«Un florilegio sombrío», es una antología de textos tomados de la historia de la teología y de la oratoria sagrada eclesiástica de los últimos siglos sobre la interpretación teológica del sacrificio de Cristo. No es un artículo de tesis, sino, como decimos, una «antología», aunque por vía crítica. Sirve para hacernos conscientes de que a nuestras espaldas tenemos una tradición en la que no sólo se han dicho cosas hermosísimas, sino también se han hecho afirmaciones que hoy nos resultan enteramente insostenibles y hasta verdaderamente ruborizantes. La solución fácil que muchos pretenden es olvidarlas sin más, como si no existieran. Pero es necesario ser honrados y asumir que eso está en nuestra historia, y extraer de ahí las consecuencias lógicas: ¿con qué tipo de seguridad podemos hacer hoy afirmaciones dogmáticas, cuando sabemos que muchas de las que hicimos en el pasado -en nombre de las cuales muchos/as fueron condenados y declarados heterodoxos- hoy evidencian su error palmario? La mirada hacia el pasado nos da humildad y realismo. En estos días, precisamente, está de nuevo en el aire de la actualidad teológica el tema de la interpretación de la eucaristía como sacrificio redentor, y de la validez de la gran imagen de la redención expiatoria misma. Esta antología, verdadero «florilegio sombrío», como la titula el autor, puede ayudarnos a descartar las actitudes de quienes no miran al pasado para perpetuar sus errores autoritarios.

 

 

Un florilegio sombrío

Bernard SESBOÜÉ

  Estoy lanzando una grave acusación contra las interpretaciones soteriológicas de los tiempos modernos. Sin pretender dar aquí el resultado de una encuesta sistemática que todavía está por hacer, me gustaría solamente fundamentar e ilustrar mis ideas con una breve serie de ejemplos. Sé muy bien el peligro de focalizar en un aspecto el pensamiento de algunos autores que a veces dicen otra cosa muy distinta, sin escaparse siempre de ciertas contradicciones. Este «florilegio» estará hecho de textos sacados de la teología propiamente dicha, de la elocuencia sagrada (en donde la retórica fácilmente exagera las cosas) o también de la catequesis. Conviene distinguir estos géneros literarios, para no atribuir a todos ellos el mismo valor. La interpretación penal del sacrificio de Cristo desborda la comprensión del sacrificio de la misa. En estos textos aparecerán continuamente los versículos de la Escritura para fundamentar el discurso: Gal 3, 13, que habla de Cristo hecho maldición, y 2 Cor 5, 21, que proclama a Cristo hecho pecado por nosotros[28].

 

Los reformadores del siglo XVI: la cólera de Dios se abate sobre Cristo

Con el desarrollo de la teología de la satisfacción, la Edad Media se había dejado seducir un poco por el esquema de la justicia conmutativa. Se había abierto camino la idea de la sustitución, en la que insistirán los tiempos modernos introduciendo en ella la concepción de una justicia vindicativa. Entre una y otra teología, la historia impone citar el papel de los reformadores, aun cuando ellos hablan a partir de un universo muy distinto. En efecto, ellos hacen intervenir de forma dramática el tema de la cólera de Dios abatiéndose sobre Cristo, que sustituye a la persona de los pecadores. Los autores católicos acomodaron el paso a esta orientación nueva, pero integrándola en una perspectiva nueva distinta de la de los reformadores. Efectivamente, la concepción de la justicia de Dios no es la misma en una y otra parte; es descendente en Lutero y ascendente en los católicos. Así pues, en los pocos textos que vamos a citar, nos quedaremos en una lectura bastante material, que es precisamente la misma que ejercerá su influencia posteriormente en la teología católica [29].

Lutero se sintió realmente fascinado por el versículo de Gal 3, 13, sobre el que volverá cuatro veces en una interpretación cada vez más radical. Recojamos algunas fórmulas del último comentario del año 1535:

«Todos los profetas vieron que Cristo sería el bandido mayor de todos, el más homicida y adúltero y ladrón y sacrílego y blasfemo, etc. que jamás hubo en el mundo, ya que no es su persona la que él lleva, no es ya el Hijo de Dios nacido de la Virgen, sino un pecador, que tiene y que lleva el pecado de Pablo, que fue blasfemo, perseguidor y violento; el pecado de Pedro que renegó de Cristo; el de David, que fue adúltero, homicida y que hizo blasfemar el nombre del Señor a los paganos; en una palabra, el que tiene y el que lleva todos los pecados de todos en su cuerpo. No es que él mismo haya cometido esos pecados, sino los que hemos cometido nosotros, cargándolos sobre su cuerpo a fin de satisfacer por ellos con su sangre»[30].

Así pues, nuestros pecados se han hecho «tan propios de Cristo como si los hubiera cometido él mismo»[31]. Entonces su inocencia se ve como comprometida por los pecados y la culpabilidad del mundo entero. De ahí esa paradoja:

«Como en esa misma persona, que es el mayor y el único pecador, se encuentra igualmente la justicia eterna e invencible, hay pues dos cosas que se enfrentan: el pecado más grande, el único pecado y la justicia mayor, la única justicia»[32].

En este enfrentamiento, la justicia saldrá victoriosa y el pecado será vencido para la salvación de todos. Por eso, a fin de hacernos justos, el mismo Cristo es maldecido por Dios y es hecho pecado en el sentido de «hecho pecador»:

«Cuando queremos expresar del mejor modo posible que un hombre es criminal, decimos que es el crimen mismo. En efecto, es una cosa muy grande llevar el pecado, la cólera de Dios, la maldición y la muerte. Por eso, el hombre que siente seriamente estas cosas se hace verdaderamente pecado, muerte y maldición, etc.»[33].

En este texto se relaciona 2 Cor 5, 21 con Gal 3, 13: hecho maldición, Jesús es maldito a los ojos de Dios; hecho pecado, lleva la personalidad misma del pecador ante Dios.

En el comentario a Is 53, se dice de Cristo que es el objeto de la cólera misma de Dios:

«Por eso Cristo, Hijo de Dios, es... la única persona... que tomó sobre sí nuestros pecados y derivó sobre ella la cólera de Dios por culpa de nuestros pecados... En efecto, la cólera de Dios no podía aplacarse ni apartarse más que por una víctima tan grande y de tal categoría como el Hijo de Dios, él que no podía pecar»[34].

Se habrá observado la perspectiva dialéctica en que se sitúan estas afirmaciones: Cristo es a la vez inocente y pecador; a través de la pasión se efectúa el intercambio entre nuestro pecado y su justicia. Lo cierto es que Lutero dramatiza y orquesta fuertemente el tema de la sustitución y nos muestra a un Cristo maldecido por su Padre. Su interpretación del salmo 22 va en este mismo sentido. Se leerá allí espontáneamente la afirmación de un castigo sustitutivo de Cristo, a punto de olvidar el aspecto de «solidaridad redentora» que igualmente se encuentra en ese texto.

Calvino expresa estas mismas ideas con mayor sobriedad:

«Así pues, cuando Cristo fue clavado en la cruz, quedó sujeto a la maldición. Era menester que así fuera, porque la maldición que se nos debía y que estaba preparada por nuestras iniquidades, fue transferida a él, para que nos viéramos libres... Por consiguiente, a fin de pagar nuestra redención, puso su alma en sacrificio satisfactorio por el pecado, como dice el Profeta (Is 53, 5-1l), para que toda la execración que se nos debía como pecadores, una vez arrojada sobre él, ya no se nos imputara»[35].

 

Los católicos en el siglo XVI: venganza divina y compensación

La nueva orientación no es una especialidad de la reforma. He aquí un texto de meditación atribuido indebidamente a Taulero, que fue traducido al latín en 1548 por el cartujo Surius y que se difundió ampliamente por Europa. Se trata de la agonía de Jesús:

«Está postrado y reza, no como un Dios ni como un justo, sino como un pecador público…, como si fuera indigno de ser escuchado por su Padre y se avergonzase de levantar los ojos al cielo. Se encuentra como abatido por Dios, enemigo de Dios, para que nosotros, enemigos de Dios, nos hiciéramos amigos e hijos escogidos de Dios. Está escrito: Es terrible caer en manos del Dios todopoderoso, y he aquí que el manso Jesús, por nosotros, espontáneamente, se entregó amorosamente, permitiendo que cayera sobre él toda la cólera, la venganza y el castigo de Dios Padre... Cristo, en su inmenso dolor, habla como si en él, el hombre interior recibiera sobre sí la sentencia de Dios, en lugar de los pecadores»[36].

Por parte católica en el siglo XVI recojamos este comentario de la noción de satisfacción que da el Catecismo del Concilio de Trento, que apela precisamente al esquema de la justicia conmutativa y de la compensación:

«Satisfacer, en general, es pagar íntegramente lo que se debe. Decimos que uno está 'satisfecho' cuando no le falta nada debido. En el caso específico de la reconciliación con un amigo, satisfacer significa ofrecer aquello que es suficiente para reparar la ofensa y la injuria que se le causó. En otras palabras: satisfacción es la compensación del mal inferido... Y como en ello puede haber muchos grados, divídese la satisfacción en varias especies: a) La satisfacción más excelente es sin duda aquella por la que se ofrece a Dios, en compensación de nuestras culpas, todo lo que a él se le debe en estricto rigor de justicia. Tal satisfacción suficiente para aplacar perfectamente a Dios y volverlo propicio, únicamente pudo ser ofrecida por Jesucristo en la cruz, precio supremo e íntegro de nuestra deuda de pecadores... La oferta y el sacrificio de Cristo fueron plena y total satisfacción, perfectamente adecuada a las exigencias contraídas por la humanidad con el cúmulo de pecados cometidos»[37].

 

Siglo XVII: la dramatización del castigo divino

La idea de compensación se extiende en el siglo XVII. Pero la compensación exige el castigo. Asociando estas dos ideas, el protestante holandés Grotius, jurista de formación, presenta así el motivo de la redención por la sangre:

«Dios no quiso dejar que pasaran tantas y tan graves faltas sin un ejemplo insigne. La razón de ello estriba en que todo pecado disgusta vivamente a Dios, y tanto más cuanto es más grave... Este soberano disgusto era conveniente que Dios lo atestiguase por algún acto; y para ello no hay nada más indicado que la pena... Además, la impunidad tiene como resultado hacer que se aprecie menos la falta, mientras que el mejor medio para detener la tendencia al mal es el temor al castigo. De ahí el proverbio: soportar una injusticia pasada es fomentar una nueva. Así pues, la prudencia impone al jefe la obligación de sancionar.

... Así pues, Dios tenía grandes motivos para castigar al pecador, sobre todo si se tiene en cuenta la grandeza y la multitud de los pecados. Pero Dios ama por encima de todo al género humano. Por eso, aunque tenía el derecho y la voluntad de infligir a los pecados de los hombres la pena que se merecen, es decir, la muerte eterna, quiso dispensar de ello a los que tienen fe en Cristo. Pues bien, había dos medios de perdonar: o dar un ejemplo, o no darlo. Con mucha sabiduría, Dios escogió el medio que le permitiera manifestar a la vez un mayor número de sus atributos, a saber, su clemencia y su justicia, en otras palabras, el odio al pecado y la solicitud por hacer observar la ley .

... De este modo Dios nos aparta eficazmente del pecado. Porque la conclusión es fácil: si Dios no quiso perdonar los pecados, ni siquiera a los pecadores arrepentidos, sin que Cristo los sustituyera para sufrir su castigo, con mayor razón no dejará impunes a los que se obstinen» [38].

Así es como el legalismo jurídico de Grotius pasa de la idea de compensación a la de punición y castigo; los dos esquemas están secretamente ligados y se atraen mutuamente, prescindiendo de cuál es el que figura en primer plano. Dios Padre castiga a Cristo en lugar nuestro para dar ejemplo y manifestar su justicia.

El mismo Bossuet pone toda su arte oratoria al servicio de la evocación dramática de la venganza de Dios que se calmó en la cruz a costa de su Hijo:

«Era preciso que todo fuera divino en este sacrificio; era necesaria una satisfacción digna de Dios, y era menester que Dios la luciera; una venganza digna de Dios, y que fuera también Dios quien la hiciera».

Tras este preámbulo, el orador pasa a describir los diversos sufrimientos y tormentos de Jesús en la cruz, a fin de producir un efecto de progresión:

«Figuraos, pues, cristianos, que todo cuanto habéis escuchado no es más que un débil preparativo: era menester que el gran golpe del sacrificio de Jesucristo, que derriba a esta víctima pública a los pies de la justicia divina, cayera sobre la cruz y procediera de una fuerza mayor que la de las criaturas.

En efecto, sólo a Dios pertenece vengar las injurias; mientras no intervenga en ello su mano, los pecados sólo serán castigados débilmente: sólo a él pertenece hacer justicia a los pecadores como es debido; y sólo él tiene el brazo suficientemente poderoso para tratarlos como se merecen. «¡A mí, dice, a mí la venganza! Yo sabré pagar debidamente lo que se les debe: Mihi vindicta et ego retribuam» (Rom 12, 19). Era pues preciso, hermanos míos, que él cayera con todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que había puesto en él todos nuestros pecados, debía poner también allí toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no dudemos de ello. Por eso el mismo profeta nos dice que, no contento con haberlo entregado a la voluntad de sus enemigos, él mismo quiso ser de la partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su mano omnipotente: Et Dominus voluit conterere eum in infirmitate (Is 53, 10). Lo hizo, lo quiso hacer: voluit conterere, se trata de un designio premeditado. Señores, ¿hasta dónde llega este suplicio?; ni los hombres ni los ángeles podrán jamás concebirlo» [39].

Bossuet invoca en esta ocasión la profecía del Siervo doliente. Su texto continúa con la cita de Gal 3, 13 y da lugar a un largo desarrollo sobre la manera como la maldición de Dios cae sobre Jesucristo.

Los acentos de su contemporáneo Bourdaloue no son menos fervientes a la hora de invocar la venganza de Dios que se abate sobre Jesús:

«El Padre eterno, con una conducta tan adorable como rigurosa, olvidando que era su Hijo y considerándolo como su enemigo (perdonadme todas estas expresiones), se declaró perseguidor suyo, o mejor dicho, el jefe de sus perseguidores... No bastaba la crueldad de los judíos para castigar a un hombre como éste, a un hombre cubierto de los crímenes de todo el género humano; era menester, dice san Ambrosio, que Dios se mezclara en ello, y es lo que la fe nos descubre sensiblemente.

Sí, cristianos, es Dios mismo y no el consejo de los judíos el que entrega a Jesús... Desde que te volviste contra él y descargando sobre él tu cólera levantaste la mano contra él, se echaron sobre esta presa inocente y reservada a su furor. Pero ¿reservada por quién, sino por ti, Dios mío, que en su venganza sacrílega encontrabas el cumplimiento de tu venganza santa? Porque eras tú mismo, Señor, el que justamente cambiado en un Dios cruel, hacías sentir, no ya a tu siervo Job, sino a tu Hijo único, la pesadez de tu brazo. Hacía tiempo que esperabas esta víctima; había que reparar tu gloria y satisfacer tu justicia... Este salvador clavado en la cruz es el sujeto que tu justicia rigurosa se ha preparado a sí misma. Golpea ahora, Señor, golpea: está dispuesto a recibir tus golpes; y sin considerar que es tu Cristo, no pongas ya los ojos en él más que para acordarte... de que, inmolándolo, satisfaréis ese odio con que odias el pecado.

Dios no se contenta con golpear; parece querer reprobarlo, dejándolo y abandonándolo en medio de su suplicio: Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me? (Mi 27, 46). Este abandono y este desamparo de Dios es de alguna manera la pena de daño que era menester que Cristo sufriera por todos nosotros, como dice san Pablo... Era menester, si se me permite usar esta palabra, pero vosotros captáis su sentido y no creo que sospechéis que yo la uso en el sentido de Calvino, era menester que la reprobación sensible del Hombre-Dios colmase la medida de la maldición y el castigo que se deben al pecado... Pero no os escandalicéis, ya que después de todo no hay nada en este proceder de Dios que no sea según las reglas de la equidad. No es en el juicio final donde nuestro Dios ofendido e irritado se satisfará como Dios; ni es en el infierno donde él se declara más auténticamente el Dios de las venganzas; es en el calvario: Deus ultionum Dominus (Sal 93). Es allí donde su justicia vindicativa actúa libremente y sin trabas, ya que allí no está limitada, como lo está en otras partes, por la pequeñez del sujeto al que tiene que castigar» [40].

Era preciso citar extensamente este texto de una rara violencia, no sin méritos literarios, y muy significativo en muchos aspectos. La argumentación es en principio la de Bossuet: el suplicio de Jesús no viene en definitiva de los hombres, sino que es obra del mismo Dios. La venganza de Dios se encarna de alguna manera en la de los judíos, hasta el punto que no acaba de comprenderse por qué la una es santa y la otra sacrílega. Se habrá observado la solidaridad que se mantiene entre «las reglas de la equidad» y la «justicia vindicativa». Bourdaloue llega a afirmar la pena de daño, a partir de las palabras de abandono de Jesús en la cruz; este tema tendrá también una larga carrera. Sin embargo, es curioso cómo en dos ocasiones el orador siente cierto malestar: pide perdón por las expresiones que emplea y tiene miedo de que lo interpreten según el pensamiento de Calvino. Este último detalle muestra que la perspectiva que domina ampliamente a la doctrina de la redención es en gran parte común a las confesiones cristianas. En todo este desarrollo no se habla ni una sola vez de la misericordia de Dios, sino sólo de su justicia. Es lógico que la satisfacción de ésta es previa para el ejercicio de aquella, a través de la «conmutación» de pena que interviene entre Cristo y nosotros.

 

Siglo XIX: una enseñanza corriente

Esta elocuencia de púlpito hizo escuela en el siglo XVIII y más aún en el XIX. Los testimonios de este siglo son especialmente abundantes: no llegan más allá de Bourdaloue, pero aclimatan en el mundo cristiano todo un sistema de pensamiento que sigue pesando hoy sobre nosotros.

Antes de citar a los oradores, conviene señalar la influencia ejercida por Joseph de Maistre. A comienzos del siglo XIX, este filósofo tradicionalista desarrolla un curioso «tratado sobre los sacrificios» con estas dos ideas fundamentales: hay «en la efusión de sangre una virtud expiadora útil al hombre»[41], y «siempre y en todas partes se ha creído que el inocente podía pagar por el culpable»[42]. Convencido de que «el paganismo no pudo engañarse en una idea tan universal y tan fundamental como la de los sacrificios, esto es, la de la redención por la sangre»[43], reduce tranquilamente la idea cristiana del sacrificio a la de la historia de las religiones. No vacila, por ejemplo, en aplicar al misterio de la cruz los versos de Esquilo: «Miradme, es Dios que hace morir a un Dios»[44]. La gran notoriedad del autor llegará a difundir su pensamiento incluso en la teología. Según Louis Foucher, el neotomismo del siglo XIX, que tiene en Monsabré uno de sus representantes, se relaciona en parte con la corriente tradicionalista[45].

Escuchemos ahora al Padre Monsabré en sus conferencias de Notre-Dame:

«Dios ve en él como el pecado viviente... Y penetrado del horror que la iniquidad divina inspira a la santidad divina, su carne sagrada se convierte, en lugar nuestro, en un objeto maldito... Ante ese espectáculo la justicia divina se olvida del rebaño vulgar de los humanos y no tiene ojos más que para este fenómeno extraño y monstruoso sobre el que se va a satisfacer. Perdónale, Señor, perdónale; es tu Hijo. No, no; es el pecado; es preciso que sea castigado. "Propio Filio non pepercit Deus"»[46]. (¿No tendría que ser “Proprio Filio non percepit Deus?)

El «cortocircuito» es una vez más manifiesto: Dios se convierte en el verdugo de Jesús. El término de satisfacción deja lugar aquí a un terrible «satisfacerse».

Porque Monsabré no se olvida de la compensación necesaria:

«El perdón sin compensación eclipsa hasta tal punto la justicia que realmente me asombro. Dios es bueno, pero es sabio. Sin querer imponer límites a su misericordia, comprendo mejor su acción si va precedida de una satisfacción concedida a su justicia por la expiación del pecado; si el hombre culpable no vuelve a Dios, rescatado por penas voluntarias que los humillen... y compensen el eterno castigo que ha merecido...»[47].

La oposición dualista entre la justicia y la misericordia es evidente: la primera tiene que preceder a la segunda. Nunca había dicho Anselmo nada igual. Si Dios quiere así el castigo de su Hijo, ¿por qué no interpretar con esta misma óptica el misterio eucarístico? Monsabré habla así del misterio del sacerdote:

«¡Qué poder has dado, Dios mío, a tus sacerdotes, al decirles: "Haced esto en memoria mía"! Su palabra se ha convertido en un instrumento más agudo que el cuchillo que degollaba a las víctimas de la antigua ley... Ellos ponen una vida divina en donde no había más que una materia inerte y, con ese mismo golpe, dan la muerte»[48].

Siguiendo con las Conferencias de Notre-Dame, mons. d'Hulst afirma, con más sobriedad, que la satisfacción de la justicia, que pasa por la venganza, es un paso previo para la misericordia:

«Había que contentar ante todo a la justicia. Mientras ella reclamaba lo que se le debía, la misericordia estaba ligada y como impotente.

Así, pues, Dios comenzó por hacer justicia... Aquí es donde se espesan las sombras del misterio. Se decidió una sustitución, que pondría al justo, al santo, en el lugar del culpable... Se satisfizo la venganza y nada pudo ya detener la efusión de la misericordia»[49].

Comentando la escena de la agonía, mons. Gay analiza de este modo la angustia de Jesús:

«También él teme la justicia de Dios... - Tiene miedo de la cólera de este juez justamente irritado y cuya irritación, como él mismo la ve, pasa al furor. - Tiene miedo de la maldición divina, porque la verdad es que Jesús, la bendición viviente e infinita, tiene que ser maldito por todos por haberse hecho pecador por todos...

¡Padre mío, si es posible...! –No es posible– Jesús ve levantarse ante él este decreto inmutable, salido de las profundidades de la esencia divina y unánimemente promulgado por todos los atributos divinos: "Oportet Christum pati!", ¡es preciso que Cristo padezca!. Esto no puede ser revocado y tan sólo Dios puede cambiarlo... He aquí, por tanto, a Jesús, reducido y apretado entre las iniquidades de todo el mundo que él tanto abomina; he aquí la inexorable justicia del cielo, que le hace temblar; he aquí el decreto divino que lo carga de esta iniquidad para satisfacer esta justicia.... Es preciso que se abra a este doble diluvio del pecado y de la pena, que coma este pan amargo de nuestras iniquidades, que beba hasta las heces el vino áspero de la cólera celestial; es preciso que absorba este fango humano y esta venganza divina; es preciso que él, el santuario del mundo y el corazón de la humanidad, se convierta en su estercolero»[50].

Volvemos a encontramos con la alusión a Gal 3,13 y a 2 Cor 5, 21, a propósito de la cual el orador pasa de Cristo hecho pecado al Cristo hecho pecador. Este texto atestigua una vez más la transferencia a Dios de lo que es propio de los hombres. Vemos, pues, cuál era la idea de Dios que alimentaba las conciencias a través de las predicaciones de este tipo. En otro sermón, mons. Gay vuelve al tema de la pena de daño:

«El abandono sólo de Dios, es el infierno; pero el abandono de un Dios experimentado por un Dios, ¿quién dirá lo que es?»[51].

El padre Juan Corne, oblato de María Inmaculada, fue profesor y superior del seminario mayor de Francia en la segunda mitad del siglo XIX. Su gran obra de espiritualidad, publicada al final de su vida, nos ofrece un eco de lo que se enseñaba por aquella época. He aquí lo que dice sobre la agonía de Jesús:

«Dios mismo va a lanzar sobre él el anatema; será el excomulgado universal, el maldito. Se espanta ante los terribles golpes que la cólera divina va a descargar sobre él para hacerle expiar los crímenes del género humano y que constituirán para su alma y su cuerpo la más horrible de las pasiones»[52].

Interpreta del mismo modo el grito de abandono de Jesús en la cruz con ayuda de Gal 3,13 y 2 Cor 5, 21:

«Aquí es Dios en cierto modo abandonado de Dios; es la humanidad de Jesús rechazada, por así decirlo, de su divinidad... Cargado de todos los crímenes de los hombres, convertido en el pecado universal, maldito por nosotros, colgado entre las iniquidades de la tierra y las cóleras del cielo... Jesús prueba el sentimiento y experimenta en cierto modo un real desamparo... Jesús quiso experimentar el tormento de los condenados (la sed), como si experimentase la pena de daño...»[53].

«Jesús se presenta a los ojos del Padre como el pecador universal, como el pecado viviente, como un ser maldito... Dios no ve en él a su Hijo amado, sino la víctima por el pecado, el pecador de todos los tiempos y de todos los lugares sobre los que va a hacer pesar todo el rigor de su justicia» [54].

«...Espectáculo extraño el que se ve en la cruz: Dios persiguiendo a un Dios, abandonando a un Dios, el Dios desamparado quejándose y el Dios que abandona mostrándose inexorable.

... Era el golpe supremo. Habiendo descargado Dios su cólera, su justicia se vio enteramente satisfecha y Jesús pudo morir... Todo se ha consumado, la víctima acaba de exhalar su último suspiro, se ha cumplido la inmolación que satisface a la justicia de Dios»[55].

Sería interesante seguir todos estos temas en los cánticos propuestos a los fieles en el siglo XIX y primera mitad del XX. No existe, que sepamos, una encuesta sistemática. Cito a título de ejemplo el famoso «Minuit, chrétiens», hace poco desaparecido y que todavía algunos echan en falta, y un cántico de los reformados:
 
«Media noche, cristianos; es la hora solemne
en que el Hombre-Dios desciende a nosotros
para borrar la cólera de su Padre».
«La Ley inexorable caía sobre su víctima,
una sangre inmensamente valiosa aplaca su furor»[56].

No es extraño que semejantes interpretaciones del misterio cristiano de la salvación hayan dado ocasión a lo que santo Tomás llamaba la «irrisio infidelium». La idea de Dios que transmitían fue objeto de un rechazo categórico por parte de las conciencias reacias a una doctrina en la que veían a un Dios que ordenaba cometer un crimen. Por una contradicción absurda, los hombres se salvaron cometiendo una fechoría de la que se decía satisfacer una justicia odiosa. M. Blondel citaba este texto de Víctor Hugo dirigido a los teólogos: la caricatura iba acompañada de una ironía sardónica:
 
«Prestáis a Dios este razonamiento:
En otro tiempo, en un lugar de encanto bien escogido
puse a la primera mujer y al primer hombre;
comieron, a pesar de la prohibición, una manzana:
por eso sigo castigando a los hombres.
Los hago infelices en la tierra y les prometo
en el infierno, donde Satanás se revuelca entre brasas,
un castigo sin fin por el pecado de otro.
Su alma cae en llamas y su cuerpo en carbón.
No hay nada más justo. Pero yo soy muy bueno
y esto me apena. ¡Ay! ¿Qué hacer? ¡Una idea!
Les enviaré a mi hijo a Judea;
lo matarán. Y entonces -por eso lo acepto-,
habiendo cometido un crimen, serán inocentes.
Viéndoles así cometer un pecado completo,
les perdonaré el que no han cometido;
eran virtuosos, yo los hago criminales;
entonces podría abrirles de nuevo mis brazos paternales,
y de esa manera se salvará esta raza,
una vez lavada su inocencia con un crimen»[57].

Las Poesías filosóficas de madame Ackermann tienen otro tono y expresan una protesta contra una justicia que condena al inocente:
 
«¡No a este instrumento de un infame suplicio,
en el que vemos en un divino Inocente
y bajo los mismos golpes, expirar la justicia!
¡No a nuestra salvación, si es a costa de sangre!
Porque el amor no puede ocultarnos este crimen,
aunque lo rodee de un velo seductor.
A pesar de su abnegación, ¡no incluso a la víctima
y no sobre todo al sacrificador!
¿Qué importa que sea Dios, si su obra es impía?
¿Cómo? ¿Es su propio Hijo al que ha crucificado?
Podía perdonar, pero quiere que se expíe.
Inmola, ¡y a esto se llama tener piedad!»[58].

El filósofo Nietzsche reacciona de forma análoga:

«¿Cómo pudo Dios cometer aquello? La perturbada razón de la pequeña comunidad dio con una contestación asombrosamente imbécil: Dios había consentido que se sacrificase a su propio hijo con objeto de perdonar los pecados de los hombres. ¡Cómo! ¡Así se acababa con el Evangelio en un instante! ¡El sacrificio expiatorio y bajo su forma más repugnante, más bárbara: el sacrificio del justo por las culpas de los pecadores! ¡Qué espantoso paganismo!»[59].

He hablado de «desconversión» y hasta de «perversión»: Nietzsche ve en estas doctrinas un retorno al paganismo. Estos testimonios del siglo XIX coinciden con la contestación contemporánea del sacrificio, tal como se expresa en René Girard. Una lógica implacable -hay que reconocerlo- ha afectado desde dentro a la interpretación del misterio de la redención, a través de una deriva secular y muy a menudo inconsciente de sí misma. Los autores, todos de buena fe, están convencidos de que es éste el mensaje de la Escritura e intentan, mal que bien, conciliar lo que llamará Girard «el pacto sacrificial» con los otros aspectos de la salvación.

 

Siglo XX: bajo el signo de la velocidad adquirida

Se dirá quizás que estos testimonios del siglo XIX proceden más de la pastoral y de la espiritualidad que de la teología propiamente dicha. Pero es fácil demostrar que en los primeros decenios del siglo XX la tesis de la sustitución y de la expiación penal se había convertido en una doctrina clásica. He aquí lo que escribe el teólogo Adhémar d'Alès en 1913:

«El principio de la sustitución penal, inaceptable como tesis general y en estricto derecho, ya que es de la esencia del castigo caer sobre un culpable, adquiere un valor muy distinto en el caso de la redención, primero por la solidaridad de naturaleza que hace de Cristo el representante nato de la humanidad entera; segundo, por la generosidad que le hace ofrecerse, espontáneamente, solo por todos, a los golpes de la justicia divina; finalmente, por la voluntad divina a la que agradó la sustitución»[60].

La obra de Edouar Hugon, Le mystère de la Rédemption[61], que data de 1922, es un ejemplo perfecto de la teología «común» de la época en su expresión escolástica. Hugon quiere ser tomista y desarrolla su tratado de la manera más clásica. No busca ninguna originalidad; intenta simplemente exponer el «concepto completo» de la redención en conformidad con el dogma de la Iglesia. En un texto que constituye su declaración de intenciones, he aquí cómo pasa de la metáfora al concepto:

«Hemos de analizar ahora las diversas nociones contenidas en el concepto de la redención. La palabra designa el rescate de un esclavo mediante un pago, un precio convenido. Redención dice más que reparación y restitución... Lo que la caracteriza, es el pago de un precio por la deuda contraída, el rescate por un cautivo... Aquí se despierta todo un montón de ideas: idea de esclavitud, idea de rescate, idea de reintegración en el estado de libertad. ¿Quién es el esclavo? ¿De qué esclavitud se le libera? ¿A qué condición primitiva se le devuelve? ¿A quién hay que pagar el precio y cuál es el precio? El esclavo es el género humano perdido por el pecado. Pues bien, el pecado implica dos desgracias: primero, una mancha en el alma...; en segundo lugar, la obligación de sufrir un castigo proporcionado a la falta...

El criminal, deudor ante todo con el ofendido, está también sometido al verdugo que inflige el castigo. Aquí el ofendido es Dios; el verdugo es el demonio, a quien Dios ha permitido que fuese entregado el hombre por el pecado, separándose de su verdadero amo...

¿A quién hay que pagar el precio del rescate? Evidentemente, a aquel que es el amo del esclavo y que ha sido ofendido. Está claro que el ofendido no es Satanás, sino sólo Dios... Dios habría podido con toda justicia dejar al pecador bajo la cautividad del demonio en castigo de la falta...

Pero el demonio, por ello, no había adquirido ningún derecho real sobre el género humano; no nos habíamos hecho propiedad suya. Si hay un rescate que pagar, es solamente a Dios, no a Satanás. Por eso decimos que Jesucristo ofreció su sangre como precio de nuestra redención, no ya al demonio, sino a Dios su Padre.

Esta teoría de los derechos del demonio, que había podido seducir a algunos escritores eclesiásticos, se vio definitivamente arrinconada en la Edad Media y nuestros grandes teólogos limpiaron para siempre a la teología de ella...

¿Cuál será este precio? Para que haya redención propiamente dicha, en sentido pleno, y no simplemente remisión del pecado o liberación del culpable, se necesita una satisfacción igual a la ofensa, por consiguiente la del Hombre-Dios...

Así pues, en la redención la idea primera es la de una satisfacción proporcionada a la ofensa y que, reparando la falta, aplaque a Dios, lo haga propicio a la humanidad»[62].

No hay aquí nada de emoción oratoria ni de dramatización, sino una demostración fría que sigue la metáfora en todas sus consecuencias, sin preguntarse por el carácter analógico de la transposición. Por eso Hugon insiste más en el aspecto de la justicia conmutativa y de la compensación igual que en el de la venganza divina. El argumento parte de la idea de redención para llegar a la de satisfacción: la primera se reduce exactamente a la segunda. Todo el centro de gravedad del libro está constituido por el movimiento ascendente; el movimiento descendente, segundo por no decir secundario, no interviene más que al final del volumen. El autor expresa su satisfacción por el hecho de que los teólogos escolásticos hayan desembarazado a la teología de la teoría grosera de los derechos del demonio; no se pregunta por el riesgo tan odioso incluido en la afirmación de que se pagó a Dios el precio de nuestra salvación. Pues bien, aquí es donde interviene el «cortocircuito» mencionado anteriormente. La parte del pecado, del mal y del adversario en el drama de la pasión queda totalmente borrada y todo se reduce al pacto sacrificial y satisfactorio con Dios. El mismo demonio se convierte en el «verdugo» de Dios; es el ejecutor de las altas obras de su justicia, lo cual equivale a atribuir a Dios algo demoníaco. Esta articulación conceptual servirá de pauta de lectura a los textos de la Escritura.

La compensación satisfactoria exige evidentemente el castigo doliente. Hugon, que cita a Monsabré[63], no coincide con él en el fondo, sino en la forma, cuando habla del sacrificio de Cristo:

«Para comprender hasta qué grado de sufrimiento tiene que llegar la satisfacción, consideremos lo que el hombre hace por el pecado mortal. Busca en un bien perecedero un gozo indigno, que ama hasta llegar a despreciar a Dios... El orden exige, por tanto, que el que repara sufra una pena sensible en compensación por el placer ilegítimo que ha saboreado el pecador y... el dolor sufrido por la reparación tiene que ser también inmenso, llegando hasta el desprecio de la naturaleza que ha sido escogida para satisfacer, de manera que esta naturaleza quede como quebrada y aplastada, reducida como a la nada...

Ésta es la sublime razón de la expiación penal; por eso la satisfacción de Cristo tenía que ser también un sacrificio, sumamente doloroso, completo, universal»[64].

La doctrina del sacrificio propuesta por Hugon cae en gran medida bajo los golpes de la crítica de Girard. Estamos ciertamente ante un fenómeno de «desconversión».

Esta mentalidad teológica estaba tan establecida en los espíritus que pesó también en el trabajo de los exégetas, prescindiendo de cuál fuera su preocupación por dejarse enseñar por el texto mismo de la Escritura. Así pudo decirse a propósito de la importante Teología de san Pablo de Ferdinand Prat[65]: «El esquema teológico de la satisfacción vicaria, aplicado exclusivamente a la muerte de Cristo, estropea el análisis de la teología paulina en un exégeta que sin embargo se muestra tan deseoso de respetar los textos»[66]. Lo mismo ocurre con Alexis Médebielle, cuyo artículo Expiation del Supplément au Dictionnaire de la Bible ejerció una real influencia; este autor interpreta el logion del rescate (Mt 20, 28; Mc 10, 45) en el sentido de una satisfacción ofrecida a Dios por el pecado[67], y 2 Cor 5, 21 en el de una sustitución y una imputación[68]. Se trata de dos exégetas de principios de siglo. Pero otros autores más recientes siguen presuponiendo las mismas nociones en los textos bíblicos: «Para explicar la muerte de Cristo -escribe P. Lamarche-, numerosos e ilustres exégetas piensan que es posible encontrar en el Nuevo Testamento una interpretación en que se mezclen las representaciones sacrificiales y una teoría de la satisfacción: Cristo es la víctima que con su sangre expía nuestras faltas; lleva en lugar nuestro el pecado del mundo y, tomando sobre sí el castigo del pecado, la muerte, nos libra de ella»[69]. El autor saca aquí sus expresiones de R. Bultmann y cita en apoyo de su tesis algunos textos de J. Gnilka, L Cerfaux, F. J. Leenhardt y H. Conzelmann[70]. Algunos de ellos opinan que se trata en este caso de una formulación arcaica que hoy exige ser actualizada o adaptada.

Incluso la figura del «chivo expiatorio» (Lev 16, 21-22) se ha invocado en apoyo de 2 Cor 5, 21, como fundamento bíblico de la doctrina de la sustitución penal, como si se hubiera querido de antemano dar razón a las acusaciones de R. Girard. Para L Sabourin, que ha estudiado este dossier históricamente, la utilización de esta categoría bíblica en la interpretación de la redención se remonta al siglo XVI[71]. El primer testigo es Teodoro de Beza, discípulo de Calvino. Lo siguieron tanto los católicos como los protestantes: Estius, Cornelio a Lapide en el siglo XVII, H. Lesêtre en el XIX y E.B. Allo en 1937[72].

Finalmente, si todavía hay necesidad de mostrar que estos esquemas siguen vivos en nuestros días, permítaseme citar un texto que considero atroz y que ofrece una fácil excusa al contrasentido cometido por N. Leites. Al final de un artículo que hacía una apología de la pena de muerte, un sacerdote se atreve a ver en la ejecución de Jesús la fuente de todas las gracias:

«En el interior del cristianismo -¿por qué no voy a hablar de ello-?, el suplicio padecido por Jesucristo es un valor supremo, redentor de todos los pecados. A la luz de la cruz, que es un cadalso de ejecución, la pena de muerte adquiere toda su significación sobrenatural, infinitamente fecunda y benéfica. Nosotros, los cristianos, adoramos a un Dios condenado a muerte y ejecutado, situamos en la ejecución de ese inocente la fuente de todas las gracias y de la salvación del mundo» [73].

Sí, adoramos a un Dios crucificado y ése es el escándalo paulino. Pero nunca jamás la Iglesia ha visto en su ejecución en cuanto tal la fuente de todas las gracias, ni en su suplicio el valor supremo. De «desconversión» en «desconversión» se llega a la perversión del misterio.

 

 


[28] Volveré sobre esta interpretación en el capítulo dedicado a la expiación: cf. infra, 315-350.

[29] Volveré sobre la diferencia entre el punto de vista de los reformadores y el de los católicos a propósito de la sustitución: cf. infra, 300-302.

[30]LUTERO, Comm. in Gal., cap. 3, v. 13, en Oeuvres XV, Labor et Fides, Genéve 1969, 282.

[31] Ibid., 283.

[32] Ibid., 285.

[33] Ibid., 292.

[34] LUTERO , Enarr. uberior cap. 53 Is.; ed. de Wittenberg (1574), t. 4, 216, 219.

[35] J. CALVIN, Institution de la réligion chrétienne, II, cap. XVI, 6, Labor et Fides, Genève 1955, t. II, 264.

[36] TAULERO, Exercitia de vita et passione Salvatoris nostri Jesu Christi, cc. 7 y 46, Colonia 1607, 69 y 381, cit. por M. RICHARD, o.c., 179.

[37] Catecismo romano, cap. 24, 1; trad. de P. Martín Hernández, BAC, Madrid 1956, 576s.

[38] GROTIUS, Defensio fidei catholicae de satisfactione Christi (1617), J. Lange, Leipzig 1730, cit. por J. RIVIERE, Le dogme de la rédemption. Etude théologique, Gabalda, París 1931, 442-443.

[39] J. BOSSUET, Carême des Minimes, pour le Vendredi Saint, 26 mars 1660, 3e point: Oeuvres oratoires, ed. J. Lebarcq, D.D.B., Paris 19 16, t. 3, 385.

[40] BOURDALOUE, Premier Sermon sur la Passion de Jésus-Christ, en Oeuvres complétes, Rousselot, Metz 1864, t. 4, 218-220. Los subrayados son míos. Texto comentado por L. MAHIEU, L’abandon du Christ sur la croix. Melanges de Science religieuse 2 (1945) 234-235. Estos textos de Bossuet y de Bourdaloue atestiguan la imagen de un «Dios terrible», y son la expresión de una forma de «pastoral del miedo», que atravesará varios siglos: cf. J. DELUMEAU, Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident (XII-XVIII siécles), Fayard, Paris 1983, en particular 321-331, donde se cita a Bossuet y a Bourdaloue, y 447-469: «Un Dieu aux 'yeux de lynx'».

[41] J. DE MAISTRE, Les soirées de Saint-Petersbourg ou entretiens sur le gouvernement temporal de la providence, suivies d’un traité sur les sacrifices, t. II, Pélagaud, Paris-Lyon 1854, 372.

[42] Ibid, 392.

[43] Ibid, 388-389.

[44] Ibid, 152.

[45] L. FOUCHER, La philosophie catholique en France au XIXe siècle avant la renaissance thomiste et dans son rapport avec elle (1800-1880), Vrin, Paris 1955, 262-263.- Sobre la teología de la salvación en el siglo XIX, cf. igualmente E. GERMAIN, Parler du salut? Aux origines d'une mentalité religieuse. La catéchèse du salut dans la France de la Restauration, Beauchesne, Paris 1967.

[46] M. L. MONSABRE, Conférences de Notre-Dame de Paris, Carême 1881, 49e Conférence, Paris 1886, 24-25, citado por J. Rivière, o.c., 233.

[47] Ibid., 7, en J. RIVIERE, o.c., 232.

[48] Ibid., Carême 1884, 70e Conferénce, Paris 188 5, 181.

[49] MGR. D'HULST, Conférences de Notre-Dame, Carême de 1981. Retraite de la semaine sainte, vendredi saint, Poussielgue, Paris 1903, 325.330.335: en J. RIVIERE, o.c., 234.

[50] MGR. GAY, Sermons de Carême, t. 2, Houdin, Paris-Poitiers, 1908; Passion pour le vendredi saint, 217.219-220: en J. RIVIERE, o.c., 235-236.

[51] Ibid., 246: en J. RIVIERE, o.c., 239.

[52] J. CORNE, Le mystère de Notre-Seigneur Jésus-Christ, t. 4: Le sacrifice de Jésus, Paris, s.d., 89-90: en J. RIVIERE, o.c., 236.

[53] Ibid., 218-220: en 3. R IVIERE, o. c., 237.

[54] Ibid., 321: en J. RIVIERE, o. c., 232.

[55] Ibid., 350-351 y 226: en J. RIVIERE, o. c., 238.

[56] Citado por P. GARDEIL, La Cène et la Croix: NRT 101 (1979) 678.

[57] VICTOR HUGO, Oeuvres complétes, Poésie, t. IX, Le pape, la pitié supréme. Religions et religion, l'âne, Ollendorff, Paris 1927. Esta pieza pertenece al conjunto Religions et religion, I. Querelles, VII chef d'oeuvre, 212-213. M. BLONDEL la cita, sin dar la referencia, en La philosophie et l'esprit chrétien, t. 1, P.U.F., Paris 1944, 319-320. Con el título «Un pamphlet de Victor Hugo», J. RIVIERE, Le dogme de la rédemption dans la théologie contemporaine, Alibi 1948, 424-434, comenta el poema de una forma marcadamente apologética y lamenta que Blondel concediera una importancia excesiva a estas «odiosas elucubraciones» (p. 434).

[58] L. ACKERMANN, Poésies. Premières poésies, poésies philosophiques, A. Lemerre, Paris 1877, 143-144.

[59] F. NIETZSCHE, El Anticristo, 41, en Obras inmortales I, Teorema, Barcelona 1985,. 74-75.

[60] A. D'ALES, Le dogme catholique de la Rédemption: Etudes 135 (1913, II) 180.

[61] E. HUGON, Le mystére de la rédemption, Téqui, Paris 1922. Agradezco a C. Guillon el que haya llamado mi atención sobre esta obra tan representativa, muy olvidada hoy.

[62] E. HUGON, o.c., 9-14, passim.

[63] Ibid., 87, citando la Cuaresma de 1881 del padre Monsabré.

[64] Ibid., 101-102.

[65] F. PRAT , Teología de san Pablo, México 1947, 2 vols.

[66] P. GRELOT, Péché originel et rédemption examinés à partir de l'épitre aux Romains. Essai théologique, Desclée, Paris 1973, 203, n. 6.

[67] En Supplément au Dictionnaire de la Bible, t. 3 (1934) col. 254.

[68] Ibid., col. 181, en una larga cita de R. J. HOLTZMANN.

[69] P. LAMARCHE, Le Christ est-il mort pour nous?, en Annoncer la mort du Seigneur. Un dossier théologique, Lyon 1971, 28.

[70] Ibid., 29-30.

[71] L. SABOURIN, Rédemption sacrificielle, une enquéte exégétique, D. D. B. 1961, 141

[72] Referencias en J. GALOT, o.c., 260, n. 3; cf. L, SABOURIN, Le bouc émissaire, figure dú Christ?: Sciences Ecclésiastiques 11 (1959) 45-79.

[73] R. L. BRUCKBERGER. Pourquoi je suis partisan de la peine de mort: Le Figaro Magazin (18 mayo 1985) 163.

 

SESBOÜÉ, Bernard: Jesucristo, el único Mediador, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1990, t. I , pp. 78-94