EL SER HUMANO, ANIMAL SIMBÓLICO

por Juan José Tamayo-Acosta

CLAVES PARA LA REFLEXIÓN

El ser. humano, animal simbólico

H/ANIMAL-SIMBOLICO: El ser humano ha sido definido como animal simbólico. La definición no puede ser más certera, pues uno de los rasgos que lo definen y le diferencian del resto de los animales es su capacidad de simbolización, que empieza con el lenguaje y culmina con la simbolización de la relación de la persona con el mundo y las cosas. El símbolo no es algo exclusivo de los niños y niñas, de las personas neuróticas, o de los pueblos llamados «primitivos». Resulta consustancial al ser humano, constituye una parte fundamental de su vida espiritual y es anterior al lenguaje y a la razón discursiva. Ser persona, dirá Vergote resumiendo las aportaciones de las principales antropologías de nuestro siglo, es «simbolizar la existencia».

SIMBOLO/QUE-ES: El ser humano puede representar el mundo de dos maneras: directa e indirectamente. La directa tiene lugar cuando la cosa se representa «en carne y hueso» y se hace presente al espíritu en sí misma. La indirecta sucede cuando el objeto está ausente y se le re-presenta al ser humano en imagen. Una de esas formas indirectas de re-presentación es el símbolo.

La palabra «símbolo» proviene del verbo griego symballein, que, en su forma transitiva, significa poner en común, reunir, intercambiar y, en su forma intransitiva, encontrarse, juntarse. El sustantivo sym-bolon significa conjunción, pacto, reunión de las dos partes en que se dividía el objeto.

El símbolo antiguo indica un objeto que se rompe en dos partes iguales de forma que cada uno de los firmantes de un pacto se queda con una parte. Cada parte por separado carece de valor. El valor simbólico radica en la relación de una mitad con la otra. La unión de ambas partes llevada a cabo por los portadores es lo que constituye la prenda del pacto. La reunión de las partes escindidas lleva al reconocimiento, a la identificación y al encuentro.

Veamos un ejemplo tomado de uno de los cuentos más conocidos y populares: el zapato de cristal de Cenicienta.

Cenicienta era hija de un hombre muy acaudalado que, tras enviudar, volvió a casarse con una mujer aviesa. Del matrimonio con esta mujer nacieron dos hijas. Cenicienta era maltratada por su madrastra y despreciada por sus hermanastras. Tras sortear muchas dificultades y contar con la complicidad favorable del hada, logra asistir a la fiesta organizada por el padre del príncipe para que éste eligiera esposa. El hada regaló a Cenicienta unos bellísimos y llamativos zapatos de cristal. Durante toda la velada estuvo bailando con el príncipe, que se enamoró de ella, sin saber quién era ni de dónde venía. Pero llegadas las doce de la noche, tuvo que abandonar la fiesta y volver a su casa en cumplimiento de la promesa hecha al hada. Al bajar las escaleras del palacio a toda prisa, perdió uno de sus zapatos de cristal. El duque visitó todas y cada una de las casas de la ciudad para comprobar de qué doncella era el zapato, pues ella sería la que habría de casarse con el príncipe. Todas las doncellas se probaron el zapato, pero a ninguna le entraba en el pie. La única capaz de calzarlo fue Cenicienta, que, a su vez, poseía el otro zapato que hacía juego con el que traía el duque. El zapato sirvió de reconocimiento y permitió el encuentro y el ulterior matrimonio entre Cenicienta y el príncipe.

Símbolo, sentido y profundidad

El símbolo representa algo que va más allá de su significado inmediato y del alcance de la razón. Muchas cosas escapan al alcance del entendimiento humano y requieren de la mediación del símbolo para su expresión y comunicación.

El símbolo se caracteriza por poseer un plus de sentido. Añade un nuevo valor a una acción o un objeto, convirtiéndolos en algo abierto que lleva a la profundidad de lo real. En ese sentido, remite a experiencias, aspiraciones y niveles profundos de la existencia humana y de la realidad cósmica que no son expresables por la vía de la razón teórica o del discurso racional, ni encuentran traducción adecuada por vía conceptual. Éste es el caso de experiencias humanas fundamentales como la vida, la muerte, el sufrimiento, la alegría, el amor, el miedo, la esperanza, la fe, la compasión, la reconciliación, el perdón, la fraternidad, la felicidad, la fidelidad, la confianza. El ser humano recurre a los grandes símbolos que ha tejido la humanidad en su historia y prehistoria y que están presentes en las diferentes culturas y religiones para expresar esas experiencias: el agua, el aire, el fuego, la tierra, el cielo, el abismo, el árbol, la luz, el sol, el pecado original, el camino, el éxodo, animales, plantas, constelaciones, etc.

Lo expresa bellamente y con precisión ·Mircea-Eliade: «El símbolo revela ciertos aspectos de la realidad -los más profundos- que se niegan a cualquier otro medio de conocimiento. Imágenes, símbolos, mitos, no son creaciones irresponsables de la psique, responden a una necesidad y llenan una función: dejar al desnudo las modalidades más secretas del ser» 1.

Las experiencias y aspiraciones profundas permanecen en el umbral de la consciencia y arriban a la consciencia por la vía de los símbolos. «El aspecto inconsciente de cualquier suceso -afirma Jungse- nos revela en sueños, donde aparece no como pensamiento racional, sino como una imagen simbólica» 2. En el inconsciente está la «matriz del espíritu humano y de sus invenciones», sostiene el mismo autor.

El símbolo viene a constituir una especie de puente que relaciona dos sentidos: el literal y aquel al que remite el literal. La relación entre ambos sentidos es profunda e interna. A diferencia del signo, que remite a algo distinto de sí mismo, el símbolo nos introduce en el orden cultural, religioso, ritual y cultural, del que él mismo forma parte. El significante tiene que ver con el significado.

El símbolo presencializa una ausencia y actualiza algo que no puede alcanzarse, que es imposible de percibir o no es conocido. Lo específico del símbolo es ser epifanía del misterio, manifestación de lo indecible. El símbolo nos abre a la trascendencia en el seno de la inmanencia, apunta a la presencia en medio de la ausencia, remite a la comunicación cuando se experimenta la soledad. Pero precisamente por su carácter inexaurible, el símbolo, además de desvelar, vela, además de manifestar, oculta, para no disolver el misterio.

El símbolo realiza aquello a lo que remite: el silencio o el pésame en un duelo constituyen una presencialización del acompañamiento y de la solidaridad en el dolor; un efusivo apretón de manos expresa la amistad con la persona a quien se dirige; un beso es un signo de afecto y cariño. Pero la presencia de esos sentimientos a través de los símbolos referidos no agota su significado profundo. Dadas la riqueza y profundidad del símbolo, hay siempre un fondo al que nunca se llega ni puede expresarse.

La riqueza y profundidad del símbolo muestran otro elemento fundamental: la variedad y pluralidad de significaciones. El mismo símbolo no posee un solo significado, sino que remite a múltiples significados. Ése es el caso de muchos de los símbolos religiosos, como el agua, el fuego, la luz, etc.

El campo simbólico no se queda en los objetos, se amplia a las palabras, los gestos, las personas, los animales, el mundo vegetal, etc.

¿Símbolo frente a realidad?

SIMBOLO/REALIDAD REALIDAD/SIMBOLO: Suele ser muy corriente oponer símbolo a realidad. Pero tal oposición no tiene por qué darse. El símbolo afecta a lo más real y profundo de la persona y de su mundo. Así, por ejemplo, en un duelo, sobran las palabras y son sustituidas por multitud de símbolos: una corona de flores, el silencio y/o el beso de condolencia, las lágrimas de solidaridad. Estos y otros símbolos pretenden expresar la presencia solidaria, la comunicación entre dos sujetos, la alteridad compartida.

No es válida, por tanto, la disyuntiva: símbolo o realidad, simbólico o histórico, ni son acertadas expresiones como «cuanto más simbólico, menos real» o «cuanto más simbólico, menos importante». Lo simbólico no implica negación de lo histórico, ni excluye lo histórico. Lo simbólico es independiente de lo histórico, pero no lo sustituye. Lo que hace es enraizar lo histórico en lo real.

En el intercambio de los bienes operan dos lógicas diferentes: la del mercado y del valor, que se centra en los objetos como tales, y la del intercambio simbólico, que se centra en la relación entre sujetos. De ambas lógicas la que rige en el símbolo es la segunda. El símbolo escapa a todo esquema de valor, a toda concepción utilitarista y productivista de la vida y del ser humano. No se mueve en el marco del valor mercantil ni del valor de uso del objeto. Un regalo sin apenas valor puede resultar más estimado que un regalo de coste muy elevado. En la esencia del símbolo está el carecer de valor venal. Lo que importa no es el valor, ni la utilidad social o económica, sino la comunicación entre los sujetos. Ese es precisamente el significado originario del concepto «símbolo».

Un ejemplo de cómo el símbolo no se rige por la lógica del valor lo encontramos en los zapatos de la campesina, del conocido cuadro de Van Gog, tan bellamente estudiados por Martin Heidegger en su ensayo El origen de la obra de arte (recogido en la obra Sendas perdidas). El cuadro no pretende ofrecer directamente información sobre los aspectos materiales de los zapatos: de qué materia y de qué forma están hechos, o cuál sea su utilidad. El cuadro no nos enseña «nada en absoluto», observa Heidegger. Lo que hace es mostrar «lo que es en verdad el par de zapatos».

Lo que manifiesta la obra de arte, igual que todo símbolo en cuyo ámbito se inscribe, es la verdad, pero no en su concepción metafísica como adecuación del entendimiento con la realidad, sino como «advenimiento» (Heidegger). «Ningún zapato de campesino/a -comenta Chauvetes más verdadero que el del cuadro de Van Gog. El símbolo afecta a lo más real de nuestro mundo y lo hace acceder a su verdad» 3. Las relaciones entre símbolo, verdad y realidad, por tanto, no son de enemistad, sino de parentesco. Lo que hace el símbolo es desvelar la cara oculta de la realidad y, al mismo tiempo, velar la realidad para preservar su misterio.

Símbolo y utopia

El símbolo se ubica en el horizonte de la utopia. Lleva a recuperar la identidad perdida, pero no volviendo al pasado con actitud añorante, sino mirando al futuro con intención anticipadora. El símbolo ejerce una función utópico-anticipatoria al apuntar al ideal de una nueva humanidad liberada de toda opresión, pero sin huir hacia adelante para escapar de la realidad, sino desde la radicación en el corazón del mundo y en lucha contra las fuerzas alienantes. Hay una tensión entre la realidad tal cual es y la realidad tal como debe ser. entre el ser y el deber-ser.

La función utópico-anticipatoria del símbolo ayuda a descubrir la gravidez de futuro latente en la realidad y el carácter tendencial de la misma, el excedente de sentido ínsito en el ser humano y el excedente cultural presente en la historia. El símbolo anticipa el futuro. Es el caso del canto de victoria entonado antes de la victoria o de la comida comunitaria celebrada antes de la liberación. En el caso de los símbolos sacramentales, lo que se anticipa son los valores del reino, el nuevo cielo y la nueva tierra, en los que se hace presente la salvación.

La práctica simbólica no se diluye en otras prácticas humanas, como la política, la social, la ética, etc. Se rige por su propia gramática y tiene sus propias reglas de juego. Pero tampoco es independiente de ellas, ni camina en paralelo a las prácticas referidas, sino que debe articularse con ellas, sin confundirse.

La praxis simbólica tiene una significación liberadora y ejerce una función humanizadora. Pero, al no contar con defensas ni propias ni ajenas, puede ser objeto de perversión, manipulación y secuestro ideológico. El poder dominante tiende a usar y abusar del símbolo, poniéndolo al servicio de sus intereses y convirtiéndolo en instrumento de alienación de las conciencias y de los colectivos humanos. De ahí la necesidad de adoptar una actitud vigilante frente a los intentos varios de manipulación.

Una última característica del símbolo es su carácter comunitario. El símbolo no es creación individual; precede al individuo, nace en el seno de una colectividad, de ella se nutre y en ella adquiere sentido. El ser humano, simbolizador como es, «no fabrica los símbolos a su arbitrio, ni entra a su arbitrio en los símbolos colectivamente generados, para viajar por la vida como se viaja en un utilitario... Pueden cultivarse como los árboles y morir o secarse si se les arranca de la tierra las raíces, pero tienen su ritmo de vida y les gusta el aire y el sol de lo natural» 4.

Del carácter comunitario del símbolo emana directamente la participación en él. El símbolo no es para contemplarlo desde fuera cual espectador pasivo y ajeno; hay que entrar en su dinámica. El símbolo no se comprende sólo -ni quizá principalmente- con la cabeza, sino en la medida en que todo el ser humano se implica en él. Hay una relación bidireccional entre les símbolos y el ser humano. Éste entra de lleno en el mundo de los símbolos que él mismo ha creado, los recrea y los abre a nuevos sentidos, compaginando la herencia simbólica recibida y la nueva simbólica emergente. A su vez, el símbolo es revelador del ser humano.

De las cosas a los símbolos

Las cosas no son una tabla rasa. El símbolo contribuye a mostrar que el encefalograma de la realidad no es plano; detecta un sentido en ella y es transmisor de ese sentido. Más aún, las cosas pueden llegar0 a convertirse en símbolos gracias al ser humano, que, como vimos al principio, es un animal simbolizador.

En su relación con el mundo, la primera reacción de la persona es de admiración y sorpresa. Después, penetra en las cosas y las analiza, intentando establecer las relaciones de causa a efecto y mutando la admiración por afirmaciones fundadas. Es el paso de la sorpresa al dominio y a la explicación del mundo, que da lugar a la ciencia. Además de explicar los fenómenos, el ser humano los sitúa dentro de un conjunto más amplio. En un tercer momento, los objetos entran en el mundo de la persona y adquieren contornos humanos, cobran interioridad y trascienden el carácter objetual de las cosas, que se convierten así en símbolos reveladores de la interioridad de sí mismas y del ser humano. El símbolo añade un nuevo «valor» a un objeto o una acción, convirtiéndolos en «algo abierto».

¿Símbolo frente a razón?

¿Se oponen símbolo y razón? ¿Atenta el símbolo contra la razón o ésta contra aquél? Ésa es una imagen muy extendida de la relación entre uno y otra. Pero no parece que sea correcta. El símbolo no lucha contra la razón, ni la razón debe buscar la eliminación del símbolo. El símbolo no es un simple adorno de la razón ni ejerce una función subsidiaria del concepto. Hay una razón simbólica que amplía el horizonte de la razón achicada por los positivismos y empirismos destructores del símbolo.

El símbolo libera a la razón moderna de los autoritarismos, absolutismos, automatismos, utilitarismos e instrumentalizaciones en que ha podido caer bajo el imperio de los positivismos.

La razón simbólica no pretende dominar, imponer, ni sacar partido; se caracteriza por la gratuidad, la alteridad y la no-manipulación. Es una razón solidaria, dialógica y respetuosa con otras formas de racionalidad.

La era de los símbolos rotos

Vivimos en la «era de los símbolos rotos». Ése era el diagnóstico de P. Tillich, y no le faltaba razón. La civilización científico-técnica se la tiene jurada a los símbolos, ritos, sacramentos y todo lo que escape, o no se ajuste, al imperio de la razón instrumental, como hemos visto en los capítulos precedentes. Ésta se propone dominar el mundo y poner a sus pies cualquiera forma de aproximación a la realidad que no sea ella misma. Tiene una manera interesada, pragmática, de mirar al mundo, busca sacar provecho de todo, sin ofrecer nada a cambio. Se comporta como un silenciador, en este caso no de ruidos incómodos sino de las preguntas incómodas que brotan de lo más profundo de la existencia humana. En su afán de conquista, busca no sólo el dominio de la naturaleza, sino hasta de los propios seres humanos, que dejan de ser fines en sí mismos para convertirse en medios -ya no humanos- al servicio de intereses supuesta y falsamente superiores. En su pretensión de dominar el mundo, la razón instrumental no admite rival.

El avance de la razón instrumental comporta un retroceso de la autonomía del sujeto individual y de su juicio independiente. «El avance progresivo de los medios técnicos -observa Max Horkheimerse ve acompañado por un proceso de deshumanización. El progreso amenaza con aniquilar el fin que debe cumplir la idea del hombre» 5.

Debido a la instrumentalización y mecanización de la razón, ésta «adopta una especie de materialidad y ceguera, fetiche, entidad mágica» 6. Nociones como justicia, igualdad, tolerancia, felicidad y afines dejan de ser inherentes a la razón, pierden sus raíces espirituales y rompen todo vínculo con la verdad. La autoridad última a la que se recurre es la ciencia, que no es capaz de justificar la superioridad de la justicia y de la libertad sobre sus contrarias, la injusticia y la esclavitud.

La ciencia tiende al cientismo, como se ha puesto de manifiesto en la tradición neo-positivista. Y el cientismo tiende al dogmatismo y a la represión. Puede caer en similares estrecheces represivas que las de la religión militante. «La ciencia pisa terreno dudoso cuando trata de reivindicar un poder de censura cuyo ejercicio por otras instituciones denunció en tiempos de su pasado revolucionario» 7.

El cientismo identifica ciencia y conocimiento y hace convertibles razón y utilidad. En consecuencia, la inteligencia asume funciones organizativas y utilitarias y se torna «sierva del aparato de producción» (Horkheimer).

La civilización científico-técnica lleva a cabo la formalización de la razón. Ésta pierde contenido humano. Hay una deshumanización del pensamiento. Con ello se abre paso un imparable proceso de cosificación. Lo productos de la actividad humana se transmutan en mercancías. Éste es el caso de las obras de arte, que pasan a ser mercancías culturales para venta, consumo y reventa. El arte se convierte en negocio regido por el principio de utilidad. Conforme a ese principio, las actividades y los bienes culturales «inútiles» son estigmatizados.

El experimento se erige en la única forma de experiencia válida. Todas las esferas de la vida humana, incluidas la religiosa y la estético-artística, se modelan de acuerdo con las técnicas del laboratorio. Los problemas filosóficos se resuelven según los métodos experimentales modernos. Para el positivismo, las funciones de la filosofía son la clasificación y la formalización de los métodos científicos. Y cuando la filosofía se resiste a aceptar esas funciones se la reduce a poesía o mística, y se la coloca despectivamente junto a la teología. Y cuando sigue firme «en sus trece» denunciando con pertinacia y tesón las prácticas destructivas de la ciencia, se le da como respuesta que la causa de tales prácticas no está en la naturaleza misma de la ciencia, siempre tan benefactora, sino en el mal uso que de ella se hace.

Vivimos en una época de depreciación del símbolo 8 producida por el avance del cientismo, surgido del pensamiento cartesiano. Con Descartes y el racionalismo ulterior el símbolo empieza a perder su derecho de ciudadanía en la filosofía. Imaginación y ciencia van por caminos diferentes y no llegan a encontrarse. El racionalismo es símbolo-clasta. La destrucción de los símbolos reviste dos modalidades: una por defecto, la rigorista, que aboga por la pureza del símbolo contra el realismo desmesuradamente antropomórfico; es propio de la cultura bizantina. Otra, por exceso, por evaporación del sentido; es propia de la cultura occidental y, dentro de ella, de buena parte de la tradición cristiana. Los tres rasgos del carácter iconoclasta de la civilización occidental son: el predominio de los dogmas y del clericalismo sobre la presencia epifánica de la trascendencia; la priorización del concepto y del pensamiento directo sobre el indirecto; la preferencia de largas cadenas de razonamientos, de hechos explicados positivistamente, sobre la imaginación comprensiva. La imaginación simbólica es considerada por el racionalismo occidental un «pecado contra el espíritu» (Brunschvicg) o «la infancia confusa de la conciencia» (Alain). Comte estrecha el campo simbólico y cae en el despotismo espiritual. Desde esta perspectiva, los tres estadios de la evolución de la humanidad formulados por Comte, más que etapas del progreso de la conciencia hacia la razón, parecen tres momentos sucesivos de la alienación del espíritu y de la obnubilación de la razón simbólica. La imaginación simbólica se funcionaliza y se funcionariza, se encarna en una cultura que deviene dogma y en un lenguaje que deviene sintaxis, con ausencia de todo referente a la inspiración.

La vuelta de los símbolos

Pero los iconoclastas de los símbolos no se han salido con la suya. Los símbolos tienen raíces profundas y poseen una cierta universalidad. Por eso no pueden desaparecer; siempre renacen y cada vez con más fuerza. Y éste es un momento de renacimiento, de retorno de los símbolos.

La razón instrumental achica el mundo de la razón. Ello ha llevado a buscar otros mundos de experiencia y de sentido no mediados por ella: los mundos de la narración, del sentimiento, de la imaginación, de la celebración, de la experiencia religiosa, de la creación artística. Son experiencias que revelan de nuevo el carácter naturalmente simbolizador del ser humano.

La vuelta a los símbolos constituye una reacción más que justificada frente al racionalismo, el positivismo y el cientismo. El psicoanálisis, la antropología social, la filosofía, la teología, la semiótica, la pedagogía, la etnología y las diferentes ciencias de la religión han roto con varios siglos de racionalismo negador de la imaginación simbólica, y han demostrado que los símbolos están presentes en las diferentes culturas y formas de existencia. Las referidas disciplinas han mostrado que por mucho empeño que se ponga en extirpar los mitos y los símbolos, en mutilarlos, camuflarlos o degradarlos, siempre resurgen de nuevo.

Una de las características de los símbolos es su perennidad. «La existencia más mediocre -asevera con razón M. Eliade- está plagada de símbolos. El hombre más realista vive de imágenes» 9. Incluso la vida actual, tan desacralizada, secular y científico-técnica se encuentra poblada «de mitos medio olvidados, de hierofanías en desuso, de símbolos gastados» (Eliade). La fuerte mella que la modernidad y la posmodernidad han hecho en la conciencia de la humanidad, no ha logrado quebrar el rico universo simbólico heredado. Este ha podido quedar alterado, desdibujado, pero las matrices simbólicas e imaginativas del ser humano perduran. Cualquier intento de extirpar los mitos y los símbolos tejidos por la humanidad a lo largo de su historia se vuelve contra los extirpadores y constituye una operación condenada al fracaso.

La crítica racionalista de los símbolos y ritos arcaicos resulta hoy obsoleta. Actualmente está ampliamente superada la concepción de James Frazer, según la cual todo lo pensado o imaginado por los seres humanos en las sociedades arcaicas -mitos, ritos, símbolos religiosos, dioses, etc.está lleno de supersticiones, crueldades y locuras, superadas y eliminadas por el triunfo de la razón. La principal objeción a Frazer es que esa razón triunfadora ha caído en nuevas supersticiones, crueldades y locuras, con costes más elevados para la humanidad.

Pero el retorno de los símbolos no significa la vuelta a fenómenos mágicos ni a la negación de la ciencia. No hay por qué contraponer símbolo y ciencia, salvo que ésta pretenda eliminar a aquél. En cuyo caso, el símbolo tendrá que defenderse con las posibilidades, siempre débiles pero sólidas, de que dispone. Pero ciencia y símbolo tampoco se identifican. Cada uno tiene su horizonte y desde él pueden cuestionarse y enriquecerse. El siguiente texto lo explica con nitidez y acierto:

El pensamiento empírico mira al conocimiento explicativo del mundo exterior, objetivo; en tanto que el pensamiento simbólico tiende a la participación subjetiva en la intimidad del mundo. Uno y otro plasman orientaciones heteróclitas (diferentes); no es uno verdadero y otro falso; simplemente hay que reconocer al pensamiento simbólico y mítico como un pensamiento diferente, profundamente humano, con derecho a un estatuto propio en una teoría general del conocimiento... Mientras que la ciencia explica, con su estrategia positivista y establece lo que puede o no puede ser empíricamente, el pensar mítico tiene carácter valorativo o delibera y selecciona fines posibles, calibra lo que debe o no debe ser. es decir, lo que tiene sentido. Cada línea de pensamiento, por su parte, en contraste con la otra, cobrará conciencia de su parcialidad constitutiva, así como de los peculiares riesgos de irracionalismo que no son patrimonio exclusivo de la mitología. La racionalidad puede derivar en racionalización dogmática, como la mitología en fanatismo: dos formas de lo irracional ante lo que tanto el mito como la razón científica han de precaver 10.

El cristianismo, religión simbólica

J/SACRAMENTO-DEI: En la tipología de las religiones, el cristianismo no es una religión ontológico-cultual; pertenece a la familia de las religiones ético-proféticas. En ella juega un papel tan prioritario y fundamental el simbolismo, que bien puede definirse como religión simbólica. El símbolo por excelencia del Dios cristiano es Jesús de Nazaret, descrito en la carta a los Colosenses como «imagen (icono) de Dios invisible» (Col 1, 15), presentado por Pablo como nuevo Adán y nueva creación, considerado por los santos Padres como «rostro del Padre» (Gregorio de Nisa), identificado por los poetas como «faz de Dios» (fray Luis de León) y definido en la teología actual como « sacramento primordial» y «sacramento del encuentro con Dios». San Agustín llega a afirmar que «no hay otro sacramento de Dios que Cristo» (Epist. 187: PL 33, 845).

Pero Jesús es sacramento primordial no como figura mítica, sino como persona histórica; es Palabra no como logos metafísico, sino como Verbo encarnado en el tiempo. En otras palabras, Jesús es símbolo histórico de Dios.

La dimensión simbólica es un componente fundamental de la fe y de sus diferentes manifestaciones. Los sacramentos cristianos constituyen los diferentes símbolos que expresan la sacramentalidad fundamental de Cristo. La visibilidad de Cristo pasa a los sacramentos.

Sin embargo, la dimensión simbólica del cristianismo ha sufrido similar deterioro al de las paredes de los templos románicos y góticos. Si éstas fueron objeto de revoques, que sofocaron la riqueza del arte originario, el simbolismo ha sufrido un estéril y empobrecedor enlucimiento hecho de dogmatismo, autoritarismo, burocratismo y ritualismo. Tales deformaciones han desembocado en una perversión del símbolo, que se ha visto agudizada por la crisis del símbolo en la filosofía y la cultura occidentales.

Los propios sacramentos han perdido buena parte de su carácter simbólico y se han tornado con frecuencia ritualidad estática y vacía.

Jesús y los símbolos

Los autores de los evangelios hacen suyos numerosos y muy expresivos símbolos, unos asumidos universalmente, otros procedentes de la tradición judía. He aquí algunos de los más importantes 11.

SIMBOLOS-EVANGELICOS: El cielo es símbolo de la trascendencia divina. El monte expresa la realidad divina en contacto con la historia humana. La nube simboliza tanto la manifestación histórica del Hijo del hombre como la entrada de Jesús en la esfera divina. El agua, símbolo arquetípico, tiene un doble sentido: purifica y destruye. Dicha ambivalencia se concreta en el bautismo cristiano: por una parte, es nacimiento a una nueva vida (sentido vivificante); por otra, significa muerte al pasado (sentido destructor). La luz, muy presente en el evangelio de Juan, es símbolo de vida en plenitud, de felicidad y alegría. Las tinieblas, que forman binomio con la luz, expresan dolor y tristeza, muerte en vida y no compartir. El vino es símbolo de la novedad aportada por Jesús. El perfume, con el que una mujer unge los pies (según Juan y Lucas) o la cabeza (según Mateo y Marcos) de Jesús en Betania, simboliza el amor fiel de la comunidad a Jesús. El fuego, uno de los cuatro elementos, tiene, como el agua, una doble significación: es dador, pero también destructor de vida. Simboliza el castigo, el juicio, pero, a su vez, ilumina. La boda, expresión de fidelidad y amor, significa en los evangelistas la nueva relación entre Dios y los seres humanos a través de Jesús.

Pero los evangelistas no se limitan a heredar los símbolos del pasado; crean también su propia simbólica. El evangelio de Juan es el evangelio de mayor creatividad y densidad simbólicas. En él hay una concatenación de símbolos: luz, verdad, lealtad, que, además de expuestos, son representados 12.

En los evangelios, la imaginación simbólica constituye una de las características de la vida, predicación y praxis de Jesús. Los símbolos forman parte de su pedagogía y constituyen el vehículo de comunicación más frecuente con el pueblo, con sus seguidores y seguidoras y con sus adversarios. Recurre a la multiplicación de los panes y de los peces para comunicar la experiencia del compartir. Se acerca al Jordán para ser bautizado por Juan Bautista como expresión de la encarnación en la realidad histórica. Parte y reparte el pan como expresión de fraternidad. Lava los pies a sus discípulos para ejemplificar la actitud de servicio. Descubre el significado profundo del derramamiento de perfume sobre sus cabellos hecho por una mujer, como muestra de generosidad y de reconocimiento de su mesianidad. Escribe en la tierra un mensaje enigmático para alejar a los acusadores vocingleros de la prostituta. Come con los pecadores y pecadoras como expresi¢n de acogida a quienes la sociedad y la religión marginaban. Expulsa a los demonios de los posesos y posesas como expresión de la lucha contra las fuerzas históricas -latentes o patentes- del mal.

El buen samaritano, símbolo del encuentro compasivo interhumano

SAMARITANO-BUEN Los sacramentos son símbolos del encuentro, vehículos de comunicación múltiple: con los otros, como personas; con Dios, como misterio y trascendencia personal; con el mundo, en su carácter histórico y cósmico; con uno mismo. Llegamos así a la categoría antropológica clave del símbolo: el encuentro, magistralmente estudiada por P. Laín Entralgo en su obra, ya clásica, Teoría y realidad del otro 13. «Para ser yo prójimo de otro y para que el otro sea prójimo mío, he de comenzar encontrándome con él y aceptando el encuentro», asevera Laín Entralgo 14. El «otro» y los «otros» no son ni «él» ni «ellos» en sentido impersonal. Son el prójimo, las personas más próximas, más cercanas, con las que nos encontramos. La relación con el prójimo ha de ser directa, interpersonal, incluso compasiva. El encuentro «es el supuesto de la relación de projimidad» (Laín) y genera un sentimiento de solidaridad y de compasión. Conforme a esa lógica del encuentro, los símbolos cristianos son sacramento/s del prójimo. Una concepción objetivista de los sacramentos que no tenga el carácter de encuentro constituye un encubrimiento, una ocultación, y hasta una negación del prójimo.

Laín Entralgo propone al buen samaritano como paradigma de encuentro interhumano ejemplar, como sacramento de la projimidad, más allá de toda consideración religiosa. El sacerdote y el levita no quieren encontrarse con el hombre maltrecho que está tumbado en el camino; por eso, dan un rodeo. El samaritano, sin embargo, quiere encontrarse con el herido; por eso no se cambia de acera, sino que se aproxima (se hace prójimo) a él, le venda las heridas, le sube en su propia cabalgadura, le lleva a la posada y le paga el alojamiento (/Lc/10/25-37).

El hecho de que Jesús presente ante los judíos a un samaritano como ejemplo de amor al prójimo no deja de resultar sorprendente y constituye una verdadera revolución en el mundo de los símbolos judíos. La razón de dicha sorpresa radica en que los samaritanos eran un «pueblo mestizo judeo-pagano»15, que se separó de la comunidad judía y del templo de Jerusalén construyendo su propio templo en Garizín. Las relaciones entre judíos y samaritanos eran hostiles. Los judíos equiparaban despectivamente a los samaritanos con los paganos.

MDA/SAMARITANO: El samaritano, considerado por los judíos enemigo a eliminar, se convierte en la parábola de Jesús en modelo de comportamiento compasivo, mientras que el sacerdote y el levita, dos personas consideradas «ejemplares» en la religión judía, se convierten en ejemplo de desencuentro e insolidaridad. Al vincular el amor al prójimo al amor a Dios y al poner como paradigma de amor al prójimo al samaritano, éste aparece como sacramento de Dios. El encuentro con el otro no se rige por el criterio del propio interés, sino por el «principio-misericordia» para con las personas desvalidas. Este principio, lúcidamente formulado por J. Sobrino, se inspira en el evangelio y fue ya expuesto por Tomás de Aquino, quien presentaba la misericordia como «la virtud más excelsa entre las virtudes que se refieren al prójimo». A ella le corresponde «volcarse en los otros..., socorrer sus necesidades..., lo cual es propio de Dios, cuya omnipotencia se manifiesta sobre todo en esto» (Summa Teol. II-II, q. 30, a 4c).

Los pobres, sacramento de Cristo y símbolo de Dios

Siguiendo el razonamiento precedente llegamos a descubrir al pobre como sacramento de Cristo, como sacramento histórico del encuentro con Jesús. La idea del «sacramento del pobre» tiene su fundamento en el evangelio y ha sido transmitida por una larga tradición teológica que va de san Juan Crisóstomo a Jon Sobrino, de san Ambrosio al concilio Vaticano II. Dicha tradición se perdió durante algún tiempo, pero hoy vuelve a aparecer en las diferentes teologías de la liberación y en el cristianismo profético.

POBRE/SIMBOLO-D Los pobres son símbolo de Dios. En ellos confluyen dos elementos: la impotencia, la debilidad, la falta de medios materiales, las carencias de todo tipo, por una parte; su «fuerza histórica» (G. Gutiérrez), en cuanto portadores de luz y salvación y mediadores de esperanza, por otra. Los pobres como sacramento de Cristo se convierten en la más severa crítica del hieratismo que caracteriza a determinados ritos religiosos y la prepotencia y pompa de quienes los presiden.

La omnipotencia de Dios se manifiesta en la misericordia para con los pobres. Éstos son la manifestación más nítida de Jesús. El teólogo medieval P. de Bois aplica la expresión «vicario de Cristo» no al romano pontífice, sino al pobre, en cuanto representa a Jesús y ocupa su lugar en la tierra 16.

Los pobres son símbolo de Dios porque le revelan, al tiempo que le velan u ocultan, le descubren al tiempo que le encubren. Le revelan y descubren a los limpios de corazón, a los constructores de la paz. Le velan y encubren a los poderosos, que son en buena medida responsables del fracaso de la aventura humana de la fraternidad. Al velar a Dios, los pobres impiden la manipulación a que Dios es sometido en muchos ritos sacramentales .

Es en los rostros deformados de los pobres donde se revela el rostro doliente de Dios, que adquiere diferentes formas, a cual más humillantes: pueblos crucificados, razas subyugadas, mujeres maltratadas, niños de la calle, etc. Esos rostros constituyen el reverso de la historia y el reverso del rostro de Dios.

Un importante avance en la reflexión sobre los símbolos cristianos es la consideración de la Iglesia como «sacramento histórico de salvación» y de la Iglesia de los pobres como «sacramento histórico de liberación». Debemos tal aportación a Ignacio Ellacuría, quien distingue adecuadamente dos formas de realización de la Iglesia: una, centrada sobre sí misma; otra, abierta al mundo. Sólo es sacramento de salvación la que anuncia y realiza el reino de Dios en la historia. La otra, la que se endiosa y se aleja del mundo, se comporta, más bien, como un poder que compite con otros poderes 17.

Los sacramentos, sÍmbolos del encuentro personal con la trascendencia En su obra Das Heilige, el teólogo luterano Rudolf Otto ofreció el año 1917 una importante aproximación fenomenológica a lo sagrado, que constituye un punto de referencia obligado para quienes se acercan al mundo de las religiones, desde las diferentes ciencias de la religión 18. Según el teólogo luterano alemán, la categoría que mejor define lo sagrado es lo de «numinoso», que define como: lo sobrepoderoso, mysterium tremendum, lo enérgico, lo desemejante y no aceptable por la razón, lo fascinante y gratuito, lo inquietante y lo augusto. El misterio designa lo totalmente otro, la capacidad de trascender el mundo natural y humano.

A Otto se le escapa la dimensión personal que reviste lo sagrado y que define el misterio en algunas religiones como la cristiana. Y es esa dimensión la que emerge como prioritaria en los sacramentos. El símbolo sacramental es el lugar de encuentro de la inmanencia y la trascendencia, pero no al modo impersonal, sino personal. La relación del ser humano -en este caso, de la comunidad cristiana- con la divinidad -en este caso, con el Dios de los profetas y de Jesús de Nazaret- comporta el reconocimiento de la mutua subjetividad y lleva a un encuentro entre dos sujetos libres. El símbolo sacramental supera el dualismo entre inmanencia y trascendencia o la rivalidad entre la persona creyente y el Dios en quien se cree y tiende un puente de comunicación de sujeto a sujeto entre el Dios siempre mayor y el ser humano contingente.

La concepción personal de lo sagrado y del misterio lleva a corregir la actitud de temor que atribuye Otto al ser humano ante ambos. La experiencia sacramental de la comunidad religiosa no se caracteriza por el terror, sino por el respeto y el reconocimiento. También requiere correctivo la consideración de Otto de lo sagrado como lo sobrepoderoso, como poder superior a las fuerzas naturales. En la experiencia de lo sagrado vivida por Jesús y por los movimientos cristianos proféticos no hay nada que apunte a la omnipotencia o al dominio. La característica principal de dicha experiencia es la debilidad, la impotencia, el vaciamiento (kénosis), la apertura al Espíritu.

A nuevos tiempos, nuevos símbolos

Como veíamos antes, el mundo de los símbolos constituye un ejercicio de equilibrio entre la herencia recibida y la creatividad. El ser. humano no parte de cero, ni las comunidades creyentes pueden hacer tabla rasa del pasado. Los símbolos no se inventan todos los días, como tampoco cambian arbitrariamente cual si de productos de moda se tratara. Perviven por encima de los avatares a los que están expuestos y resisten los múltiples embates a los que están expuestos. Lo que suele cambiar con el tiempo no son los símbolos, sino su significado.

La religión viene de lejos y ha generado un sinfín de símbolos para expresar los sentimientos, las aspiraciones y vivencias de la humanidad. Ese capital simbólico no puede ser dilapidado o eliminado alegando que pertenece a otras culturas y que nada tiene que ver con nosotros; debe ser asumido y heredado.

No se puede arrojar por la borda la riqueza escondida en la simbólica religiosa. Se trata de una parte nada desdeñable de una larga historia de experiencias religiosas cargadas de sentido, que debemos integrar en nuestra propia experiencia humana y religiosa. Esos símbolos tienen cierto carácter universal y trascienden los tiempos, las religiones y las culturas.

Pero esa herencia simbólica debe asumirse de manera creativa, no mimética o fundamentalista. Las personas que controlan los símbolos religiosos son muy dadas al fundamentalismo simbólico, consistente en repetir sin gracia ni originalidad la herencia simbólica recibida, sin atender a las nuevas experiencias religiosas.

El cristianismo es una religión histórica y, en cuanto tal, no tiene carácter cíclico sino lineal. No actúa conforme al viejo adagio de las religiones estáticas «Nada nuevo bajo el sol», sino que se guía por el principio utópico enunciado por Isaías:

«No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43, 18-19). Este principio impide la repetición del pasado y da lugar a nuevas experiencias recreadoras de vida y de fe.

Dichas experiencias, que son la concreción del carácter histórico de la fe, constituyen la matriz de la creatividad simbólica.

Cuanto más profunda sea la experiencia religiosa y mayor sintonía mantenga con la vida, mayor será la creatividad en el mundo de los símbolos.

Mantener la vieja simbólica inmutable en medio de los cambios socio-culturales y religiosos es tan estéril y tan poco coherente como echar el vino nuevo en odres viejos o como poner un remiendo en un traje recién estrenado. Es lo que está sucediendo hoy con el cristianismo neoconservador y restauracionista. Apenas vive experiencias religiosas nuevas por su cerrazón a las nuevas manifestaciones culturales y por su insensibilidad a las nuevas ofertas de sentido provenientes de otros mundos religiosos. Su mundo simbólico es el de siempre; se ha quedado estrecho.

El desafío radica en armonizar tradición y renovación en el mundo de los símbolos. La fidelidad a la tradición responde a la radicación del ser humano en el tiempo y al profundo arraigo de los símbolos en la historia anterior. La renovación responde también al carácter histórico de la persona, que no se queda anclada en el pasado, sino que vive experiencias nuevas en el presente y re-crea su mundo cultural.

Cuales deban ser esos símbolos nuevos en la «liturgia del prójimo» que son los sacramentos no corresponde decirlo aquí.

Si procediéramos a ofrecer un listado de los mismos, estaríamos incurriendo en lo criticado más arriba. Los nuevos símbolos no se imponen desde fuera; surgen desde dentro de la experiencia humana y religiosa vivida en clave comunitaria. Es la comunidad que celebra la vida y la fe la que crea y recrea los símbolos. Lo único que aquí procede es invitar a las comunidades cristianas a ser generadoras de nuevos símbolos capaces de expresar su propio dinamismo y creatividad.

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1. M. Eliade, Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid, 1974, 12.

2. C. G. Jung, El hombre y sus símbolos, Caralt, Barcelona, 1977, 19.

3. L.-M. Chauvet, Símbolo y sacramento, Herder, Barcelona, 1991, 124.

4. A. Tornos, Acciones mágicas y sacramentos de fe, Fundación Santa María, Madrid, 1987, 51.

5. M. Horkheimer, Critica de la razón instrumental, Sur, Buenos Aires, 1969, 12.

6. Ibid.,34.

7. Ibid., 82.

8. Para lo que sigue, tengo muy presente la obra de G. Durand, L' imagination symbolique, París, 31976.

9. M. Eliade, o. c., 16.

10. P. Gómez, «Antropología del pensamiento mítico»: Misión Abierta 4 (1987) 95-99.

11. Aquí me inspiro en J. Mateos y F. Camacho, Evangelio, figuras y símbolos, El Almendro, Córdoba, 1989.

12. Cf. Juan José Sánchez, «Símbolo», en C. Floristán y J.-J. Tamayo (eds.) Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid, 1983, 961-971.

13. El texto de Teoría y realidad del otro II, que sigo, es la segunda edición publicada en Revista de Occidente (Madrid) en 1968.

14. Ibid,27.

15. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Cristiandad, Madrid, 1977, 363.

16. Luis Maldonado desarrolla esta idea en su obra Sacramentalidad evangélica, Sal Terrae, Santander, 1987,137 ss.

17. Cf. 1. Ellacuría, ConversIón de la Iglesia al remo de Dios, Sal Terrae, Santander 1984, espec. el cap. 6: «La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de salvación».

18. Cf. R. Otto, Lo santo, Revista de Occidente, Madrid, 1965. 

HACIA LA COMUNIDAD 3
Los sacramentos, liturgia del prójimo
EDITORIAL TROTTA MADRID-1995.Págs. 94-113