divina de Jesús no se funda, según la fe eclesial, en que Jesús no tiene padre humano. La filiación divina de Jesús no sufriría menoscabo alguno si hubiese nacido de un matrimonio normal, porque la filiación divina de la que habla la Iglesia no es un hecho biológico, sino ontológico; no es un acontecimiento del tiempo, sino de la eternidad de Dios: Dios es siempre Padre, Hijo y Espíritu, y la concepción de Jesús no significa que haya nacido un nuevo Dios-hijo, sino que Dios hijo atrae a sí mismo la criatura hombre en el hombre Jesús, de modo que él mismo .es. hombre.

Tampoco cambian nada dos expresiones que podrían inducir a error a los ignorantes. ¿No afirma el relato lucano, en relación con la promesa de la concepción milagrosa, que lo que nazca .será llamado santo, hijo de Dios? (Lc 1,35). ¿No se unen aquí la filiación divina y el nacimiento virginal de tal modo que se recorre el camino del mito? Por lo que toca a la teología eclesial, ¿no habla reiteradamente de la filiación divina .física. de Jesús y no descubre así su trasfondo mítico? Comencemos por lo último. No cabe duda de que la expresión .filiación divina y física de Jesús. no es feliz porque puede inducir a error; la expresión muestra cómo la teología durante casi dos mil años no pudo liberar sus conceptos lingüísticos del cascarón de su origen helénico. .Físico. se entiende aquí en el sentido del antiguo concepto de physis, es decir, de naturaleza, o mejor dicho de esencia. .Físico. significa lo que pertenece a la esencia. .Filiación divina., pues, significa que Jesús es Dios según el ser, no según su pura conciencia; la palabra expresa lo contrario a la representación de la pura adopción de Jesús por parte de Dios. Es claro que el término .físico. se entiende en el sentido de ser-de-Dios, no en sentido biológico-generativo, sino en el plano del ser y de la eternidad divinos. Significa que en Jesús ha asumido la naturaleza humana el que desde la eternidad pertenece .físicamente. (es decir, realmente, según el ser) a la relación una y trina del amor divino.

¿Qué diremos al emérito E. Schweizer que se expresa así: .Como quiera que Lucas no muestra interés en el problema biológico, tampoco supera los límites que le llevarían a una comprensión metafísica. 3 ? La frase es falsa casi en su totalidad. Veladamente equipara la biología con la metafísica. Esto es asombroso. La filiación divina metafísica (conforme al ser) se confunde según todas las apariencias con la procedencia biológica y así se cambia totalmente el sentido de todo. Como hemos visto, es la repulsa más categórica a la concepción biológica del origen divino de Jesús. De intento afirmamos, con tristeza, que el plano de la metafísica no es el de la biología. La doctrina eclesial de la filiación divina de Jesús no se funda en la prolongación de la historia del nacimiento virginal, sino en la prolongación del diálogo Abba-hijo y de la relación de la palabra y del amor que ahí se inicia, según veíamos. Su idea del ser no pertenece al plano biológico, sino al .yo-soy. del cuarto evangelio donde, como vimos, se ha desarrollado la total radicalización de la idea de hijo, mucho más comprensivo y de mayor alcance que las ideas biológicas del Dios-hombre del mito. Todo esto lo hemos explicado detalladamente antes; recordemos solamente, ya que ésa es la impresión que se tiene, que la aversión moderna tanto al mensaje del nacimiento virginal como a la plena confesión de la filiación divina se apoya en un malentendido fundamental y en la falsa relación en la que ambas parecen verse.

Todavía nos queda por resolver el problema del sentido del concepto .hijo. en la predicación lucana. Al dar una respuesta a este problema, tocaremos la cuestión que nos surgía en las reflexiones anteriores. Si la concepción de Jesús por la Virgen mediante el poder creador de Dios no tiene nada que ver, al menos inmediatamente, con su filiación, ¿qué sentido puede tener ésta? Nuestras reflexiones anteriores nos ofrecen una fácil respuesta al problema de qué significa la palabra .hijo de Dios. en los textos de la predicación. Como ya vimos, la expresión se opone al simple .hijo. y pertenece a la teología de la elección y de la esperanza de la antigua alianza, y designa a Jesús como el verdadero heredero de las promesas, como el rey de Israel y del mundo. Con esto aparece claramente el contexto espiritual en el que hay que comprender el relato lucano: la fe en la esperanza de Israel que, como hemos dicho, ha permanecido casi incontaminada con las esperanzas paganas de los nacimientos milagrosos, pero que les ha dado un contorno completamente nuevo y ha cambiado totalmente el sentido.

El Antiguo Testamento conoce una serie de nacimientos milagrosos ocurridos en los puntos decisivos de la historia de la salvación: Sara, la madre de Isaac (Gn 18), la madre de Samuel (1 Sam 1-3) y la anónima madre de Sansón (Jue 13) son estériles; es absurdo, pues, que esperen un hijo. En los tres casos el nacimiento del hijo, que será el salvador de Israel, tiene lugar por un acto de la graciosa misericordia de Dios que hace posible lo imposible (Gn 18,14; Lc 1,37), que exalta a los humildes (1 Sam 2,7; 1,11; Lc 1,52; 1,48) y que quita el trono a los poderosos (Lc 1,52). Con Isabel, la madre de Juan Bautista, se continúa la misma línea (Lc 1,7-25.36); con María llega a su punto culminante. El sentido de los acontecimientos es siempre el mismo: la salvación del mundo no viene de los hombres ni de su propio poder. El hombre puede dejarse regalar algo y sólo puede recibirlo como puro don.

El nacimiento virginal no significa un capítulo de ascesis cristiana ni pertenece inmediatamente a la doctrina de la filiación divina de Jesús, es en primer y último lugar teología de la gracia, mensaje del modo como se nos comunica la salvación; en el candor con que se recibe como gracioso don de amor lo que salva al mundo. El libro de Isaías expresa majestuosamente la idea de que la salvación viene solamente del poder de Dios, cuando dice: Alégrate, la estéril, que no dabas a luz, rompe a cantar de júbilo, la que no tenías dolores: porque la abandonada tendrá más hijos que la casada .dice el Señor. (Is 54,1; cf. Gal 4,27; Rom 4,17-22).

En Jesús ha puesto Dios en medio de la infecunda y desesperada humanidad un nuevo comienzo que no es producto de su propia historia, sino don del cielo. Como cada hombre no es la suma de cromosomas ni el producto de su mundo determinado, sino algo inexplicablemente nuevo, una singular criatura de Dios, así Jesús es lo verdaderamente nuevo que no procede de lo propio de la humanidad, sino del Espíritu de Dios. Por eso es el segundo Adán (1Cor 15,47); con él comienza una nueva encarnación. A diferencia de todos los elegidos anteriores a él, no sólo recibe el Espíritu de Dios, sino que incluso en su existencia terrena, y sólo él es movido por el Espíritu, es el verdadero profeta, la realización de todos los profetas.

No es necesario decir que todas estas expresiones sólo son significativas si el acontecimiento realmente tuvo lugar. No quieren sino revelar su sentido. Son explicación de un evento; si no se admite esto, se convierten en edificio vacío que muy bien podría calificarse de poco serio y honrado. Por lo demás, en todos estos intentos, por muy buenas intenciones que tengan, hay una contradicción que casi podríamos calificar de trágica: cuando hemos descubierto la corporeidad del hombre con todos los hilos de nuestra existencia, y podemos comprender el espíritu como encarnado, cono ser-cuerpo, no como tener-cuerpo, se quiere salvar la fe descorporalizándola, llevándola a la región del puro .sentido., de la pura y autosuficiente explicación que sólo por su falta de realidad puede sustraerse a la crítica. En realidad, la fe cristiana es la profesión de fe en que Dios no es prisionero de su eternidad, y en que no está limitado a lo espiritual, sino que puede obrar aquí y ahora, en mi mundo, y que ha obrado en Jesús, el hombre nuevo nacido de María la virgen, mediante el poder creador de Dios, cuyo Espíritu en el principio se cernía sobre las aguas, y de la nada creó el ser 4.

Hagamos todavía una observación. El sentido del signo divino del nacimiento virginal, comprendido rectamente, nos indica también cuál es el lugar teológico de la piedad mariana que debe deducirse de la fe del Nuevo Testamento. La piedad mariana no puede apoyarse en una mariología que sea una especie de segunda tarea de la cristología; no hay razón ni fundamento para tal desdoblamiento. Un tratado teológico al que pertenezca la mariología como concretización suya, sería la doctrina de la gracia que forma un todo juntamente con la eclesiología y la antropología.

Como verdadera .hija de Sión., María es la imagen de la Iglesia, la imagen de los creyentes que sólo mediante el don del amor .mediante la gracia . pueden llegar a la salvación y a sí mismos. Bernanos termina su libro Diario de un cura rural, con las palabras .todo es gracia.; la expresión revela una vida llena de riqueza y realización, aunque al parecer es sólo debilidad e inutilidad; la expresión se convierte en María, la .llena de gracia. (Lc 1,28), en verdadero acontecimiento. No es protesta o amenaza en contra de la exclusividad de la salvación de Cristo, sino alusión a ella; es presentación de la humanidad que es, en cuanto todo, expectación y que necesita tanto más de esta imagen cuanto más le amenaza el peligro de olvidar la espera y de entregarse al hacer que, por muy imprescindible que sea, no puede llenar el vacío que amenaza al hombre si no encuentra el amor absoluto que le da sentido, salvación y todo lo verdaderamente necesario para la vida.


Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado..

a).- Justificación y gracia.

¿Qué lugar ocupa la cruz dentro de la fe en Jesús como Cristo? Este es el problema ante el cual nos sitúa este artículo de la fe. Nuestras reflexiones anteriores nos han dado los elementos esenciales de la respuesta; ahora debemos unirlos. La conciencia cristiana en general, como dijimos antes, está condicionada a este problema por la concepción de Anselmo de Cantebury, cuyas líneas fundamentales expusimos anteriormente. Para muchos cristianos, especialmente para los que conocen la fe sólo de lejos, la cruz sería una pieza del mecanismo del derecho violado que ha de restablecerse; sería el modo como la justicia de Dios, infinitamente ofendida, quedaría restablecida con una actitud que consiste en un estupendo equilibrio entre el deber y el tener que; pero al mismo tiempo, uno tiene la impresión de que todo eso es pura ficción. Se da a escondidas, con la mano izquierda, lo que recibe solemnemente la mano derecha. Una doble luz misteriosa alumbra la .expiación infinita. que Dios parece exigir. Los devocionarios presentan la concepción según la cual en la fe cristiana nos encontramos con un Dios cuya severa justicia exigió el sacrificio de un hombre, el sacrificio de su propio hijo. Pero con temor no apartamos de una justicia cuya oculta ira hace increíble el mensaje del amor.

Esta concepción se ha difundido tanto cuanto falsa es. La Biblia no nos presenta la cruz como pieza del mecanismo del derecho violado; la cruz, en la Biblia, es más bien expresión del amor radical que se da plenamente, acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es; expresión de una vida que es para los demás. Quien observe atentamente, verá cómo la teología bíblica de la cruz supone una revolución en contra de las concepciones de expiación y redención de la historia de las religiones no cristianas; pero no debemos negar que la conciencia cristiana posterior la ha neutralizado y muy raramente ha reconocido todo su alcance.

Por regla general, en las religiones del mundo expiación significa el restablecimiento de la relación perturbada con Dios, mediante las actitudes expiatorias de los hombres. Casi todas las religiones se ocupan del problema de la expiación; nacen de la conciencia del hombre de su propia culpa, de superar la culpa mediante acciones expiatorias ofrecidas a la divinidad. La obra expiatoria con la que los hombres quieren expiar a la divinidad y aplacarla, ocupa el centro de la historia de las religiones.

El Nuevo Testamento nos ofrece una visión completamente distinta. No es el hombre quien se acerca a Dios y le ofrece un don que restablezca el equilibrio, es Dios quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El derecho violado se restablece por la iniciativa del amor, que por su misericordia creadora justifica al impío y vivifica los muertos; su justicia es gracia, es justicia activa que juzga, es decir, que hace justos a los pecadores, que los justifica.

Nos encontramos ante el cambio que el cristianismo supuso frente a la historia de las religiones. El Nuevo Testamento nos dice que los hombres expían a Dios, no como habría de esperar, ya que ellos han pecado, no Dios. En Cristo, .Dios reconcilia el mundo consigo mismo. (2 Cor 5,19); cosa inaudita, completamente nueva, punto de partida de la existencia cristiana y médula de la teología neotestamentaria de la cruz: Dios no espera a que los pecadores vengan a él y expíen, Él sale a su encuentro y los reconcilia. He ahí la verdadera dirección de la encarnación, de la cruz.

Según el Nuevo Testamento, pues, la cruz es primariamente un movimiento de arriba abajo. No es la obra de reconciliación que la humanidad ofrece al Dios airado, sino la expresión del amor incomprensible de Dios que se anonada para salvar al hombre; es su acercamiento a nosotros, no al revés. Con este cambio de la idea de expiación, médula de lo religioso, el culto cristiano y toda la existencia toma una nueva dirección. Dentro de lo cristiano la adoración es ante todo acción de gracias por la obra salvífica recibida. Por eso la forma esencial del culto cristiano se llama con razón Eucaristía, acción de gracias. En este culto no se ofrecen a Dios obras humanas, consiste más bien en que el hombre acepta el don. No glorificamos a Dios cuando nos parece que le ofrecemos algo (¡como si eso no fuese suyo!), sino cuando aceptamos lo suyo y le reconocemos así como Señor único. Le adoramos cuando destruimos la ficción de que somos autónomos, contrincantes suyos, cuando en verdad sólo en él y de él podemos ser. El sacrificio cristiano no consiste en el don de lo que Dios no tendría si nosotros no le diésemos, sino en que él nos dé algo. El sacrificio cristiano consiste en dejar que Dios obre en nosotros.

 

b).- La cruz como adoración y sacrificio.

Todavía nos quedan muchas cosas por decir. El Nuevo Testamento, leído desde el principio hasta el fin, nos sitúa ante esta cuestión: ¿el acto expiatorio de Jesús no es ofrecer un sacrificio al Padre?, ¿no es la cruz el sacrificio que Cristo sumisamente ofrece al Padre? Una larga serie de textos parece describir el movimiento de la humanidad que asciende a Dios, cosa que parece contradecir lo que hemos afirmado antes. En realidad, sólo con la línea ascendente no podemos comprender el estado de las cosas del Nuevo Testamento. ¿Cómo puede ilustrarse la relación mutua de ambas líneas? ¿Excluiremos una en favor de la obra? Si así obramos, ¿cuál será la razón que lo justifique? Sabemos que no podemos proceder así: en último término no erigiríamos la arbitrariedad de nuestra propia opinión en medida de fe.

Para seguir adelante, debemos ampliar el problema y ver claramente dónde estriba el punto de partida de la explicación neotestamentaria de la cruz. Reconozcamos primeramente que para los discípulos de Jesús la cruz fue ante todo el fin, el fracaso. Ellos creyeron encontrar en Jesús al rey que gobernaría por siempre, pero de repente se convirtieron en camaradas de un ajusticiado. La resurrección los llevó a la convicción de que Jesús era verdaderamente rey; sólo poco a poco comprendieron el significado de la cruz. La Escritura, es decir, el Antiguo Testamento, les ayudó a reflexionar; a través de conceptos e imágenes veterotestamentarias comenzaron a comprender lo ocurrido. Los textos litúrgicos y las profecías les convencieron de que lo anunciado se había realizado en Jesús; partiendo de ahí se podía comprender de modo completamente distinto de qué se trataba en verdad. Por eso el Nuevo Testamento explica la cruz, entre otros, con los conceptos de la teología del culto veterotestamentario.

La Carta a los Hebreos nos ofrece la más consecuente continuación de tal tarea; en ella la muerte de Jesús en la cruz se relaciona con el rito y la teología de la fiesta judía de la reconciliación, y se explica como verdadera fiesta de reconciliación cósmica. Podemos exponer brevemente el raciocinio de la Carta a los Hebreos: Todo sacrificio de la humanidad, todo intento de reconciliarse con Dios mediante el culto y los ritos, de los que el mundo está saturado, son inútiles por ser obra humana, ya que Dios no busca toros, machos cabríos o lo que se pueda ofrecer ritualmente. Ya se pueden ofrecer a Dios hecatombes de animales en todos los lugares del mundo; no los necesita porque todo eso le pertenece y porque al Señor de todo no se le puede dar nada, aun cuando el hombre queme sacrificios en su honor.

.Yo no tomo becerros de tu casa ni de tus apriscos machos cabríos. Porque mías son todas las bestias de los bosques y los miles de animales de los montes. Y en mi mano están todas las aves del cielo y todos los animales del campo. Si tuviera hambre no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y cuanto lo llena. ¿Como yo acaso la carne de los toros? ¿Bebo acaso la sangre de los carneros? Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo. (Sal 50, 9-14).

El redactor de la Carta a los Hebreos se sitúa en la línea espiritual de este texto y de otros semejantes. Todavía con mayor intensidad pone de relieve la caducidad de tales ritos. Dios no busca toros ni machos cabríos, sino hombres. El .sí. humano sin reservas a Dios es lo único que puede constituir la verdadera adoración. A Dios le pertenece todo; al hombre sólo le queda la libertad del .sí. o del .no., del amor o de la negación; el .sí. libre del amor es lo único que Dios espera, la donación y el sacrificio que unánimemente tienen sentido. La sangre de toros y machos cabríos no puede sustituir ni representar el .sí. humano dado a Dios, por el que el hombre se entrega nuevamente a Dios. .¿Pues qué dará el hombre a cambio de su alma?., pregunta el evangelista Marcos (8,37). La respuesta reza así: no hay nada en el mundo que pueda compensarlo.

Todo el culto precristiano se funda en la idea de sustitución, de representación; quiere sustituir lo que es insustituible, por eso es necesariamente pasajero, transitorio. La Carta a los Hebreos, a la luz del acontecimiento Cristo, muestra el balance sombrío de la historia de las religiones; en un mundo saturado de sacrificios esto podía parecer un ultraje inaudito. Sin reservas, puede atreverse a manifestar el pleno naufragio de las religiones, porque ha adquirido un nuevo sentido completamente nuevo. Quien, desde lo legal-religioso, era un laico, el que no desempeñaba ninguna función en el culto de Israel, era el único sacerdote verdadero, como dice el texto. Su muerte, que históricamente era un acontecimiento completamente profano .la condena de un criminal político., fue en realidad la única liturgia de la historia humana, fue liturgia cósmica por la que Jesús entró en el templo real, es decir en la presencia de Dios, no en el círculo limitado de la escena cúltica, en el templo, sino ante los ojos del mundo. Por su muerte no ofreció cosas, sangre de animales o cualquier otra cosa, sino que se ofreció a sí mismo (Heb 9,11s.).

Observemos la transformación operada en la Carta a los Hebreos, que es al mismo tiempo el núcleo de la misma: Lo que considerado terrenamente era un acontecimiento profano, era el verdadero culto de la humanidad, ya que, quien eso hizo, rompió el espacio de la escena litúrgica y se entregó a sí mismo. A los hombres les arrebató de las manos las ofrendas sacrificiales y en su lugar ofreció su propia personalidad, su propio yo. Nuestro texto afirma, sin embargo, que Jesús ofreció su sangre con la que realizó la justificación (9,12); pero esta sangre no hemos de concebirla como un don material, como un medio de expiación cuantitativo, sino simplemente como la concreción del amor del que dice Juan que llega hasta el fin (Jn 13,1). Es expresión de la totalidad de su don y de su servicio; es encarnación del hecho de que se entregó, ni más ni menos, a sí mismo. El gesto del amor que todo lo da, fue, según la Carta a los Hebreos, la verdadera reconciliación cósmica, la verdadera y definitiva fiesta de la reconciliación. Jesucristo es el único culto y el único sacerdote que lo realiza.

 

c).- La esencia del culto cristiano.

La esencia del culto cristiano no es, pues, el ofrecimiento de cosas ni la destrucción de las mismas, como a partir del siglo XVI afirmaban las teorías del sacrificio de la misa; se decía que de esa forma se reconocía la supremacía de Dios.

El acontecimiento Cristo y su explicación bíblica ha superado todos esos ensayos de ilustración. El culto cristiano consiste en lo absoluto del amor que sólo podía ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano; consiste en una nueva forma de representación innata al amor, en que él sufrió por nosotros y en que nosotros nos dejemos tomar por él. Hemos de dejar, pues, a un lado nuestros intentos de justificación que en el fondo sólo son excusas que nos distancian de los demás. Adán quiso justificarse, excusándose, echando la culpa a otro, en último término acusando a Dios: .La mujer que me dista por compañera, me dio del fruto del árbol... (Gn 3,12). Dios nos pide que en lugar de la autojustificación que nos separa de los demás aceptemos unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores.

Ahora podemos responder brevemente a algunas cuestiones que surgen en nuestro camino:

1.- En relación con el mensaje de amor del Nuevo Testamento se tiende hoy día a disolver el culto cristiano en el amor a los hermanos, en la .co-humanidad., y a negar el amor directo a Dios o la adoración de Dios. Se afirma la relación horizontal, pero se niega la verticalidad de la relación inmediata con Dios. No es difícil ver, después de lo que hemos afirmado, por qué esta concepción, tan afín al cristianismo a primera vista, destruye también la concepción de la verdadera humanidad. El amor a los hermanos, que quiere ser autosuficiente, se convertiría en el supremo egoísmo de la autoafirmación.El amor a los hermanos negaría su última apertura, tranquilidad y entrega a los demás, si no aceptase que este amor también ha de ser redimido por el único que amó real y suficientemente; a fin de cuentas molestaría a los demás e incluso a sí mismo, porque el hombre no sólo se realiza en la unión con la humanidad, sino ante todo en la unión del amor desinteresado que glorifica a Dios. La adoración simple y desinteresada es la suprema posibilidad del ser humano y su verdadera y definitiva liberación.

2.- Las devociones habituales de la pasión nos plantean ante todo el problema del modo como el sacrificio (y consiguientemente la adoración) depende del dolor, y viceversa. Según lo que dijimos antes, el sacrificio cristiano no es sino éxodo del .para. que se abandona a sí mismo, realizado fundamentalmente en el hombre que es pleno éxodo, plena salida de sí mismo por amor. Según eso, el principio constitutivo del culto cristiano es ese movimiento de éxodo en su doble y única dirección hacia Dios y hacia los demás. Cristo lleva el ser humano a Dios, por eso lo lleva a su salvación. El acontecimiento de la cruz es, pues, el pan de vida .para todos. (Lc 22,19), porque el crucificado ha fundido el cuerpo de la humanidad en el .sí. de la adoración. Es, por tanto, plenamente .antropocéntrico., plenamente relacionado con el hombre, porque es teocentrismo radical, abandono del yo y del ser humano a Dios. Como este éxodo del amor es el éxtasis del hombre que sale de sí mismo, en el que éste está en tensión perpetua consigo mismo, separado y muy sobre sus posibilidades de distensión, así la adoración (sacrificio) siempre es también cruz, dolor de separación, muerte del grano de trigo que sólo da fruto si muere. Pero esto indica que lo doloroso es un elemento secundario nacido de algo más fundamental que lo precede y que le da sentido.

El principio constitutivo del sacrificio no es la destrucción, sino el amor. En cuanto que el amor rompe, abre, crucifica y divide, todo esto pertenece al amor como forma del mismo, en un mundo marcado con el sello de la muerte y del egoísmo. Unas palabras de Jean Daniélou me parecen muy aptas para ilustrar estas ideas, aunque él las pronuncia en un contexto diferente:

Entre el mundo pagano y la Trinidad bienaventurada no hay más que un paso que es el de la cruz de Cristo. ¿Habrá pues de qué extrañarse de que, una vez puestos a establecernos en ese intervalo, para tejer entre el mundo paganizado y la Trinidad los hilos que los han de unir de una manera misteriosa, nada podemos hacer más que por medio de la cruz? Es preciso que nos configuremos a esta cruz, que la llevemos sobre nosotros, y que, como dice san Pablo del misionero, .llevemos siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús. (2Cor 4,10). Esta división que nos crucifica, esta incompatibilidad en la que nos vemos, de llevar al mismo tiempo el amor de la Trinidad santísima y el amor hacia el mundo extraño a esa Trinidad, es la pasión del Unigénito de la que nos llama él a participar, él que ha querido cargar con esta separación para poder destruirla en sí, aun cuando no ha podido destruirla mas que cuando ha cargado con ella en primer término. Cristo va desde un extremo a otro. Sin abandonar el seno de la trinidad, se llega hasta los extremos límites de la miseria humana y llena todo este espacio. Esta extensión de Cristo, cuyo signo constituyen las cuatro dimensiones de la cruz, es la expresión misteriosa de nuestra distensión, y nos configura con ella5.

El dolor es a la postre resultado y expresión de la división de Jesucristo entre el ser de Dios y el abismo del .Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Aquel cuya existencia está tan dividida que simultáneamente está en Dios y en el abismo de una criatura abandonada por Dios, está dividido, está .crucificado.. Pero esta división se identifica con el amor: es su realización hasta el fin (Jn 13,1) y la expresión concreta de la amplitud que crea.

Esto revela el verdadero fundamento de la devoción a la pasión, preñada de sentido. También muestra cómo coinciden la devoción a la pasión y la espiritualidad apostólica. Es evidente cómo lo apostólico, el servicio a los hombres y al mundo, penetra en lo más íntimo de la mística cristiana y de la devoción a la pasión. Una cosa no oculta a la otra, sino que vive profundamente de ella. También es evidente que la cruz no es una suma de dolores físicos, como si la mayor suma de tormentos fuese la obra de la redención. ¿Cómo podría Dios gozarse de los tormentos de una criatura, e incluso de su propio hijo, cómo podría ver en ellos la moneda con la que se le compraría la reconciliación?

Tanto la Biblia como la fe cristiana están muy lejos de esas ideas. Lo que cuenta no es dolor como tal, sino la amplitud del amor que ha dilatado tanto la existencia que ha unido lo lejano con lo cercano, que ha puesto en nueva relación con Dios al hombre que se había olvidado de él.

Sólo el amor da dirección y sentido al dolor; si no fuese así, los verdugos serían los auténticos sacerdotes; quienes provocaron los dolores serían los que habrían ofrecido el sacrificio. Pero como no depende de eso, sino del medio íntimo que lo lleva y realiza, no fueron ellos, sino Jesucristo, sacerdote, el que con su amor unió los dos extremos separados del mundo (Ef 2,13 s).

Esencialmente hemos dado también respuesta a la pregunta que nos hacíamos al principio: ¿no es indigno de Dios pensar que exige la muerte de su hijo para aplacar su ira? A esta pregunta sólo puede responderse negativamente: Dios no pudo pensar así; es más, un concepto tal no tiene nada que ver con la idea veterotestamentaria de Dios. Por el contrario, ahí se trata del Dios que en Cristo habría de convertirse en omega, en la última letra del alfabeto de la creación. Se trata del Dios que es el acto de amor, el puro .para., el que, por eso, entra necesariamente en el incógnito de la última criatura (Sal 22,7). Se trata del Dios que se identifica con su criatura y en su contineri a minimo .en el ser abarcado y dominado por lo más pequeño. da lo .abundante. que lo revela como Dios.

La cruz es revelación, pero no revela algo, sino a Dios y a los hombres. Manifiesta cómo es Dios y cómo son los hombres. La filosofía griega preanuncia extraordinariamente esta idea en la imagen platónica del justo crucificado. En su obra sobre el estado se pregunta el gran filósofo Platón cómo podría obtenerse en este mundo un hombre completa y plenamente justo; llega a la conclusión de que la justicia de un hombre sólo llega a la perfección cuando él mismo asume la apariencia de injusticia sobre sí mismo, ya que entonces muestra claramente que no sigue la opinión de los hombres, sino que se orienta a la justicia por amor a ella. Asi pues, según Platón, el verdadero justo de este mundo es el incomprendido y el perseguido. Platón no duda en escribir: .dirán, pues, que el justo en esas circunstancias será atormentado, flagelado, encadenado y que después de esto lo crucificarán.... 6. Este texto, escrito 400 años antes de Cristo, impresiona profundamente a todo cristiano. La seriedad del pensamiento filosófico ha puesto de manifiesto que el justo en el pleno sentido de la palabra tiene que ser crucificado; se ha vislumbrado así algo de la revelación del hombre ofrecida en la cruz.

El hecho de que cuando apareció el justo por excelencia fuese crucificado y ajusticiado nos dice despiadadamente quién es el hombre: eres tal que no puedes soportar al justo; eres tal que al amante lo escarneces, lo azotas, lo atormentas. Eso eres, porque, como injusto, siempre necesitas de la injusticia de los demás para sentirte disculpado; por eso no necesitas al justo que quiere quitarte la excusa; eso es lo que eres. Esto es lo que ha resumido Juan en el ecce homo de Pilato; fundamentalmente quiere decir eso son los hombres, eso es el hombre. La verdad del hombre es su carencia de verdad; el salmo dice que el hombre es engañoso (Sal 116,11); manifiesta así lo que el hombre es realmente. La verdad del hombre es que él siempre se levanta en contra de la verdad.

El justo crucificado es el espejo que se presenta ante los ojos del hombre para que vea claramente lo que es, mas la cruz no sólo revela al hombre, sino a Dios. Dios es tal que en este abismo se ha identificado con el hombre y lo juzga para salvarlo. En el abismo de la repulsa humana se manifiesta más aún el abismo inagotable del amor divino. La cruz es, pues, el verdadero centro de la revelación, de una revelación que no nos manifiesta frases antes desconocidas, sino que nos revela a nosotros mismos, al ponernos ante Dios y a Dios en medio de nosotros.

 

Descendió a los infiernos..

Quizá sea este artículo de la fe el más extraño a nuestra conciencia moderna. Sin peligro y sin escándalo podemos practicar aquí la .desmitologización., lo mismo que en la profesión de fe en el nacimiento virginal de Jesús y en el de la ascensión del Señor. Los pocos textos bíblicos que parecen hablar de esto (1 Pe 3,19s.; 4,6; Ef 4,9; Rom 10,7; Mt 12,40; He 2,27.31) son tan difíciles que con razón cada uno los interpreta a su modo.

Si, según esto, eliminamos totalmente tales afirmaciones, tenemos la impresión de habernos liberado para provecho nuestro de algo raro y difícilmente conciliable con nuestro modo de pensar, sin que por ello debamos considerarnos particularmente infieles o culpables. ¿Pero qué hemos conseguido con ello? ¿Se ha eliminado así la importancia y la oscuridad de lo real? Cuando una persona quiere liberarse de un problema, lo niega simplemente o se lo plantea. La primera solución es más cómoda, pero la segunda tiene consecuencias más amplias. ¿No deberíamos, en vez de excluir el problema, ver de qué modo nos atañe este artículo de la fe al que está subordinado el sábado de gloria en el correr del año litúrgico, y cómo expresa singularmente la experiencia de nuestro siglo?

El viernes santo miramos al crucificado; el sábado santo es, en cambio, el día de la .muerte de Dios., el día que expresa la inaudita experiencia de nuestro tiempo, el día que nos habla de la ausencia de Dios, el día en que Dios está bajo tierra, ya no se levanta ni habla; ya no es preciso discutir con él, basta simplemente pasar por encima de él. .Dios ha muerto; hemos matado a Dios.; la frase de Nietzche pertenece lingüísticamente a la tradición de la devoción cristiana a la pasión; expresa el contenido del sábado santo, el .descendimiento a los infiernos. 7.

Este artículo del símbolo nos recuerda dos escenas bíblicas. la primera es la terrible narración veterotestamentaria en la que Elías exige a los sacerdotes de Baal que su dios consuma el sacrificio con el fuego. Suplican los sacerdotes de Baal a su dios, pero éste no responde. Elías se burla de ellos como se ríe cualquier racionalista de un hombre piadoso que no consigue lo que suplican sus oraciones:

Gritad fuerte; dios es, pero quizá esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así le despertaréis (1 Re 18,27).

Al leer la narración de esta historia, al ver a Elías que se burla de los sacerdotes de Baal, tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la misma situación: se burlarán de nosotros. Al parecer tiene razón el racionalista cuando nos dice que gritemos más, que quizá nuestro Dios esté dormido. .Bajó a los infiernos.: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia.

Hablemos también de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35); también alude a este tema, junto con la historia de Elías y la narración neotestamentaria en la que el Señor duerme en medio de la tempestad (Mc 4,35-41 y par.). Los discípulos huidos conversan de que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo así como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecía haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino vacío completo. Nadie responde. Pero cuando hablan de la muerte de su esperanza, cuando creen no ver ya a Dios, se dan cuenta de que la esperanza vive todavía en medio de ellos, de que el .dios., o mejor dicho, la imagen de Dios que ellos habían forjado, tenía que desaparecer para volver después con más vida. Tenía que caer la imagen de Dios que ellos habían ideado para que sobre las ruinas de la casa destruida pudiesen de nuevo contemplar el cielo y aquel que siempre es infinitamente más grande. Así lo ha expresado Eichendorff con el lenguaje tierno, para nosotros un poco ingenuo, de su tiempo:

Tú eres lo que construimos,
Sobre nosotros se rasga la dulzura;
miramos al cielo,.
por eso no me quejo.

El artículo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios no es sólo la palabra comprensible; es también el motivo silencioso, inaccesible, incomprendido e incomprensible que se nos escapa. Sabemos que en lo cristiano se da el primado del Logos, de la palabra sobre el silencio: Dios ha hablado, Dios es palabra, pero con eso no hemos de olvidar la verdad del ocultamiento permanente de Dios, sólo si lo experimentamos como silencio, podemos esperar escuchar un día su palabra que nace del silencio 8. La cristología pasa por la cruz, por el momento de la comprensibilidad del amor divino, y llega hasta la muerte, hasta el silencio y el oscurecimiento de Dios. ¿Hemos de extrañarnos de que la Iglesia y la vida de todos y cada uno de nosotros llegue a la hora del silencio, al artículo de la fe que quiere olvidarse y eliminarse, al .descendimiento a los infiernos.?

Después de esta observación, cae por tierra el problema de la .prueba de Escritura.. El misterio del descendimiento a los infiernos aparece como un relámpago luminoso en la noche oscura de la muerte de Jesús, en su grito .Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. (Mc 15,34). No olvidemos que estas palabras eran el comienzo de una oración israelita (Sal 22,2) en la que se expresaba la angustia y esperanza del pueblo elegido por Dios y ahora, al parecer, abandonado completamente por él. La oración que comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios, termina alabando su grandeza. También en la muerte de Cristo está presente lo que Käsemann llama brevemente la oración de los infiernos, la promulgación del primer mandamiento en el desierto del aparente abandono de Dios:

El Hijo conserva todavía la fe cuando, al parecer, la fe ya no tiene sentido, cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios de la que hablan no sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de él. su grito no se dirige a la vida y a la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre. Su grito contradice la realidad de todo el mundo.

¿Tenemos todavía que ver qué es la adoración en la hora del ocultamiento? ¿Puede ser otra cosa que el grito profundo, junto con el Señor que .bajó a los infiernos. y que hizo a Dios presente en medio del abandono de Dios?

El misterio múltiple no sólo ha de explicarse por un lado; intentaremos acercarnos más a él. Recordemos en primer lugar una observación exegética: Sabemos que la palabra .infierno. es la falsa traducción de sheol (en griego hades) con el que los hebreos designaban el estado de ultratumba. Imprecisamente nos lo imaginamos como una especie de existencia de sombras, más como no ser que como ser, sin embargo la frase originalmente sólo significaba que Jesús entró en el sheol, es decir, que murió.

Esto puede ser verdadero, pero todavía queda por resolver el problema de si así la cosa se hace más sencilla y menos misteriosa. A mi juicio, ahora surge el auténtico problema de qué es la muerte, de qué pasa cuando uno muere y entra en el reino de la muerte. Ante este problema deberíamos recordar nuestra perplejidad. Nadie sabe realmente qué es la muerte, porque todos vivimos en este lado de la muerte; ninguno de nosotros la ha experimentado, pero quizá podamos intentar un acercamiento partiendo del grito de Jesús en la cruz, en la que vimos el núcleo significativo del descendimiento a los infiernos, la participación en el destino mortal de los hombres. En esta oración de Jesús, lo mismo que en la escena del huerto de los olivos, la médula de la pasión no es el dolor físico, sino la soledad radical, el completo abandono. A la postre su ser más íntimo está solo. Esta soledad universal, que es, sin embargo, la verdadera situación en que se halla el hombre, supone la contradicción más profunda con su simple compañía; por eso la soledad es la región de la angustia que se funda en el destino de un ser que tiene que ser, y que, sin embargo, choca con lo imposible.

Ilustremos esto con un ejemplo: Supongamos que un niño tiene que atravesar un bosque en una noche oscura. Tendrá mucho miedo aunque alguien le haya demostrado que no hay nada que temer, que nada le puede infundir temor. Cuando se encuentre solo en medio de la oscuridad, cuando sienta la soledad radical, surgirá el miedo, el auténtico miedo humano, que no es miedo de algo sino de sí mismo.

El miedo ante una cosa es fundamentalmente inofensivo, puede ser desterrado huyendo del objeto que infunde el miedo; por ejemplo, cuando se tiene miedo de un perro rabioso, todo se arregla atando al perro. Pero aquí nos encontramos con algo mucho más profundo; en su última soledad el hombre no teme algo determinado de lo que pueda huir, por el contrario, siente el miedo de la soledad, de la inquietud, de la inseguridad de su propio ser, que él no puede superar racionalmente. Tomemos otro ejemplo: supongamos que alguien tiene que pasar la noche en vela ante un cadáver; su situación le puede parecer inquietante, aun cuando puede convencerse a sí mismo de que todo ese miedo carece de sentido. Sabe muy bien que el muerto no puede dañarle, que su situación sería quizá más peligrosa si esa persona viviese. Aquí surge una clase de miedo completamente distinta; no es miedo de algo, sino miedo de estar solo con la muerte, miedo de la soledad en sí misma, miedo de la inseguridad de la existencia.

Ahora preguntamos: ¿cómo puede superarse ese miedo si cae por tierra la prueba que intenta demostrar que es absurdo? El niño perderá el miedo en el momento en que una mano lo coja y lo guíe, cuando alguien le hable; es decir, perderá el miedo en el momento en que sienta la co-existencia de una persona que le ama. Igualmente, el que vela a un muerto perderá el miedo cuando otra persona esté con él, cuando sienta la cercanía de un tú. En esta superación del miedo se revela una vez más su esencia: es el miedo de la soledad, de la angustia de un ser que sólo puede vivir con lo demás. El auténtico miedo del hombre que no puede vencerse mediante la razón, sino mediante la presencia de una persona que lo ama.

Sigamos con nuestro problema. Si se diese una soledad en la que al hombre no se le pudiese dirigir la palabra; si hubiese un abandono tan grande que ningún tú pudieses entrar en contacto con él, tendríamos la propia y total soledad, el miedo, lo que el teólogo llama .infierno.. Ahora podemos definir el preciso significado de la palabra: indica la soledad que comporta la inseguridad de la existencia. ¿Quién no se da cuenta de que, según nuestros poetas y filósofos, todo encuentro humano se queda en la superficie, que ningún hombre tiene acceso íntimo a otro? Nadie puede entrar en lo más íntimo de otra persona; todo encuentro, por muy hermoso que sea, fundamentalmente no hace sino adormecer la incurable herida de la soledad. En lo más profundo de nuestra existencia mora el infierno, la desesperación, la soledad inevitable y terrible. Sartre parte de ahí para elaborar su antropología, pero las mismas ideas aparecen también en Hermann Hesse, poeta más conciliable y alegre:

Extraño, caminar en la niebla;
la vida es soledad.
Los hombres no se conocen:
todos están solos.

Una cosa es cierta: existe la noche en cuyo abandono no penetra ninguna voz; existe una puerta, la puerta de la muerte por la que pasamos individualmente. Todo el miedo del mundo es en último término el miedo de esa soledad; ahora comprendemos por qué el Antiguo Testamento designa con la misma palabra, sheol, tanto el infierno como la muerte: a fin de cuentas son lo mismo. La muerte es la auténtica soledad, la soledad en la que no puede penetrar el amor: el infierno.

Volvemos así a nuestro punto de partida, al artículo de fe sobre el descendimiento a los infiernos, La frase afirma, pues, que Cristo pasó por la puerta de nuestra última soledad, que en su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde ya no podemos oír ninguna voz, está él. El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe la muerte que antes era el infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. El infierno o, como dice la Biblia, la segunda muerte (cf. Apo 20,14) es ahora el voluntario encerrarse en sí mismo. La muerte ya no conduce a la soledad, las puertas del sheol están abiertas.

Creo que en esta línea hay que comprender fundamentalmente los textos de los Padres que hablaban de la salida de los muertos de sus sepulcros, de la apertura de las puertas del infierno, textos que se interpretaron mitológicamente; también hay que comprender así el texto, al parecer tan mítico, del evangelio de Mateo donde se nos dice que con la muerte de Jesús se abrieron las tumbas y que salieron los cuerpos de los santos (Mt 8,52).

La puerta de la muerte está abierta, desde que en la muerte mora la vida, el amor...

 

Resucitó de entre los muertos.

La profesión de fe en la resurrección de Jesucristo es para los cristianos expresión de fe en lo que sólo parecía sueño hermoso. Que el amor es fuerte como la muerte, dice el Cantar de los cantares (8,6); la frase ensalza el poder del eros, pero esto no quiere decir que debamos excluirla como exageración poética. El anhelo ilimitado del eros, su exageración e inmensidad aparentes, revelan en realidad un gran problema, el problema fundamental de la existencia humana, al manifestar la esencia y la íntima paradoja del amor. El amor postula perpetuidad, imposibilidad de destrucción, más aún, es grito que pide perpetuidad, pero que no puede darla, es grito irrealizable; exige la eternidad, pero en realidad cae en el mundo de la muerte, en su soledad y en su poder destructivo. Ahora podemos comprender lo que significa resurrección: Es el amor que es-más-fuerte que la muerte.

El amor manifiesta además lo que sólo la inmortalidad puede crear: el ser en los demás que permanecen, aun cuando yo ya haya dejado de existir. El hombre no vive eternamente, está destinado a la muerte. Para quien no tiene consciencia de sí mismo, la supervivencia, entendida humanamente, sólo puede ser posible mediante la permanencia en los demás; así hemos de comprender las afirmaciones bíblicas sobre el pecado y la muerte. El deseo del hombre de .ser como Dios., su anhelo de autarquía por el que quiere permanecer en sí mismo, son su muerte, porque él no permanece. Si el hombre .y ahí está la esencia del pecado., desconociendo sus límites, quiere ser plenamente .autárquico., se entrega a la muerte.

El hombre sabe, sin embargo, que su vida no permanece y que tiene que esforzarse por estar en los demás, para subsistir en el campo de lo vital mediante ellos y en ellos; para eso hay dos caminos, el primero consiste en la supervivencia en los hijos, por eso la soltería y la esterilidad se consideraban en los pueblos primitivos como la más terrible maldición, como ruina desesperada y muerte definitiva. Por el contrario, un gran número de hijos ofrece la mayor probabilidad de supervivencia, de esperanza en la inmortalidad y, consiguientemente, la mejor bendición que pueda esperarse.

Pero a veces el hombre se da cuenta de que en sus hijos sobrevive sólo impropiamente; surge así el segundo camino: desea que quede más de él, y recurre así a la idea de la fama que lo hace inmortal, ya que sobrevive en el recuerdo de todos los tiempos. Pero el hombre fracasa también en este segundo intento de crearse la inmortalidad mediante el-ser-en-los-demás. En realidad, lo que entonces permanece no es el yo sino su eco, su sombra; por eso la inmortalidad así creada es en verdad un hades, un sheol, un no-ser más que un ser. La insuficiencia de esta segunda solución se funda en que no puede hacer que sobreviva el ser, sino sólo un recuerdo del mismo; la insuficiencia de la primera, en cambio, estriba en que la posteridad a la que uno se entrega no puede permanecer, se destruye también.

Esto nos obliga a seguir adelante. Hemos visto antes que el hombre no tiene consistencia en sí mismo y que en consecuencia la busca en los demás; pero en ellos sólo puede haber un apoyo verdadero: el que es, es que no pasa ni cambia, el que permanece en medio de cambios y transformaciones, el Dios vivo, el que no sólo mantiene la sombra y el eco de mi ser, aquel cuya idea no es simplemente pura reproducción de la realidad. Yo mismo soy su idea que me hace antes de que yo sea; su idea no es la sombra posterior, sino la fuerza original de mi ser. En él puedo permanecer no sólo como sombra; en él estoy en verdad más cerca de mí mismo que cuando intento estar junto a mí.

Antes de volver de nuevo a la resurrección, vamos a ilustrar todo esto desde otro punto de vista. Reanudemos el discurso sobre el amor y la muerte: cuando para una persona el valor del amor es superior al valor de la vida, es decir, cuando está dispuesta a subordinar la vida al amor por causa de éste, el amor puede ser más fuerte que la muerte y mucho más que ella. Para que el amor sea algo más que la muerte, antes tiene que ser algo más que la simple vida. Si el amor no sólo quiere ser esto, sino que lo es en realidad, el poder del amor superaría el poder biológico y lo pondría a su servicio. Teilhard de Chardin diría que donde esto se realiza, se lleva a cabo la .complejidad. decisiva y la complexión, el bios queda rodeado y comprendido por el poder del amor. Superaría sus límites .la muerte. y crearía la unidad allí donde existe la separación. Si la fuerza del amor a los demás fuese tan grande que no sólo pudiese vivificar su recuerdo, la sombra de su ser, sino a sí mismo, llegaríamos a un nuevo estadio de la vida que dejaría tras sí el espacio de las evoluciones biológicas y de las mutaciones biológicas, sería el salto a un plano completamente distinto en el que el amor no estaría por debajo del bios, sino que lo pondría a su servicio. Esta última etapa de .evolución. y de .mutación. no sería ya un estadio biológico, sino el fin del dominio del bios que es también el dominio de la muerte; se abriría el espacio que la Biblia griega llama zoe, es decir, vida definitiva que deja tras sí el poder de la muerte. Este último estadio de la evolución, que es lo que necesita el mundo para llegar a su meta, no caería dentro de lo biológico, sino que sería inaugurado por el espíritu, por la libertad, por el amor. Ya no sería evolución, sino decisión y don al mismo tiempo.

¿Pero qué tiene esto que ver con la fe en la resurrección de Jesús? Antes hemos considerado el problema de las dos inmortalidades posibles para el hombre, que no eran sino aspectos de la misma e idéntica realidad. Dijimos que el hombre no tenía consistencia propia, que sólo podía persistir si sobrevivía en los demás. Y hablando de los demás dijimos que sólo el amor que asume al amado en sí mismo, en lo propio, posibilita este estar en los demás. A mi entender, estos dos aspectos se reflejan en las dos expresiones con las que el Nuevo Testamento afirma la resurrección del Señor: .Jesús ha resucitado. y .Dios (Padre) a resucitado a Jesús.. Ambas expresiones coinciden en que el amor total de Jesús a los hombres que le llevó a la cruz, se realiza en el éxodo total al Padre, y que es ahí más fuerte que la muerte porque es al mismo tiempo total ser-mantenido por él.

Prosigamos nuestro camino. El amor funda siempre una especie de inmortalidad, incluso en sus estadios prehumanos apunta en esta dirección. pero, para él, fundamentar la inmortalidad no es algo accidental, algo que hace entre otras muchas cosas, sino que procede propiamente de su esencia. La inmortalidad siempre nace del amor, no de la autarquía. Seamos lo suficientemente atrevidos como para afirmar que esta frase puede aplicarse también a Dios, como lo considera la fe cristiana.

Frente a todo lo que pasa y cambia, Dios es simplemente lo que permanece y consiste, porque es coordinación mutua de las tres Personas, su abrirse en el .para. del amor, acto-subsistencia de lo absoluto y, por eso, totalmente .relativo. y relación mutua del amor vivo. Ya dijimos antes que la autarquía que nada quiere saber de los demás no es divina. Para nosotros la revolución que supuso el mundo cristiano y la imagen cristiana de Dios frente a las concepciones de la antigüedad consiste en que el cristianismo comprendió lo .absoluto. como absoluta .relatividad., como relatio subsistens.

Volvamos hacia atrás. El amor funda la inmortalidad, la inmortalidad nace del amor. Esto significa que quien ha amado a todos, ha fundado para todos la inmortalidad. Este es el sentido de la expresión bíblica que afirma que su resurrección es nuestra vida. Así comprendemos la argumentación de Pablo, a primera vista tan especial para nuestro modo de pensar, en su primera carta a los corintios: Si él resucitó, también nosotros, porque el amor es más fuerte que la muerte; si él no resucitó, tampoco nosotros, porque entonces la muerte es la que tiene la última palabra (cf. 1 Cor 15,16s).

Se trata de una afirmación central, por eso vamos a expresarla con otras palabras. Una de dos, el amor es más fuerte que la muerte o no lo es. Si en él el amor ha superado a la muerte, ha sido como amor para los demás. Esto indica que nuestro amor individual y propio no puede vencer a la muerte; tomado en sí mismo es sólo un grito irrealizable; es decir, sólo el amor unido al poder divino de la vida y del amor puede fundar nuestra inmortalidad. Esto no obstante, nuestro modo de inmortalidad depende de nuestro modo de amar. Sobre esto volveremos cuando hablemos del juicio.

De esto se colige una ulterior consecuencia. Es evidente que la vida del resucitado ya no es bios, es decir, la forma biológica de nuestra vida mortal intrahistórica, sino zoe, vida nueva, distinta, definitiva, vida que mediante un poder más grande ha superado el espacio mortal de la historia del bios. Los relatos neotestamentarios de la resurrección ponen bien de relieve que la vida del resucitado ya no cae dentro de la historia del bios, sino fuera y por encima de ella; también es cierto que esta nueva vida se ha atestiguado y debe atestiguarse en la historia, porque es vida para ella y porque la predicación cristiana fundamentalmente no es sino la prolongación del testimonio de que el amor ha posibilitado la ruptura mediante la muerte y de que nuestra situación ha cambiado radicalmente. Según todo esto, no es difícil encontrar la verdadera .hermenéutica. de los difíciles relatos bíblicos de la resurrección, es decir, saber en qué sentido hay que comprenderlos.

Naturalmente no vamos a entrar aquí en la discusión de todos los problemas correspondientes, cada día más difíciles, ya que se mezclan afirmaciones históricas y filosóficas, aunque a veces sobre éstas no se reflexiona mucho; además la exégesis construye a menudo su propia filosofía que al profano puede parecerle la última afirmación bíblica. Muchas cosas quedarán aquí por discutir, pero lo que sí se ha de admitir es la diferencia entre la interpretación que quiere ser fiel a sí misma, es decir, que quiere seguir siendo interpretación, y las adaptaciones poderosas.

Sabemos que Cristo, por su resurrección, no volvió otra vez a su vida terrena anterior, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir; Cristo ha resucitado a la eternidad del amor. Por eso los encuentros con él se llaman .apariciones.; por eso sus mejores amigos, que hasta hacía dos días se habían sentado con él a la misma mesa, no le reconocen; le ven cuando él mismo les hace ver; sólo cuando él abre los ojos y mueve el corazón puede contemplarse en nuestro mundo mortal la faz del amor eterno que ha vencido a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro. Por eso es tan difícil, casi imposible, para los evangelistas describir los encuentros con el resucitado; cuando lo hacen, parecen balbucear y contradecirse. En realidad hablan sorprendentemente al unísono en la dialéctica de sus expresiones, en la simultaneidad de contacto y no contacto, de conocer y no conocer, de plena identidad entre el crucificado y el resucitado y de plena transformación. Se le reconoce una vez, pero luego ya no se le reconoce; se le toca, pero luego ya no se le toca; es el mismo, pero también otro. La dialéctica es, como dijimos, la misma; cambian sólo lo medios estilísticos.

Acerquémonos bajo este aspecto al relato de los discípulos de Emaús, al que ya hemos aludido antes. La primera impresión parece enfrentarnos con una concepción terrena y masiva de la resurrección; no queda nada de lo misterioso e indescriptible de los relatos paulinos; parece como si hubiese vencido la tendencia por el adorno, por la concreción legendaria, apoyada por la apologética que se afana por lo comprensible, y como si el Señor resucitado se hubiese vuelto de nuevo a su historia terrena; pero a esto contradice tanto su misteriosa aparición como su no menos misteriosa desaparición, y el hecho de que el hombre no pueda reconocerle. No se le puede ver como en el tiempo de su vida mortal; sólo se le ve en el ámbito de la fe; con la interpretación de la Escritura enciende el corazón de los caminantes; al partir el pan les abre los ojos. Hay ahí una alusión a lo dos elementos fundamentales del culto divino primitivo, formado por la unión del servicio de la palabra (lectura e interpretación de la Escritura) y la fracción eucarística del pan; de este modo nos revelan los evangelistas que el encuentro con el resucitado tiene lugar en otro plano completamente nuevo; aludiendo a los datos litúrgicos, intentan hacernos comprender lo incomprensible; así, hacen teología de la resurrección y teología de la liturgia: en la palabra y en el sacramento nos encontramos con el resucitado; el culto divino es donde entramos en contacto con él y le reconocemos. Con otros términos, la liturgia se funda en el misterio pascual; hay que comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando andamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible a nosotros.

Hasta ahora no hemos dicho sino la mitad. Quedarse ahí sería falsear el testimonio neotestamentario. La experiencia del resucitado es algo completamente distinto del encuentro con un hombre de nuestra historia, pero no debe limitarse a los diálogos de sobremesa y al recuerdo que después se habría condensado en la idea de que vivía y de que su obra continuaba. Con esta interpretación el acontecimiento se limita a lo puramente humano y se le priva de su peculiaridad. Los relatos de la resurrección son algo diverso y algo más que escenas litúrgicas adornadas; muestran el acontecimiento fundamental en el que se apoya la liturgia cristiana; dan testimonio de la fe que no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y contra sus dudas los fortaleció y los convenció de que el Señor había resucitado realmente.

Sólo si aceptamos seriamente todo esto permaneceremos fieles al mensaje del Nuevo Testamento; sólo así conservaremos su alcance universal e histórico. Querer, por una parte, eliminar cómodamente la fe en el misterio de la intervención poderosa de Dios en este mundo y, por la otra, querer tener la satisfacción de permanecer en el campo del mensaje bíblico, no conduce a nada. No satisface ni a la lealtad de la razón ni a la exigencia cristiana y la .religión dentro de los límites de la razón pura.. Se impone la elección; el que cree comprenderá cada vez más lo razonable que es la profesión de fe en el amor que ha vencido a la muerte.


Subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.

Para nuestra generación, sacudida críticamente por Bultmann, la ascensión y el descendimiento a los infiernos constituyen la expresión de la imágen del mundo en tres pisos, que llamamos mítica y creemos haber superado definitivamente. El mundo de .arriba. y de .abajo. es siempre mundo, regido por las mismas leyes físicas e investigable por los mismos métodos. El mundo no tiene pisos; los conceptos .arriba. y .abajo. son relativos, dependen del lugar que ocupe el observador. Como no se da un punto absoluto de relación .la tierra ciertamente no nos lo ofrece., no se puede hablar de .arriba. y de .abajo., de .izquierda. y de .derecha.. El mundo no ostenta direcciones fijas. Nadie se molesta hoy día en discutir seriamente tales concepciones; ya no creemos en el mundo entendido espacialmente como un edificio de tres pisos, ¿pero es esto lo que se afirma cuando la fe dice que el Señor bajó a los infiernos o que subió a los cielos?

Sabemos que las expresiones de la fe asumen el material ofrecido por las concepciones de su época, pero eso no es lo esencial. Ambas afirmaciones, junto con la profesión de fe en la historicidad de Jesús, expresan la dimensión total de la existencia humana que no se divide en tres pisos cósmicos, sino en tres dimensiones metafísicas. La consecuencia es clara: el enfoque actual, al parecer moderno, no suprime la ascensión ni el descendimiento a los infiernos, sino también el Jesús histórico, es decir, suprime las tres dimensiones de la existencia humana; lo que queda sólo puede ser un fantasma ataviado diversamente, sobre el que nada puede edificarse.

¿Qué significan, pues, nuestras tres dimensiones? Ya hemos indicado antes que la ascensión no alude a la altitud exterior del cosmos que es completamente inútil para ella; en el texto fundamental, en la oración del crucificado a Dios que lo ha abandonado, falta cualquier alusión cósmica.

Nuestra frase se asoma a la profundidad de la existencia humana que se inclina sobre el abismo de la muerte, a la zona de la soledad implacable y del amor rehusado, y así incluye la dimensión del infierno, la lleva en sí misma como posibilidad de sí misma. El infierno, la existencia en la definitiva negación del .ser-para., no es una determinación cosmográfica, sino una dimensión de la naturaleza, el abismo al que ella tiende. Hoy día sabemos muy bien que toda existencia toca esa profundidad. Como a fin de cuentas la humanidad es .un hombre., esta profundidad no sólo afecta a los individuos, sino al cuerpo del género humano que debe arrastrar esta profundidad como todo. Una vez más comprendemos por qué Cristo, en .nuevo Adán., quiso con-llvar esta profundidad y no quiso permanecer separado de ella en sublime distancia. Por el contrario, ahora se ha hecho posible la total negación en su pleno carácter abismal.

La ascensión de Cristo alude también al otro extremo de la existencia humana que, por encima de sí misma, se extiende hacia arriba y hacia abajo. Como antipolo del aislamiento radical, de la intocabilidad del amor rehusado, esta existencia comporta la posibilidad de contacto con otros hombres en el contacto con el amor divino, de modo que el ser humano puede encontrar su lugar geométrico en lo íntimo del ser de Dios. Estas dos posibilidades, expresadas con las palabras cielo e infierno, son posibilidades del hombre, pero de modo muy distinto, de modo completamente diverso. El hombre puede darse a sí mismo la profundidad que llamamos infierno. Hablando con claridad, diremos que consiste formalmente en que él no quiere recibir nada, en que quiere se autónomo. Es expresión de la cerrazón en el propio yo.

La esencia de esta profundidad consiste, pues, en que el hombre no quiere recibir nada, en que no quiere tomar nada, sino sólo permanecer en sí mismo, bastarse a sí mismo. Si esta actitud se realiza en su última radicalidad, el hombre es intocable, solitario.

El infierno consiste en querer-ser-únicamente-él-mismo, cosa que se realiza cuando el hombre se encierra en su yo. Por el contrario, la esencia de arriba, lo que llamamos cielo, consiste en que sólo puede recibirse, de la misma manera que el infierno consistía en que el hombre so quería bastarse a sí mismo. El .cielo. es esencialmente lo no-hecho, lo no-factible; con terminología de escuela alguien ha dicho que es como gracia de un donum indebitum et superadditum naturae (un don indebido y añadido a la naturaleza). El cielo como amor realizado siempre puede regalarse al hombre; su infierno, en cambio, es soledad de quienes no aceptan el don, de los que rehusan el estado de mendigos y se encierran en sí mismos.

Todo esto nos muestra qué es el cielo considerado cristianamente. No hemos de considerarlo como un lugar eterno y supramundano, ni tampoco como una región eterna y metafísica. Diremos más bien que se entrelazan el .cielo. y la .ascensión de Cristo al cielo.; sólo en esta unión veremos el sentido cristológico, personal e histórico del mensaje cristiano sobre el cielo. Repitámoslo: el cielo no es un lugar que, antes de la ascensión de Cristo, estaría cerrado por un decreto justiciero y positivista de Dios, pero que después estaría abierto también positivísticamente. La realidad cielo nace más bien mediante la unión de Dios y el hombre. Hemos de definir el cielo como un contacto de la esencia del hombre con la esencia de Dios; esta unión de Dios y el hombre en Cristo que venció al bios por la muerte, se ha convertido en vida nueva y definitiva. El cielo es, pues, el futuro del hombre y de la humanidad, futuro que no puede darse a sí mismo, futuro que por vez primera se abrió en el hombre por quien Dios entró en el ser hombre.

Por eso el cielo es mucho más que un destino privado e individual. Depende necesariamente del .último Adán., del hombre definitivo, y por eso se integra necesariamente en el futuro común de la humanidad. Creo que de aquí podrían deducirse interesantes observaciones hermenéuticas que en este lugar sólo pueden ser mencionadas. La escatología próxima es uno de los datos bíblicos más importantes que asedian e intrigan desde hace medio siglo tanto a la exégesis como a la teología: Jesús y los apóstoles anunciaron el fin del mundo como algo inminente. Es más, a veces da la impresión de que l mensaje del próximo fin del mundo era la médula auténtica de la predicación de Jesús y de la primitiva Iglesia. La figura de Cristo, su muerte y resurrección, se relacionan con esta concepción que para nosotros es tan extraña como incomprensible. Es claro que aquí no podemos ocuparnos de todos los arduos problemas que esta lleva consigo, pero nuestras observaciones anteriores iluminan el camino por el que debemos buscar su solución. Hemos dicho que la resurrección y la ascensión del Señor eran la unión definitiva de la esencia hombre con la esencia Dios que da al hombre la posibilidad de conservar siempre su ser. Esto lo entendíamos como la dinámica preponderancia del amor en contra de la muerte y como la decisiva .mutación. del hombre y del cosmos en la que desaparecen los límites del bios y se crea un nuevo espacio existencial. Cuando esto se realiza, se inicia la escatología., el fin del mundo. L superación de los límites de la muerte abre la dimensión futura de la humanidad, su futuro ya ha comenzado en realidad. así se comprende cómo la esperanza de inmortalidad del individuo y la posibilidad de eternidad de la humanidad entera coinciden y se realizan en Cristo que con razón puede llamarse .centro. y .fin. de la historia, si esto se comprende rectamente.

Hagamos todavía otra observación en relación con el artículo de fe en la ascensión del Señor. La afirmación de la ascensión al cielo que, como hemos visto, es decisiva para la comprensión del más allá de la existencia humana, no es menos decisiva para entender el problema de la posibilidad y sentimiento de la relación humana con Dios. Al considerar el primer artículo de la fe, hemos dado respuesta afirmativa al problema de si lo infinito y eterno podía oír lo finito y temporal; también dijimos que la verdadera grandeza de Dios estriba en que para él lo más pequeño no es demasiado pequeño y que lo máximo no es demasiado grande para él. Hemos intentado comprender cómo él, en cuanto Logos, no sólo es la razón que todo lo dice, sino la razón que todo lo percibe y de la que nada queda excluido por muy pequeño que sea. Hemos respondido afirmativamente al problema actual; sí, Dios puede oír.

Pero todavía queda un problema por resolver. Alguien a raíz de nuestras afirmaciones podría decir: bien, es cierto que Dios puede oír, pero podría preguntarse: ¿puede escuchar? ¿No es la oración de súplica un grito que la criatura lanza a Dios, un truco piadoso que eleva psíquicamente al hombre y lo consuela, porque muy pocas veces es capaz de otras formas de oración? ¿No es todo esto una simple forma de relacionar al hombre con la trascendencia, aunque en verdad nada sucede ni puede cambiarse? Lo que es eterno sigue siendo eterno, lo que es temporal, temporal, ¿hay algún camino que vaya de uno al otro? Tampoco podemos estudiar esto en todos sus detalles; eso pediría un profundo análisis crítico de los conceptos tiempo y eternidad. Deberíamos estudiar su fundamento en la antigüedad y la unión de esta idea con la fe bíblica cuya realización es la raíz de nuestro problema. Tendríamos que reflexionar nuevamente sobre la relación del pensar técnico y naturalista con el de la fe. Pero eso, en vez de dar una respuesta a todos los problemas, vamos a indicar solamente el camino por el que debe buscarse la solución.

El pensar moderno se deja guiar por la idea de que la eternidad está encerrada en su inmutabilidad. Dios aparece como prisionero de su plan eterno, concebido .desde todos los tiempos.. El .ser. y el .hacerse. no se mezclan. La eternidad se comprende negativamente como la carencia de tiempo, como lo contrapuesto al tiempo, como algo que no puede obrar en el tiempo porque entonces dejaría de ser inmutable y se haría temporal. Todas estas ideas se quedan dentro de una concepción precristiana en la que no se tiene en cuenta el concepto de Dios de la fe en la creación y en la encarnación. No podemos detenernos a explicarlo, pero todo esto supone un antiguo dualismo y es signo de un modo de pensar ingenuo que considera a Dios antropomórficamente, ya que cuando se dice que lo que Dios ha planificado .antes. de la eternidad no podría cambiarlo después, ésta se concibe inconscientemente según el esquema del tiempo, con la diferencia del .antes. y del .después..

La eternidad no es lo más antiguo, lo que existía antes del tiempo, sino lo totalmente otro, lo que es hoy en relación con el tiempo precedente, lo que es realmente actual en relación con él. No está encadenada a un antes y a un después, sino que es el poder de la actualidad de todo tiempo. La eternidad no existe junto al tiempo, sin relación ninguna con él, sino que es el poder creador de todo tiempo que mide el tiempo precedente en su propia actualidad y que crea así su poder-ser. No es la carencia de tiempo, sino su extensión. Por ser hoy contemporáneo a todos los tiempos, puede obrar también en el tiempo.

La encarnación de Dios en Jesucristo en virtud de la que el Dios eterno y el hombre temporal se unen en una única persona, no es sino la última concreción de la extensión temporal de Dios. En la existencia humana de Jesús Dios ha cogido el tiempo y se ha metido en él. En él se nos presenta personificada la extensión temporal de Dios. Como dice Juan, Cristo es verdaderamente la .puerta. entre Dios y el hombre (Jn 10,9), su .mediador. (1 Tim 2,5), en quien lo eterno tiene tiempo.

En Jesús nosotros, hombres temporales, podemos dirigirnos a lo temporal, a nuestros contemporáneos en el tiempo; en él, que es tiempo con nosotros, tocamos simultáneamente lo eterno, porque él es tiempo con nosotros y eternidad con Dios.

Hans Urs von Balthasar ha explicado profundamente el significado espiritual de estas observaciones, aunque dentro de otro contexto. Recuerda cómo Jesús durante su vida terrena no estuvo sobre el tiempo y el espacio, sino que vivió en medio de su tiempo y en su tiempo. Cada línea del evangelio nos hace encontrarnos con la humanidad de Jesús que lo colocó en su tiempo; bajo muchos puntos de vista la vemos hoy día más vital y clara que los períodos anteriores. Pero este .estar en el tiempo. no es sólo un ámbito exterior cultural-histórico, detrás del cual, pero independientemente de él, podríamos encontrar lo supra-temporal de su propio ser; es más bien un contenido antropológico que determina profundamente la forma del ser humano. Jesús tiene tiempo, y no realiza anticipadamente, en impaciencia culpable, la voluntad del Padre.

Por eso el hijo, que en el mundo tiene tiempo para Dios, es el lugar originario donde Dios tiene tiempo para el mundo. Dios no tiene otro tiempo para el mundo sino en el Hijo, pero en él tiene todo tiempo 9.

Dios no es prisionero de su eternidad: en Jesús tiene tiempo para nosotros; por eso Jesús es realmente la .sede de la gracia. a quien podemos .acercarnos con plena confianza. en todo tiempo (Heb 4,16).


Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

 

Rudolf Bultmann enumera entre las concepciones que ha .despachado. el pensamiento moderno la fe en el .final del mundo. inaugurado por el Señor que vuelve a juzgar, lo mismo que la ascención y el descenso los infiernos. Todo hombre inteligente está convencido de que el mundo sigue adelante como ya lo ha hecho por casi 2,000 años después del anuncio escatológico del Nuevo Testamento. Tal purificación del pensamiento parece necesaria, ya que en esta materia el mensaje bíblico indudablemente contiene elementos fuertemente cosmológicos; cae, por tanto, dentro del espacio que se nos presenta como el mundo de las ciencias naturales. Sin embargo, cuando se habla del fin del mundo, la palabra .mundo. no significa primariamente el cosmos físico, sino el mundo humano, la historia humana. Esta forma de hablar indica que este mundo .el mundo de los hombres. llegará a un fin querido y realizado por Dios. Pero no hemos de negar que la Biblia presenta este acontecimiento esencialmente antropológico con imágenes cosmológicas y, en parte, políticas. Es difícil decidir hasta donde se trata sólo de imágenes y hasta qué punto las imágenes expresan el contenido de la cosa.

Diremos solamente unas palabras sobre la gran concepción bíblica del mundo. Según la Biblia, el cosmos y el mundo no son grandezas puramente separables, como si el cosmos fuese el escenario accidental del hombre, como si el hombre pudiese realizarse separado de él. El mundo y el hombre se relacionan necesariamente de tal modo que son inconcebibles tanto una humanidad sin mundo como un mundo sin hombres. Lo primero nos parece hoy día evidente, pero lo segundo no nos es plenamente comprensible después de las observaciones hechas por Teilhard. Partiendo de esto, nos sentimos incitados a afirmar que el mensaje bíblico del fin del mundo y de la vuelta del Señor no es pura antropología en imágenes cósmicas. Tampoco presentaría un aspecto cosmológico frente a otro antropológico, sino que en la íntima consecuencia de toda la visión bíblica mostraría la unidad de la antropología y de la cosmología en la definitiva cristología, y en ella el fin del .mundo. que en su doble construcción de cosmos y hombre alude a esa unidad como a su meta final. El cosmos y el hombre que, aunque a veces se contraponen, pertenecen uno al otro, serán una misma cosa mediante su complexión en lo más grande del amor que supera y abarca el bios, como ya dijimos antes. Vemos ahora cómo la escatología final y la ruptura realizada en la resurrección de Jesús son realmente una cosa; es, pues, evidente por qué el Nuevo Testamento presenta con razón la resurrección como lo escatológico.

Expliquemos algo más lo afirmado, antes de proseguir nuestro camino. Hemos dicho antes que el cosmos no es un ámbito exterior de la historia humana, que no es un edificio estático, una especie de continente en donde aparece toda clase de seres que muy bien podrían estar en otro recipiente. Afirmamos positivamente que el cosmos es movimiento que no sólo se da en él una historia, sino que él mismo es historia; no sólo forma el escenario de la historia humana, sino que es también antes de ella y con ella .historia. antes de ella y con ella. En último término sólo se da una historia-mundial que todo lo abarca y que en sus altos y bajos, en sus avances y retrocesos, sigue una dirección total que camina .hacia adelante.. Cierto que quien sólo considere una parte, por muy grande que sea, creerá ver un círculo siempre igual. La dirección no puede verse, sólo puede verla quien comience a contemplar todo. Ahora bien, como ya dijimos antes, en este movimiento cósmico el espíritu no es un producto accidental cualquiera de la evolución, que no tendría significado alguno en relación con el todo; por el contrario, en ella la materia y su evolución son la prehistoria del espíritu.

Podemos explicar la fe en el retorno de Jesucristo y en la consumación del mundo como la convicción de que nuestra historia se dirige al punto omega, donde será definitivamente claro y visible que lo estable que a nosotros nos parecía el suelo que soportaba la realidad no es la materia pura, inconsciente de sí misma, sino la inteligencia que mantiene el ser, le da realidad; más aún, es la realidad: el ser no tiene consistencia desde abajo, sino desde arriba. En la transformación del mundo que la técnica realiza, podemos en cierto sentido experimentar hoy día el hecho de la complexión del ser material por el espíritu, y su recapitulación, llevada a cabo también por él, en una forma nueva de unidad. Al manipular lo real comienzan ya a esfumarse los límites entre la naturaleza y la técnica que ya no pueden separarse distintamente. Naturalmente el valor de esta analogía puede ponerse en tela de juicio en muchos puntos; esto no obstante, tales hechos revelan una forma del mundo en la que el espíritu y la naturaleza no están simplemente separados, sino en la que el espíritu incluye en sí en nueva complexión lo que, al parecer, es puramente natural; con eso se crea un mundo nuevo que supone al mismo tiempo la caída del antiguo. Es cierto que el fin del mundo, en el que cree el cristiano, es algo completamente distinto del triunfo total de la técnica, pero la unión de la naturaleza y del espíritu que en ella tiene lugar nos da pie para comprender de manera nueva cómo hemos de concebir la realidad de la fe en el retorno de Cristo: como fe en la unión definitiva de lo real por el espíritu.

Prosigamos nuestro camino. Hemos dicho que la naturaleza y el espíritu forman una única historia que avanza de tal manera que el espíritu se revela cada vez más como lo que abarca todo. De esta forma concreta la antropología y la cosmología acaban por anasto-mosarse; sin embargo esta progresiva complexión del mundo por el espíritu supone necesariamente su unión en un centro personal, ya que el espíritu no es algo indeterminado, sino que en su peculiaridad es persona, individualidad. Es cierto que se da algo así como .el espíritu objetivo., el espíritu colocado en las máquinas, en las más diversas obras; pero en todos estos casos el espíritu no presenta su forma original; .el espíritu objetivo. procede siempre del espíritu subjetivo, remite a la persona, a la auténtica forma existencial el espíritu. Decir que el mundo se dirige a una complexión por el espíritu, es afirmar que el cosmos avanza hacia una unión en lo personal.

Esto confirma además la absoluta supremacía de lo singular sobre lo general. Aquí se ve claramente la importancia de este principio antes enunciado. El mundo se dirige a la unidad en Persona. El individuo da sentido al todo, no al revés. Esto justifica además el aparente positivismo de la cristología, de la convicción tan escandalosa para los hombres de todos los tiempos según la cual un individuo es el centro de la historia y del todo. Este .positivismo. se nos muestra ahora renovado en su infinita necesidad. Si es cierto que al fin triunfa el espíritu, es decir, la verdad, la libertad y el amor, a última hora no vence una fuerza cualquiera, sino un semblante. La omega del mundo es un tú, una persona, un individuo. Al fin la complexión y unión de todo lo abarcan infinitamente, será la unión definitiva de todo colectivismo, del infinitamente, de la pura idea, también de la llamada idea del cristianismo. El hombre, la persona predomina siempre sobre la pura idea.

De aquí se deduce otra consecuencia esencial: Si la irrupción de la ultracomplejidad de lo último se funda en el espíritu y en la libertad, no es en modo alguno juego neutral y cósmico, sino incluye la reponsabilidad. No se lleva a cabo como un proceso físico, sino que se apoya en decisiones, por eso la vuelta del Señor no es sólo salvación, no es sólo la omega que todo lo arregla, sino también juicio. Ahora podemos explicar el sentido del juicio: el estadio final del mundo no es el resultado de una corriente natural, sino el de la responsabilidad en la libertad. Ahora comprendemos por qué el Nuevo Testamento, a pesar de su mensaje de gracia, sigue afirmando que al fin el hombre será juzgado .por sus obras. y que nadie podrá escapar a este juicio sobre la conducta de su vida.

Existe una libertad que la gracia no elimina, sino que perfecciona. La suerte definitiva del hombre no pasará por alto las decisiones de su vida; esta afirmación es la frontera a un falso dogmatismo y a una falsa seguridad cristiana en sí mismo. La fe cristiana afirma la igualdad de todos los hombres al defender la identidad de su responsabilidad. Desde la época patrística la predicación cristiana puso de relieve la identidad de la responsabilidad y se opuso a la falsa confianza de los que decían .Señor, Señor..

Me parece oportuno recordar las conclusiones de un gran teólogo judío, Leo Baeck; ningún cristiano puede suscribirlas, pero sería injusto pasar por alto su importancia. Baek afirma que la existencia especial de Israel se transformó en conciencia del servicio al futuro de la humanidad:

Se exige la peculiaridad de la llamada, pero no se anuncia el exclusivismo de la salvación. El judaísmo nunca entró en la estrechez del concepto de una iglesia que pretendiese ser la única santificadora. Donde no conduce a Dios la fe, sino la obra, donde la comunicad presenta a sus miembros el ideal y la tarea como signo espiritual de pertenencia, la posición con relación a la fe no puede garantizar la salvación de las almas.

Baeck afirma después que este universalismo de la salvación fundada en la obra cristalizó manifiestamente en la tradición judía, hasta que por fin se plasmó claramente en el proverbio clásico: .También los justos no-israelitas participan en la salvación eterna.. Nos quedamos perplejos cuando Baeck continúa diciendo que .para apreciar el contraste en toda su grandeza. hay que .comparar con esta frase la descripción de Dante del lugar de la condenación de los mejores paganos y de las innumerables imágenes terribles que responden a las ideas de la Iglesia de los siglos anteriores y posteriores. 10.

Casi todo el texto es impreciso y contradictorio; sin embargo, afirma cosas muy serias. A su modo quiere mostrar en qué consiste el carácter indispensable del juicio universal en el que los hombres serán juzgados .según sus obras.. No vamos a detenernos a estudiar en particular cómo pueden conciliarse estas afirmaciones con la importantísima doctrina de la gracia. Quizá no se superase a la postre la paradoja cuya lógica se abriría plenamente a la experiencia de una nueva vida de fe. Quien se confíe en ésta, se dará cuenta de que existen dos realidades: la gracia radical de libera al hombre impotente, y también el rigor perpetuo de la responsabilidad que diariamente lo compromete.

Esto significa que para el cristiano, por una parte, existe la tranquilidad liberadora de quienes viven en la abundancia de la justicia divina que es Jesucristo. Esa tranquilidad sabe que yo no puedo destruir lo que él ha edificado. El hombre sabe que su poder de destruir es infinitamente mayor que su poder de construir, pero ese mismo hombre sabe que en Cristo el poder de construir se reveló infinitamente fuerte; de ahí nace la libertad profunda, el conocimiento del amor impenitente de Dios que siempre nos es propicio a pesar de todos los extravíos. Sin miedo podemos realizar nuestra obra; ya no da miedo porque ha perdido su poder destructivo: el éxito del mundo no depende de nosotros; está en las manos de Dios. Por otra parte, el cristianismo sabe que su obra no es ni algo arbitrario ni un juego poco serio que Dios pone en sus manos; sabe que ha de responder, sabe que como a administrador se le pedirán cuentas de lo que se le ha confiado. Sólo hay responsabilidad donde hay alguien que examina. El artículo sobre el juicio pone ante nuestros ojos el examen al que será sometida nuestra vida; nada ni nadie puede hacernos tomar a la ligera el inaudito alcance de tal conocimiento, que demuestra la urgencia de la vida en la que estriba su dignidad.

.A juzgar a los vivos y a los muertos.. Sólo él juzgará, ningún otro. La injusticia del mundo no tiene la última palabra, ni se disuelve en un acto gracioso general e intrascendente; hay, por el contrario, una última instancia a la que podemos apelar para que se haga justicia y el amor pueda realizarse. Un amor que destruyese la justicia, sería injusticia, caricatura del amor. El verdadero amor es exceso de justicia, superación de la justicia, pero no destrucción de la misma; la justicia siempre debe ser la forma fundamental del amor.

Pero cuidado con caer en el extremo contrario. No puede ponerse en duda que la conciencia cristiana ha hecho del artículo de fe en el juicio una forma que prácticamente puede llegar a destruir toda la fe en la redención y en la promesa de la gracia. Vemos, como ejemplo, la profunda contraposición entre el maran atha y el Dies irae. El cristianismo primitivo, con su oración .Ven, Señor nuestro., ha explicado el retorno de Jesús como acontecimiento lleno de esperanza y alegría; ha visto en él el momento de la gran realización, y se ha orientado a él; ese momento fue para los cristianos medievales el terrible .día de la ira. (Dies irae), el día del estremecimiento de pavor y temor, el día de la miseria y la calamidad. El retorno de Cristo es todavía juicio, día de la liquidación de cuentas para todos los hombres. En tal visión se olvida lo más decisivo: el cristianismo se reduce prácticamente a un moralismo; asimismo es privado de ese respiro de esperanza y alegría que constituye su más auténtica manifestación vital.

Alguien podría pensar que el primer punto de partida para esa evolución fracasada, que se fija solamente en el peligro de la responsabilidad y no en la libertad del amor, nos ofrece la misma profesión de fe, ya que en ella, al menos según el tenor de las palabras, la vuelta de Cristo se reduce al juicio: .de allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.. Sabido es que en los círculos espirituales donde nació el Símbolo, sobrevivía todavía la herencia primitiva; las afirmaciones sobre el juicio se unían naturalmente con el mensaje de la gracia. Al afirmar que quien juzgaba era Jesús, el juicio se tornaba en esperanza. Para probarlo, voy a citar unas palabras de la llamada segunda carta de Clemente:

Hermanos, así debemos sentir sobre Jesucristo como de Dios que es, juez de vivos y de muertos, y tampoco debemos tener bajos pensamientos acerca de nuestra salvación. Porque si bajamente sentimos de él, bajamente también esperamos recibir 11.

Esto no muestra dónde hemos de colocar el acento en nuestro texto: el que juzga no es, simplemente, como podría esperarse, Dios, el infinito, el desconocido, el eterno. Dios ha puesto el juicio en manos de quien es, como hombre, nuestro hermano. No nos juzgará un extraño, sin el que hemos conocido en la fe. No saldrán a nuestro encuentro el juez totalmente otro, sino uno de los nuestros, el que conoce íntimamente el ser humano porque lo sufrió.

Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza; el juicio no es sólo día de ira, sino el retorno de nuestro Señor. Recordemos la extraordinaria visión de Cristo con la que comienza el Apocalipsis (1,9-19): El vidente cae a sus pies como muerto, lleno de temor, pero el Señor puso su mano sobre él y dijo, como cuando calmó la tempestad en el lago de Genesaret, .no temas, soy yo.(1,17). El Señor todopoderoso es Jesús; el vidente fue en la fe su compañero de viaje.

El artículo de fe en el juicio relaciona estas ideas con nuestro encuentro con el juez universal. Con bienaventurado asombro verá el creyente en aquel día de angustia, que el que .tiene poder sobre el cielo y la tierra.(Mt 28,18), fue en la fe su compañero de viaje en su vida terrena, y que ahora, por las palabras del Símbolo, lo acaricia y le dice: No temas, soy yo.

Quizá no pueda darse una solución mejor al problema de la unión del juicio y de la gracia que la que nos ofrece el trasfondo del Credo.

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Notas:

1.- Cf. R. Laurentin, Structure et théologie de Luc 1-2. París 1957; L. Deiss, María, Tochter Sion. Mainz 1961; A. Stöger, Das Evangelium nach Lukas I. Düseldorf 1964, 38-42; G. Voss, Die Christologie des lukanischen Shriften in Grundzügen. Studia Neotestamentica II. Paris-Bruges 1965.

2.- Cf. W. Eichrodt, Theologie des AT, I. Leipzig 1930, 257: ....todos estos rasgos... remiten a una imagen del salvador, muy conocida por el pueblo, en la que encuentran su unidad ideal. Esto lo confirma una serie de expresiones análogas sobre el rey-redentor encontradas en el antiguo oriente que pueden agruparse en escenas de una biografía santa y que muestran hasta qué punto participó Israel en el patrimonio común del oriente.

3.- E. Schweizer, Uiós, en TWzNT VIII, 384.

4.- A esto habría que objetar las especulaciones con las que P. Schoonenberg quiere justificar sus reservas ante el catecismo holandés en su artículo .Die nieuwe Katechismus und die Dogmen.. Desgraciadamente este estudio se funda en una falsa comprensión del concepto de dogma. Schoonenberg entiende el dogma par-tiendo de la perspectiva armoniosa de la dogmática jesuita del final del siglo XIX; después busca, natural-mente en vano, una intervención definitoria del magisterio sobre el nacimiento de Jesús de la Virgen, análoga a la definición de la .inmaculada concepción. (carencia de pecado original) y a la asunción corporal de la Virgen .al cielo.. Así llega a la conclusión de que, a diferencia de las definiciones antes mencionadas, en lo que se refiere al nacimiento de Jesús de la Virgen no hay una doctrina eclesial fija. Con tales afirmaciones cambia totalmente la historia del dogma y absolutiza una forma de ejercer el magisterio empleada a partir del Concilio Vaticano I, que no puede utilizarse en el diálogo con la Iglesia oriental; la cosa misma no la tolera; el mismo Schoonenberg no puede mantenerla. El dogma como frase aislada definida ex cathedra por el Papa es la última e inferior forma de la configuración del dogma. El símbolo es la forma primitiva con la que la Iglesia expresó obligatoriamente su fe. La profesión de fe en el nacimiento de Jesús de la Virgen pertenece desde el principio a todos los símbolos, y así es parte constitutiva del dogma primitivo eclesial. Ponerse el problema del carácter obligatorio del Concilio I de Letrán o de la bula de Pablo V en el año 1555, como hace Schoonenberg, es un trabajo que no tiene la más mínima razón de ser; querer limitar los símbolos a pura interpretación .espiritual. sería nebulosidad histórico-dogmática.

5.- J. Daniélou, El misterio de la historia. Dinor, San Sebastián 1963, 440 s.

6.- Politeia II, 361-362a; cf. también H. U. von Balthasar, Herrlichkeit III/1, Einstedeln 1965, 156-161; E. Benz, Der gekreuzigte Gerechte bei Plato, im NT und in der alten Kirche, Abhandlungen der Mainzer Aka-demie 12 (1950).

7.- Cf. H. de Lubac. El drama del humanimo ateo. EPESA, Madrid 1949, 17 s.

8.- Véase el significado del silencio en los escritos de Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios 19,I: .Y quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios.; cf. Ad Magn. 8,2. Traducción española en Padres apostólicos, BAC, Maadris, 1950.

9.- H. U. von Balthasar, Teología de la hsitoria. Guadarrama, Madrid 1959, 48; cf. G. Hasenhüttl, Der Glaubensvollzug. Essen 1963, 327.

10.- L. Baeck, Das Wesen des Judentums. Köln 1960, 69.

11.- Clem I, I s. Traducción española en Padres apostólicos. BAC, Madrid 1950; cf. Kattenbusch II, 600.

 

INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO - RATZINGER