Las
bienaventuranzas
Por
Pbro. Dr. Enrique Cases
La continua predicación y enseñanza de Jesús
por estos parajes ha quedado formulada en un único texto, resumen o compendio
asequible de aquello que los Evangelistas entienden como el núcleo de la
felicidad que Cristo promete a los que le siguen. Son las bienaventuranzas. Se
llaman así porque de modo armónico e insistente explica las características de
los justos en el nuevo reino. Veamos estas bienaventuranzas e intentemos captar
el contenido más hondo.
"Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus
discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
Cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es
el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os
precedieron"(Mt).
Lo que Jesús muestra en las bienaventuranzas es a Él mismo. Él es el
bienaventurado, el santo, la plenitud de la nueva ley. El cumplimiento de la ley
del nuevo reino de Dios consistirá en seguirle, en imitarle, en ser igual que Él
en la medida de lo posible.
Una mirada más profunda nos lleva a ver en Jesús al pobre, que sin nada vino al
mundo y sin nada se irá, siendo señor de todo lo creado. Es el manso y el
pacífico, que se manifiesta, animando, reconciliando a los hombres con Dios,
entre sí y en su interior. Las lágrimas ocuparán un lugar en su vida y será
consolado por ángeles antes del sacrificio redentor. Es el hambriento y el
sediento de la nueva justicia, que como don divino se derramará sobre la tierra.
Sembrador de misericordia, alcanzará el perdón a los contritos de corazón y a
las ovejas perdidas. Su limpieza de corazón llegará hasta la ausencia de todo
amor propio, en un amor verdadero que se derramará sobre todos los hombres. Él
es el Hijo de Dios, en una generación eterna de tal plenitud que es
consustancial al Padre, “el Padre y yo somos uno” dirá más adelante. Además,
será el perseguido por enseñar la senda del amor que el mundo no puede entender,
porque está lleno de pecado. Y en la octava bienaventuranza, vemos a Cristo
enclavado en la cruz, el sacrificio perfecto entre el cielo y los hombres,
salvando a todos. Cristo en las bienaventuranzas se muestra a sí mismo como
camino de la nueva felicidad.
Todo este aluvión de luz, de verdad y de vida, debía ser comunicado a los
hombres de un modo gradual. De entrada, la mayoría no podía soportar tanta
verdad pues era necesario romper los esquemas antiguos. Por eso, Cristo se
revela veladamente, manifestándose a través de una moral nueva, la moral de las
bienaventuranzas. En un primer nivel les dice que serán felices y justos si
saben vivir con pobreza, con mansedumbre, con ánimo pacífico y pacificador, con
corazón misericordioso, siendo limpios de corazón y llenos de rectitud de
intención en lo más íntimo; que los que tienen hambre y sed de justicia la
recibirán, igual que si saben llorar y llevar bien las persecuciones. Nunca ha
hecho felices a los hombres el ansia de dinero o de poder, ni el espíritu
violento, ni la rebeldía ante las dificultades, ni el corazón sucio y retorcido,
ni el alma inmisericorde o dura, que no sabe sufrir con los que sufren, ni el
rencor ante las persecuciones. La felicidad sólo puede estar en el amor
verdadero, y las bienaventuranzas marcan la senda de un amor rico en matices que
abarca las situaciones reales de la vida.
Por otra parte el premio es extraordinario: el Reino de los cielos, con lo que
significa de poseer la tierra, ser consolados, ser saciados de justicia,
alcanzar misericordia, ver a Dios, ser llamados hijos de Dios y, al morir, una
gran recompensa en los cielos. Esta es la plenitud del reino de Dios que Cristo
anuncia. Más no se puede pedir. El reino de las bienaventuranzas es la plenitud
humana alcanzada como don de Dios a los que quieren creer y vivir la nueva vida
y la nueva alianza. Al final de los tiempos los justos vivirán esa
bienaventuranza de un modo pleno.
Verdaderamente, es feliz el que sabe ser pobre y vivir desprendido de las cosas
de la tierra, libre de las ataduras del deseo y del ansia de posesión.
Es feliz el que al llorar, recibe el consuelo de saber que sus sufrimientos no
son inútiles y sin sentido, sino que se pueden convertir en un sacrificio que
ayude a salvar a otros hombres en una comunión espiritual de los santos.
Es feliz quien tiene dominio interior de sus pasiones, en una mansedumbre, que
es poder sereno, lejos de la violencia.
Es feliz el que sabe que todos los deseos de justicia y amor serán saciados con
abundancia.
Es feliz quien tiene buen corazón con el que sufre, en el alma o en el cuerpo, y
es tratado con una misericordia que, unas veces es perdón y otras caricia.
Es feliz el que mira al mundo, las personas o a Dios, con mirada limpia, y
entiende las cosas con visión sobrenatural.
Es feliz quien siembra paz y concordia entre los hombres, para que aprendan a
amarse, también cuando son poco amables.
Puede ser feliz, incluso, el perseguido por ser fiel a Dios, ya que así puede
asemejarse a Jesús, que es el inocente que paga las deudas de los pecadores
porque los quiere con un amor que les eleva más que les juzga
En un juego de antítesis, Jesús enunciará, en otra ocasión, cuatro ayes como lo
opuesto al espíritu de las bienaventuranzas:
"¡Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre!
¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!
¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros, pues de este modo, se
comportaban sus padres con los falsos profetas!"(Lc)
Son lamentos por los que se dejan llevar por el espíritu del mundo, por el
egoísmo y la falta de amor. Jesús desvela el amor verdadero frente al pecado y
al mal amor del que busca sólo lo propio.
Debe temer a quien pone su corazón en las cosas de la tierra; pues todas le
serán quitadas, y se le secará el corazón. El que se sacia, buscando sólo bienes
materiales, experimentará el vacío en el alma.
Como consecuencia de esta nueva moral de amor pleno, Jesús anuncia a los que
crean que serán sal de la tierra y luz del mundo. El mundo y los hombres se
salvarán de la corrupción si sus discípulos saben llevar ese mensaje a todas las
realidades humanas con su palabra y, sobre todo, con su vida.
"Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se
salará? No vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto
de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino
sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así
vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen
a vuestro Padre que está en los Cielos"(Mt).
El mundo movido por el pecado se mueve en la corrupción y en la oscuridad. El
sabor y la claridad en el camino vendrán de quien sepa ser como Cristo en su
nueva moral de amor pleno.