JESÚS PREDICA UN SENTIDO ABSOLUTO PARA NUESTRO MUNDO 


MUNDO/SENTIDO: Cristo no comenzó predicándose a sí mismo. Ni 
se anunció como Hijo de Dios, Mesías y Dios. Los títulos que le 
atribuyen son, en su gran mayoría, expresiones de fe de la comunidad 
primitiva. La resurrección de Jesús constituye para ella el gran cambio: 
sólo ahora comprende profundamente quién era Jesús y lo que él 
significaba para toda la historia de la salvación. En esa atmósfera 
fueron descifrando el secreto último del predicador y taumaturgo de 
Nazaret (Hch 2,22-23), atribuyéndole títulos de excelencia, desde el 
Santo y el Justo (Hch 3,14) o Siervo de Dios (Hch 4,27) hasta Hijo de 
Dios, Mesías y, por fin, Dios mismo. Lo que estaba latente e implícito 
en las palabras, en los signos y en las actitudes del Jesús histórico se 
hace ahora, después de la resurrección, patente y explícito. Los títulos 
que la fe le atribuye expresan exactamente quién era Jesús desde su 
nacimiento hasta su cruz: el esperado por las naciones, el salvador del 
mundo, el Hijo de Dios, Dios mismo hecho condición humana.
Cristo no comenzó predicándose a sí mismo, sino el reino de Dios. 
¿Qué significa ese reino de Dios que constituye indiscutiblemente el 
centro de su mensaje? Para los oyente de Jesús significaba otra cosa 
muy diferente que para los oídos del fiel moderno, para quien el reino 
de Dios es la otra vida, el cielo, lo que viene después de la muerte. 
Reino de Dios -que se repite ciento veintidós veces en los evangelios y 
noventa en boca de Jesús- significaba para sus oyentes la realización 
de una esperanza para el mundo, la superación de todas las 
alienaciones humanas, la destrucción de todo el mal, ya físico o moral, 
del pecado, del odio, de la desunión, del dolor y de la muerte. Reino 
de Dios sería la manifestación de la soberanía y del señorío de Dios 
sobre este mundo siniestro, dominado por las fuerzas satánicas en 
lucha contra las fuerzas del bien, y la afirmación de que Dios es el 
sentido último de este mundo; él intervendrá en breve y sanará en sus 
fundamentos toda la creación, instaurando el nuevo cielo y la nueva 
tierra. Esa utopía, ansiada por todos los pueblos, es el objeto de la 
predicación de Jesús. El promete que, de ahora en adelante esto no 
será utopía porque, al actuar Cristo, se convertirá en realidad. Por 
eso, al predicar por primera vez en la sinagoga de Galilea y al leer el 
pasaje de Isaías 61,1ss: «El espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, 
porque me ha ungido Yahvé. A anunciar la buena nueva a los pobres 
me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos 
la liberación, a los reclusos la libertad; a pregonar el año de gracia de 
Yahvé». Dijo: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» 
(/Lc/04/18-19/21). A la pregunta de Juan Bautista encarcelado: «¿Eres 
tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?», responde Jesús: 
"Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los 
sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena 
nueva» (Mt 1,3-5). Aquí está el signo de un cambio total de la 
situación: quien consiga introducir semejantes realidades será el 
Liberador de la humanidad. Cristo se entiende como tal porque 
predica, hace presente y ya está inaugurando el reino de Dios. Reino 
de Dios es la revolución y la transfiguración total, global y estructural 
de esta realidad, del hombre y del cosmos, purificados de todos los 
males y llenos de la presencia de Dios. El reino de Dio no quiere ser 
otro mundo, sino el viejo mundo transformado en nuevo. Si Mateo usa, 
en vez de reino de Dios, reino de los cielos es porque él, como buen 
judeocristiano, procura evitar el nombre de Dios y, en su lugar, emplea 
cielo. Reino de Dios no significa sólo eliminación del pecado, sino de 
todo lo que el pecado significa para el hombre, para la sociedad y para 
el cosmos. En el reino de Dios, e dolor, la ceguera, el hambre, las 
tempestades, el pecado y la muerte no se repetirán.
Todo esto es lo que Lucas quiere expresar cuando anuncia que con 
Jesús llegó «el año de la gracia del Señor» (4,19). Detrás de esta 
expresión se esconde una de las grandes utopías del Antiguo 
Testamento 5. El Éxodo refiere que cada siete años debía festejarse el 
año-sabático (Ex 23,10-12; 21,2-6). En ese año, todos debían 
sentirse hijos de Dios y, por eso, todos debían considerarse hermanos: 
los esclavos debían ser liberados, las deudas perdonadas y las tierras 
uniformemente distribuidas. Ningún patrón podía olvidar que para Dios 
cada hombre es un ser libre (Dt 15,12-15). El Levítico (25,8-16) 
destaca esa idea social prescribiendo que, cada cincuenta años, se 
celebre un año-jubilar. Será un año de gracia del Señor. Todos serán 
libres. Cada uno volverá a su tierra, que ha de serle restituida, y a su 
familia. No obstante, ese ideal social jamás se cumplió. El egoísmo y 
los intereses creados siempre fueron más fuertes. Por eso se convirtió 
en seguida en una promesa para los tiempos mesiánicos (ls 61,Is). 
Dios mismo instaurará el año sabático de la gracia, de la reconciliación 
social y del perdón de las deudas. Jesús se levanta en Galilea y 
proclama: ¡El traerá el año de gracia del Señor! ¡El realizará la vieja 
utopía del pueblo! El egoísmo será superado por un nuevo orden de 
cosas en este mundo.

SE REALIZA UNA VIEJA UTOPIA
Los milagros de Cristo, antes que revelar su divinidad, demuestran 
que el reino ya está presente y fermentando dentro del viejo mundo: se 
realiza una utopía tan vieja como el hombre, la liberación total. «Pero si 
yo expulso por el dedo de Dios los demonios, es que ha llegado a 
nosotros el reino de Dios» (Lc 11,20). «Nadie puede entrar en la casa 
del fuerte y saquear su ajuar si no ata al fuerte primero» (Mc 3,27). El 
es el más fuerte que vence al fuerte. El es la escatología realizada. 
Con su venida, se festejan las bodas del tiempo de la salvación. El es 
el vino nuevo y el nuevo manto (Mc 2,18.22) del cosmos renovado. Su 
presencia transforma el mundo y a los hombres: los enfermos son 
curados (Mt 8,16-17), el duelo se transforma en alegría (Lc 7,11- 17; 
Mc 5, 41-43), los elementos le obedecen (Mt 8,17), la muerte se 
convierte únicamente en un sueño (Mc 5,39), los pecados son 
perdonados (Mc 2,5) y los demonios impuros ceden su lugar al espíritu 
de Dios (Mt 12,28). El tiempo es de alegría y no de ayunos. Por eso 
grita: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. 
Bienaventurados los que ahora padecéis hambre, porque seréis 
saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis» (Lc 
6,20.21). Con Cristo se «anuncia el año de gracia del Señor» (Lc 4,19), 
que no conocerá ya nunca más el ocaso.

EL REINO DE DIOS NO ES UN TERRITORIO SINO UN NUEVO 
ORDEN DE COSAS
RD/QUE-ES: El reino de Dios que Cristo anuncia no es la liberación 
de este o de aquel mal, de la opresión política de los romanos, de las 
dificultades económicas del pueblo o sólo del pecado. El reino de Dios 
no puede reducirse a este o a aquel aspecto: abarca todo, mundo, 
hombre y sociedad; la totalidad de la realidad debe ser transformada 
por Dios. De ahí la frase de Cristo: "El reino de Dios viene sin dejarse 
sentir». Y no dirán: «Vedlo aquí o allá, porque eL reino de Dios ya está 
entre vosotros» (/Lc/17/21). Esta difícil expresión «El reino de Dios 
está entre vosotros», según la exégesis más reciente significa: «El 
nuevo orden introducido por Dios está a vuestra disposición. No 
preguntéis cuándo será establecido en el futuro. No corráis por eso de 
aquí para allá, como si el reino de Dios estuviese ligado a algún lugar. 
Antes bien, decidíos y comprometeos con él. Dios quiere ser vuestro 
Señor. Abríos a su voluntad. Dios os espera especialmente ahora. 
Preparaos y aceptad esta última oferta de Dios». El reino de Dios, 
como es evidente, implica dinamismo, notifica un acontecimiento y 
expresa la intervención de Dios ya iniciada, pero todavía no totalmente 
acabada. Por eso Cristo, al predicar y hacer presente el reino, nos 
enseña a rezar: «Venga a nosotros tu reino» (Lc 11,2; Mt 6,10). La 
predicación del reino se refiere a dos tiempos: al presente y al futuro. 
Ya sabemos lo que significa para el presente. Veamos ahora qué 
sentido tiene para el futuro: el tiempo del mundo pecador habrá pasado 
(Mt 19,28; Lc 17,26-30) ; los sufrimientos van a desaparecer (Mt 11,5), 
no habrá más luto (Me 2,19). Los fundamentos del viejo orden se 
conmoverán: «los últimos serán los primeros» (Me 10,31); los 
pequeños, grandes (Mt 18,4); los humildes, maestros (Mt 5,5); los 
enfermos, curados; los sordos oirán (Mt 11,5) y los oprimidos serán 
liberados (Lc 4,18). La situación del hombre ante Dios se transfigurará 
totalmente, porque los pecados quedarán perdonados (Mt 6,14) y se 
restituirá la gloria a los hombres (el vestido celeste de los ángeles) (Mc 
12,25), los elegidos que andaban dispersos se reunirán (Lc 13,27) y 
los hijos de Dios se encontrarán en la casa paterna (Lc 15,19), donde 
toda hambre y toda sed serán saciadas y desbordará la risa alegre de 
la liberación (Lc 6,21).
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5 Cf. T. Maertens, Fiesta en honor a Yahvé (Ed. Cristiandad, Madrid 1964) 
164-209 
(Pág. 85-89)
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2. EL REINO DE DIOS COMO DEVOLUCIÓN GLOBAL Y 
ESTRUCTURAL DEL VIEJO MUNDO
RD/QUE-ES: «Reino de Dios» (malkuta yahweh en el dialecto 
arameo de Jesús) es la expresión que designa lo utópico del corazón 
humano: la total liberación de todos los elementos que alienan y 
estigmatizan este mundo, como sufrimiento, dolor, hambre, injusticia, 
división y muerte, no sólo para el hombre, sino para toda la creación. 
«Reino de Dios» es la expresión que designa el señorío absoluto de 
Dios sobre este mundo siniestro y oprimido por fuerzas diabólicas. 
Dios va a salir de su silencio milenario para proclamar: Yo soy el 
sentido y el futuro último del mundo. Yo soy la liberación total de todo 
mal y la liberación absoluta para el bien. Con la expresión «reino de 
Dios», Jesús articula un dato radical de la existencia humana, su 
principio «esperanza» y su dimensión utópica. Y promete que ya no 
será utopía, objeto de ansiosa expectación (cf. Lc 3,15), sino topía, 
objeto de alegría para todo el pueblo (cf. Lc 2,9). Por eso, sus 
primeras palabras de anuncio son: «Ha terminado el período de 
espera. El reino de Dios está cerca. Cambiad de vida. Y creed en 
esta alegre noticia» (Mc 1,14).
El reino de Dios no es tan sólo una realidad espiritual, como luego 
pensarían algunos cristianos, sino una revolución global de las 
estructuras del mundo viejo. De ahí que él se presente como «buena 
noticia para los pobres, luz para los ciegos, andar para los cojos, oído 
para los sordos, libertad para los encarcelados, liberación para los 
oprimidos, perdón para los pecadores y vida para los muertos» (cf. Lc 
4,18-12; Mt 11,3-5). Como se ve, el reino de Dios no quiere ser otro 
mundo, sino este mundo viejo transformado en nuevo, un orden nuevo 
de todas las cosas de este mundo.
¿No han soñado todos los hombres, en el sueño y en la vigilia, ayer, 
hoy y siempre, con semejante utopía? ¿No soñó todo el Antiguo 
Testamento, al principio, con una tierra que manaba leche y miel y al fin 
con un nuevo cielo y una nueva tierra (cf. Is 65,17; 66,22)? La 
liberación de Egipto, ¿no era preludio de una liberación última y 
definitiva (Is ll,llss; Mt 2,13ss)? Una reconciliación total, ¿no incluye 
también el cosmos con sus animales y sus fuerzas (ls 11)? El amor de 
Dios para con los hombres, figurado en el amor de la madre hacia su 
pequeño (ls 49,15; 66,13), en el amor del padre hacia su hijo (Os 11,1) 
y en el amor entre marido y mujer (Os 2,19), ¿no es promesa de un 
amor futuro más profundo, en virtud del cual Dios morará en medio de 
los suyos, será su rey (cf. Mal 3; Sof 3,14) y, en fin, será todo en todas 
las cosas (1 Cor 15,28) ? El reino de Dios que Cristo desea será una 
realización de esa esperanza: «Lo que es imposible para los hombres 
es posible para Dios» (Me 10,27) a través de Jesucristo.
La apocalíptico, con su pintoresca visión del mundo, no se propone 
más que dar testimonio del eterno optimismo que es la esencia secreta 
de toda religión: Dios se apiadará de este mundo infeliz, revelará su 
total sentido y su radical perfectibilidad, la cual será hecha realidad por 
Dios mismo.
Al afirmar que el reino de Dios articula lo utópico del hombre no 
queremos entender el reino como mera prolongación orgánica del 
mundo presente tal como se encuentra en la historia. El reino de Dios 
no evoluciona, sino que irrumpe. Si fuera evolución de las 
posibilidades del presente, no sobrepasaría jamás la situación del 
presente, que es siempre ambigua, en la que crecen juntos el trigo y la 
cizaña. El reino de Dios, por el contrario. significa exactamente una 
revolución de las estructuras de este mundo, de suerte que el mundo 
subsistirá para ser teatro de la gloria de Dios. Por eso el reino es la 
presencia del futuro dentro del presente.

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981
. Pág. 257 s.

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3. RD/J-MU 
Con la cruz, Jesús venció la mayor tentación de toda su vida: la del 
poder como medio de entronizar el reino. El reino de Dios no es el 
sometimiento de los hombres por la religión o la política. Eso sería 
parcializarlo. El reino, por el contrario, acontece cuando el hombre 
abandona la seguridad de su pasado y se entrega al futuro de Dios o 
al Dios del futuro. De ahí que el reino de Dios sólo se inaugure cuando 
tiene lugar una conversión, que es dejar espacio para Dios y es 
despojamiento como experiencia de éxodo. Jesús en la cruz vivió esa 
aniquilación de toda voluntad de eficiencia y de toda certeza de triunfo. 
La cruz significó abandono total (cf. Mc 15,34) y, por tanto, el completo 
vacío que es posibilidad de plenitud divina en la realidad humana.
La resurrección muestra lo que aconteció en la muerte-vacío: la total 
autocomunicación de Dios. Ella es la parusía del reino anunciado y la 
epifanía del futuro prometido. El reino se realizó en la persona de 
Jesús crucificado de forma definitiva y escatológica. La resurrección no 
es un retorno a las estructuras del mundo viejo, donde reina la muerte, 
se propaga el pecado y coexiste la cizaña junto al trigo. Es la implosión 
y explosión del nuevo cielo y la nueva tierra con el último Adán (cf. 1 
Cor 15,45). Por ello la resurrección significa liberación para la plenitud 
divina y humana, para la realización exhaustiva del hombre y del 
cosmos en Dios. Es la utopía del reino transformada en 
acontecimiento-utopía.
Al igual que con la cruz, con la resurrección se articula de forma 
escatológica un dato que no es exclusivo de Jesús, sino que acontece 
siempre que el reino de Dios irrumpe en el reino de los hombres. La 
resurrección se da, pues, como experiencia de liberación cuando se 
supera toda cerrazón opresora, cuando se rompe la cáscara de huevo 
que impedía surgir a la nueva vida. La experiencia de lo nuevo y de lo 
futuro, no ya como algo manipulable por el hombre, sino como novedad 
y futuridad (cuya anticipación es lo nuevo y lo futuro), significa 
resurrección, la cual en Jesús se transformó en acontecimiento 
definitivo, y, por tanto, ejemplar, para el restante proceso de 
liberación.
Con la muerte y la resurrección, la fe celebra la presencia de la 
liberación total, que no es ya proceso ni tampoco esperanza, sino 
acontecimiento de alegría divina y humana. De aquí nacen impulsos 
para el proceso de liberación, que, penosamente y con dolores de 
parto, gime por su realización histórica.
(263-264)